Capítulo Seis

ANNA SE SORPRENDIÓ, poco después, cuando Dominic anunció que ya era hora de marcharse. Quería quedarse para ver qué otros espectáculos ofrecía el club esa noche, pero la mirada oscura de Dominic era implacable.

Anna frunció el entrecejo y se volvió hacia Frankie.

—Ha sido un placer conocerte, Francine —dijo, plenamente consciente del significado de todas y cada una de sus palabras.

—Por favor… llámame Frankie. A partir de ahora somos amigas —dijo con una sonrisa. Luego deslizó las puntas de los dedos por la cara de Dominic.

Anna contempló hipnotizada cómo él volvía la cabeza hacia Frankie y capturaba entre sus labios uno de aquellos dedos de manicura tan perfecta. Frankie cerró los ojos por un instante, sin dejar de sonreír, en respuesta a las caricias de Dominic.

Anna sintió un nudo en el estómago al ver el deseo que Francine experimentaba y de pronto tuvo tanta prisa por volver a casa como Dominic.

Mientras se dirigían al coche a paso rápido, él no abrió la boca. La lluvia había mojado las calles de la ciudad y el pavimento brillaba bajo sus pies. La atmósfera tensa y opresiva hacía que Anna se sintiera acalorada y le faltara el aliento al intentar mantener el paso acelerado de Dominic.

Cuando llegaron al coche, él preguntó inesperadamente:

—¿Puedo conducir?

—Si te apetece… creo que yo estoy un poco en el límite después de tanto champán.

Dominic sonrió y cogió al vuelo las llaves que Anna le lanzó por encima del capó.

—Te gusta el champán, ¿verdad?

Anna se deslizó en el asiento del acompañante y con disimulada coquetería se arregló la falda larga.

—Normalmente no tomo. No sabes si te gusta algo hasta que lo pruebas, ¿no?

Sus miradas se cruzaron en la oscuridad del interior del coche. Anna contuvo la respiración al percibir la tensión que había entre ellos. Le tenía tan cerca que veía la luz de la farola de la calle reflejada en sus pupilas y olía la esencia fuerte y limpia de su piel.

Por un momento que a Anna le pareció una eternidad, él la miró fijamente sin sonreír, sin pestañear siquiera. Anna sentía que se derretía en su interior, notaba los brazos y las piernas cada vez más calientes y pesados, y los lugares ocultos entre sus muslos humedeciéndose antes de tiempo. Pero su decepción fue absoluta cuando él se volvió de pronto y puso en marcha el motor.

Recorrieron varios kilómetros, dejando la ciudad a sus espaldas y adentrándose en los suburbios. Severas calles se entremezclaban con avenidas frondosas, la lluvia era cada vez más intensa, caía a ráfagas, y a los limpiaparabrisas se les iba haciendo cada vez más difícil luchar contra el diluvio.

Dominic, prudentemente, detuvo el coche para esperar que la lluvia torrencial amainara. Por lo que Anna pudo adivinar, habían aparcado ante una hilera de robustas casas adosadas de principios de siglo. Aunque la lluvia le impedía ver gran cosa, se imaginaba más o menos cómo sería aquel barrio: casas elegantemente apartadas de la calle, barandillas y verjas para mantener alejados a visitantes no deseados, jardincillos delanteros perfectamente cuidados y aseados.

Al volver a sentir la mirada de Dominic fija en ella, volvió la cabeza hacia él. Su expresión era dura, severa y la atmósfera que se respiraba en el interior del coche era tan opresiva como la del exterior.

—Pasa detrás.

Anna parpadeó, no podía creer lo que estaba oyendo. Ni un «por favor», ni un indicio de sugerencia, solamente la rigidez de una orden: «Pasa detrás.»

Para obedecerle sin salir fuera y calarse hasta los huesos, tenía que inclinar el respaldo del asiento. Pero aun así le resultaba difícil, y tuvo que sacarse los zapatos y recogerse el vestido por encima de las rodillas para poder gatear hasta el asiento de detrás.

Cuando por fin lo consiguió, notó que su respiración era dificultosa. Se preguntaba qué aspecto debía tener entonces y cómo la estaría viendo Dominic: acalorada, sudando, con el pelo soltándose de los pasadores y cayéndole en rizos sobre la cara. Expectante, miró con el rabillo del ojo a Dominic.

Como quiera que fuese, y a pesar de ser más voluminoso que ella, él se las apañó para pasar al asiento trasero del coche con mucha más agilidad y rapidez. Luchando contra un sentimiento creciente de claustrofobia, Anna emitió un largo suspiro soltando todo el aire que tenía en su interior, después se inclinó hacia él.

No la besó como ella esperaba, sino que tendió los dedos para coger el dobladillo del vestido y subírselo a la altura de la cintura. Rozó sus bragas aún húmedas con los nudillos para buscar la parte elástica de arriba.

—Gírate.

Hizo lo que le pedía con dificultad, levantando las nalgas para que él pudiera sacarle las bragas. Anna tenía la cara pegada a la ventanilla y notaba la frialdad del cristal en la mejilla. Ladeó un poco la cabeza y vio que Dominic se desabrochaba los pantalones y sostenía el pene erecto con la mano. Ella se mojó los labios y tragó saliva para aclarar su garganta reseca. Su tallo erguido parecía a punto de explotar. Anna tuvo la sensación de no poder esperar más a que la penetrara, a sentir su pene deslizándose por las paredes sedosas y ardientes de su sexo.

Cuando la atrajo hacia sí, los ojos de Dominic brillaron en la oscuridad. La cogió por la cintura con las manos y la apretó hacia abajo, de modo que ella quedara virtualmente sentada sobre su regazo. La cabeza bulbosa de su pene golpeaba con insistencia la entrada de su cuerpo, mientras ella iba abriéndose y abrazándose a él cada vez con más fuerza.

Anna empezó a bajar lentamente y necesitó apoyarse en el cabezal del asiento del acompañante para sostenerse. Sus nalgas tocaban el vientre de Dominic cuyo tallo seguía golpeándola con insistencia, acariciando, como si de un besito se tratara, el cuello de su matriz.

Anna echó la cabeza hacia atrás y el cabello acabó de soltársele del todo y cayó sobre su espalda, de forma que acariciaba la cara de Dominic. Su cuerpo se regocijaba teniéndole en su interior, revistiendo su agresivo miembro viril, arropándolo, amándolo. Contenta de tener ella el control de la situación, levantó las nalgas hasta que él casi se sale de su interior, y después volvió a hundirse capturando de nuevo la dureza de su carne.

La lluvia seguía interpretando sin cesar su sinfonía cacofónica sobre el techo del coche, el aguacero empañaba las ventanillas, a la vez que ella y Dominic buscaban la consecución del clímax mutuo. Anna notó cómo el coche se balanceaba acompañando los movimientos cada vez más acelerados de su cuerpo. Tensó los músculos vaginales, de forma que forzó a Dominic a emitir un prolongado gemido de éxtasis, que la excitó de tal modo que la incitó a alcanzar lo antes posible su propio orgasmo.

Se llevó la mano al clítoris y empezó a tocarse con un dedo, dándole vueltas y vueltas al compás de los golpes de sus caderas. Dominic suspiró profundamente al descargar su pasión, bombeando la semilla en el seno sin fondo de Anna, y le hundió los dedos en la piel cálida de su cintura hasta casi hacerle daño.

El diminuto botón del placer, preso entre los dos cuerpos, irradiaba espasmos de gozo. Anna movía la cabeza de un lado a otro, de forma que su cabello acariciaba el rostro de Dominic cuyo cuerpo absorbía el temblor de la espalda de Anna, mientras él iba descendiendo poco a poco del nivel más alto del placer.

Se separaron muy despacio y él la ayudo a ponerse bien el vestido. Anna observó con sorpresa que, mientras ellos hacían el amor con frenesí, había parado de llover. Después, al pasar de nuevo al asiento delantero, le pareció adivinar un movimiento en el exterior.

En el otro lado de la calle, a tan sólo unos metros de donde habían aparcado, había una parada de autobús. Era un parapeto de madera, una de esas paradas antiguas. Justo cuando ella miraba salieron de allí tres jóvenes que se quedaron observando sin ningún reparo cómo Anna pasaba al asiento delantero y se abrochaba el cinturón de seguridad.

—¡Oh, Dios! —murmuró—. Dominic, se están acercando. Pon el motor en marcha, ¡por el amor de Dios!

Pareció pasar un siglo hasta que Dominic encendió el motor y empezaron a alejarse lentamente del lugar, un siglo durante el cual a Anna le pasaron por la cabeza un montón de fantasías. Debían de ser un trio de veinteañeros que volvían a sus casas tras pasar la noche en la ciudad. Irían borrachos, o Dios sabe qué… y habían visto cómo se zarandeaba el coche mientras ella y Dominic…

—Relájate, chérie, estás a salvo —dijo Dominic en cuanto el coche cogió velocidad.

—Dominic, no tiene ninguna gracia.

Cuando notó la mirada de él sobre ella, Anna se echó a reír.

Por la noche, cuando se metieron los dos en la cama, él pareció contentarse con abrazarla hasta caer dormidos. En cuanto el respirar de Dominic se hizo más profundo, Anna pensó: «Sólo con qué fuera siempre así…» Volvió la cara para presionar la mejilla contra la cálida desnudez de la piel de su pecho, cerró los ojos y suspiró.

—Es la tercera vez esta mañana que no escuchas lo que te digo —señaló Alan al día siguiente, ante la mirada perdida de Anna.

Lo siento Alan, hoy no estoy al tanto de nada.

—¿Seguro que te encuentras bien? Te veo un poco pálida.

Cuando Alan se inclinó para mirarla más de cerca, Anna notó que se sonrojaba. ¿Qué pensaría si pudiera leer sus pensamientos? Debía serenarse y no permitir que el pensar en Dominic interfiriera en su trabajo cotidiano. Respiró profundamente e intentó sobreponerse.

—Yo… —empezó a disculparse.

—¿Cómo se encuentra, Anna? Estoy preocupado por usted.

Anna giró bruscamente la silla al oír la voz de Dominic a sus espaldas. El centelleo de su mirada confirmaba que había oído la pregunta preocupada de Alan, y la contracción de sus labios indicaba hasta qué punto le divertía el hecho de que estuviera tan distraída, pues sabía perfectamente que era por su culpa.

Sin embargo, Alan se tomó el comentario de Dominic en el sentido más literal, totalmente al margen de una manipulación tan descarada como aquella. Se volvió hacia Anna y dijo frunciendo el entrecejo:

—¿Es que estás enferma?

—Alan, creo que esta mañana no debería estar trabajando —dijo Dominic antes que Anna tuviera tiempo de responder—, pero como ella se cree…, ¿cómo es esa palabra?…, indispensable, ¿no?

Alan, con esa expresión de impaciencia que Anna conocía tan bien, soltó el aire entre los labios. Cuando por fin habló, lo hizo en tono de regañina, logrando que Anna se sintiera como una niña.

—No me sorprende, esta chica trabaja demasiado duro. Recoge tus cosas, Anna, y vete a casa. ¡Por el amor de Dios, chica, si estás medio muerta no me sirves para nada!

Anna miró asombrada a los dos hombres. Estaban hablando de ella como si no estuviera presente. Además se encontraba perfectamente bien. Si estaba tan pálida era debido a la falta de sueño que sufría últimamente… Notó que se ruborizaba sólo de pensar en el motivo por que había dormido tan poco desde la llegada de Dominic.

Pensaba que no podía aprovecharse de Alan de aquel modo y, Dominic o no Dominic, ella debía mantenerse limpia de culpa a toda costa.

—Permítame que la acompañe —se ofreció Dominic al darse cuenta de que Anna estaba a punto de admitir que estaba tan sana y fuerte como siempre.

—No es necesario. Además, ¿no tiene usted que dar una conferencia esta tarde?

—Ahora sí que tengo claro que estás enferma .—señaló Alan en tono irónico—. Fuiste tú misma la que a principios de semana escribiste la nota cambiando la conferencia para esta mañana.

Anna miró primero el centelleo malicioso de la mirada de Dominic y después la cara preocupada de Alan, entonces se dio cuenta de que estaba atrapada.

—Está bien —dijo—, si insistes, me iré a casa.

—Tómate el resto de la semana libre ordenó Alan magnánimo.

—Oh, bueno, si soy tan dispensable dijo sonriendo.

—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Anna a Dominic cuando se dirigían al aparcamiento.

Él cogió las llaves, abrió el coche y le indicó la puerta del acompañante para que pasara dentro.

—Te quiero toda para mí —dijo sonriendo abiertamente como un chiquillo por encima del techo del coche. Anna sintió que se le encogía el estómago.

Se deslizó lentamente en el asiento y trató infructuosamente de abrocharse el cinturón de seguridad, pues, a pesar de que lo intentaba, no podía controlar el repentino temblor de sus manos. Sin que pudiera evitarlo, los dedos calientes de Dominic se cruzaron sobre los suyos para introducir sin ninguna dificultad el cierre en su sitio.

—Nunca había hecho novillos —admitió en un intento de suavizar el ambiente.

—¿Y bien? —Levantó la ceja en tono guasón y ella se echó a reír.

—No importa. Bueno, pon en marcha el motor o Alan va a preguntarse qué estamos haciendo.

Él le sonrió con calidez y arrancó el coche.

—Frankie nos ha invitado a su casa a pasar unos días. Ahora que estás tan enferma, ¿te gustaría que aceptase? —dijo de forma casual mientras maniobraba para salir del aparcamiento.

El tono de su voz era demasiado casual, demasiado indiferente, y Anna se puso tensa. Le vino a la mente la imagen de Dominic besando los finos y elegantes dedos de Francine y sintió como si tuviera su interior lleno de mariposas golpeándole con sus alas. La excitación le cerraba la boca del estómago.

—Estaría bien —dijo con un hilo de voz.

Miró de reojo a Dominic y observó sus manos sosteniendo fuertemente el volante. Rememoró entonces lo que sentía al notarlas sobre su cuerpo. Eran manos inteligentes y sensibles, capaces de explorar todos y cada uno de los pliegues y surcos más recónditos de su cuerpo, a veces con amor, otras sólo de un modo convulsivo, pero siempre infaliblemente precisas.

¿Conocerían las manos de Dominic los contornos de Francine tan bien como los de ella? Notó los celos punzándola como si de dardos se trataran, pero iban mezclados con algo más, una emoción que Anna era incapaz de identificar, pero que la hacía estremecer. Al recordar la mirada perezosa y gatuna de Francine se le aceleró el pulso.

Se acomodó en el asiento pensando que la estancia en casa de Frankie no sería una fiesta casera normal y corriente. Aceptar la invitación implicaba algo más que los agradecimientos usuales de un huésped. ¿Sería consciente Dominic del enorme salto hacia lo desconocido que esto significaba para ella? Inconscientemente se volvió a mirarlo con incertidumbre.

El debió notar su mirada disimulada, pues volvió la cabeza hacia ella y le sonrió. Retiró una mano del volante para situarla sobre la suya. El contacto era cálido y familiar. Fuera lo que fuera lo que la visita a casa de Francine pudiera depararle, Dominic estaría con ella. Confiaba en él, ¿no era eso?

El volvió a sonreírle, era una sonrisa tan clara que le iluminó la cara por completo. Anna sintió que la excitación recorría todo su cuerpo y todo atisbo de duda o aprensión se desvanecieron.

Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. En sus labios se dibujó una sonrisa de complacencia anticipada por lo que iba a suceder.