10
Para unos sólo queda la muerte
Mi huida hacia la libertad
Yo había prendido la mecha de una bomba y ya no había forma de apagarla. Yo había elegido la vida. Al secuestrador sólo le quedaba la muerte.
El día comenzó como otro cualquiera… a la hora que ordenaba el programador. Yo estaba en la cama cuando se encendió la luz en el zulo y me despertó de un confuso sueño. Me quedé un rato tumbada intentando buscarle un sentido a lo que había soñado, pero no podía recordarlo bien, las imágenes se me escapaban cuando intentaba retenerlas. Sólo era evidente una vaga sensación que me embargaba: una gran determinación. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así.
Al cabo de un rato el hambre me sacó de la cama. No había cenado y me rugía el estómago. Movida por la idea de comer algo, bajé por la escalerilla. Pero antes de llegar abajo me di cuenta de que no tenía nada: la tarde anterior el secuestrador me había llevado un diminuto trozo de bizcocho para el desayuno, pero yo me lo había comido al momento. Frustrada, me lavé los dientes para eliminar el ácido sabor de estómago vacío que tenía en la boca. Luego miré indecisa a mi alrededor. Esa mañana el zulo estaba muy desordenado, había ropa por todas partes, en el escritorio se amontonaban los papeles. Cualquier otro día habría empezado enseguida a recoger y hacer mi diminuta habitación lo más acogedora posible. Pero esa mañana no tenía ganas. Me sentía más distanciada de esas cuatro paredes que se habían convertido en mi hogar.
Vestida con un vestido corto naranja que me gustaba mucho, esperé a que el secuestrador abriera la puerta. Aparte de eso sólo tenía leggins y camisetas con manchas de pintura, un jersey de cuello alto del secuestrador para los días más fríos y un par de cosas sencillas y limpias para las pocas salidas al exterior en las que me había llevado con él en los últimos meses. Con ese vestido podía sentirme como una chica normal. El secuestrador me lo había comprado como premio por mi trabajo en el jardín. Durante la primavera en que yo ya tenía dieciocho años me había permitido de nuevo trabajar bajo su custodia al aire libre. Se había vuelto más descuidado, existía el riesgo de que pudieran verme los vecinos. Su pariente de la casa vecina nos saludó en un par de ocasiones por encima de la valla mientras yo quitaba malas hierbas. «Una ayudante», se limitó a decir una vez el secuestrador cuando el vecino me saludó con la mano. Él se conformó con la explicación, y yo fui incapaz de decir nada.
Cuando por fin se abrió la puerta del zulo, vi a Priklopil desde abajo, subido en el escalón de cuarenta centímetros de la entrada del escondrijo. Una imagen que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía dándome miedo. Priklopil parecía muy grande, una sombra prepotente, deformada por la bombilla del habitáculo anexo: era como un carcelero de una película de terror. Pero ese día no me resultó amenazante. Me sentía fuerte y segura de mí misma. «¿Puedo ponerme unas bragas?», le pregunté antes de saludarle.
El secuestrador me miró sorprendido. «Eso no viene al caso», respondió.
En la casa yo siempre tenía que trabajar medio desnuda, y en el jardín por lo general no podía llevar ropa interior. Era uno de sus métodos para tenerme sometida. «Por favor, es mucho más cómodo», añadí.
Sacudió la cabeza con energía. «¡Ni hablar! ¿Cómo se te ocurre algo así? ¡Vamos!».
Le seguí a la estancia anexa y esperé a que se deslizara por el pasadizo. La pesada puerta de hormigón que se había convertido en parte importante del escenario donde transcurría mi vida estaba abierta. Cada vez que veía ese coloso de hormigón ante mí se me hacía un nudo en la garganta. Había tenido mucha suerte durante todos esos años. Un accidente del secuestrador habría significado mi condena a muerte. La puerta no se podía abrir desde el interior y resultaba imposible encontrarla desde el exterior. Había visto la escena claramente ante mis ojos: cómo al cabo de un par de días me daba cuenta de que el secuestrador había desaparecido; cómo me volvía loca y me entraba una angustia mortal; cómo, haciendo uso de mis últimas fuerzas, conseguía superar las dos puertas de madera; pero esa puerta de hormigón decidiría entre la muerte y la vida. A sus pies me moriría de hambre y sed. Siempre era un alivio atravesarla siguiendo al secuestrador. Significaba que un día más abría esa puerta, no me dejaba abandonada. Un día más que yo salía de mi tumba subterránea. Cuando subí los peldaños que llevaban al garaje, tomé aire con fuerza. Estaba arriba.
En la cocina, el secuestrador me ordenó untar dos panes con mantequilla y mermelada. Entre protestas de mi estómago, observé cómo se los comía. Sus dientes dejaban pequeñas marcas en el pan. Pan crujiente, sabroso, con mantequilla y mermelada de albaricoque. A mí no me dio nada, yo tenía mi trozo de bizcocho. Jamás me habría atrevido a decirle que me lo había comido la tarde anterior.
Cuando Priklopil terminó de desayunar, lavé los platos y me dirigí hacia el calendario que había en la cocina. Como cada mañana, arranqué la hoja con el número impreso y la doblé con cuidado. Me quedé mirando fijamente la nueva fecha: 23 de agosto de 2006. Llevaba 3096 días secuestrada.
Wolfgang Priklopil estaba de buen humor ese día. Debía ser el comienzo de una nueva era, de una época más fácil sin problemas de dinero. Dos pasos decisivos debían conducir a ella. En primer lugar, quería deshacerse de la vieja furgoneta en la que me había secuestrado ocho años y medio antes. Y, en segundo lugar, había puesto en internet un anuncio de la vivienda que habían reformado en los últimos meses. La había comprado seis meses antes con la esperanza de que los ingresos del alquiler redujeran la carga financiera que le suponía el delito cometido. El dinero invertido procedía, según me dijo, de su trabajo junto a su socio Holzapfel.
Poco antes del día en que cumplí dieciocho años me contó una mañana muy excitado: «Tenemos una obra nueva. Vamos a ir a la calle Hollergasse». Su alegría era contagiosa, y yo necesitaba ese cambio. El día mágico de mi mayoría de edad estaba cerca y no había cambiado nada. Seguía tan sometida y controlada como en todos los años anteriores. Aunque en mi interior se había activado un interruptor. Poco a poco se fue desvaneciendo la idea de que el secuestrador tenía razón, de que estaba mejor bajo su custodia que en el exterior. Ya era adulta, mi segundo yo me agarraba con fuerza de la mano y ahora estaba segura: no quería seguir viviendo así. Había sobrevivido a mi época de juventud como esclava, saco de boxeo, mujer de la limpieza y compañera del secuestrador, y había aguantado en ese mundo mientras no podía ser de otro modo. Pero ese tiempo había pasado. Cuando estaba en el zulo recordaba una y otra vez los planes que, siendo todavía una niña, tenía preparados para este momento. Quería ser independiente. Convertirme en actriz, escribir libros, hacer música, conocer a otras personas, ser libre. No quería aceptar por más tiempo que debía ser para siempre presa de su fantasía. Tan sólo debía esperar a que llegara el momento oportuno. Tal vez éste se presentara en la nueva obra. Después de tantos años atada a aquella casa, por fin podía trabajar por primera vez en otro sitio. Bajo la estrecha vigilancia del secuestrador, por supuesto, pero así y todo…
Recuerdo perfectamente nuestro primer viaje a la Hollergasse. El secuestrador no tomó el camino más rápido, la autopista, era demasiado tacaño para pagar el peaje. Nos metimos en el atasco del Wiener Gürtel, el cinturón de Viena. Era pronto, a ambos lados de la furgoneta blanca se alineaban los últimos coches que, como cada mañana, se dirigían a toda prisa al trabajo. Observé a los conductores detrás de los volantes. Desde un microbús me observaron los ojos cansados de algunos hombres. Iban apiñados en el vehículo que los transportaba, trabajadores del este de Europa a los que los constructores nacionales recogían por la mañana al borde de las carreteras principales y volvían a dejarlos allí por la tarde. De pronto me sentí como aquellos obreros: sin papeles, sin permiso de trabajo, víctima fácil de la explotación. Ésa era la realidad que esa mañana me negué a aceptar. Me arrellané en el asiento y me abandoné a mi ensoñación. Yo iba con mi jefe de camino a un trabajo normal, legal, como todas las personas que se desplazaban a nuestro lado, como cada día, desde su domicilio a su lugar de trabajo. Soy una experta en mi área y mi jefe valora mucho mis consejos. Vivo en un mundo adulto en el que tengo una voz que se oye.
Casi habíamos cruzado toda la ciudad cuando en la Westbahnhof, la estación del oeste, Priklopil tomó la calle Mariahilferstrasse, avanzó a lo largo de un mercadillo en el que sólo estaban ocupados la mitad de los puestos, y finalmente giró por una calle estrecha. Allí aparcó la furgoneta.
La vivienda estaba en el primer piso de un edificio venido a menos. El secuestrador tardó un rato en dejarme bajar. Temía que alguien pudiera vernos y quería que cruzara la acera a toda velocidad cuando la calle estuviera completamente desierta. Eché un vistazo a la calle: pequeños talleres, fruterías turcas, locales de kebab y pequeños bares de dudosa categoría rompían la imagen gris de las viejas construcciones de los años de la especulación, viviendas que en el siglo XIX sirvieron como casas de alquiler para las masas de los trabajadores pobres procedentes de los países del imperio. El barrio estaba también ahora habitado por inmigrantes. Muchas de las viviendas todavía no disponían de cuarto de baño, los servicios se encontraban en el descansillo y tenían que ser compartidos con los vecinos. El secuestrador había comprado una de estas viviendas.
Esperó a que la calle estuviera vacía, luego me hizo correr hasta la escalera. La pintura se caía de las paredes, la mayoría de los buzones estaban rotos. Cuando abrió la puerta de madera de la vivienda y me empujó dentro, apenas podía creer lo pequeña que era: diecinueve metros cuadrados. Cuatro veces más grande que mi zulo. Una habitación con una ventana que daba a un patio interior. Olía a cerrado, a sudor humano, a moho y grasa. La moqueta, que alguna vez debió de ser de color verde oscuro, había adquirido una indescriptible tonalidad entre marrón y gris. En una pared había una enorme mancha de humedad en la que se revolvían algunas larvas. Respiré profundamente. ¡Allí había mucho trabajo!
A partir de aquel día me llevó varias veces por semana a la Hollergasse. Sólo cuando tenía muchas cosas que hacer me dejaba todo el día encerrada en el zulo. Lo primero que hicimos fue retirar todos los muebles viejos y sacarlos a la calle. Cuando salimos de la casa una hora más tarde, ya habían desaparecido: recogidos por los vecinos, que tenían tan poco que hasta aquellos muebles les servían. Luego empezamos con la reforma. Tardé dos días en retirar yo sola toda la moqueta. Bajo una gruesa capa de suciedad apareció, debajo de la primera, una segunda moqueta cuyo adhesivo se había integrado tanto en el suelo con el paso de los años que tuve que ir retirándolo centímetro a centímetro. Entonces pusimos un enlosado nuevo, encima un suelo laminado, el mismo que había en mi zulo. Arrancamos el viejo papel pintado de las paredes, alisamos las juntas y agujeros y pegamos un nuevo papel que luego pintamos de blanco. En la habitación incorporamos una pequeña cocina y un baño diminuto, apenas más grande que el plato de ducha y la alfombrilla que pusimos delante.
Trabajé como un animal. Levantar, cargar, arrastrar, emplastar, poner baldosas. Pintar el techo encima de una delgada tabla apoyada en dos escaleras. Mover muebles. El trabajo, el hambre y la lucha permanente con mi debilidad me dejaron tan exhausta que apenas pensaba ya en escapar. Al principio confiaba en que llegaría el momento en el que el secuestrador me dejaría sola. Pero no llegó. Estaba sometida a una continua vigilancia. Era increíble lo que hacía para impedirme la huida. Cuando iba al baño del descansillo, ponía unas pesadas tablas delante de la ventana para que no pudiera abrirla con facilidad para gritar. Incluso las atornillaba si sabía que iba a tardar más de cinco minutos en volver. También allí me construyó una cárcel. Cuando giraba la llave en la cerradura, en mi interior me sentía de nuevo en el zulo. También allí sentí miedo a que le pasara algo y yo tuviera que morir en aquella vivienda. Cada vez que regresaba, respiraba aliviada.
Hoy ese miedo me resulta extraño. Al fin y al cabo, estaba en una casa de vecinos y podía gritar o dar golpes en las paredes. A diferencia de lo que ocurría en el zulo, aquí me habrían encontrado enseguida. Pero mi miedo no era racional, brotaba de mi interior, desde el fondo, directamente desde el zulo.
Un día un desconocido apareció de pronto en la vivienda.
Acabábamos de subir el laminado para el suelo hasta el primer piso, la puerta estaba sólo entornada, cuando un hombre algo mayor y con el pelo canoso entró y saludó a voz en grito. Su alemán era tan malo que apenas pude entenderle. Nos dio la bienvenida a la casa y era evidente que quería iniciar una conversación sobre el tiempo y las obras de reforma. Priklopil me apartó a un lado y le echó con palabras secas. Noté que le invadía el pánico y me dejé contagiar de él. Aunque ese hombre podría haber sido mi salvación, en su presencia me sentía casi incómoda, hasta tal punto había interiorizado la perspectiva del secuestrador.
Por la noche, tumbada en mi cama en el zulo, repasé una y otra vez la escena en mi cabeza. ¿Había actuado mal? ¿Debía haber gritado? ¿Había desaprovechado de nuevo la oportunidad decisiva? Tenía que intentar prepararme para actuar con más decisión la próxima vez. En mi mente veía el paso que podía haber dado hacia el desconocido como un salto sobre un inmenso abismo. Pude ver perfectamente cómo tomaba carrerilla, corría hasta el borde del precipicio y luego saltaba. Pero aunque lo intentaba, había una imagen que no conseguía visualizar. Nunca me veía aterrizando al otro lado. Incluso en mi fantasía el secuestrador me agarraba de la camiseta y me arrastraba hacia atrás. Las pocas ocasiones en que conseguía escapar me quedaba durante unos segundos suspendida en el aire sobre el abismo antes de caer al vacío. Era una imagen que me torturó toda la noche. Una señal de que estaba muy cerca, pero en el momento decisivo iba a volver a fallar.
El vecino tardó sólo unos días en volver. Esta vez con un montón de fotos en la mano. El secuestrador me apartó enseguida a un lado, pero conseguí verlas de reojo. Eran fotos familiares en las que aparecía él en su vieja patria, Yugoslavia, y una foto de grupo con su equipo de fútbol. El vecino no dejaba de hablar mientras sujetaba a Priklopil las fotos delante de la nariz. Yo sólo entendía algunas palabras. No, era imposible saltar por encima del abismo. ¿Cómo me iba a entender con ese hombre tan amable? ¿Cómo iba a entender lo que yo pudiera susurrarle en un momento de distracción, que por otro lado probablemente no se diera? ¿Natascha qué? ¿Quién ha sido secuestrado? Y aunque me entendiera, ¿qué pasaría después? ¿Llamaría a la policía? ¿Tendría teléfono? ¿Y luego? La policía no le creería. Aunque mandaran un coche patrulla a la calle Hollergasse, el secuestrador tendría tiempo suficiente para cogerme y llevarme al coche sin llamar la atención. No quería ni imaginar lo que podría pasar después.
No, esa casa no me brindaría la oportunidad de escapar. Pero ésta llegaría, de eso estaba más convencida que nunca. Sólo tenía que reconocerla a tiempo.
Durante aquella primavera del año 2006 el secuestrador se dio cuenta de que yo intentaba alejarme de él. Estaba descontrolado y colérico, la sinusitis crónica le atormentaba sobre todo por las noches. Durante el día incrementó sus esfuerzos por dominarme. Eran cada vez más absurdos. «¡No contestes!», gritaba en cuanto abría la boca aunque me hubiera hecho una pregunta. Me exigía obediencia absoluta. «¿Qué color es éste?», me preguntó en tono imperioso una vez, señalando un bote de pintura negra. «Negro», respondí. «No, es rojo. Es rojo porque lo digo yo. ¡Di que es rojo!». Si me negaba, le daba un ataque de ira que no podía controlar y que duraba más que nunca. Los golpes se repetían de forma continuada, a veces estaba tanto tiempo pegándome que me parecía que pasaban horas. Más de una vez estuve a punto de perder el sentido antes de que me arrastrara hasta el sótano y me encerrara a oscuras en el zulo.
Noté lo difícil que me resultaba de nuevo resistirme a un reflejo fatal: olvidar los malos tratos en menos tiempo de lo que tardaban en curarse mis heridas. Habría sido mucho más fácil rendirse. Era como una fuerza que, cuando me atrapaba, me arrastraba sin remedio hasta lo más hondo mientras oía a mi propia voz susurrar: «Mundo feliz, mundo feliz. Todo está bien. No ha pasado nada».
Tenía que enfrentarme a esa fuerza y crear pequeñas islas de salvación: mis anotaciones, en las que plasmaba de nuevo cada maltrato. Hoy me dan náuseas cada vez que tengo en las manos el cuaderno de rayas del colegio en el que, con buena letra y detallados dibujos de mis heridas, recogí todas las brutalidades a las que era sometida. Entonces las escribía desde una cierta distancia de mí misma, como si se tratara de una tarea escolar:
«15 de abril de 2006
Me golpea una vez en la mano derecha tan fuerte y durante tanto tiempo que casi siento la sangre fluir. Todo el dorso de la mano se vuelve azul y rojizo, el derrame llega hasta la palma y cubre la mano entera. Luego me pone un ojo morado (también el derecho), al principio la mancha sólo ocupa el ángulo exterior y va cambiando entre el rojo, el azul y el verde, luego se extiende hacia arriba hasta el párpado.
Otras agresiones de los últimos tiempos, hasta donde puedo recordarlas y no las he olvidado: en el jardín, porque no me atreví a subir a la escalera, me atacó con unas tijeras de podar. Tuve un corte verdoso encima del tobillo derecho, se me rompió la piel. Otra vez me lanzó un pesado cubo con tierra y me dio en la pelvis, provocándome una horrible mancha de un tono marrón rojizo. Una vez me negué, por miedo, a subir con él. Entonces arrancó los enchufes de la pared y me lanzó todo lo que encontró en la pared. Me quedó un profundo rasguño con sangre en la rodilla derecha y en la pantorrilla. Tengo además un hematoma de unos ocho centímetros, de color negro violeta, en el brazo izquierdo, no sé de qué. Me ha pateado y pegado varias veces, también en la cabeza. Me ha hecho sangre en el labio dos veces, una vez me salió una hinchazón del tamaño de un guisante (ligeramente azulado) en el labio inferior. Una vez me salió un bulto debajo de la boca a causa de un golpe. Tengo también un corte (ya no sé de qué) en la mejilla derecha. Una vez me tiró una caja de herramientas a los pies, la consecuencia fueron unos hematomas verde pastel. Me ha golpeado a menudo con la llave inglesa u otra herramienta en la mano. Tengo dos hematomas negros simétricos debajo de ambos omóplatos y a lo largo de la columna.
Hoy me ha golpeado con el puño en el ojo derecho, he visto las estrellas, y en la oreja derecha, he sentido un dolor punzante y crujidos y pitidos. Luego ha seguido golpeándome en la cabeza».
En los días mejores el secuestrador imaginaba de nuevo nuestro futuro en común. «Si al menos pudiera confiar en ti, en que no vas a escapar… —suspiró una noche en la mesa de la cocina—. Podría llevarte a todas partes. Iríamos al lago Neusiedlersee o al Wolfgangsee y te compraría un vestido de verano. Podríamos ir a nadar, y en invierno, a esquiar. Para eso tengo que confiar en ti al cien por cien. Pero te vas a escapar». En ese momento sentí una profunda pena por ese hombre que me había torturado durante más de ocho años. No quería hacerle daño y le deseaba el futuro feliz que tanto ansiaba tener: parecía tan desesperado y solo consigo mismo y con su delito, que a veces casi olvidaba que yo era su víctima… y no decidía su suerte. Pero no me dejé engañar por la ilusión de que todo iría bien si yo cooperaba. No se puede obligar a nadie a una eterna obediencia, y mucho menos al amor.
A pesar de todo, en aquellos momentos le prometía que me quedaría siempre a su lado y le consolaba: «No me voy a escapar, te lo prometo. Me quedaré siempre contigo». Aunque él no me creía y a mí me partía el corazón mentirle. Ambos cambiábamos entre lo que éramos y lo que queríamos aparentar ser.
Yo estaba físicamente presente, pero mi mente hacía mucho tiempo que había huido. Aunque seguía sin conseguir imaginar mi aterrizaje al otro lado del abismo. La idea de aparecer de pronto otra vez en el mundo real me daba un miedo horrible. A veces incluso llegué a pensar que me iba a suicidar en cuanto abandonara al secuestrador. No podía soportar la idea de que mi libertad significara para él muchos años entre rejas. Naturalmente quería que los demás estuvieran a salvo de aquel hombre que era capaz de todo. En ese momento yo me encargaba de esa protección al concentrar toda su violenta energía en mí. Luego tendrían que ser la policía y los jueces los que se ocuparan de que no siguiera cometiendo delitos. Pero esa idea tampoco me tranquilizaba. Yo no albergaba ningún sentimiento de venganza, al contrario: me parecía que si le entregaba a la policía sólo iba a darle la vuelta al delito que él había cometido conmigo. Él me había encerrado primero, luego yo me iba a ocupar de que lo encerraran a él. En mi visión distorsionada del mundo no se ponía fin a un acto delictivo, sino que se acrecentaba. La maldad no disminuía en el mundo, sino que aumentaba.
Todas estas ideas pusieron en cierto modo el punto final lógico a la locura emocional a la que había estado expuesta durante años. Por las dos caras del secuestrador, por el rápido cambio de violencia a pseudonormalidad, por mi estrategia de supervivencia de eliminar todo lo que amenazaba con matarme. Hasta que el negro ya no es negro y el blanco ya no es blanco, sino que todo es una niebla gris en la que se pierde la orientación. Yo había interiorizado todo eso hasta tal punto que en algunos momentos me parecía peor traicionar al secuestrador que a mi propia vida. Tal vez debía conformarme con mi destino, pensé sólo una vez, cuando amenazaba con hundirme en las profundidades y perdí de vista mis islas de salvación.
Otros días me rompía la cabeza pensando cómo me iban a recibir en el exterior después de tantos años. Las imágenes del juicio contra Dutroux seguían vivas en mi mente. No quería comparecer en un juicio como la víctima de ese caso, de eso estaba segura. Había sido una víctima durante ocho años, no quería seguir siéndolo el resto de mi vida. Imaginé con todo detalle cómo quería tratar con los medios de comunicación. Naturalmente prefería que me dejaran tranquila. Pero si se informaba sobre mí, entonces que no fuera nunca sólo por mi nombre de pila. Quería aparecer en la vida como una mujer adulta. Y quería escoger con qué medios iba a hablar.
Fue una tarde a principios de agosto, cuando estaba sentada a la mesa de la cocina cenando con el secuestrador. Su madre había dejado el fin de semana una ensalada de salchichas en la nevera. Él me daba las verduras; las salchichas y el queso se amontonaban en su plato. Yo masticaba lentamente un trozo de pimiento, intentando extraer hasta el último resto de energía de cada fibra roja. Había engordado un poco y pesaba ya 42 kilos, pero el trabajo en la Hollergasse me había agotado y me sentía físicamente exhausta. Sin embargo, mi mente estaba muy despierta. Con la finalización de la reforma había superado una nueva fase de mi secuestro. ¿Qué sería lo siguiente? ¿La locura habitual de cada día? ¿Las vacaciones de verano en el Wolfgangsee, precedidas de malos tratos, acompañadas de humillaciones y, como premio, un vestido? No, no quería seguir llevando esa vida.
Al día siguiente trabajamos en el foso del taller. A lo lejos se oía a una madre llamar a sus hijos a gritos. De vez en cuando una suave ráfaga de viento dejaba entrar en el garaje el olor del verano y de la hierba recién cortada, mientras nosotros renovábamos la protección de los bajos de la vieja furgoneta blanca. Yo tenía una sensación ambivalente mientras extendía la espesa capa protectora con la brocha. Era el coche en el que me había secuestrado y que ahora quería vender. No sólo pasaba a una distancia inalcanzable el mundo de mi infancia, sino que también desaparecían parte de las piezas que adornaron los primeros tiempos de mi cautiverio. Ese coche era la conexión con el día de mi secuestro. Y ahora yo estaba trabajando para que desapareciera. Con cada brochazo que daba me parecía que estaba tapando con cemento mi futuro en el sótano.
«Nos has llevado a una situación en la que sólo uno de nosotros puede sobrevivir —dije de pronto. El secuestrador me miró sorprendido. Yo me mantuve firme—. Te estoy muy agradecida por no haberme matado y por haber cuidado tan bien de mí. Ha estado muy bien por tu parte. Pero no me puedes obligar a vivir contigo. Soy una persona independiente, con mis propias necesidades. Esta situación se tiene que acabar».
Como respuesta Wolfgang Priklopil me cogió la brocha de la mano sin decir nada. Pude ver en su rostro que estaba muy asustado. Debía de haber estado temiendo ese momento durante todos aquellos años. El momento en el que quedaba claro que todas sus humillaciones no habían servido de nada. Que no había conseguido doblegarme. Yo seguí hablando: «Es evidente que tengo que marcharme. Debías haber contado con ello desde el principio. Uno de nosotros debe morir, ya no queda otra salida. O me matas o me dejas libre».
Priklopil sacudió la cabeza muy despacio. «Jamás lo haría, lo sabes muy bien», dijo en voz baja.
Yo esperaba que en alguna parte de mi cuerpo explotaran enseguida los dolores, y me preparé interiormente para ello. No rendirse. No rendirse. No me rendiré. Como no ocurría nada y él seguía sin moverse ante mí, cogí aire y pronuncié la frase que lo cambió todo: «He intentado tantas veces suicidarme… y a pesar de todo sigo siendo aquí la víctima. Sería mucho mejor que te suicidaras tú. Al fin y al cabo, ya no tienes salida. Si te suicidas, se acabarán todos los problemas de una vez».
En ese momento algo pareció quebrarse en su interior. Pude ver la desesperación en sus ojos cuando se volvió sin decir nada, y que apenas podía soportarla. Ese hombre era un delincuente, pero también era la única persona que yo tenía en este mundo. Pude ver pasar a cámara rápida distintos momentos de los años anteriores. Vacilé, y me oí decir: «No te preocupes. Si me escapo me tiraré inmediatamente a las vías del tren. No te pondré en peligro». El suicidio me parecía la forma más perfecta de libertad, el final de todo, de una vida que en cualquier caso llevaba mucho tiempo destrozada.
En aquel instante me habría gustado retirar todo lo que había dicho. Pero ya lo había anunciado: me escaparía en cuanto pudiera. Y uno de nosotros no iba a sobrevivir.
Tres semanas más tarde me encontraba en la cocina mirando el calendario. Tiré la hoja recién arrancada al cubo de la basura y me di la vuelta. No podía permitirme muchas reflexiones, el secuestrador me llamaba al trabajo. El día anterior había tenido que ayudarle a preparar el anuncio para la casa de la Hollergasse. Priklopil me había entregado un plano de Viena y una regla. Medí la distancia entre la vivienda de la Hollergasse y la estación de metro más próxima, comprobé la escala y calculé cuántos metros había que andar. Luego me hizo salir al pasillo y recorrerlo de un extremo a otro a paso ligero. Midió el tiempo con su reloj de pulsera. Luego calculé cuánto se tardaba en ir andando desde la casa hasta el metro y hasta la parada de autobús más próxima. En su pedantería, el secuestrador quería indicar con toda exactitud, al segundo, a qué distancia estaba su casa de los medios de transporte públicos. Cuando el anuncio estuvo terminado, llamó a su amigo, que lo colgó en internet. Respiró profundamente y sonrió. «¡Ahora todo será más sencillo!». Parecía haber olvidado por completo nuestra conversación en torno a la huida y la muerte.
A última hora de la mañana del 23 de agosto de 2006 salimos al jardín. Los vecinos no estaban, y recogimos las últimas fresas del bancal que había delante del seto de aligustre y los últimos albaricoques que había alrededor del árbol. A continuación lavé las frutas en la cocina y las guardé en la nevera. El secuestrador me seguía a cada paso y no me perdía de vista ni un instante.
Hacia el mediodía me llevó al cenador que había en la parte posterior de la parcela, separado de un pequeño camino por una valla. Priklopil estaba muy atento a que la puerta del jardín estuviera siempre cerrada. Incluso cuando abandonaba la parcela sólo por unos minutos, por ejemplo, para sacudir las alfombrillas de su BMW rojo, la dejaba cerrada. Aparcó la furgoneta blanca, que debían venir a recoger al día siguiente, entre el cenador y la puerta del jardín. Priklopil sacó la aspiradora, la enchufó y me ordenó que aspirara con cuidado el interior, los asientos y las alfombrillas. Yo estaba en plena faena cuando sonó su móvil. Se alejó algunos pasos del coche, se tapó la oreja con la mano y preguntó dos veces: «¿Cómo dice?». De lo poco que pude oír con el ruido de la aspiradora deduje que debía de tratarse de alguien interesado por la vivienda. Priklopil parecía muy contento. Inmerso en la conversación, se volvió y se alejó unos metros en dirección a la piscina.
Yo estaba sola. El secuestrador me había perdido de vista por primera vez desde el comienzo de mi cautiverio. Me quedé un breve instante parada, delante del coche, con la aspiradora en la mano, y sentí cómo una especie de parálisis se apoderaba de mis brazos y piernas. Un corsé de hierro parecía ceñir mi cuerpo. Apenas podía respirar. Lentamente dejé caer la mano con la aspiradora. Una serie de imágenes desordenadas cruzó por mi mente: Priklopil, cómo volvía y no me encontraba. Cómo me buscaba y se volvía loco. Un tren que pasaba a toda velocidad. Mi cuerpo inerte. Su cuerpo inerte. Coches de policía. Mi madre. La sonrisa de mi madre.
Luego ocurrió todo muy deprisa. Con un esfuerzo sobrehumano conseguí vencer la fuerza paralizante que atenazaba cada vez más mis piernas. La voz de mi segundo yo martilleaba en mi cabeza: «Si hubieras sido secuestrada ayer, ahora saldrías corriendo. Debes actuar como si no conocieras al secuestrador. Es un extraño. Corre. Corre. ¡Maldita sea, corre!».
Dejé caer la aspiradora y corrí hacia la puerta del jardín. Estaba abierta.
Dudé unos instantes. ¿Debía ir a la izquierda o a la derecha? ¿Dónde había gente? ¿Dónde estaban las vías del tren? Ahora no podía perder la cabeza, tener miedo, volverme, sólo tenía que marcharme de allí. Corrí a lo largo del pequeño camino, torcí por la Blaselgasse y me dirigí a la urbanización que se extendía a lo largo de la calle paralela: pequeños jardines con casitas entremedias, construidas en las antiguas parcelas. En mis oídos sólo había un zumbido, me dolían los pulmones. Tenía la certeza de que el secuestrador estaba a cada segundo más cerca de mí. Creí oír sus pasos, y sentí su mirada en mi espalda. Por un instante me pareció notar su respiración en mi nuca. Pero no me volví. Ya me enteraría si me tiraba al suelo de un empujón y me arrastraba hasta la casa para matarme. Todo menos volver al zulo. Al fin y al cabo, la muerte la había elegido yo, en sus manos o debajo del tren. Elegir la libertad, morir en libertad. Se me pasaron un montón de extrañas ideas por la cabeza mientras seguía corriendo. Sólo cuando me crucé con tres personas por la calle supe que quería vivir. Y que iba a vivir.
Me abalancé sobre ellas y les dije jadeando: «¡Tienen que ayudarme! ¡Necesito un teléfono para llamar a la policía! ¡Por favor!». Los tres me miraron muy sorprendidos: un señor mayor, un niño, de unos doce años, y un tercero, tal vez el padre del niño. «Imposible», dijo éste. Luego me esquivaron y siguieron andando. El de más edad se volvió y me dijo: «Lo siento, no llevo el teléfono móvil». Las lágrimas me inundaron los ojos. ¿Qué era yo para ese mundo de ahí fuera? En él no tenía vida, era una ilegal, una persona sin nombre y sin historia. ¿Y si nadie creía mi relato?
Me quedé temblando en la acera, con la mano apoyada en una valla. ¿Hacia dónde debía ir? Tenía que alejarme de aquella calle. Seguro que Priklopil ya se había dado cuenta de que me había escapado. Retrocedí unos pasos, salté la valla bajita de una casa y llamé al timbre. Pero no se movió nada, no se veía a nadie. Seguí corriendo, saltando de un jardín a otro por encima de setos y macizos de flores. Por fin vi a una mujer algo mayor en una ventana abierta de una de las casas de la urbanización. Di unos golpes en el marco de la ventana y le dije sin alzar mucho la voz: «¡Por favor, ayúdeme! ¡Llame a la policía! ¡He sido víctima de un secuestro, llame a la policía!».
«¿Qué hace usted en mi jardín? ¿Qué es lo que quiere?», me recriminó una voz desde el interior. La mujer me miró con desconfianza. «¡Por favor, llame a la policía de mi parte! ¡Rápido! —le contesté ya sin respiración—. He sido víctima de un secuestro. Me llamo Natascha Kampusch… Por favor, llame a la policía de Viena. Dígales que se trata de un caso de secuestro. Que vengan sin coches patrulla. Soy Natascha Kampusch».
«¿Por qué ha venido precisamente a mi casa?».
Yo me estremecí. Pero entonces vi que dudaba un instante. «Espere junto a la valla. ¡Y no me pise el césped!».
Yo asentí sin decir nada cuando se volvió y desapareció de mi vista. Había pronunciado mi nombre por primera vez en siete años. Estaba otra vez de vuelta.
Me quedé junto a la valla, esperando. El tiempo pasaba segundo a segundo. Notaba el corazón palpitando en el cuello. Sabía queWolfgang Priklopil me buscaría, y sentía pánico a que se volviera loco. Al cabo de un rato vi por encima de las vallas de los jardines vecinos dos coches patrulla que se acercaban con las luces azules encendidas. O bien la mujer no había transmitido mi ruego de que vinieran en coches camuflados o la policía no lo había tenido en cuenta. Dos jóvenes policías se bajaron de un coche y accedieron al pequeño jardín. «¡Quédese donde está y suba los brazos!», me ladró uno de ellos. No me había imaginado así mi primer encuentro con la nueva libertad. Con los brazos en alto como si fuera una delincuente, le expliqué a la policía quién era. «Me llamo Natascha Kampusch. Tienen que haber oído hablar de mi caso. Fui secuestrada en 1998.»
«¿Kampusch?», respondió uno de los dos policías.
Oí la voz del secuestrador: «Nadie te va a echar de menos. Todos están contentos de que te hayas marchado».
«¿Fecha de nacimiento? ¿Dirección?».
«17 de febrero de 1988. Calle Rennbahnweg 27, escalera 38, 7.º piso, puerta 18.»
«¿Cuándo y por quién fue secuestrada?».
«En 1998. Me cogieron junto a una casa de la calle Heinestrasse 60. El secuestrador se llama Wolfgang Priklopil».
No podía haber un contraste más fuerte entre la fría toma de datos y la mezcla de euforia y pánico que me invadía.
La voz del policía que contrastaba mi información a través de la radio llegó apagada hasta mis oídos. La tensión me corroía por dentro. Sólo había escapado unos cientos de metros, la casa del secuestrador estaba a dos pasos de allí. Intenté respirar de forma regular para controlar el miedo. No dudaba que lo más fácil para él sería deshacerse de esos dos policías de un plumazo. Yo estaba como petrificada junto a la valla y escuchaba con atención. Trinos de pájaros, un coche a lo lejos. Pero esa tranquilidad me parecía una tempestad. Enseguida se oirían los disparos. Tensé todos los músculos. Por fin había saltado por encima del abismo. Y por fin había llegado al otro lado. Estaba dispuesta a luchar por mi nueva libertad.
URGENTE
Caso Natascha Kampusch: mujer afirma estar desaparecida. La policía intenta confirmar su identidad.
Viena (APA). Un giro sorprendente en el antiguo caso Natascha Kampusch, acaecido hace más de ocho años: una joven afirma que es la niña desaparecida en Viena el 2 de marzo de 1998. La policía federal ha iniciado las gestiones para averiguar la identidad de la joven. «No sabemos si es la niña secuestrada o si se trata de una mujer trastornada», dice Erich Zwettler, de la policía federal. La mujer se encontraba por la tarde en la comisaría de policía de Deutsch-Wagram, en la Baja Austria, 23 de agosto de 2006.
Yo no era una joven trastornada. Me dolió mucho que pudiera tomarse eso en consideración. Pero para los policías, que tenían que comparar las fotos de entonces, en las que aparecía una niña pequeña y gordita, con la joven escuálida que estaba ante ellos, era una posibilidad.
Antes de dirigirnos al coche les pedí una manta. No quería que me viera el secuestrador, que suponía que estaba cerca, o que alguien pudiera filmar la escena. No había ninguna manta, pero los policías evitaron que pudiera ser vista.
Una vez en el coche, me hundí lo más que pude en el asiento. Cuando el policía arrancó el motor y el coche se puso en movimiento, me invadió una gran sensación de alivio. ¡Lo había conseguido! ¡Había escapado!
En la comisaría de Deutsch-Wagram me recibieron como a una niña perdida. «¡No puedo creer que estés aquí! ¡Que estés viva!». Los policías que se habían encargado de mi caso me rodearon. La mayoría estaban convencidos de mi identidad, sólo uno o dos querían esperar a las pruebas de ADN. Me contaron cuánto tiempo habían estado buscándome. Que se habían creado comisiones especiales que luego habían sido disueltas por otros. Sus palabras me llegaban por todos lados. Yo estaba muy concentrada, pero hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie que me agobiaba ver a tanta gente. Estaba desvalida en medio de ellos, me sentía muy débil y empecé a tiritar dentro de mi fino vestido. Una policía me dejó una chaqueta. «Tienes frío, ponte esto», dijo con gran amabilidad. Se lo agradecí mucho.
Echando la vista atrás me sorprende que entonces no me llevaran directamente a un lugar tranquilo ni esperaran al menos un día a hacer los interrogatorios. Al fin y al cabo, la mía era una situación excepcional. Durante ocho años y medio había creído al secuestrador cuando me decía que si escapaba morirían muchas personas. Me había escapado y nada de eso había ocurrido, a pesar de lo cual tenía el miedo tan metido en el cuerpo que ni siquiera en la comisaría de policía me sentía segura y libre. No sabía cómo debía enfrentarme a todas aquellas preguntas. Estaba indefensa. Hoy pienso que debían haberme dejado descansar un poco, con la asistencia correspondiente.
En aquel momento no cuestioné todo el jaleo que se montó. Sin un respiro, sin un momento de relajo, una vez confirmada mi identidad fui conducida a una habitación anexa. La amable policía que me había dado una chaqueta fue la encargada de tomarme declaración. «Siéntate y habla tranquilamente», dijo. Yo miré insegura a mi alrededor. La habitación, que estaba llena de papeles y poco ventilada, daba una impresión de trabajo eficiente. Fue la estancia en la que estuve más tiempo tras mi largo cautiverio. Aunque me había preparado mucho para ese momento, toda aquella situación me resultaba muy irreal.
Lo primero que me preguntó la mujer policía fue si me importaba que me tuteara. Tal vez fuera así más fácil, sobre todo para mí. Pero no quise. No quería ser la «Natascha» a la que se podía tratar como a un niño. Había escapado, era adulta, iba a luchar por tener un tratamiento adecuado.
La policía asintió, me preguntó algunas cosas sin importancia y pidió que me trajeran unos panecillos. «Coma algo, ha adelgazado mucho», me dijo. Sujeté en una mano el panecillo que me había ofrecido sin saber cómo debía comportarme. Estaba tan confusa que su ofrecimiento, su atención, me parecía una orden que yo no podía cumplir. Estaba demasiado inquieta para comer, y había pasado hambre durante demasiado tiempo. Sabía que si me comía todo ese panecillo, luego me dolería mucho la tripa. «No puedo comer nada», susurré. Pero se puso en marcha el mecanismo de aceptar un ofrecimiento. Mordisqueé la corteza del pan como un ratoncillo. Tardé un rato en sentirme algo más tranquila y poder concentrarme en la conversación.
La policía me inspiró confianza enseguida. Mientras que los hombres de la comisaría me intimidaban y me hacían mantenerme alerta, sentí que con una mujer podía estar más relajada. Hacía tanto tiempo que no había visto a una mujer que la observé con fascinación. Tenía el pelo oscuro, peinado hacia un lado, con algunas mechas más claras. Llevaba al cuello una cadena con un colgante de oro en forma de corazón, y en sus orejas brillaban unos pendientes. Me sentía a gusto con ella.
Entonces empecé a contarle todo. Desde el principio. Las palabras brotaban de mi interior. Con cada frase sobre mi secuestro me liberaba de un peso. Como si el horror fuera a desaparecer porque yo lo expresara en palabras en aquella sencilla oficina y quedara registrado en un informe. Le conté lo mucho que me alegraba de poder llevar una vida independiente, de adulta; que quería tener una vivienda propia, un trabajo, más tarde también una familia. Al final casi tenía la sensación de haber ganado una amiga. Cuando terminamos, la policía me regaló su reloj. Tuve la sensación de que otra vez era dueña de mi tiempo. Ya no estaría controlada por otros, ya no dependería de un programador que me dictaba cuándo había luz, cuándo estaba oscuro.
«Por favor, no conceda entrevistas —le pedí cuando se despidió de mí—, pero si, a pesar de todo, habla con los medios sobre mí, diga algo agradable».
Se rió. «Le prometo que no concederé entrevistas. ¡Quién me va a preguntar a mí!».
La joven policía a quien había confiado mi vida mantuvo su palabra sólo durante unas horas. Al día siguiente ya había cedido a la presión de los medios y contaba en televisión detalles de mi toma de declaración. Más tarde me pidió disculpas por ello. Lo sentía mucho, pero la situación la había superado, igual que a todos los demás.
También sus colegas de la comisaría de Deutsch-Wagram se enfrentaron a la situación con notable ingenuidad. Nadie estaba preparado para el alboroto que desató la filtración de la noticia de mi autoliberación. Mientras que tras la primera declaración yo tuve que abandonar el plan que había trazado durante meses para ese día, en la comisaría de policía no había nada a qué recurrir. «¡Por favor, no informen a la prensa!», repetía yo una y otra vez. Pero ellos sólo se reían: «¡Aquí no viene nunca la prensa!». Estaban muy equivocados. Cuando esa tarde iba a ser conducida a la dirección de policía de Viena, ya estaba todo rodeado. Por suerte tuve la sangre fría de pedir una manta y echármela por encima de la cabeza antes de salir de la comisaría. Pero incluso bajo ella pude notar los flashes. «¡Natascha! ¡Natascha!», oía gritar por todos lados. Ayudada por dos policías, me dirigí a tropezones hasta el coche lo más deprisa posible. La foto de mis piernas blancas y llenas de manchas asomando por debajo de la manta, que también dejaba ver un trozo de mi vestido naranja, dio la vuelta al mundo.
De camino a Viena me enteré de que estaban buscando a Wolfgang Priklopil. Habían registrado la casa, pero no habían encontrado a nadie. «Se ha iniciado una gran búsqueda —me explicó uno de los policías—. Todavía no le tenemos, pero hasta el último de los agentes se ocupa de ello. El secuestrador no conseguirá esconderse ni huir al extranjero. Le vamos a coger». A partir de aquel momento estuve esperando la noticia de que Wolfgang Priklopil se había suicidado. Yo había prendido la mecha de una bomba y ya no había forma de apagarla. Yo había elegido la vida. Al secuestrador sólo le quedaba la muerte.
Reconocí a mi madre al instante cuando entró en la inspección de policía de Viena. Habían pasado 3096 días desde la mañana en que me había ido de la casa de Rennbahnweg sin despedirme. Ocho años y medio en los que el hecho de no haberme podido disculpar nunca por aquello me había roto el corazón. Una juventud sin familia. Ocho Navidades, todos los cumpleaños desde los once hasta los dieciocho, incontables noches en las que había ansiado una palabra, una caricia de ella. Ahora estaba ante mí, casi igual, como en un sueño que de pronto se hace realidad. Rompió en fuertes sollozos, y reía y lloraba al mismo tiempo cuando corrió hacia mí y me abrazó: «¡Mi niña! ¡Mi niña! ¡Estás otra vez aquí! ¡Sabía que volverías!». Yo aspiré con fuerza su olor. «¡Estás aquí! —susurraba mi madre una y otra vez—. ¡Natascha, estás otra vez aquí!». Nos abrazamos, estuvimos un rato unidas. El estrecho contacto corporal me resultaba tan extraño que empecé a sentirme mal.
Mis dos hermanas habían entrado tras ella en las oficinas, y también se echaron a llorar cuando nos abrazamos. Poco después vino mi padre. Se abalanzó sobre mí, me miró con incredulidad y buscó una cicatriz que me había dejado una herida cuando era pequeña. Luego me abrazó, me levantó por los aires y sollozó: «¡Natascha! ¡Eres tú!». El corpulento y fuerte Ludwig Koch lloraba como un niño, y yo lloraba con él.
«Te quiero», le susurré cuando tuvo que irse a toda prisa, como tantas veces cuando me dejaba en casa después de un fin de semana.
Es curioso lo normales que son las preguntas que se hacen después de tanto tiempo. «¿Viven todavía los gatos? ¿Sigues con el mismo novio? ¡Qué joven se te ve! ¡Cuánto has crecido!». Como si hubiera que acercarse al otro tanteando. Como si se entablara una conversación con un desconocido al que uno —por cortesía o porque no se tienen otros temas— no se quiere acercar demasiado. Para mí también era una situación sumamente difícil. Había sobrevivido los últimos años porque me había replegado en mí misma. No podía cambiar tan deprisa, y a pesar de la proximidad física notaba un muro invisible entre mi familia y yo. La veía tras un cristal, riendo y llorando, mientras se me acababan las lágrimas. Había vivido demasiado tiempo en una pesadilla, mi prisión psíquica seguía allí y se interponía entre nosotros. Veía a mi familia igual que ocho años antes, mientras que yo había dejado de ser una niña y me había convertido en una mujer adulta. Me sentía como si estuviéramos atrapados en diferentes burbujas de tiempo que se rozan levemente y después se separan. Ignoraba cómo habían pasado los últimos años, qué había ocurrido en su mundo. Pero sabía que no había palabras para expresar lo que yo había vivido… y que no podía mostrar los sentimientos que se agolpaban en mi interior. Hacía tanto tiempo que los había apartado de mí que no me resultaba nada fácil abrirles la puerta a mi zulo emocional.
El mundo al que regresé ya no era el mismo que había abandonado. Y yo tampoco era la misma. Ya nada sería como antes, nunca. Eso lo tuve claro cuando le pregunté a mi madre: «¿Qué tal está la abuela?». Mi madre bajó la mirada muy afligida: «Murió hace dos años. Lo siento mucho». Yo tragué saliva, y arrinconé enseguida la triste noticia bajo la dura coraza que me había creado durante el cautiverio. Mi abuela. Los recuerdos se agolparon en mi cabeza. El olor a aguardiente francés y a velas de Navidad. Sus delantales, la sensación de cercanía, su imagen que tantas noches me había acompañado en el zulo.
Después de que mis padres hubieran cumplido su «tarea» y me hubieran identificado, fueron conducidos al exterior. Mi tarea ahora consistía en estar a disposición de las autoridades. Seguí sin poder tener un momento de descanso para mí.
La policía estableció que una psicóloga me prestaría apoyo en los días siguientes. Me preguntaron una y otra vez cómo se podía conseguir que el secuestrador se entregara. Yo desconocía la respuesta. Estaba segura de que se iba a suicidar, pero no sabía cómo ni cuándo. Oí decir que habían buscado explosivos en la casa de Strasshof. A última hora de la tarde la policía había descubierto el zulo. Mientras yo estaba sentada en una oficina, los especialistas registraban, vestidos con monos blancos, el habitáculo que durante ocho años había sido mi prisión y mi refugio. Yo me había despertado allí tan sólo unas horas antes.
Por la tarde fui conducida en un vehículo civil a un hotel de Burgenland. Después de que mi búsqueda por parte de la policía vienesa resultara infructuosa se había hecho cargo del caso una comisión especial de Burgenland. Ahora pasaba a estar bajo su custodia. Cuando llegamos al hotel era ya de noche. Acompañada por la psicóloga, los funcionarios me llevaron a una habitación con una cama doble y un cuarto de baño. Toda la planta había sido desocupada y ahora era vigilada por hombres armados. Temían una venganza del secuestrador, al que todavía no habían encontrado.
Pasé la primera noche en libertad con una policía psicóloga que no paraba de hablar, pero cuyas palabras fluían por encima de mí como una corriente continua. Otra vez había sido aislada del mundo exterior, para mi protección, según aseguraba la policía. Tenían razón, pero casi me vuelvo loca en esa habitación. Me sentía encerrada y sólo tenía un único deseo: oír la radio. Saber qué había pasado con Wolfgang Priklopil. «Créame, no es bueno para usted», me repetía la psicóloga una y otra vez. En mi interior, yo me negaba, pero hice lo que me indicaba. Esa noche me di un baño. Me sumergí en el agua e intenté relajarme. Podía contar con los dedos de las manos las veces que me había dado un baño en los años de cautiverio. Por fin podía preparármelo yo y echar todo el gel que quisiera. Pero no pude disfrutar de él. En algún sitio, ahí afuera, estaba el hombre que durante ocho años y medio había sido la única persona en mi vida y que ahora buscaba una forma de suicidarse.
Conocí la noticia al día siguiente, en el coche de policía que me llevaba de regreso a Viena. «¿Se sabe algo nuevo del secuestrador?», fue mi primera pregunta nada más subir al coche.
«Sí —dijo el policía con voz cautelosa—. El secuestrador ha muerto. Se ha suicidado. Se ha tirado delante de un tren a las 20.59 horas en la Estación del Norte de Viena».
Alcé la cabeza y miré por la ventana. Fuera se extendía el suave paisaje de verano de Burgenland a lo largo de la autopista. Una bandada de pájaros alzó el vuelo en un campo de cultivo. El sol estaba en lo alto del cielo y sumía los prados medio agostados en una cálida luz. Respiré profundamente y estiré los brazos. Una sensación de calidez y seguridad inundó mi cuerpo, desde el estómago hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies. Sentí alivio. Wolfgang Priklopil ya no existía. Se acabó.
Era libre.