9
Miedo a la vida
La prisión interna perdura

Puñetazos y patadas, ahogar, arañar, apretar las muñecas, aplastarlas, empujar contra el marco de la puerta. Golpear con los puños y con un martillo (martillo pesado) en la zona del estómago. Tenía hematomas por todas partes: en la cadera derecha, en el brazo (cinco de un centímetro) y el antebrazo derechos (de unos 3,5 centímetros de diámetro), en la parte exterior de ambos muslos (en el izquierdo, de unos nueve o diez centímetros de largo, de un tono negro violáceo, unos 4 centímetros de ancho), así como en ambos hombros. Rasponazos y arañazos en los muslos, en la pantorrilla izquierda.

I want once more in my life some happiness

And survive in the ecstasy of living

I want once more see a smile and a laughing for a while

I want once more the taste of someone’s love.

Anotación en el diario, enero de 2006

Cuando tenía diecisiete años el secuestrador me llevó al zulo una cinta de la película Pleasantville. Trataba de dos hermanos que viven en los Estados Unidos de los años noventa. En la escuela los profesores les hablan de oscuras perspectivas laborales, el sida y la amenaza del cambio climático. En casa los padres, divorciados, discuten por teléfono por ver quién se queda el fin de semana con los niños, y también surgen problemas con los amigos. Uno de los chicos se refugia en el mundo de una serie de televisión de los años cincuenta: «¡Bienvenidos a Pleasantville! Moral y decoro. Saludos amables: “¡Cariño, ya estoy en casa!”. Correcta alimentación: “¿Queréis galletas?”. Bienvenidos al mundo perfecto de Pleasantville. Sólo en televisión». En Pleasantville la madre siempre sirve la comida justo en el momento en que el padre llega a casa después del trabajo. Los niños siempre van bien vestidos y en el baloncesto siempre meten el balón en la canasta. El mundo se compone sólo de dos calles, y los bomberos tienen una única misión: bajar gatos de los árboles. Pues en Pleasantville no existe el fuego.

Después de una pelea por el mando a distancia ambos hermanos aterrizan de pronto en Pleasantville. Quedan atrapados en ese extraño lugar en el que no existen los colores y en el que los habitantes viven según unas reglas que no siempre pueden cumplir. Cuando se adaptan, cuando se integran en esa sociedad, las cosas pueden ser muy bonitas en Pleasantville. Pero si no cumplen las reglas, los amables habitantes se convierten en una turba furibunda.

La película me pareció una parábola de la vida que yo llevaba. Para el secuestrador el mundo exterior era comparable a Sodoma y Gomorra, por todos lados acechaban peligros, suciedad y vicio. Un mundo al que culpaba de su fracaso y del que quería mantenerse —y también me mantenía a mí— alejado. Nuestro mundo tras las paredes amarillas debía ser como el de Pleasantville: «¿Más galletas?». «Gracias, cariño». Una ilusión que siempre repetía: ¡podía ser todo tan bonito para nosotros! En esa casa, con todo tan limpio que incluso brillaba demasiado, con esos muebles que tanto agobiaban. Pero él seguía trabajando en la fachada, invertía en su nueva vida, en nuestra nueva vida, que un instante después golpeaba con los puños. En una escena de Pleasantville dicen: «Sólo lo que conozco es mi realidad». Cuando hoy hojeo mi diario, a veces me estremezco de lo bien que me adapté al guión de Priklopil con todas sus contradicciones:

«Querido diario: ha llegado el momento de que te abra mi corazón del todo y sin reservas, con todo el dolor que ha sufrido. Empecemos por octubre. Ya no sé bien cómo ocurrió todo, pero no estuvo bien lo que pasó. Él había plantado unas tuyas. Crecen muy bien. Él no estaba demasiado bien, y cuando no está bien convierte mi vida en un infierno. Cuando le duele la cabeza y se toma unos polvos siempre le da una reacción alérgica que le provoca una fuerte rinitis. Pero el médico le ha mandado unas gotas. En cualquier caso, fue muy difícil. Se produjeron escenas desagradables. A finales de octubre llegó la nueva decoración del dormitorio con el sonoro nombre de Esmeralda. Mantas, almohadones y colchón llegaron algo antes. Naturalmente, todo antialérgico y esterilizado. Cuando llegó la cama nueva tuve que ayudarle a desmontar la mesilla. Tardamos casi tres días. Tuvimos que desmontar las piezas, subir al cuarto de trabajo las pesadas puertas de espejo, bajar la estructura y el somier. Luego fuimos al garaje y desembalamos todas las cajas y una parte de la cama. El mobiliario se compone de dos mesillas con dos cajones cada una y tiradores de latón dorados, dos cómodas, una alta con…» (se interrumpe).

Tiradores de latón dorados pulidos por el ama de casa perfecta, que pone sobre la mesa comida preparada según las recetas de su madre aún más perfecta. Si yo lo hacía todo bien y me mantenía en mi papel entre bastidores, la ilusión funcionaba un momento. Pero cada vez que me apartaba de ese guión que nadie me había dado a leer era castigada de forma brutal. La imposibilidad de preverlo se convirtió en mi peor enemigo. Aunque estuviera convencida de haberlo hecho todo bien, aunque creyera saber qué requisitos se necesitaban en un momento dado, ante él nunca estaba segura. Una mirada mantenida demasiado tiempo, un plato sobre la mesa que ayer estaba en la posición correcta, y perdía los estribos.

Algo más tarde aparece entre mis anotaciones:

«Puñetazos brutales en la cabeza, el hombro derecho, la tripa, la espalda y la cara, así como en los ojos y los oídos. Ataques de rabia incontrolados, imprevisibles, repentinos. Gritos, humillaciones. Empujones por la escalera. Intentos de estrangularme, sentarse encima de mí y taparme la boca y la nariz, ahogarme. Sentarse en mi codo, apretarme con la rodilla en la muñeca, apretarme los brazos con las manos. Tengo en los antebrazos hematomas con la forma de sus dedos, y arañazos y rasponazos en el antebrazo izquierdo. Se sentaba sobre mi cabeza o me golpeaba, arrodillado sobre mi espalda, la cabeza contra el suelo. Esto varias veces y con todas sus fuerzas, hasta que yo sentía dolor de cabeza y mareos. Luego una lluvia incontrolada de puñetazos, lanzamiento de objetos, golpes brutales contra la mesilla (…)».

La mesilla con los tiradores de latón.

Luego me permitía hacer cosas que me transmitían la ilusión de que lo importante era yo. Me permitió, por ejemplo, dejarme crecer el pelo, aunque también eso era parte de la puesta en escena. Pues debía teñírmelo con agua oxigenada para responder a su ideal de una mujer: sumisa, trabajadora, rubia.

Cada vez pasaba más tiempo arriba, en la casa. Dedicaba horas a quitar el polvo, recoger y cocinar. Él, como siempre, no me dejaba sola ni un segundo. Su deseo de controlarme totalmente llegó a tal extremo que retiró las puertas de los cuartos de baño de la casa: no podía escapar a su mirada ni siquiera durante dos minutos. Su continua presencia me llevó a la desesperación.

Sin embargo también él era prisionero de su propio guión. Cuando me encerraba en el zulo, tenía que abastecerme. Cuando me subía a la casa, estaba cada minuto controlándome. Los medios eran siempre los mismos. Pero la presión fue aumentando sobre él. ¿Y si ni siquiera cien golpes bastaban para dejarme en el suelo? Entonces él también fracasaría en su Pleasantville. Y ya no habría marcha atrás.

Priklopil era consciente de ese riesgo. Por eso hacía todo lo posible por dejarme bien claro lo que me esperaba si me atrevía a abandonar su mundo. Recuerdo una escena en la que me humilló tanto que tuve que meterme despavorida en casa.

Una tarde estaba yo trabajando arriba y le pedí que abriera una ventana; simplemente quería un poco de aire, oír el canto de los pájaros. El secuestrador me reprochó: «¡Lo único que quieres es empezar a gritar y salir corriendo!».

Yo le pedí que me creyera, que no iba a huir: «Me quedaré, lo prometo. Jamás saldré corriendo».

Me miró dubitativo, luego me agarró del brazo y me arrastró hasta la puerta de la casa. Era un día resplandeciente, la calle estaba vacía, pero no obstante su maniobra resultaba muy arriesgada. Abrió la puerta y me empujó fuera sin dejar de agarrarme el brazo. «¡Venga, sal corriendo! ¡Márchate! ¡Mira lo lejos que llegas con esa pinta!».

Me quedé tiesa de miedo y vergüenza. Apenas llevaba ropa e intenté taparme el cuerpo con la mano que me quedaba libre. La vergüenza de que me viera algún desconocido en mi absoluta delgadez, llena de hematomas y con el pelo cortado a cepillo fue mayor que la esperanza de que alguien pudiera observar la escena y sentirse extrañado.

Eso lo hizo un par de veces, lo de empujarme desnuda por la puerta y gritar: «¡Corre, mira lo lejos que llegas!». Y cada vez el mundo exterior me parecía más amenazante. Me vi en un gran conflicto entre mis ganas de conocer ese mundo y el miedo a dar ese paso. Le pedí durante meses que me dejara salir un rato al aire libre, y siempre recibía la misma respuesta: «¿Qué quieres? No te pierdes nada, ahí afuera es todo exactamente igual que aquí dentro. Además, seguro que gritas, y entonces tendré que matarte».

Él también oscilaba entre la paranoia patológica, el temor a que se descubriera su delito y la idea de una vida normal, en la que era inevitable que hubiera salidas al mundo exterior. Era como un círculo vicioso, y cuanto más arrinconado se sentía por sus propias ideas, más agresivo se mostraba conmigo. Se trataba, como antes, de una mezcla de violencia física y psicológica. Se recreaba sin piedad en los últimos restos de mi conciencia individual y me repetía las mismas frases sin cesar: «No vales nada, debes estarme agradecida por haberme hecho cargo de ti. Nadie habría querido ocuparse de ti». Me contó que mis padres estaban en la cárcel y que ya no vivía nadie en mi antigua casa. «¿Adónde vas a ir si te escapas? Nadie te quiere ahí afuera. Volverías a mí arrepentida». Y me recordaba con insistencia que mataría a cualquiera que fuera testigo casual de un intento de fuga. Lo más probable es que las primeras víctimas fueran los vecinos, me decía. Y yo no querría ser responsable de algo así, ¿verdad?

Se refería a sus parientes de la casa de al lado. Yo me sentía ligada en cierto modo a ellos desde que iba a nadar en su piscina de vez en cuando. Como si fueran ellos los que habían hecho posible esa pequeña huida de la rutina diaria de la casa. No los vi nunca, pero a veces, cuando estaba en la casa por la noche, oía cómo llamaban a sus gatos. Sus voces parecían agradables. Sonaban a personas que se ocupan con cariño de aquellos que dependen de ellas. Priklopil intentó minimizar el contacto con ellos. Ellos, por su parte, a veces le traían una tarta o un pequeño recuerdo de algún viaje. En cierta ocasión llamaron al timbre cuando yo estaba arriba, en la casa, y tuve que esconderme corriendo en el garaje. Oí sus voces mientras hablaban con el secuestrador en la puerta y le entregaban algo que habían preparado ellos mismos. Él siempre tiraba esas cosas a la basura; era tal su manía por la higiene que jamás habría probado un solo bocado, le daba mucho asco.

Cuando me llevó por primera vez con él al exterior, no sentí ninguna liberación. ¡Me había alegrado tanto de poder abandonar por fin mi prisión! Pero ahí estaba yo, sentada en su coche, muerta de miedo. El secuestrador me había aleccionado bien de lo que debía decir si alguien me reconocía: «Primero tienes que hacer como si no supieras de qué te están hablando. Si eso no sirve de nada, dices: “No, es una equivocación”. Y si alguien te pregunta quién eres, dices que eres mi sobrina». Natascha no existía desde hacía mucho tiempo. Luego arrancó el motor y salió del garaje.

Recorrimos la calle Heinestrasse de Strasshof: jardines, setos, viviendas unifamiliares. La calle estaba desierta. El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que se me iba a salir del pecho. Era la primera vez en siete años que abandonaba la casa del secuestrador. Estaba en un mundo que sólo conocía por mis recuerdos y por algunos breves vídeos que el secuestrador había grabado para mí unos años antes. Pequeñas tomas de Strasshof con apenas un par de personas. Cuando entró en la calle principal y el tráfico se hizo más denso, miré por el rabillo del ojo a un hombre que andaba por la acera. Avanzaba de un modo extrañamente monótono, sin detenerse, sin hacer ningún movimiento inesperado, como si fuera un muñeco con una llave en la espalda para darle cuerda.

Todo lo que vi parecía falso. Y como me ocurrió por primera vez a los doce años, cuando estaba una noche en el jardín, me asaltaron las dudas sobre la existencia de todas aquellas personas que se movían de forma tan natural y maquinal por un entorno que, aunque yo conocía bien, me resultaba totalmente extraño. La clara luz que bañaba todo parecía proceder de un foco gigantesco. En ese momento estaba segura de que el secuestrador había preparado toda la escena. Se trataba de un plato, su gran Show de Truman, las personas eran figurantes, todo era una representación para hacerme creer que estaba en el mundo exterior. Mientras que, en realidad, seguía encerrada en una celda más grande. Que estaba encerrada en mi propia cárcel mental es algo que comprendí algo más tarde.

Abandonamos Strasshof, avanzamos un tramo por el campo y nos detuvimos en un pequeño bosque. El secuestrador me permitió bajar un rato del coche. El aire olía a madera, en el suelo el sol jugueteaba con las agujas de pino secas. Yo me arrodillé y puse una mano en el suelo con cuidado. Las agujas de pino me pincharon y me dejaron unos puntitos rojos en la palma de la mano. Avancé unos pasos hasta un árbol y apoyé la frente en su tronco. El sol había calentado la gruesa corteza, que desprendía un fuerte olor a resina. Como los árboles de mi infancia.

Ninguno de los dos pronunció una sola palabra en el viaje de regreso. Cuando, ya en el garaje, el secuestrador me hizo bajar del coche y me encerró en el zulo, sentí que me invadía una profunda tristeza. ¡Llevaba tanto tiempo añorando el mundo exterior, sus bonitos colores! Y ahora me movía por él como si no fuera real. Mi realidad era la foto de abedules de la cocina, ése era el entorno en el que sabía cómo debía moverme. En el exterior iba a trompicones, como en una falsa película.

Esa impresión se mantuvo en la siguiente salida al exterior. El secuestrador se sentía más seguro después de ver mi actitud dócil, miedosa, en mis primeros pasos. Así que unos días más tarde me llevó con él a la droguería del pueblo. Me había prometido que podría escoger algo bonito. Aparcó delante de la tienda y me susurró otra vez más: «Ni una palabra. O morirán todos ahí dentro». Luego se bajó, rodeó el coche y me abrió la puerta.

Yo entré en la tienda delante de él. Le oía respirar a mi espalda e imaginé cómo sujetaba en su mano la pistola dentro del bolsillo, preparado para disparar si yo hacía el más mínimo movimiento extraño. Pero iba a ser buena. No iba a poner en peligro a nadie, no iba a huir, sólo quería hacer algo que era muy normal para el resto de las chicas de mi edad: dar una vuelta por la sección de cosméticos de una tienda. No me dejaba maquillarme —el secuestrador ni siquiera me permitía llevar ropa normal—, pero había conseguido que me dejara elegir dos artículos que formaran parte de la vida de cualquier adolescente. El rímel era, en mi opinión, indispensable. Lo había leído en las revistas para chicas que el secuestrador me llevaba de vez en cuando al zulo. Había repasado una y otra vez las páginas donde se incluían consejos para maquillarse, imaginando cómo me arreglaría para mi primera salida a una discoteca. Riendo con mis amigas delante del espejo, probándome primero una blusa, luego otra, ¿qué tal mi pelo? ¡Venga, tenemos que irnos!

Y ahí estaba yo, ante largos estantes repletos de frasquitos y envases de todo tipo que no conocía, que me atraían de un modo mágico, pero también me hacían sentir insegura. ¡Eran tantas impresiones de golpe! Yo no sabía bien qué hacer, y tenía miedo de tirar algo al suelo.

«¡Venga! Date prisa», oí a mi espalda. Cogí a toda prisa un tubo de rímel, luego me dirigí a un pequeño mueble de madera con aceites aromáticos y encogí un frasquito de aceite de menta. Quería dejarlo abierto en el zulo con la esperanza de que disimulara el nauseabundo olor del sótano. El secuestrador se mantuvo todo el tiempo justo detrás de mí. Me ponía nerviosa, me sentía como una delincuente que todavía no ha sido reconocida, pero puede ser descubierta en cualquier momento. Intenté dirigirme a la caja de la forma más natural posible. La cajera era una mujer gruesa, en torno a los cincuenta años, con el pelo canoso y recogido. Cuando me saludó con un amable «¡Buenos días!», me estremecí. Eran las primeras palabras que un desconocido me dirigía en más de siete años. La última vez que había hablado con alguien que no fuera yo misma o el secuestrador era una niña pequeña y gordita. Ahora la cajera me saludaba como a una clienta adulta. Me llamó de «usted» y sonrió mientras yo dejaba los dos artículos sobre la cinta. ¡Me sentí tan agradecida hacia esa mujer por hacerme sentir que era verdad que yo existía! Podría haberme quedado horas en la caja sólo para sentir la cercanía de otra persona. Ni se me pasó por la cabeza pedirle ayuda. El secuestrador estaba a sólo unos centímetros de mí, y yo creía que iba armado. Jamás habría puesto en peligro a esa mujer que por un breve instante me había hecho sentir que estaba viva.

En los días siguientes aumentaron los malos tratos. El secuestrador volvió a encerrarme en el zulo, otra vez estaba tumbada en la cama, llena de hematomas, luchando conmigo misma. No debía dejarme vencer por el dolor. No podía rendirme. No debía pensar que ese cautiverio era lo mejor que me había pasado en la vida. Tenía que repetirme una y otra vez que no era ninguna suerte poder vivir con el secuestrador, tal como él me había hecho creer. Sus frases me tenían atrapada como si fueran grilletes. Cuando estaba tumbada en la oscuridad, doblada de dolor, sabía que no tenía razón en lo que me decía. Pero el cerebro humano aparta enseguida lo malo. Y al día siguiente ya estaba convencida otra vez de que todo eso no estaba tan mal, y me creía sus palabras.

Pero si quería salir alguna vez de aquel zulo tenía que deshacerme de los grilletes.

«I want once more in my life some happiness

And survive in the ecstasy of living

I want once more see a smile and a laughing for a while

I want once more the taste of someone’s love».

Entonces empecé a escribirme pequeños mensajes a mí misma. Cuando se ve algo negro sobre blanco resulta más evidente. Está en un nivel que difícilmente escapa a la mente, se hace realidad. A partir de entonces anoté cada agresión, de forma escueta y sin emociones. Todavía conservo esas anotaciones. Algunas están hechas en un sencillo cuaderno escolar de formato A5, con una cuidada caligrafía. Otras las escribí en hojas A4 de color verde, con los renglones muy juntos. Estas anotaciones tenían entonces el mismo objetivo que hoy. Pues incluso ahora tengo más presentes las pequeñas vivencias positivas durante mi cautiverio que la increíble crueldad a la que estuve sometida durante años.

20-8-2005 Wolfgang me ha pegado al menos tres veces en la cara, me ha golpeado con la rodilla unas cuatro veces en el coxis y una vez en el pubis. Me ha obligado a arrodillarme ante él y me ha clavado un manojo de llaves en el codo izquierdo, lo que me ha provocado un hematoma y una herida con una secreción amarillenta. A esto hay que añadir los gritos y humillaciones. Seis puñetazos en la cabeza.

21-8-2005.Gritos por la mañana. Regañina sin motivo. Luego golpes y rodillazos. Patadas y empujones. Siete golpes en la cara, un puñetazo en la cabeza. Insultos y golpes en la cara, un puñetazo en la cabeza. Insultos y golpes, desayuno sin cereales. Luego encierro a oscuras abajo, sin explicaciones, estúpidas disculpas. Y una vez arañazos con el dedo en las encías. Me aprieta la barbilla y el cuello.

22-8-2005. Puñetazos en la cabeza.

23-8-2005. Al menos sesenta golpes en la cara; entre diez y quince golpes con el puño en la cabeza que me provocan un grave mareo, un puñetazo con rabia en la oreja y la mandíbula derechas. La oreja se me pone de un color negruzco. Me aprieta el cuello, fuerte gancho a la cara que me hace crujir la mandíbula, rodillazos unos setenta, sobre todo en el coxis y en el culo. Puñetazos en los riñones y en la columna vertebral, las costillas y entre los pechos. Golpes con la escoba en el codo y el brazo izquierdos (hematoma de color negruzco), así como en la muñeca izquierda. Cuatro golpes en el ojo, vi rayos azules. Y más.

24-8-2005. Golpes brutales con la rodilla en la tripa y zona genital (quería que me arrodillara). También en la parte baja de la columna. Golpes con la palma de la mano en la cara, un puñetazo brutal en la oreja derecha (tono negro azulado). Luego encierro a oscuras sin aire ni comida.

25-8-2005. Puñetazos en la cadera y el esternón. Luego humillaciones totalmente indecentes. Encierro a oscuras. En todo el día solo he recibido siete zanahorias crudas y un vaso de leche.

26-8-2005. Golpes brutales con el puño en la parte anterior del muslo y el culo (nudillos). Golpes que me dejaron dolorosas marcas rojas en el culo, la espalda, parte lateral de los muslos, hombro derecho y pecho.

El horror de una sola semana, igual a otras muchas. A veces lo pasaba tan mal y temblaba tanto que no podía ni sujetar el lápiz. Me metía en la cama llorando, con miedo a que las imágenes del día se repitieran también de noche. Entonces hablaba con mi segundo yo, que me esperaba, me cogía de la mano pasara lo que pasase. Me imaginaba que ese otro yo podía verme en el espejo dividido en tres partes que ya entonces colgaba en el zulo encima del fregadero. Si lo observaba el tiempo suficiente se reflejaría mi yo fuerte en mi rostro.

La próxima vez, eso me lo había propuesto firmemente, aceptaría la mano extendida. Tendría la fuerza suficiente para pedir ayuda a alguien.

Una mañana el secuestrador me dio unos pantalones vaqueros y una camiseta. Quería que le acompañara a un almacén de material de construcción. En cuanto tomamos la carretera hacia Viena se me cayó el alma a los pies. Si seguía por ella llegaríamos hasta mi antiguo barrio. Era el mismo camino que había hecho el día 2 de marzo de 1998 en sentido inverso, sentada en el suelo de la parte trasera de una furgoneta. Entonces tenía miedo a morir. Ahora, con diecisiete años, iba sentada en el asiento delantero y tenía miedo a la vida.

Atravesamos Süssenbrunn, y pasamos a un par de calles de la casa de mi abuela. Sentí una fuerte nostalgia de la niña que había pasado allí los fines de semana. Me pareció que se había perdido, que era irrecuperable, como si perteneciera a un siglo lejano. Vi las callejas conocidas, las casas, los adoquines en los que tanto había jugado. Pero yo ya no formaba parte de todo aquello.

«Baja la mirada», me ordenó Priklopil. Yo le obedecí al instante. Al ver de nuevo los lugares de mi infancia se me hizo un nudo en la garganta, intenté contener las lágrimas. Por una de aquellas calles, a la derecha, se llegaba hasta Rennbahnweg. Y allí, en la gran urbanización, es posible que estuviera mi madre sentada a la mesa de la cocina. Seguro que pensaba que yo estaba muerta, pero yo estaba pasando a unos cientos de metros de ella. Me sentí abatida y mucho más alejada de ella que las pocas calles que nos separaban.

La impresión fue aún más fuerte cuando el secuestrador giró para entrar en el aparcamiento de la tienda. Mi madre había esperado cientos de veces en esa esquina, con el semáforo en rojo, para girar a la derecha, pues allí estaba la casa de mi hermana. Hoy sé que Waltraud Priklopil, la madre del secuestrador, vivía unos metros más allá.

El aparcamiento estaba lleno de gente. Algunas personas hacían cola en un puesto de comida que había junto a la entrada. Otras empujaban sus carros cargados hasta el coche. Unos obreros con pantalones azules llenos de manchas cargaban unas tablas de madera. Yo tenía los nervios a punto de estallar. Miré por la ventanilla. Alguna de aquellas personas tenía que verme, tenía que notar que algo no encajaba. El secuestrador pareció leerme la mente. «¡Quédate sentada! Bajarás cuando yo te lo diga. Y entonces te dirigirás hacia la entrada, delante de mí, despacio, sin separarte. ¡Y no quiero oír nada!».

Entré en la tienda delante de él, su mano en mi hombro mientras me iba dirigiendo. Yo notaba su nerviosismo, sus dedos temblaban.

Lancé una mirada al largo pasillo que tenía ante mí. Varios hombres con traje de faena, solos o en grupo, con listas en la mano, examinaban los estantes buscando lo que necesitaban. ¿A quién me iba a dirigir? ¿Y qué iba a decir? Observé por el rabillo del ojo a los que tenía más cerca. Pero cuanto más los observaba, más extrañas me resultaban sus caras. De pronto todos me parecían enemigos, tipos poco amigables. Hombres rudos ocupados de sí mismos y sin ojos para su entorno. Se me cruzaron mil ideas por la cabeza. De pronto me pareció absurdo pedir ayuda a alguien. ¿Quién me iba a creer, a mí, una adolescente escuálida y desorientada que apenas podía utilizar su propia voz? Qué pasaría si me dirigía a uno de esos hombres diciendo: ¿me puede ayudar, por favor?

«Es mi sobrina, la pobre, lo hace a menudo, está trastornada, por desgracia. Necesita sus medicinas», diría Priklopil, y todos asentirían mientras él me agarraba del brazo y me arrastraba fuera de la tienda. Podía echarme a reír como una loca. ¡El secuestrador no tendría que matar a nadie para encubrir su delito! Todo le saldría perfecto. Nadie se interesaría por mí. Nadie pensaría que era verdad si yo decía: «¡Ayúdenme, estoy secuestrada!». Cámaras ocultas, jaja, enseguida sale el presentador con nariz de cartón por detrás de una estantería y lo aclara todo. O pensarían realmente que era un tío cuidando de su sobrina. Oí sus voces en mi cabeza: ¡Ay, Dios mío, qué pena, una cruz…! Pero ¡qué bien se ocupa de ella!

«¿Puedo ayudarles?». La voz sonó como una burla en mis oídos. Tardé un rato en darme cuenta de que no procedía del lío de voces que retumbaba dentro de mi cabeza. Un dependiente de la sección de sanitarios estaba ante nosotros. «¿Puedo ayudarles?». Su mirada se deslizó un instante por mí para detenerse después en el secuestrador. ¡Qué ingenuo era ese amable dependiente! ¡Sí, puede ayudarme! ¡Por favor! Empecé a sudar, enseguida aparecieron manchas de humedad en mi camiseta. Me sentía mal, el cerebro no me obedecía. ¿Qué quería decir?

«Gracias, no necesitamos nada», oí una voz a mi espalda. Luego una mano me sujetó el brazo. «Gracias, no necesitamos nada. Y por si no nos volvemos a ver: buenos días. Buenas tardes. Buenas noches». Como en El Show de Truman.

Me arrastré por el almacén como en trance. Adelante, adelante. Había desaprovechado mi oportunidad, aunque tal vez nunca tuve ninguna. Me sentía como atrapada en una burbuja transparente, mis brazos y piernas se movían en una masa gelatinosa pero no llegaban a romper la piel. Fui dando traspiés por los pasillos y vi gente por todas partes: pero hacía tiempo que no formaba parte de ellos. Yo ya no tenía derechos. Era invisible.

Después de esa experiencia tuve claro que no podía pedir ayuda. ¿Qué sabían las personas del exterior del abstruso mundo en el que yo estaba atrapada? ¿Y quién era yo para arrastrarles hasta él? ¿Qué culpa tenía ese amable vendedor de que yo hubiera aparecido justo en su tienda? ¿Qué derecho tenía yo a exponerle al peligro que suponía Priklopil? Su voz había sonado neutral y no revelaba su nerviosismo. Aunque yo casi había podido oír su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Luego su mano agarrando mi brazo, su mirada taladrándome la espalda mientras avanzábamos por el almacén. La amenaza de matar poseído por una locura homicida. A lo que se unía mi debilidad, mi impotencia, mi fracaso.

Esa noche estuve mucho tiempo despierta. Tenía que pensar en el acuerdo al que había llegado con mi segundo yo. Tenía diecisiete años, el momento en el que quería poner en práctica ese acuerdo se acercaba cada vez más. El incidente en el almacén me había hecho ver que tenía que hacerlo yo sola. Pero al mismo tiempo sentía que mi fuerza iba disminuyendo y que cada vez me hundía más en el mundo paranoide y extraño que el secuestrador había levantado para mí. Pero ¿cómo debía transformarse mi yo acobardado y angustiado en el yo fuerte que debía tomarme de la mano y sacarme de aquella prisión? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que iba a necesitar una fuerza y una autodisciplina infinitas. Y tenía que sacarlas de alguna parte.

En aquel momento me sirvieron de gran ayuda las conversaciones con mi segundo yo y las anotaciones. Había empezado una segunda serie de hojas: ahora ya no sólo registraba los malos tratos a los que era sometida, sino que intentaba darme ánimos por escrito. Palabras de aliento que buscaba cuando estaba en lo más bajo y que luego me leía a mí misma en voz alta. A veces eran como un silbido en el bosque oscuro, pero funcionaban.

Mantenerse firme cuando dice que eres demasiado tonta para todo.

Mantenerse firme cuando te golpea.

No hacer caso cuando dice que eres una inútil.

No hacer caso cuando dice que tú no puedes vivir sin él.

No reaccionar cuando apaga la luz.

Perdonarle todo y no seguir enfadada.

Ser más fuerte.

No rendirse.

No rendirse nunca, nunca.

Mantenerse firme, no rendirse nunca. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Hasta entonces mis pensamientos siempre se habían concentrado en torno a la idea de salir del sótano, de aquella casa. Ya lo había conseguido. Y no había cambiado nada. En el exterior seguía tan atrapada como en el interior. Los muros externos parecían haberse hecho más permeables, mis muros internos estaban más reforzados que nunca. A ello se sumaba el hecho de que nuestras «excursiones» al exterior ponían a Wolfgang Priklopil al borde del pánico. Atrapado entre su sueño de llevar una vida normal y el temor a que yo lo desbaratara todo con un intento de fuga o con mi comportamiento, cada vez se mostraba más inquieto y descontrolado. Aunque supiera que me tenía encerrada en la casa. Sus ataques de ira fueron cada vez más frecuentes, de lo que, naturalmente, me culpaba a mí, y sufría ilusiones paranoides. No parecía tranquilizarle mi actitud temerosa, acobardada, en el exterior. No sé si en realidad pensaba que fingía. Mi incapacidad para hacer una representación así fue evidente en una salida a Viena que tenía que haber puesto fin a mi cautiverio.

Íbamos por la Brünnerstrasse cuando de pronto se formó un atasco. Un control de policía. Ya de lejos vi el coche parado y los policías de uniforme que hacían señas a los automóviles. Priklopil tomó aire con fuerza. Apenas cambió su postura unos milímetros, pero observé que sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos. Aparentemente estaba muy tranquilo cuando paró el coche junto a la acera y abrió la ventanilla. «¡Permiso de conducción y documentación del coche, por favor!». Yo alcé la cabeza con cautela. El policía era sorprendentemente joven, su voz sonaba firme, pero amable. Priklopil buscó los papeles mientras el agente le observaba con atención. Su mirada sólo me rozó levemente. En mi cabeza surgió una palabra que vi flotar en el aire dentro de un gran globo, como en los cómics: ¡SOCORRO! Lo veía tan claro que no podía creer que el policía no reaccionara al instante. Pero él cogió los papeles sin inmutarse lo más mínimo y los examinó.

¡Socorro! ¡Sáqueme de aquí! ¡Está ante un delincuente! Yo guiñaba y movía los ojos como si fueran señales en Morse. Debía parecer que me había dado un ataque de cualquier cosa. Aunque sólo era un SOS desesperado, lanzado por los párpados de una esquelética adolescente sentada junto al conductor de una furgoneta blanca.

Las ideas se mezclaron en mi cabeza. ¿Tal vez podía saltar del coche y echar a correr? Podía ir hasta el coche patrulla, estaba justo delante de mí. Pero ¿qué debía decir? ¿Me harían caso? ¿Y si no me creían? Priklopil iría a por mí, pediría disculpas por las molestias y porque su sobrina trastornada hubiera causado tal alboroto. Y, además, un intento de fuga era el peor tabú que yo podía romper. No quería ni imaginar lo que me esperaba si fallaba. Pero ¿y si funcionaba? Vi cómo Priklopil pisaba el acelerador y el coche arrancaba y hacía chirriar las ruedas. Luego perdía el control y se iba al carril contrario. Ruido de frenos, cristales rotos, sangre, muerte. Priklopil está inconsciente encima del volante, las sirenas se acercan desde lejos.

«¡Todo en orden, gracias! ¡Buen viaje!». El policía lanzó una leve sonrisa, luego le entregó a Priklopil los papeles por la ventanilla. No tenía ni idea de que había parado al vehículo en el que casi ocho años antes había sido secuestrada una pequeña niña. No tenía ni idea de que esa pequeña niña llevaba ocho años atrapada en el sótano de su secuestrador. No sabía lo cerca que estaba de encubrir un delito y convertirse en testigo de una conducción suicida. Habría bastado una sola palabra mía, un paso valiente para salir del coche. Pero en vez de eso, me quedé sentada y cerré los ojos mientras el secuestrador arrancaba.

Había dejado pasar la mejor oportunidad para escapar de aquella pesadilla. Después me he dado cuenta de que en aquel momento no tuve en cuenta una opción: hablar con el policía. Mi temor a que Priklopil le hiciera algo a quien entrara en contacto conmigo era demasiado grande.

Era una esclava, dependía de él. Valía menos que un animal doméstico. Ya no tenía ni siquiera voz.

Durante mi cautiverio siempre estaba soñando con ir a esquiar en invierno. El cielo azul, el sol sobre la nieve resplandeciente que cubre el paisaje con un suave manto impoluto. El crujido bajo los zapatos, el frío que enrojece las mejillas. Y luego un cacao caliente, como antes, cuando iba a patinar sobre hielo.

Priklopil era un buen esquiador que en los últimos años de mi cautiverio hacía frecuentes salidas de un día a la montaña. Mientras yo preparaba sus cosas y repasaba sus listas elaboradas con minuciosidad, él ya se mostraba inquieto. La cera para los esquís. Los guantes. Las barritas de cereales. La crema solar. El bálsamo para los labios. El gorro. A mí me ahogaba la nostalgia cada vez que me encerraba en el sótano y se marchaba a la montaña para deslizarse por la nieve. No podía imaginar nada más bonito.

Poco antes de que cumpliera dieciocho años empezó a mencionar la posibilidad de llevarme un día con él a esquiar. Para él suponía un gran paso hacia la ansiada normalidad. Puede ser que también quisiera ver cumplido un deseo. Pero ante todo se trataba de la confirmación de que su secuestro estaba por fin coronado con el éxito. Si yo tampoco me escapaba en las montañas, sentiría que lo había hecho todo bien.

Los preparativos duraron varios días. El secuestrador repasó toda su ropa vieja de esquiar y me dio algunas cosas para que me las probara. Me valía uno de los anoraks, un modelo de los años setenta. Pero no tenía pantalones de esquí. «Te compraré unos —me prometió el secuestrador—. Iremos un día de compras». Parecía entusiasmado y, por un instante, feliz.

El día que fuimos al Donauzentrum yo tenía la tensión por los suelos. Estaba muy desnutrida y apenas podía sostenerme sobre las piernas cuando subí al coche. Fue una extraña sensación visitar el centro comercial por el que había paseado tantas veces con mis padres. Hoy se encuentra a tan sólo dos estaciones de metro de Rennbahnweg, entonces eran un par de paradas de autobús. El secuestrador se mostraba muy, muy seguro.

El Donauzentrum es el típico centro comercial de las afueras de una ciudad. Las tiendas se alinean una junto a otra en dos plantas, huele a palomitas y patatas fritas, la música está demasiado alta y apenas deja oír las voces de los numerosos jóvenes que, a falta de otros sitios donde quedar, se reúnen ante las tiendas. Hasta las personas que están acostumbradas a tales masas de gente suelen sentirse enseguida agobiadas y están deseando tener un momento de tranquilidad y aire fresco. El ruido, la luz y el gentío se convirtieron para mí en un muro, en una espesura impenetrable en la que no me podía orientar. Con gran esfuerzo, intenté recordar. ¿No era ésa la tienda donde mi madre…? Por un breve instante me vi como una niña pequeña buscando unos leotardos. Pero las imágenes del presente eran más fuertes. Había gente por todas partes: jóvenes, adultos con grandes bolsas de colores, madres con sillitas de bebé, un auténtico lío. El secuestrador me dirigió hacia una tienda de ropa muy grande. Un laberinto lleno de percheros, mesas y maniquíes que presentaban la moda de invierno con una inexpresiva sonrisa en la cara.

Los pantalones de la sección de adultos no me estaban bien. Mientras Priklopil me traía uno tras otro al probador, una figura triste me miraba desde el espejo. Yo estaba blanca como una pared, con el pelo todo alborotado, y tan delgada que incluso la talla XS me estaba grande. Me resultaba tal tortura andar poniéndome y quitándome ropa que me negué a repetir toda la operación en la sección infantil. El secuestrador tuvo que ponerme los pantalones de esquiar delante del cuerpo para comprobar el tamaño. Cuando por fin se quedó satisfecho, apenas podía mantenerme de pie.

Me alegré de volver a sentarme por fin en el coche. Durante el viaje de vuelta a Strasshof tenía la cabeza a punto de estallar. Después de casi ocho años de aislamiento era incapaz de asimilar tantas impresiones.

Los posteriores preparativos del viaje también apagaron mi alegría. Una atmósfera de extraña tensión lo envolvía todo. El secuestrador estaba intranquilo e inquieto, me hacía reproches por lo mucho que yo le estaba costando. Me hizo calcular, con la ayuda de un mapa, la distancia exacta hasta la estación de esquí y la cantidad de gasolina que íbamos a necesitar. A lo que había que sumar los remontes, el alquiler del material, algo de comida… para su avaricia enfermiza eran grandes sumas de dinero desperdiciado. ¿Y todo para qué? Para que yo en cualquier momento le traicionara y abusara de su confianza.

Cuando su puño golpeó la mesa con fuerza, se me cayó el lápiz de la mano. «¡Te aprovechas de mi benevolencia! ¡Sin mí no eres nada, nada!».

No hacer caso cuando dice que tú no puedes vivir sin él. Alcé la cabeza y le miré. Y me sorprendió ver un atisbo de miedo en su rostro descompuesto. Ese viaje a esquiar era un auténtico riesgo. Un riesgo que no asumía para concederme un viejo deseo. Para él era una puesta en escena que hacía posible que sus fantasías cobraran vida. Cómo su «compañera» se desliza por la nieve junto a él, cómo le admira porque esquía tan bien. La fachada perfecta, una imagen de sí mismo alimentada por el sometimiento y la humillación, por la destrucción de mi yo.

Yo no tenía ganas de participar en esa absurda obra de teatro. De camino al garaje le dije que quería quedarme en casa. Vi cómo se oscurecían sus ojos, luego explotó: «¡Que te lo has creído!», me gritó. Luego levantó el brazo. Tenía en la mano la barra de hierro con la que conseguía acceder a mi zulo. Tomé aire, cerré los ojos e intenté encogerme interiormente. La barra me golpeó con toda furia en el muslo. La piel se rompió al instante.

Cuando al día siguiente íbamos por la autopista, él estaba muy animado. Yo, en cambio, me sentía vacía. Para disciplinarme, me había privado de nuevo de luz y comida. La pierna me ardía. Pero todo estaba bien, íbamos a las montañas. Las voces se entremezclaban en mi cabeza.

¡Tenía que coger como fuera las barritas de cereales que llevaba en el abrigo de esquiar!

¡En el bolsillo hay algo de comida!

Entretanto una pequeña voz me decía muy bajito: «Tienes que escapar. Esta vez tienes que conseguirlo».

Dejamos la autopista en Ybbs. Las montañas fueron emergiendo de la niebla ante nosotros. Nos detuvimos en Göstling para alquilar los esquís. El secuestrador tenía un miedo especial a este momento. Tenía que entrar conmigo en una tienda en la que era inevitable el contacto con los empleados. Me preguntarían si se me ajustaban bien las botas y yo tendría que responderles.

Antes de bajarnos del coche me advirtió con especial insistencia que mataría a cualquiera a quien yo pidiera ayuda… y a mí también.

Cuando abrí la puerta del coche tuve una sensación extraña. El aire estaba frío y olía a nieve. Las casas se alineaban a lo largo del río y, con la nieve en los tejados, parecían galletas con un glaseado de azúcar. Las montañas se alzaban a derecha e izquierda. No me habría sorprendido que el cielo fuera verde, tan irreal me resultaba todo.

Cuando Priklopil me condujo por la puerta de la tienda de alquiler sentí el aire caliente y húmedo en la cara. Algunas sudorosas personas con anorak esperaban ante la caja, rostros expectantes, risas; entremedias, el sonido de los cierres de las botas de esquiar. Un empleado se acercó a nosotros. Muy bronceado y jovial, el típico monitor de esquí con voz fuerte y firme, que gasta bromas de forma casi rutinaria. Me trajo unas botas del número 37 y se puso de rodillas delante de mí para ajustármelas bien. Priklopil no me quitaba la vista de encima cuando le dije al vendedor que las botas me estaban bien. No podía imaginar un lugar más inapropiado que esa tienda para mencionar un delito. Todo era relajado y alegre, eficiencia y rutina para disfrutar del tiempo libre. No dije nada.

«No podemos coger el teleférico, es demasiado peligroso. Podrías hablar con alguien —dijo el secuestrador cuando, después de recorrer una carretera de curvas, llegamos al aparcamiento de la estación de esquí de Hochkar—. Iremos directamente a las pistas».

Aparcamos a un lado. A derecha e izquierda se alzaban las laderas cubiertas de nieve. Algo más adelante se veía un telesilla. A lo lejos se oía la música del bar de la estación del valle. Hochkar es una de las pocas estaciones de esquí que tienen fácil acceso desde Viena. Es pequeña, seis telesillas y algunos pequeños telesquís suben a los esquiadores hasta tres picos. Las pistas son estrechas, cuatro de ellas están consideradas como «negras», la categoría más difícil.

Yo intenté acordarme. Con cuatro años había estado allí con mi madre y una familia amiga. Pero nada recordaba ya a la pequeña niña vestida con un mono de esquiar rosa que entonces se hundía en la nieve.

Priklopil me ayudó a ponerme las botas de esquiar y a ajustarme los esquís. Me deslicé insegura sobre las tablas por la nieve. Me subió al montículo de nieve que se acumulaba al borde de la carretera y me empujó por una ladera. Me pareció terriblemente empinada, y me asusté de la velocidad a la que me deslizaba. Las botas y los esquís pesaban más que mis piernas. No tenía suficiente músculo para dirigirlos, y no recordaba lo que había que hacer. El único cursillo de esquí que había hecho en mi vida fue en mi etapa escolar. Durante una semana que pasamos en un albergue juvenil en Bad Aussee. Yo tenía miedo, no quería ir, todavía me acordaba de mi brazo roto. Pero la monitora de esquí era muy simpática y se alegraba de cada avance que yo hacía. Aprendí bastante, y el último día del curso incluso participé en una carrera en la pista de ejercicios. Al llegar a la meta alcé los brazos y grité de alegría. Luego me dejé caer de espaldas sobre la nieve. ¡Nunca me había sentido tan libre y orgullosa de mí misma!

Libre y orgullosa: una vida que estaba a años luz.

Desesperada, intenté frenar. Pero ya en el primer intento se me clavaron los cantos y me caí. «¿Qué haces? —me regañó Priklopil cuando se detuvo junto a mí y me ayudó a levantarme—. ¡Tienes que ir girando! ¡Así!».

Tardé un buen rato en poder mantenerme de pie sobre los esquís y avanzar un par de metros. Mi debilidad y mi falta de destreza parecieron tranquilizar al secuestrador, que decidió comprar un forfait. Nos pusimos en una larga cola de esquiadores sonrientes e impacientes por llegar cuanto antes al siguiente pico. En medio de todas aquellas personas con sus coloridos trajes de esquiar me sentía como un ser de otra galaxia. Me estremecía cada vez que alguien se acercaba demasiado y me rozaba. Me estremecía cada vez que los bastones y esquís se me enganchaban y de pronto me veía rodeada de extraños que aparentemente no me veían, pero cuyas miradas yo creía sentir. No formas parte de esto. Éste no es tu sitio. Priklopil me empujó. «¡No te duermas, sigue, sigue!».

Después de una eternidad cogimos por fin el telesilla. Me deslicé por un paisaje invernal, un momento de paz y tranquilidad del que intenté disfrutar. Pero todo mi cuerpo se rebelaba ante el inusual esfuerzo. Me temblaban las piernas y tenía mucho frío. Cuando el telesilla llegó arriba, me entró el pánico. No sabía cómo me tenía que bajar, y del susto se me enredaron los bastones. Priklopil me regañó y en el último momento me tiró del brazo y me bajó de la silla.

Tras algunas bajadas conseguí coger cierta seguridad. Por fin podía mantenerme de pie el tiempo suficiente para disfrutar de unos breves recorridos antes de caer de nuevo sobre la nieve. Sentí que recuperaba el ánimo y que por primera vez en mucho tiempo me invadía algo parecido a la felicidad. Cuando podía me detenía para contemplar el paisaje. Wolfgang Priklopil, que se mostraba orgulloso de conocer el entorno, me enseñó las montañas de alrededor. Desde Hochkar se podía ver el imponente pico del Otscher, detrás las alineaciones montañosas se difuminaban en la niebla. «Eso ya es Estiria —me explicó—. Y allí, al otro lado, se puede ver casi hasta Chequia». La nieve brillaba con el sol, el cielo era de un azul profundo. Tomé aire, me habría gustado poder detener el tiempo. Pero el secuestrador me metió prisa: «¡Este día me ha costado un dineral, tenemos que aprovecharlo!».

«¡Tengo que ir al baño! —Priklopil me miró muy enfadado—. ¡De verdad! ¡Tengo que ir!». No le quedaba más remedio que acompañarme hasta las instalaciones más próximas. Se decidió por la estación del valle porque allí los cuartos de baño estaban en una construcción aparte y así no teníamos que cruzar la cafetería. Nos quitamos los esquís, el secuestrador me acompañó hasta la puerta y me dijo en voz baja que me diera prisa. Que me estaría esperando sin perder el reloj de vista. En un primer momento me sorprendió que no me acompañara. Siempre podía decir que se había equivocado de puerta. Pero se quedó fuera.

Los servicios se hallaban vacíos cuando entré. Pero cuando estaba en la cabina oí que se abría la puerta. Me asusté, estaba segura de que me había demorado demasiado y el secuestrador había entrado en los servicios de señoras a buscarme. Pero cuando salí a toda prisa vi a una mujer rubia delante del espejo. Era la primera vez desde el comienzo de mi cautiverio que me encontraba a solas con otra persona.

No sé exactamente lo que dije. Sólo sé que reuní todas mis fuerzas y me dirigí a ella. Pero todo lo que salió de mi boca fue un callado soplido.

La mujer rubia me sonrió con amabilidad, se volvió… y se marchó. No me había entendido. Había hablado con alguien por primera vez y había ocurrido como en mis peores pesadillas: no se me oía. Era invisible. No podía esperar la ayuda de nadie.

Una vez libre he sabido que aquella mujer era una turista holandesa que no había entendido qué quería decirle. Pero en aquel momento su reacción fue un duro golpe para mí.

El resto del día en la nieve se ha desvanecido de mi memoria. Había desaprovechado otra oportunidad. Cuando el secuestrador volvió a encerrarme en el zulo, estaba más desesperada que nunca.

Poco después llegó el día decisivo: el día que yo cumplía dieciocho años. Era la fecha que llevaba esperando con ansia desde hacía diez años, y estaba decidida a celebrarlo por todo lo alto… aunque siguiera secuestrada.

En años anteriores el secuestrador me había permitido preparar una tarta. Pero esta vez yo quería algo especial. Sabía que el socio de Priklopil organizaba fiestas en un local algo apartado. El secuestrador me había enseñado vídeos en los que se veían algunas bodas turcas y serbias. Quería hacer un vídeo promocional para dar publicidad al local. Yo había observado con gran atención las imágenes de la gente bailando en círculo cogida de la mano. En una de las celebraciones había un tiburón entero en el bufé, en otra se veían fuentes con las más exóticas comidas. Pero lo que más me había fascinado eran las tartas. Verdaderas obras de arte de mazapán de varios pisos o la reproducción de un coche hecha con bizcocho y crema. Yo quería una tarta así, con la forma de un 18, el símbolo de mi mayoría de edad.

Cuando el 17 de febrero de 2006 subí a la casa por la mañana estaba allí, sobre la mesa de la cocina: un uno y un ocho de esponjoso bizcocho cubiertos con una dulce espuma rosa y decorados con velas. No sé qué otros regalos recibí, seguro que había alguno, pues a Priklopil le gustaba mucho celebrar este tipo de fiestas. Pero para mí ese 18 era el centro de mi pequeña celebración. Era el símbolo de mi libertad. Era la señal de que había llegado el momento de cumplir mi promesa.