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Tocar fondo
Cuando el dolor físico mitiga las torturas psicológicas
Ese agradecimiento hacia la persona que primero te raciona la comida y luego te provee de ella supuestamente de forma generosa es una de las experiencias más decisivas en secuestros y tomas de rehenes.
¡Es tan fácil ganarse el apego de una persona a la que se deja pasar hambre!
La escalera era estrecha, empinada y resbaladiza. Yo me balanceaba por ella con un pesado frutero que había lavado arriba y bajaba conmigo al zulo. No podía verme los pies y avanzaba con sumo cuidado. Entonces ocurrió: me escurrí y me caí. Me golpeé la cabeza contra los escalones y pude oír cómo el frutero se rompía con gran estrépito. Perdí el conocimiento durante un instante. Cuando volví en mí y levanté la cabeza me sentí mareada. De mi cabeza calva goteaba sangre sobre los escalones. Wolfgang Priklopil iba, como siempre, detrás de mí. Bajó de un salto, me cogió y me llevó al cuarto de baño para lavarme la sangre. Mientras, iba regañándome: que si cómo se podía ser tan tonta, que si le iba a causar más problemas, que si era torpe hasta para andar. Luego me puso una venda para cortar la hemorragia y me encerró en el sótano. «¡Ahora tendré que pintar la escalera!», dijo antes de cerrar la puerta con llave. Y al día siguiente apareció con un bote de pintura y pintó los escalones de cemento gris, en los que se veían unas horribles manchas oscuras.
Notaba el pulso en la cabeza. Al levantarla, un dolor penetrante me recorrió todo el cuerpo y se me nubló la vista. Pasé varios días en la cama y apenas me podía mover. Debí de sufrir una conmoción cerebral. En las largas noches en que el dolor me impedía dormir tenía miedo de haberme roto el cráneo. Pero no me atreví a decirle que me viera un médico. El secuestrador nunca había querido saber nada de mis dolores y también esta vez me castigó por haberme lesionado. En las semanas siguientes cada vez que me maltrataba me golpeaba con el puño sobre todo en ese sitio.
Tras esa caída tuve claro que el secuestrador preferiría dejarme morir que buscar ayuda en caso de emergencia. Hasta entonces había tenido suerte: no tenía contacto alguno con el exterior y no podía contagiarme de ninguna enfermedad; el propio Priklopil era tan maniático a la hora de protegerse de cualquier germen que, aunque estuviera en contacto con él, yo no tenía ningún riesgo de contagio. En todos los años en cautividad no sufrí más que leves resfriados con algo de fiebre. Pero podía haber ocurrido un accidente en cualquier momento cuando trabajábamos en la casa, y a veces me parece un milagro que su brutalidad sólo me provocara hematomas y heridas, pero nunca me rompiera ningún hueso. Ahora tenía claro que cualquier enfermedad grave, cualquier accidente que precisara atención médica significaría mi muerte segura.
A ello se unió el hecho de que nuestra «convivencia» no se ajustaba del todo a sus ideas. La caída por la escalera y su actitud posterior fueron sintomáticas de una fase de lucha tenaz que abarcaría los dos años siguientes de cautiverio. Una fase en la que oscilé entre las depresiones y las ideas de suicidio, por un lado, y el convencimiento de que quería vivir y que todo acabaría bien, por otro. Una fase en la que él luchaba por hacer compatibles sus violentos ataques diarios con el sueño de una convivencia «normal». Lo que cada vez hacía peor y le torturaba.
Cuando cumplí dieciséis años llegó a su fin la reforma de la casa, a la que él había dedicado toda su energía y yo mi trabajo. La tarea que había dado una estructura a su vida diaria durante meses y años amenazaba con desaparecer sin que otra viniera a ocupar su lugar. La niña que él había secuestrado se había convertido en una mujer y, con ello, en la esencia de aquello que él más odiaba. Yo no quería ser la marioneta sumisa que él tal vez había soñado para no sentirse humillado. Era respondona, pero al mismo tiempo me sentía cada vez más deprimida e intentaba escabullirme siempre que podía. A veces tuvo incluso que obligarme a salir del zulo. Me pasaba horas llorando y no tenía fuerzas ni para levantarme. Él odiaba la rebeldía y las lágrimas, y mi pasividad le ponía furioso. No podía hacer nada contra ella. En ese momento debió de quedarle claro de una vez que no sólo había encadenado mi vida a la suya, sino también la suya a la mía. Y que cualquier intento de romper esas cadenas acabaría en la muerte de uno de los dos.
Wolfgang Priklopil estaba cada vez más inquieto, su paranoia aumentaba. Me observaba con desconfianza, siempre preparado por si le atacaba o intentaba escapar. Por las noches le daban auténticos ataques de pánico; me llevaba a su cama, me ataba a él e intentaba tranquilizarse con el calor corporal. Pero sus desvaríos continuaban y yo era la que tenía que sufrir las consecuencias de sus cambios de humor. Por un lado empezó a hablar de una «vida en común». Me comunicaba sus decisiones con mayor frecuencia que en años anteriores y hablaba conmigo de sus problemas. En su ansia de alcanzar una vida normal apenas parecía darse cuenta de que yo era su prisionera y él controlaba cada uno de mis movimientos. Cuando un día le perteneciera por completo —cuando pudiera estar seguro de que yo no me iba a escapar—, entonces podríamos llevar los dos una vida mejor, me decía con cierto brillo en la mirada.
Tenía una idea difusa de cómo sería esa vida mejor. Aunque su papel estaba claramente definido: él se veía como una versión del amo y señor de la casa. A mí me tenía reservados varios papeles: el de ama de casa y esclava que hacía por él todas las tareas del hogar, desde cocinar hasta limpiar; el de compañera en la que él se pudiera apoyar; el de suplente de su madre, paño de lágrimas de sus problemas mentales, saco de boxeo donde poder descargar su rabia por su debilidad en la vida real… Lo que nunca cambió fue su idea de que yo tenía que estar siempre a su entera disposición. En el guión de esa nueva «vida en común» no aparecían ni mi propia personalidad ni mis necesidades o cualquier pequeña libertad.
Yo no tenía una reacción clara ante esos sueños. Por un lado me parecían totalmente descabellados; nadie puede imaginarse una vida en común con una persona que te ha secuestrado y encerrado y lleva años maltratándote. Pero al mismo tiempo empezó a grabarse en mi subconsciente la idea de ese bonito y lejano mundo que él me describía. Tenía grandes ansias de normalidad. Quería ver gente, abandonar la casa, salir de compras, ir a nadar. Ver el sol cuando quisiera. Charlar con alguien, daba igual de qué. Esa vida en común que había imaginado el secuestrador, en la que me permitía cierta libertad de movimientos, en la que podría abandonar la casa bajo su vigilancia, empezó a parecerme algunos días lo máximo que podría permitirme en la vida. Después de tantos años ya no podía pensar en la libertad, en la verdadera libertad. Tenía miedo de traspasar el marco. Dentro de ese marco había aprendido a tocar todas las teclas del teclado y con cualquier tonalidad. Pero había olvidado el sonido de la libertad.
Me sentía como un soldado al que se le dice que después de la guerra todo irá bien. No importa que haya perdido una pierna, eso no viene al caso. Con el tiempo yo tenía muy claro que debía sufrir antes de que comenzara una «vida mejor». Una vida mejor en cautividad. «Puedes estar contenta de que yo te haya encontrado, fuera no habrías podido vivir». «¡Quién te iba a querer!». «Tienes que estarme agradecida por haberme ocupado de ti». La lucha se libraba en mi cerebro. Y éste había absorbido esas frases como una esponja.
Pero incluso esta forma más «libre» de cautiverio que el secuestrador había imaginado estaba la mayoría de los días muy lejos. Él me culpaba a mí de ello. Una tarde me dijo en la cocina, lamentándose: «Nos iría mucho mejor si no fueras tan rebelde. Si pudiera estar seguro de que no vas a salir corriendo, no tendría que encerrarte y atarte». Cuanto mayor me hacía, más me responsabilizaba él de la situación de cautividad. Yo era la culpable de que tuviera que pegarme y encerrarme. Si colaborara y fuera más sumisa y humilde, podría vivir con él arriba, en la casa. Yo le respondía: «¡Eres tú el que me ha encerrado! ¡Tú me tienes cautiva!». Pero era como si hiciera mucho tiempo que no lo veía así. Y algo de eso me había contagiado a mí.
Los días buenos parecía factible esa imagen, una imagen que debía ser también mía. Pero en los días malos él se mostraba más veleidoso que antes. Cada vez me utilizaba más para descargar su mal humor. Lo peor eran las noches en que él no podía dormir debido a una sinusitis crónica que padecía. Si él no dormía, yo tampoco podía hacerlo. Cuando pasaba las noches en el zulo, su voz atronaba durante horas por el altavoz. Me contaba con todo detalle lo que había hecho durante el día y me pedía información sobre cada paso, cada frase leída, cada movimiento: «¿Has recogido?», «¿Cómo has dividido las raciones de comida?», «¿Qué has oído en la radio?». Yo debía darle respuestas detalladas, y si no tenía nada que contarle me inventaba algo para que se tranquilizara. Otras noches se limitaba a torturarme: «¡Obedece! ¡Obedece! ¡Obedece!», gritaba de forma monótona por el interfono. La voz atronaba en el pequeño habitáculo e invadía hasta el último rincón: «¡Obedece! ¡Obedece! ¡Obedece!». Yo lo oía aunque escondiera la cabeza debajo de la almohada. Estaba siempre ahí. Y me sacaba de quicio. No podía escapar a esa voz. Me indicaba día y noche que me tenía bajo su poder. Me indicaba día y noche que no debía rendirme. En los momentos buenos el deseo de sobrevivir y poder huir algún día era increíblemente fuerte. En la vida diaria apenas tenía fuerzas para pensar en ello.
La receta de su madre estaba encima de la mesa de la cocina, yo la había leído mil veces para no cometer ningún fallo: separar las claras de las yemas. Tamizar la harina con la levadura. Montar las claras a punto de nieve. Él estaba detrás de mí y me observaba nervioso.
«¡Mi madre bate los huevos de otra forma!».
«¡Mi madre lo hace mucho mejor!».
«¡Eres muy torpe, ten cuidado!».
Había caído un poco de harina en la mesa. Me gritó y me reprochó que iba todo demasiado despacio. Su madre habría… Yo me estaba esforzando, pero hiciera lo que hiciese, a él no le bastaba. «Si tu madre lo hace tan bien, ¿por qué no le dices que te haga ella el bizcocho?». Simplemente se me escapó. Y fue demasiado.
Se puso a dar patadas como un niño malcriado, tiró el cuenco con la masa al suelo y me empujó contra la mesa de la cocina. Luego me arrastró hasta el sótano y me encerró. Era un día luminoso, pero él me privó de la luz. Sabía cómo torturarme.
Me eché en la cama y me balanceé suavemente de un lado para otro. No podía llorar ni sumergirme en mis sueños. Al más mínimo movimiento volvía el dolor de los golpes y hematomas. Pero me quedé allí, sin decir nada, tumbada en la más absoluta oscuridad, como si estuviera al margen del tiempo y el espacio.
El secuestrador no regresó. El despertador, con su tictac, me aseguraba que el tiempo no se había detenido. Debí de quedarme dormida, aunque no podía recordarlo. Todo se mezclaba, los sueños se convirtieron en delirios en los que me veía corriendo por la playa con unos chicos de mi edad. En mi sueño la luz era muy brillante; el agua, muy azul. Yo volaba con una cometa por encima del agua, el viento jugueteaba en mi pelo, el sol me quemaba en los brazos. Era una sensación de total libertad, una sensación de estar viva. Yo actuaba sobre un escenario, mis padres estaban sentados entre el público y yo cantaba con todas mis fuerzas una canción. Mi madre aplaudía, luego se puso de pie y me abrazó. Yo llevaba un precioso vestido de tela brillante, suave y delicada. Me sentía guapa, fuerte, sana.
Cuando me desperté, todo seguía oscuro. El despertador continuaba con su monótono tictac. Era la única señal de que el tiempo no se había detenido. Permanecí sin luz todo el día.
El secuestrador no vino esa tarde y tampoco al día siguiente. Tenía hambre, me sonaban las tripas, empezaba a sentir calambres. Tenía un poco de agua en el zulo, eso era todo. Pero beber no servía de mucho. Sólo podía pensar en la comida. ¡Habría hecho cualquier cosa por un trozo de pan!
A lo largo del día fui perdiendo el control sobre mi cuerpo, sobre mi mente. Los dolores de tripa, la debilidad, la certeza de que me había pasado de la raya y él me iba a dejar morir allí, sola. Me sentía como si estuviera a bordo del Titanic en pleno hundimiento. Se había ido la luz, el barco se inclinaba lenta, pero inevitablemente, hacia un lado. No había escapatoria, sentí el agua fría, oscura, subiendo. La sentí en las piernas, en la espalda, me rodeó los brazos y el tronco. Subía, subía cada vez más… ¡Ya! Un rayo de luz deslumbrante iluminó mi cara, oí que algo caía al suelo con un golpe sordo. Luego una voz: «¡Ahí tienes!». Después se cerró la puerta. Todo quedó otra vez a oscuras.
Alcé la cabeza. Estaba bañada en sudor y no sabía dónde me encontraba. El agua que me arrastraba a las profundidades había desaparecido. Pero todo se balanceaba. Yo me balanceaba. Y debajo de mí no había nada, una nada negra en la que mi mano sólo encontraba el vacío. No sé cuánto tiempo estuve atrapada en esa idea antes de darme cuenta de que me encontraba en mi cama alta del zulo. El tiempo que tardé en reunir fuerzas suficientes para acercarme a la escalerilla y descender por ella de espaldas, peldaño a peldaño me pareció una eternidad. Cuando llegué al suelo, avancé a cuatro patas. Mi mano se topó con una bolsa de plástico. La rasgué con dedos temblorosos, con tal torpeza que el contenido cayó al suelo. Palpé muerta de pánico a mi alrededor, hasta que noté algo alargado, fresco, bajo los dedos. ¿Una zanahoria? Limpié ese algo con la mano y le di un mordisco. Me había lanzado una bolsa de zanahorias dentro del zulo. Avancé de rodillas por el suelo hasta que creí haber recogido todas. Luego me las llevé a la cama. Cada vez que subía a la litera me parecía que estaba escalando una gran montaña, pero me hacía circular la sangre. Devoré las zanahorias, una tras otra. Mi tripa hizo un ruido y se encogió. Los dolores eran terribles.
Al cabo de dos días el secuestrador volvió a dejarme subir a la casa. En la escalera del garaje tuve que cerrar los ojos, pues hasta la penumbra me cegaba. Respiré hondo, sabía que de nuevo había conseguido sobrevivir.
«¿Vas a ser buena? —me preguntó cuando llegamos arriba—. Tendrás que portarte mejor, si no tendré que volver a encerrarte». Yo estaba demasiado débil para contestarle. Al día siguiente vi que tenía amarilla la piel de la parte interior de los muslos y la tripa. La beta-carotina de las zanahorias se había acumulado en la última capa de grasa que me quedaba bajo la piel blanca y transparente. Entonces pesaba 38 kilos, tenía dieciséis años y medía 1,57.
Pesarme a diario se convirtió en una costumbre, y veía cómo la aguja de la báscula bajaba día a día. El secuestrador había perdido toda referencia y seguía manteniendo que estaba demasiado gorda. Y yo le creía. Hoy sé que mi índice de masa corporal era entonces de 14,8. La Organización Mundial de la Salud ha establecido el valor de 15 como umbral de una amenaza de muerte por inanición. Yo estaba entonces por debajo.
El hambre es una experiencia límite. Al principio uno se encuentra todavía bien: cuando se corta el suministro de alimento, el cuerpo se estimula a sí mismo. Bombea adrenalina al sistema. Uno se siente de pronto muy bien, lleno de energía. Es un mecanismo por el que el cuerpo manda una señal: todavía tengo reservas, puedes emplearlas en la búsqueda de alimento. Si uno está encerrado bajo tierra no puede buscar alimento, las señales de la adrenalina no sirven de nada. A ello se unen luego el ruido de tripas y las fantasías en torno a la comida. Sólo se puede pensar en comer. Más tarde se pierde el contacto con la realidad, se cae en el delirio. Ya no se sueña, sino que simplemente se cambia de mundo. Se ven al alcance de la mano bufes, grandes platos de espaguetis, tartas y bollos. Un espejismo. Calambres que sacuden todo el cuerpo, que hacen que parezca que el estómago se va a romper. Los dolores que el hambre puede provocar son insoportables. Eso no se sabe cuando se entiende por hambre un simple ruido de tripas. Me gustaría no haber conocido esos calambres. Al final viene la debilidad. Apenas se pueden levantar los brazos, la sangre deja de circular, y cuando uno se pone de pie, se le nubla la vista y se cae.
Mi cuerpo mostraba evidentes secuelas de la falta de luz y comida. Sólo tenía huesos y piel, y me aparecieron unas manchas de un tono negro azulado en las pantorrillas. No sé si se debían al hambre o a los largos períodos sin luz, pero resultaban inquietantes: parecían manchas cadavéricas.
Cuando el secuestrador me dejaba largas temporadas sin comer, luego me alimentaba poco a poco hasta que tenía otra vez fuerzas para trabajar. Tardaba mucho, porque tras una larga fase de hambre sólo podía recibir alimento a cucharadas. Me daba asco hasta el olor de la comida, aunque ésta hubiera sido objeto de mis fantasías durante días. Cuando ya estaba otra vez «fuerte», de nuevo volvía a racionarme la comida. Lo hacía con un objetivo claro: «¡Estás muy respondona, tienes demasiada energía!», decía a veces antes de retirarme el último bocado de mi escasa comida. Al mismo tiempo empeoraba su propio trastorno alimentario, que me trasladó a mí. Sus forzados intentos de comer sano tomaban formas absurdas. «Todos los días vamos a beber un vaso de vino para prevenir el infarto», me anunció un día. A partir de entonces tuve que beber vino tinto todos los días. Eran sólo un par de tragos, pero el sabor me daba asco, me tragaba el vino como si fuera una medicina. A él tampoco le gustaba, pero se obligaba a beber un vasito con las comidas. No era nunca una cuestión de placer, sino de establecer una nueva regla que él —y yo también— debía seguir de forma estricta.
Lo siguiente fue considerar como enemigos a los hidratos de carbono: «Ahora vamos a seguir una dieta cetogénica». A partir de entonces quedaron prohibidos el azúcar, el pan, incluso la fruta. Sólo podía tomar alimentos ricos en grasas y proteínas. Aunque fueran raciones diminutas, mi consumido cuerpo asimilaba cada vez peor ese tratamiento. Sobre todo cuando pasaba días encerrada sin alimento en el zulo y luego arriba comía carne grasa y huevos. Cuando me sentaba a comer con el secuestrador, engullía mi ración lo más deprisa posible. Si terminaba antes que él podía confiar en que me dejara comer más, pues se sentía incómodo si yo le miraba mientras comía.
Lo peor era cuando, estando muerta de hambre, tenía que cocinar. Un día me dejó una receta de su madre y un paquete de trozos de bacalao en la encimera de la cocina. Yo pelé patatas, enhariné el bacalao, separé las yemas de las claras y pasé los trozos de pescado por las yemas batidas. Luego calenté un poco de aceite en una sartén, pasé el pescado por pan rallado y lo freí. Él estaba, como siempre, sentado en la cocina comentando cada uno de mis movimientos:
«Mi madre lo hace diez veces más deprisa».
«¡Mira, el aceite está demasiado caliente, vaca estúpida!».
«¡No mondes tan gruesas las patatas, menudo derroche!».
El olor del pescado frito inundó la cocina y casi me vuelve loca. Saqué los trozos de pescado de la sartén y los puse a escurrir en papel absorbente. La boca se me hacía agua: había pescado suficiente para darse un auténtico festín. ¿Podría comerme dos trozos? ¿Y algunas patatas?
Ya no sé lo que hice mal en ese momento. Sólo recuerdo que Priklopil dio de pronto un salto, me arrancó de las manos la fuente que yo iba a poner sobre la mesa y me gritó: «¡Hoy no vas a comer!».
En ese momento perdí el control. Estaba tan hambrienta que habría asesinado por un trozo de pescado. Cogí uno e intenté metérmelo en la boca a toda prisa. Sin embargo él fue más rápido y me dio un golpe en la mano que hizo caer el pescado. Intenté atrapar un segundo trozo, entonces me agarró la muñeca y me apretó hasta que lo dejé caer. Me tiré al suelo para recoger los restos que habían caído durante nuestra pelea. Conseguí meterme un trozo diminuto en la boca. Pero enseguida me agarró por el cuello, me levantó, me arrastró hasta el fregadero y me metió la cabeza en él. Con la otra mano me separó los dientes y apretó hasta que el bocado prohibido subió por mi garganta. «¡Así aprenderás!». Luego cogió la fuente con toda tranquilidad y se fue al comedor. Yo me quedé en la cocina temblando, me sentía desvalida y humillada.
Con esos métodos el secuestrador conseguía mantenerme débil y atrapada en una mezcla de dependencia y agradecimiento. Un perro nunca muerde la mano que le da de comer. Para mí sólo existía una mano que podía salvarme de la muerte por inanición. Era la mano del mismo hombre que me llevaba hacia ella. Así, las diminutas raciones me parecían a veces regalos generosos. Tengo un recuerdo tan vivo de la ensalada de salchichas que su madre preparaba a veces los fines de semana que todavía hoy me parece una exquisitez. A veces me daba un pequeño plato cuando podía subir a la casa después de dos o tres días en el zulo. Por lo general ya sólo flotaban la cebolla y un par de trozos de tomate en el caldo, la salchicha y los huevos cocidos los había pescado él antes. Pero esos restos me parecían un manjar. Si además me daba un poco de su plato y luego un trozo de tarta, me sentía feliz. ¡Es tan fácil ganarse el afecto de una persona a la que se deja pasar hambre!
El día 1 de marzo comenzó en Bélgica el juicio contra el asesino en serie Marc Dutroux. Recordaba su caso perfectamente. Yo tenía ocho años cuando en agosto de 1996 la policía entró en su casa y liberó a dos niñas: Sabine Dardenne, de doce años, y Laetitia Delhez, de catorce. Encontraron los cadáveres de otras cuatro.
Durante meses seguí las noticias sobre el juicio en la radio y la televisión. Tuve conocimiento del martirio de Sabine Dardenne y sufrí cuando tuvo que enfrentarse al secuestrador en la sala. Ella también había sido raptada en una furgoneta cuando iba al colegio. El zulo en el que estuvo encerrada era aún más pequeño que el mío, y su historia durante el cautiverio también era diferente. Ella sí vivió la pesadilla con que el secuestrador me amenazaba a mí. A pesar de que existiera una gran diferencia, los crímenes descubiertos dos años antes de mi secuestro podrían haber servido de inspiración al enfermo Wolfgang Priklopil. Pero no hay pruebas que así lo indiquen.
El juicio me impresionó mucho, a pesar de que no me veía reflejada en Sabine Dardenne. Ella fue liberada tras ochenta días de secuestro. Estaba furiosa y sabía que tenía razón. Llamaba al secuestrador «monstruo» y «cerdo asqueroso», y exigió una disculpa que no recibió delante del tribunal. El secuestro había sido lo suficientemente corto para que ella no se perdiera a sí misma. Yo, en cambio, llevaba en ese momento 2200 días con sus noches encerrada, mi modo de ver las cosas había cambiado hacía tiempo. Yo sabía que era la víctima de un delito. Pero el largo contacto con el secuestrador, al que necesitaba para sobrevivir, me había hecho interiorizar sus fantasías psicóticas. Ellas eran mi realidad.
Aprendí dos cosas de aquel juicio: en primer lugar, que no siempre se cree a las víctimas de delitos con violencia. Toda la sociedad belga parecía convencida de que tras Marc Dutroux se escondía toda una red que llegaba hasta las más altas esferas. Escuché en la radio numerosas críticas a Sabine Dardenne porque no apoyaba esa teoría, sino que insistía en que ella no había visto a nadie aparte de Dutroux. Y en segundo lugar, que no se puede mostrar compasión y empatía ilimitadas con las víctimas. Pueden convertirse enseguida en agresividad y rechazo.
Más o menos por aquella época oí por primera vez mi nombre en la radio. Estaba escuchando un programa de libros en la emisora cultural 01, cuando de pronto me estremecí: «Natascha Kampusch». Hacía seis años que no oía a nadie pronunciar mi nombre. La única persona que podía hacerlo me había prohibido usarlo. El locutor de la radio lo mencionó en relación con un nuevo libro de Kurt Totzer y Günther Kallinger. El título era: Sin rastro. Los casos de desaparición más espectaculares de la Interpol. Los autores hablaban sobre sus investigaciones… y sobre mí. Un caso misterioso en el que no había ningún rastro fiable ni ningún cadáver. Yo estaba sentada delante de la radio deseando gritar: «¡Estoy aquí! ¡Estoy viva!». Pero no podía oírme nadie.
Después de oír aquel programa, mi situación me pareció más desesperada que nunca. Me senté en la cama y de pronto lo vi todo muy claro. No podía pasarme así la vida entera, eso lo sabía. También sabía que no iba a ser liberada jamás. Y una huida me parecía imposible. No había salida.
El de aquel día no fue mi primer intento de suicidio. Escapar a una nada lejana en la que no existen los sentimientos ni el dolor ya me parecía entonces una forma de tomar el control de mi vida. Apenas podía disponer de ella, de mi cuerpo, de mis actos. Quitarme la vida me parecía el último triunfo.
Con catorce años intenté varias veces estrangularme con la ayuda de algunas ropas. A los quince quise cortarme las venas. Me arañé la piel con una aguja de coser y seguí hurgando hasta que no aguanté más. El brazo me quemaba de forma insoportable, pero al mismo tiempo calmaba el dolor interno que sentía. A veces todo resulta más fácil cuando el dolor físico eclipsa el sufrimiento psíquico por un momento.
Esta vez quería elegir otro método. Esa tarde el secuestrador me había encerrado pronto en el zulo y yo sabía que no regresaría hasta la mañana siguiente. Recogí la habitación, puse en un montón las pocas camisetas que tenía y lancé una última mirada al vestido de franela que llevaba puesto el día del secuestro y que ahora colgaba de un gancho debajo de la cama. Me despedí mentalmente de mi madre. «Perdóname por marcharme. Y por irme otra vez sin decir una sola palabra», susurré. ¿Qué va a pasar?
Luego fui lentamente hasta la placa de cocina y la encendí. Cuando se calentó, puse encima unos papeles y los cartones de unos rollos de papel higiénico vacíos. Pasó un rato hasta que empezó a salir humo, pero funcionó. Subí por la escalerilla hasta mi cama y me tumbé. El zulo se llenaría de humo y yo me iría desvaneciendo poco a poco, por decisión propia, abandonando una vida que hacía tiempo que no era mía.
No sé cuánto tiempo estuve echada esperando la muerte. Me pareció como la eternidad hacia la que me dirigía, aunque todo debió de suceder muy deprisa. Al principio, cuando el humo llegó a mis pulmones, seguí respirando con normalidad. Pero luego surgió con toda su fuerza el instinto de supervivencia que creía apagado. Cada fibra de mi cuerpo se preparó para escapar. Empecé a toser, me puse la almohada delante de la boca y bajé la escalerilla. Abrí el grifo, puse unos trapos debajo del agua y los lancé sobre los tubos de cartón que rodaban por la placa. El agua borboteó, el humo se hizo más denso. Tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas, moví una toalla en el aire para dispersar el humo. Pensé con pavor cómo podría ocultarle al secuestrador mi intento de asfixiarme con fuego. Suicidio, la mayor desobediencia, la peor conducta imaginable.
A la mañana siguiente el zulo olía como una cámara de ahumado. Cuando bajó, Priklopil inspiró el aire, irritado. Me sacó de la cama, me zarandeó y me gritó. ¡Cómo podía haber intentado escapar de él! ¡Cómo me había atrevido a abusar así de su confianza! En su rostro se reflejaba una mezcla de rabia infinita y miedo. Miedo a que yo pudiera echar todo a perder.