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Un mundo frágil
Mi infancia en las afueras de Viena
Mi madre encendió un cigarrillo y dio una profunda calada. «Ya está muy oscuro ahí afuera. ¡Podía haberte ocurrido algo!». Negó con la cabeza.
Mi padre y yo habíamos pasado el último fin de semana de febrero del año 1998 en Hungría. Él había comprado allí una casa en un pequeño pueblo situado cerca de la frontera para pasar en ella los fines de semana. Al principio era una auténtica ruina, con las paredes desconchadas y llenas de humedad. Pero a lo largo de los años la había ido reformando y decorando con bonitos muebles antiguos, de modo que entonces ya casi resultaba acogedora. A pesar de todo, a mí no me gustaba demasiado ir allí. Mi padre tenía en Hungría muchos amigos con los que se reunía a menudo y con los que, gracias al favorable cambio de moneda, celebraba demasiadas cosas. Yo era la única niña que había en los bares y restaurantes a los que íbamos por las noches, me sentaba en silencio a su lado y me aburría.
En aquella ocasión, como en otras anteriores, yo le había acompañado de mala gana. El tiempo transcurría a paso de tortuga y me fastidiaba no ser todavía lo suficientemente mayor e independiente como para poder disponer de él a mi gusto. Tampoco me entusiasmó demasiado la visita que hicimos el domingo a un balneario cercano. Paseaba aburrida por la zona de baño cuando una desconocida se dirigió a mí: «¿Quieres tomar un refresco conmigo?». Yo asentí y la seguí hasta el café. Era actriz y vivía en Viena. Enseguida sentí admiración por ella porque irradiaba una gran serenidad y parecía muy segura de sí misma. Además ejercía precisamente la misma profesión con la que yo soñaba en secreto. Al cabo de un rato tomé aire con fuerza y dije: «¿Sabes? A mí también me gustaría ser actriz. ¿Crees que podré conseguirlo?».
Me dirigió una radiante sonrisa. «¡Naturalmente que lo conseguirás, Natascha! Serás una magnífica actriz si te lo propones».
Me dio un vuelco el corazón. Yo había contado con que no me tomara en serio o se riera de mí, como me ocurría siempre. «Cuando llegue el momento te echaré una mano», me prometió, y me pasó el brazo por los hombros. Recorrí el camino de vuelta a la piscina saltando muy contenta y diciéndome a mí misma: «¡Puedo hacer cualquier cosa si me lo propongo y creo en mí lo suficiente!». Hacía mucho que no me sentía tan alegre y aliviada.
Pero mi euforia no duró mucho. Ya era tarde y mi padre no mostraba intención de abandonar el balneario. Tampoco se dio mucha prisa cuando por fin llegamos a nuestra casa de vacaciones. Al contrario, quería echarse un rato. Miré nerviosa el reloj. Le habíamos prometido a mi madre que estaríamos en casa a las siete, al día siguiente había clase. Sabía que habría bronca si no llegábamos puntuales a Viena. El tiempo se me hizo interminable mientras él estaba tumbado roncando en el sofá. Cuando por fin se despertó y emprendimos el camino de regreso, ya se había hecho de noche. Yo iba en el asiento trasero del coche enfadada y sin decir nada. No llegaríamos a tiempo, mi madre se pondría furiosa, todo lo que aquella tarde me había parecido tan bonito desapareció de golpe. Yo me iba a quedar en medio, como siempre. Los adultos siempre lo estropeaban todo. Cuando mi padre me compró una chocolatina en una gasolinera, la engullí de una vez.
Llegamos a casa, en la Rennbahnsiedlung, a las nueve y media, con dos horas y media de retraso. «Te dejo aquí, vete a casa corriendo», dijo mi padre, y me dio un beso. «Te quiero», murmuré a modo de despedida, como siempre. Luego crucé el patio a oscuras y abrí la puerta de casa. En la entrada, junto al teléfono, encontré una nota de mi madre: «Estoy en el cine. Volveré tarde». Dejé la bolsa en el suelo y vacilé un instante. Luego le escribí a mi madre en una nota que la esperaba en casa de la vecina que vivía un piso más abajo. Cuando me recogió un rato más tarde estaba totalmente fuera de sí: «¿Dónde está tu padre?», me gritó.
«No me ha acompañado, me ha dejado afuera», le dije en voz baja. Yo no tenía la culpa ni del retraso ni de que no me hubiera acompañado hasta la puerta de casa. A pesar de todo, me sentía culpable.
«¡Cielo santo, otra vez! Llegáis horas tarde, y yo aquí sentada esperando, preocupada. ¿Cómo puede dejar que cruces el patio sola? ¿En plena noche? ¡Podía haberte pasado algo! Pero te digo una cosa: no vas a volver a ver a tu padre. ¡Ya estoy harta y no voy a seguir permitiéndolo!».
En el momento de mi nacimiento, el 17 de febrero de 1988, mi madre tenía treinta y ocho años y otras dos hijas ya mayores. Mi primera hermanastra había nacido cuando mi madre tenía dieciocho años, la segunda, un año más tarde. Eso ocurría a finales de los años sesenta. Mi madre estaba agobiada con las dos niñas pequeñas y dependía de sí misma: se había separado del padre de mis dos hermanastras poco después de nacer éstas. No le había resultado fácil conseguir el sustento para su pequeña familia. Tuvo que luchar mucho, ser pragmática y actuar con cierta dureza consigo misma, e hizo todo lo posible por sacar a sus hijas adelante. En su vida no quedaba espacio para el sentimentalismo y la timidez, para el ocio y la diversión. Entonces, a los treinta y ocho años, cuando sus dos hijas ya eran mayores, se sentía por primera vez en mucho tiempo liberada de las obligaciones y preocupaciones de la educación de las niñas. Y precisamente en ese momento llegué yo. Mi madre ya no contaba con quedarse embarazada.
En realidad la familia en la que nací estaba a punto de descomponerse. Yo lo alboroté todo: hubo que volver a sacar todas las cosas infantiles y adaptarse a los horarios de un bebé. Aunque fui recibida con alegría y todos me mimaban como a una pequeña princesa, durante mi infancia a veces me sentía como si estuviera de más. Tuve que ganarme mi puesto en un mundo en el que los papeles ya estaban repartidos.
En el momento de mi nacimiento mis padres llevaban tres años como pareja. Se habían conocido a través de una clienta de mi madre. Ésta se ganaba el sustento para ella y sus dos hijas trabajando como modista, y cosía y arreglaba vestidos para las mujeres del barrio. Una de sus clientas era de Süssenbrunn, en Viena, y regentaba junto a su marido y su hijo una panadería y una pequeña tienda de comestibles. Ludwig Koch (hijo) la había acompañado varias veces cuando iba a probarse y siempre se quedaba un rato más de lo necesario para hablar con mi madre, quien se enamoró enseguida del joven y apuesto panadero, que la hacía reír con sus historias. Al cabo de un tiempo empezó a quedarse cada vez con más frecuencia con ella y sus dos hijas en la gran urbanización de las afueras al norte de Viena. La ciudad se diluye aquí en el llano paisaje de la llanura del Morava y no sabe decidir muy bien qué quiere ser. Es una zona abigarrada sin centro ni identidad, en la que todo parece posible y gobierna el azar. Zonas industriales y fábricas se levantan en medio de campos sin cultivar, en los que los perros del vecindario corren en grupos por la hierba sin cortar. Entremedias los núcleos de antiguos pueblos luchan por conservar su identidad, que se desvanece al igual que los colores de las pequeñas casitas de estilo Biedermeier, reliquias de tiempos pasados, sustituidas por innumerables bloques de viviendas, utopías de la vivienda social, plantadas en las verdes praderas, donde se reproducen por sí mismas. En uno de los mayores barrios de este tipo crecí yo.
La urbanización de la calle Rennbahnweg fue diseñada y levantada en los años setenta, un sueño convertido en piedra por los urbanistas que querían crear un entorno nuevo para nuevas personas: las familias del futuro, felices y trabajadoras, alojadas en modernas ciudades satélite con líneas claras, centros comerciales y una buena conexión con Viena.
A primera vista el experimento parecía un éxito. El complejo se compone de 2400 viviendas, más de 7000 personas viven en él. Los patios entre los bloques son muy amplios y están sombreados por grandes árboles, las zonas de juegos infantiles se alternan con pistas deportivas de cemento y grandes superficies de césped. Resulta fácil imaginar a los urbanistas colocando en su maqueta las miniaturas de niños jugando y madres con carritos de bebé, convencidos de haber creado un espacio para una forma de convivencia social totalmente nueva. Las viviendas, superpuestas en torres de hasta quince pisos, eran, en comparación con las húmedas casas de alquiler de la ciudad, aireadas y bien diseñadas, provistas de balcones y cuartos de baño modernos.
Pero la urbanización acogió desde el principio a gente llegada de otros lugares que quería vivir en la ciudad pero no podía permitírselo: trabajadores de las distintas regiones de Austria, la Baja Austria, Burgenland y Estiria. Poco a poco se fueron sumando inmigrantes con los que el resto de habitantes tenían a diario pequeñas rencillas por los olores a comida, los juegos de los niños o su distinta concepción de qué es el ruido. El ambiente en el barrio se fue haciendo cada vez más agresivo, cada vez había más pintadas nacionalistas y xenófobas. El centro comercial se llenó de tiendas baratas, en los grandes patios se reunían a diario jóvenes y personas sin trabajo que ahogaban sus frustraciones en alcohol.
Hoy la urbanización está restaurada, los bloques lucen brillantes colores y el metro está por fin terminado. Pero cuando yo pasé allí mi niñez «el Rennbahnweg» era en esencia un núcleo de conflicto social. Era considerado como un lugar peligroso, y ni siquiera a plena luz del día resultaba agradable pasar ante los grupos de gamberros que perdían el tiempo merodeando por los patios y metiéndose con las mujeres. Mi madre siempre pasaba a toda prisa por los patios y las escaleras, agarrándome fuerte de la mano. Aunque era una mujer decidida y resuelta, odiaba la vulgaridad del Rennbahnweg. Intentaba protegerme en la medida de lo posible, y me explicó por qué no le gustaba que yo jugara en el patio y por qué consideraba vulgares a los vecinos. Naturalmente yo no lo entendía muy bien, pero casi siempre seguía sus indicaciones.
Todavía recuerdo con toda claridad cuando, siendo muy pequeña, decidía una y otra vez bajar al patio a jugar. Pasaba horas preparándome, pensando lo que les iba a decir a los demás niños, cambiándome constantemente de ropa. Elegía los juguetes para jugar en la arena y los volvía a dejar; pasaba un buen rato pensando qué muñeca debía llevarme para establecer contacto con otras niñas. Pero cuando por fin bajaba al patio sólo duraba allí unos pocos minutos: no podía superar la sensación de no formar parte de aquello. Había interiorizado la actitud de rechazo de mis padres hasta tal punto que mi propia urbanización era para mí un mundo extraño. Prefería sumergirme en mi mundo de ensoñación tumbada en la cama de mi habitación. En ese cuarto pintado de rosa, con su moqueta clara y las cortinas de dibujos que mi madre había cosido y que ni siquiera abría durante el día, me sentía protegida. Allí tracé grandes planes y medité durante horas hacia dónde quería dirigir mi vida. Sabía, en cualquier caso, que no quería echar raíces allí, en aquella urbanización.
Durante mis primeros meses de vida fui el centro de atención de la familia. Mis hermanas se ocupaban del nuevo bebé como si se estuvieran preparando para el futuro. Una me daba de comer y me cambiaba los pañales, la otra me llevaba en un fular porta-bebés al centro de la ciudad y me paseaba por las calles comerciales, donde la gente se paraba y admiraba maravillada mi amplia sonrisa y mis alegres vestidos. Cuando se lo contaban a mi madre se quedaba encantada. Se preocupaba mucho por mi aspecto y desde pequeña me atavió con los vestidos más bonitos, que ella misma cosía para mí en largas tardes de trabajo. Escogía telas especiales, buscaba en revistas de moda los más novedosos patrones o me compraba pequeños detalles. Todo conjuntaba a la perfección, incluso los calcetines. En un barrio donde muchas mujeres salían con los rulos a la calle y la mayoría de los hombres iban en chándal al supermercado, yo iba vestida como una pequeña modelo. Este excesivo cuidado de mi aspecto exterior no era sólo una forma de distanciarse de nuestro entorno, era también el modo en que mi madre me mostraba su amor.
Su forma de ser enérgica y resuelta le hacía muy difícil mostrar sus sentimientos. No era una mujer de las que tiene al niño siempre en brazos haciéndole mimos. Tanto las lágrimas como las muestras de cariño exageradas le resultaban incómodas. Mi madre, que debido a sus tempranos embarazos tuvo que madurar muy deprisa, se había ido envolviendo en una dura piel con el paso del tiempo. Así, no se permitía ninguna «debilidad» ni la soportaba en los demás. Siendo una niña vi a menudo cómo superaba un resfriado sólo a base de fuerza de voluntad y observé cómo sacaba la vajilla todavía caliente y humeante del lavavajillas sin inmutarse. «Los indios no conocen el dolor», era su lema. Cierta dureza no hace daño, incluso ayuda a sobrevivir en este mundo.
Mi padre era justo lo contrario en este sentido. Me recibía con los brazos abiertos cuando yo quería que me achuchara, y siempre jugaba muy animado conmigo… cuando estaba despierto. Pues en esa época, cuando todavía vivía con nosotras, casi siempre le veía dormido. A mi padre le gustaba salir por las noches y beber con sus amigos. Así que no estaba en muy buenas condiciones para ejercer su trabajo. Había heredado de su padre la panadería, pero nunca le había entusiasmado la profesión. El mayor tormento para él era tener que madrugar. Recorría los bares hasta la medianoche, y cuando a las dos sonaba el despertador le resultaba casi imposible despertarse. Después de despachar el pan se pasaba horas roncando en el sofá. Su enorme y abultada barriga subía y bajaba con energía ante mis fascinados ojos infantiles. Yo jugaba con ese corpulento hombre dormido, le ponía mis ositos de peluche en las mejillas, le adornaba con cintas y lazos, le ponía gorros y le pintaba las uñas. Cuando por la tarde se despertaba, me levantaba por los aires y se sacaba por arte de magia pequeñas sorpresas de la manga. Luego se marchaba de nuevo a los bares y cafés de la ciudad.
Mi abuela fue uno de mis principales puntos de referencia en esa época. Regentaba la panadería junto a mi padre, y con ella yo me sentía como en casa y en buenas manos. Vivía a pocos minutos en coche de nosotras, pero en un mundo muy distinto. Süssenbrunn es uno de los viejos pueblos de las afueras del norte de Viena cuyo carácter rural la ciudad, cada vez más próxima, no ha conseguido eliminar. Los tranquilos callejones estaban bordeados de viejas viviendas unifamiliares con jardines en los que todavía se cultivaban verduras. La casa de mi abuela, que albergaba una pequeña tienda y el horno de pan, presentaba el mismo aspecto que en los tiempos de la monarquía.
Mi abuela procedía del Wachau, una pintoresca zona del valle del Danubio en la que se cultiva la vid en soleadas terrazas. Sus padres eran viticultores y, como era habitual en aquella época, mi abuela tuvo que colaborar desde muy joven en las tareas del campo. Hablaba con tristeza y nostalgia de su juventud en aquel entorno que en las películas de Hans Moser de los años cincuenta aparecía reflejado como un mundo idílico. Y eso a pesar de que en ese pintoresco paisaje su vida había girado sobre todo en torno al trabajo, el trabajo y aún más trabajo. Cuando un día conoció a un panadero de Spitz en el transbordador que llevaba a la gente de un lado a otro del Danubio, aprovechó la oportunidad de escapar de esa vida que le había sido impuesta y se casó. Ludwig Koch (padre) era veinticuatro años mayor que ella, y resulta difícil imaginar que fuera sólo el amor lo que la llevó a casarse con él. Pero durante toda su vida habló con mucho cariño de su marido, al que no llegué a conocer. Murió poco antes de que yo naciera.
A pesar de los muchos años pasados en la ciudad, mi abuela siempre siguió siendo una mujer de campo algo peculiar. Vestía faldas de lana con un delantal de flores encima, se rizaba el pelo en tirabuzones y desprendía un olor a cocina y aguardiente que me envolvía cada vez que hundía la cara en sus faldas. Me gustaban incluso los ligeros vapores etílicos que siempre la rodeaban. Como hija de viticultores, en todas las comidas se bebía un gran vaso de vino como si fuera agua, sin mostrar jamás el más mínimo signo de embriaguez. Se mantuvo fiel a sus costumbres: cocinaba en un viejo fogón de leña y limpiaba las cacerolas con un anticuado cepillo metálico. Cuidaba sus flores con gran entrega. En el enorme patio de la parte trasera de la casa, sobre el suelo de hormigón, había numerosos tiestos y macetas y una vieja artesa alargada que en primavera y verano se convertían en pequeñas islas de flores de tonos violeta, amarillo, rosa y blanco. En el huerto colindante crecían albaricoqueros, cerezos, ciruelos y un sinnúmero de groselleros. El contraste con nuestra urbanización de Rennbahnweg no podía ser mayor.
Durante mis primeros años de vida mi abuela fue para mí la esencia de un hogar. A menudo me quedaba a dormir en su casa, dejaba que me atiborrara a chocolate y me acurrucaba con ella en el sofá. Por las tardes visitaba a una amiga del vecindario cuyos padres tenían una pequeña piscina en el jardín, montaba en bicicleta con otros niños por la calle que cruzaba el pueblo y exploraba con curiosidad un entorno en el que uno se podía mover libremente. Cuando poco más tarde mis padres abrieron un negocio en la zona, yo a veces recorría en bicicleta el corto camino de un par de minutos hasta la casa de mi abuela para darle una sorpresa con mi visita. Recuerdo que a veces ella estaba usando el secador y no oía mis gritos y llamadas. Entonces yo saltaba la valla, entraba por la puerta trasera de la casa y le daba un susto. Ella me perseguía por la cocina con los rulos en la cabeza, sin dejar de reír —«¡Verás cómo te coja!»— y como «castigo» me hacía trabajar en el jardín. A mí me gustaba recoger con ella las oscuras cerezas del árbol y cortar con cuidado los apretados racimos de grosellas.
Pero mi abuela no sólo me regaló un trozo de infancia a salvo y sin preocupaciones, sino que también me enseñó a crear un espacio para los sentimientos en un mundo que reniega de ellos. Cuando estaba en su casa la acompañaba casi todos los días a un pequeño cementerio que se encontraba algo apartado, en medio de extensos campos. La tumba de mi abuelo, con su brillante lápida negra, estaba al final, en un camino recién arreglado cerca de la valla del cementerio. En verano el sol abrasa las piedras y, aparte de algún coche que pasa de vez en cuando por la calle principal, sólo se oye el zumbido de las cigarras y las bandadas de pájaros en el campo. Mi abuela dejaba flores frescas sobre la tumba y lloraba en silencio. Cuando yo era pequeña siempre intentaba consolarla: «¡No llores, abuela, el abuelo quiere verte sonreír!». Más tarde, cuando ya iba al colegio, comprendí que las mujeres de mi familia, que en su vida diaria no querían mostrar debilidad, necesitaban un lugar en el que poder dar rienda suelta a sus sentimientos. Un lugar recogido que sólo les pertenecía a ellas.
Cuando crecí empezaron a aburrirme las tardes con las amigas de mi abuela, que a menudo nos acompañaban en nuestras visitas al cementerio. Si de pequeña me encantaba que aquellas mujeres me atiborraran de tarta y me acribillaran a preguntas, en algún momento dejó de gustarme estar sentada en sus anticuados cuartos de estar llenos de muebles oscuros y tapetes de ganchillo en los que no se podía tocar nada, mientras ellas presumían de sus nietos. A mi abuela le sentó muy mal aquel «cambio». «¡Entonces me buscaré otra nieta!», me soltó un día. Yo me sentí muy molesta cuando en efecto empezó a regalar dulces y helados a una niña pequeña que acudía con regularidad a su tienda.
El enfado se le pasó enseguida, pero a partir de entonces mis visitas a Süssenbrunn fueron menos frecuentes. Mi madre tenía una relación algo tensa con su suegra, de modo que no le importó que ya no me quedara tanto a dormir con ella. Aunque nuestra relación se hizo menos estrecha cuando empecé a ir al colegio, lo que suele ocurrir entre nietos y abuelos, ella siempre fue para mí un gran apoyo. Pues me aportó una gran dosis de seguridad y cariño de los que carecía en casa.
Tres años antes de que yo naciera mis padres abrieron una pequeña tienda de alimentación con un café anexo en la urbanización Marco Polo, a unos quince minutos en coche de Rennbahnweg. En 1988 se hicieron cargo de otra tienda en la calle Pröbstelgasse de Süssenbrunn, a pocos cientos de metros de la casa de mi abuela en la calle principal del pueblo. Era una casa que hacía esquina, de una sola planta y pintada de color rosa pálido, con una puerta pasada de moda y un mostrador de los años sesenta. En ella vendían pasteles, especialidades gastronómicas, periódicos y revistas a los camioneros que hacían allí, en la carretera de entrada a Viena, una última parada. En las estanterías se apilaban los productos de uso diario que suelen comprarse en este tipo de tiendas cuando hace tiempo que no se va al supermercado: paquetes pequeños de detergente, pasta, sobres de sopa y, en especial, dulces y caramelos. En un pequeño patio trasero había una vieja nevera pintada de color rosa.
Ambas tiendas se convirtieron más tarde —junto a la casa de mi abuela— en los puntos de referencia de mi infancia. En la tienda de la urbanización Marco Polo pasé miles de tardes al salir de la guardería o el colegio, mientras mi madre se ocupaba de la contabilidad o atendía a los clientes. Yo jugaba al escondite con otros niños o me revolcaba por los pequeños montículos de tierra levantados para lanzarse en trineo en invierno. La urbanización era más pequeña y tranquila que la nuestra, en ella me podía mover a mi aire y enseguida me encontraba con alguien. Desde la tienda podía observar a los clientes del café: amas de casa, hombres que volvían del trabajo y otros que ya a media tarde se tomaban la primera cerveza y pedían además algo de comer. Era el tipo de tienda que poco a poco iba desapareciendo de las ciudades y que, gracias a su amplio horario de apertura, a la venta de alcohol y al trato personal, se había convertido en un rincón importante para mucha gente.
Mi padre se ocupaba de la panadería y del reparto del pan, de todo lo demás se encargaba mi madre. Cuando yo tenía unos cinco años mi padre empezó a llevarme con él en sus viajes de reparto. Íbamos en la furgoneta por barrios y pueblos alejados, parando en restaurantes, bares y cafeterías, en puestos de perritos calientes y en tiendas pequeñas. Por eso, yo conocía la zona situada al norte del Danubio mucho mejor que cualquier otro niño de mi edad, y pasé en bares y cafés más tiempo de lo que tal vez resultara apropiado. Disfrutaba mucho pasando tanto tiempo con mi padre y me sentía mayor, sentía que se me tomaba en serio. Pero las rondas por los locales tenían también su parte desagradable.
«¡Qué niña tan guapa!». Habré oído esa frase mil veces. Pero aunque se tratara de un elogio y yo fuera el centro de atención, no me trae buenos recuerdos. Las personas que me pellizcaban la mejilla y me compraban chocolate me resultaban desconocidas. Además odiaba que me pusieran en una situación que yo no había buscado y que me dejaba una profunda sensación de pudor.
En ese caso era mi padre quien presumía de mí ante sus clientes. Era un hombre jovial al que le gustaba una buena puesta en escena, su hija pequeña con su vestido recién planchado era un accesorio perfecto. Tenía amigos en todas partes, tantos que incluso a mí, como niña, me sorprendía que pudiera relacionarse con todas esas personas. La mayoría de ellos dejaban que mi padre les invitara a una bebida o le pedían dinero prestado. Su ansia de reconocimiento hacía que no le importara pagar.
En esos bares del extrarradio llenos de humo yo me sentaba en sillas demasiado altas y escuchaba a adultos que sólo en un primer momento se interesaban por mí. Se trataba en gran parte de parados y fracasados que dejaban pasar el día entre cervezas, vinos y juegos de cartas. Muchos de ellos habían tenido una profesión, eran maestros o funcionarios que en un momento dado se habían desviado de su camino. Hoy se dice que sufren el síndrome del desgaste profesional. Entonces era lo normal en los barrios del extrarradio.
Sólo de vez en cuando preguntaba alguien qué se me había perdido a mí en esos locales. A la mayoría no les sorprendía y se mostraban amables conmigo a su manera. «Mi niña grande», decía entonces mi padre muy reconocido, y me acariciaba la mejilla. Si alguien me daba caramelos o un refresco, siempre esperaba algo a cambio: «Dale un besito a tu tío. Dale un besito a tu tía». Yo me resistía a ese estrecho contacto con unos desconocidos a los que no perdonaba que robaran de mi padre una atención que me correspondía a mí. Esos viajes eran un cambio continuo: en un primer momento yo era el centro de atención, era presentada con orgullo y me daban un dulce, y al momento siguiente se ocupaban tan poco de mí que habría podido caer bajo las ruedas de un coche sin que nadie se diera cuenta. Esta alternancia de atención y abandono en un mundo lleno de superficialidad acabó afectando a mi autoestima. Aprendí a situarme en el centro de atención y a mantenerme en él el mayor tiempo posible. Hoy me he dado cuenta de que esa atracción por los escenarios, el sueño de ser actriz que desarrollé desde pequeña, no procedía de mí misma. Era una forma de imitar a mis extrovertidos padres… y un método para sobrevivir en un mundo en el que uno o bien era admirado o bien no se le tenía en consideración.
Esta alternancia de atención y abandono se trasladó poco después a mi entorno más próximo. El mundo de mi primera infancia se iba resquebrajando. Al principio las grietas eran tan pequeñas e inapreciables que podía ignorarlas y culparme a mí misma del mal ambiente. Pero luego las grietas se hicieron más grandes, hasta que todo el edificio familiar se derrumbó. Mi padre tardó en darse cuenta de que había tensado demasiado el arco y de que hacía tiempo que mi madre tenía intención de separarse. Siguió viviendo su grandiosa vida como rey del extrarradio, recorriendo los bares y comprándose coches cada vez más imponentes. Eran Mercedes o Cadillac con los que pretendía impresionar a sus «amigos». Para ello pedía dinero prestado. Incluso cuando me daba mi paga se cogía enseguida algunas monedas para comprar cigarrillos o tomarse un café. Avaló tantos créditos con la casa de mi abuela que fue embargado. A mediados de los años noventa había acumulado tantas deudas que la existencia de la familia peligraba. Mediante una conversión de la deuda mi madre se hizo cargo de las tiendas de la calle Pröbstelgasse y la urbanización Marco Polo. Pero las grietas iban más allá del aspecto puramente financiero. En algún momento mi madre se hartó de aquel hombre al que le gustaba mucho salir de juerga pero no sabía lo que era la confianza.
Mi vida cambió con la lenta separación de mis padres. En vez de ser mimada y atendida, me dejaron a un lado. Mis padres se pasaban horas discutiendo a voces. Uno se encerraba en el dormitorio mientras el otro seguía gritando en el cuarto de estar, y viceversa. Si yo les preguntaba con miedo qué pasaba, me metían en mi habitación, cerraban la puerta y seguían discutiendo. Allí me sentía encerrada y no entendía el mundo. Con la almohada sobre la cabeza, intentaba alejar los horribles gritos y trasladarme a mi anterior infancia libre de toda preocupación. Sólo lo conseguía a veces. No podía entender por qué mi padre, siempre tan alegre, ahora parecía tan desvalido y perdido y no se sacaba ya pequeñas sorpresas de la manga para hacerme reír. Su inagotable provisión de ositos de goma parecía haberse agotado de golpe.
Después de una discusión fuerte mi madre abandonaba la casa y tardaba varios días en volver. Quería demostrarle a mi padre lo que uno siente cuando no sabe dónde está su pareja. Para él pasar una o dos noches fuera de casa no era algo inusual. Pero yo era demasiado pequeña para entender lo que ocurría, y tenía miedo. A esa edad la noción del tiempo es distinta, la ausencia de mi madre se me hacía eterna. La sensación de abandono, de ser dejada a un lado, se asentó firmemente en mi interior. Y comenzó una fase de mi infancia en la que yo no encontraba mi lugar en la vida, en la que ya no me sentía querida. Y esa pequeña niña segura de sí misma se convirtió poco a poco en una persona insegura que dejó de confiar en su entorno más próximo.
En esa época tan difícil empecé a ir al jardín de infancia. Un paso con el que la determinación ajena que yo como niña no entendía alcanzó su punto culminante.
Mi madre me había matriculado en un centro privado que no estaba muy lejos de nuestra urbanización. Desde el principio me sentí incomprendida y tan poco integrada que empecé a odiar el jardín de infancia. Ya el primer día tuve una experiencia que fue la causa de todo. Estaba con los demás niños fuera, en el jardín, y descubrí un tulipán que me fascinó. Me agaché y lo acerqué con cuidado a mí para olerlo. La cuidadora debió de pensar que quería arrancarlo. Me golpeó la mano con un brusco movimiento. Yo grité enfadada: «¡Se lo voy a decir a mi madre!». Pero esa tarde comprobé que mi madre había dejado de respaldarme en cuanto delegó en otra persona. Cuando le conté el incidente —convencida de que me defendería y al día siguiente le reprocharía a la cuidadora su actuación—, se limitó a decirme que en el jardín de infancia había unas normas a las que atenerse. Y añadió: «Yo no me voy a meter, al fin y al cabo yo no estaba allí». Esta frase se convirtió en su respuesta habitual cada vez que tenía problemas con las cuidadoras. Y cuando le contaba que otros niños se metían conmigo, me decía de forma lapidaria: «Pues devuélveselo». Tuve que aprender a superar las dificultades yo sola. El tiempo que pasé en el jardín de infancia fue para mí muy duro. Odiaba las normas estrictas. Me repugnaba tener que echarme la siesta con los demás niños después de la comida aunque no estuviera cansada. Las cuidadoras hacían su trabajo de forma rutinaria, sin interesarse demasiado por nosotros. Con un ojo nos vigilaban mientras leían novelas y revistas, chismorreaban y se pintaban las uñas.
Tardé un tiempo en acercarme al resto de los niños; en medio de aquellos compañeros de mi misma edad me sentía más sola que nunca.
«En el caso de la enuresis secundaria los factores de riesgo están relacionados sobre todo con pérdidas en sentido amplio, como por ejemplo una separación, un divorcio, un fallecimiento, el nacimiento de un hermano, la pobreza extrema, la delincuencia de los padres, la privación, el abandono, la falta de apoyo en los niveles de desarrollo». Así describe el diccionario las causas de un problema al que tuve que enfrentarme en aquel momento. Empecé a mojar la cama después de haber sido una niña precoz que enseguida dejó de necesitar pañales. La enuresis se convirtió en un estigma que condicionaba mi vida. La cama mojada fue el origen de continuas regañinas y burlas.
En las repetidas ocasiones en que mojaba la cama mi madre reaccionaba como era habitual en aquella época. Lo achacaba a una conducta caprichosa a la que se podía poner fin a la fuerza y con castigos. Me daba un azote y me preguntaba enfadada: «¿Por qué me haces esto?». Se ponía furiosa, reaccionaba con desesperación, no sabía qué hacer. Y yo seguía haciéndome pis en la cama cada noche. Mi madre compró sábanas impermeables y las puso en mi cama. Era una experiencia humillante. Yo sabía por las conversaciones de las amigas de mi abuela que los colchones de goma y las sábanas impermeables son utensilios para personas ancianas y enfermas. Yo, en cambio, quería que me trataran como a una niña mayor.
Pero aquello no acababa. Mi madre me despertaba por la noche para sentarme en el váter. Si a pesar de todo yo mojaba la cama, me cambiaba las sábanas y el pijama sin dejar de maldecir. A veces me despertaba por la mañana seca y muy orgullosa, pero ella ponía fin a mi alegría enseguida: «¿Es que no te acuerdas de que esta noche he tenido que cambiarte otra vez? —gruñía—. ¡Mira el pijama que llevas puesto!». Eran reproches a los que no podía hacer frente. Me castigaba con su desprecio y sus burlas. Cuando una vez le pedí unas sábanas de Barbie ella se rió de mí, al fin y al cabo las iba a mojar enseguida. Me moría de vergüenza.
Finalmente empezó a controlar el líquido que bebía. Yo siempre había sido una niña con mucha sed, que bebía mucho y con frecuencia. Pero a partir de entonces empezó a regularme estrictamente la cantidad de líquido que ingería. Durante el día podía beber poco; por la tarde, nada en absoluto. Cuanto más se me prohibían el agua y los zumos, mayor era mi sed, hasta que no pude pensar en nada más. Cada trago y cada paso por el baño eran observados y comentados, pero sólo cuando estábamos solas. ¡Qué iba a pensar la gente!
En el jardín de infancia la enuresis adquirió una nueva dimensión. Empecé a hacerme pis también durante el día. Los niños se reían de mí y las cuidadoras los animaban y me ridiculizaban de nuevo delante del grupo. Pensaban que las burlas me llevarían a controlar mejor mi vejiga. Pero la cosa empeoraba con cada humillación. Ir al cuarto de baño y coger un vaso de agua era para mí un tormento. Se me obligaba a hacerlo cuando no quería y se me impedía cuando lo necesitaba con urgencia. Pues en el jardín de infancia debíamos pedir permiso si queríamos ir al cuarto de baño. En mi caso esa pregunta siempre merecía un comentario: «Acabas de ir. ¿Por qué tienes que ir otra vez?». Y al contrario: me obligaban a ir al baño antes de las excursiones, las comidas o la siesta, y me vigilaban. En cierta ocasión en que las cuidadoras sospechaban que me había hecho pis me obligaron a enseñarles las bragas delante de todos los niños.
Cada vez que salía de casa con mi madre, ella llevaba una bolsa con ropa para cambiarme. Esa bolsa hacía que aumentaran mi vergüenza y mi inseguridad. Pues los adultos contaban con que yo me iba a hacer pis. Y cuanto más contaban con ello y más me regañaban y se burlaban de mí más razón tenían. Era un círculo vicioso del que tampoco pude salir durante mis años en el colegio. Seguí siendo una niña siempre sedienta de la que se burlaban y a la que humillaban porque mojaba la cama.
Tras dos años de discusiones y algunos intentos de reconciliación, por fin mi padre se marchó definitivamente. Yo tenía entonces cinco años, y la pequeña niña alegre se había convertido en un ser inseguro y reservado, al que ya no le gustaba su vida y que protestaba por ello de formas diferentes. Unas veces me encerraba en mí misma, otras empezaba a gritar, vomitaba y me daban horribles espasmos de dolor e incomprensión. Sufrí una gastritis que me duró varias semanas.
Mi madre, que estaba muy afectada por la separación, me transmitió su forma de hacer frente a la situación. Al igual que ella se tragaba su dolor y su inseguridad y seguía adelante con valentía, también me exigía a mí que aguantara. Le costaba admitir que yo, una niña pequeña, no estuviera en condiciones de hacerlo. Si le parecía que yo era demasiado emocional, reaccionaba con agresividad ante mis arrebatos. Me reprochaba que me compadeciera de mí misma y o bien me prometía recompensas o bien me amenazaba con castigos si no paraba.
Mi rabia ante una situación que yo no entendía se fue dirigiendo, así, contra la única persona que me quedaba tras la marcha de mi padre: mi madre. Más de una vez me sentí tan furiosa con ella que decidía marcharme. Metía un par de cosas en mi bolsa de gimnasia y me despedía de ella. Pero ella sabía que no llegaría más allá de la puerta, y se limitaba a hacer un comentario sobre mi conducta con un guiño de ojos: «¡Vale, pórtate bien!». En otra ocasión recogí todas las muñecas que me había regalado y las amontoné en el pasillo, para que viera que estaba firmemente decidida a excluirla del pequeño reino de mi habitación. Pero, naturalmente, estas maniobras contra mi madre no aportaron ninguna solución al verdadero problema. Con la separación de mis padres yo había perdido las referencias de mi mundo y ya no podía apoyarme en las personas que hasta entonces habían estado siempre a mi lado.
El desprecio que sufrí fue destruyendo poco a poco mi autoestima. Cuando se piensa en la violencia contra los niños, se tiene la visión sistemática de fuertes golpes que producen lesiones corporales. Yo no experimenté nada de eso en mi infancia. Fue más bien una mezcla de opresión verbal y bofetadas ocasionales «a la vieja usanza» que me hacían ver que, como niña, yo era más débil. No era la rabia ni un frío cálculo lo que movía a mi madre, sino más bien una agresividad que le salía disparada como un rayo y enseguida se diluía otra vez. Me pegaba cuando se sentía agobiada o cuando yo había hecho algo mal. Odiaba que me quejara, le hiciera preguntas o cuestionara alguna de sus explicaciones: todo eso me hacía ganarme otra bofetada.
En esos tiempos y en ese entorno no era inusual tratar así a los niños. Al contrario: yo tenía una vida mucho más «fácil» que muchos otros niños del barrio. En el patio se veía a menudo a madres que gritaban a sus hijos, los tiraban al suelo y les golpeaban. Mi madre no habría hecho eso nunca, y el hecho de que me diera una bofetada fue considerado siempre algo normal. Nadie intervino jamás, ni siquiera cuando me golpeaba en la cara en público. Pero en general mi madre era demasiado «señora» para exponerse al riesgo de que la vieran pegándome. La violencia visible era algo propio de las demás mujeres de nuestra urbanización. Yo, por mi parte, estaba obligada a limpiarme las lágrimas o refrescarme las mejillas antes de salir de casa o de bajarme del coche.
Pero al mismo tiempo mi madre intentaba lavar su mala conciencia con regalos. Competía abiertamente con mi padre para comprarme los vestidos más bonitos o salir conmigo de excursión los fines de semana. Pero yo no quería ningún regalo. En esa fase de mi vida lo único que necesitaba era alguien que me diera su apoyo incondicional y su cariño. Y mis padres no estaban en condiciones de hacerlo.
Un acontecimiento que tuvo lugar durante mi etapa escolar demuestra hasta qué punto yo había interiorizado en esa época que no podía esperar ninguna ayuda por parte de los adultos. Tenía entonces unos ocho años y había ido con mi clase a pasar una semana en una granja escolar en Estiria. Yo no era una niña muy deportista, y apenas me atrevía a participar en los violentos juegos con los que los demás niños pasaban el tiempo. Pero al menos quería hacer un intento en el parque infantil.
El dolor me atenazó el brazo cuando me caí de las barras por las que estaba trepando. Quise incorporarme, pero el brazo me falló y me caí de espaldas. Las risas alegres de los niños que jugaban a mi alrededor en el parque infantil llegaban apagadas hasta mis oídos. Quería gritar, las lágrimas rodaron por mis mejillas, pero no dije absolutamente nada. Sólo cuando una compañera se acercó a mí le pedí en voz baja que llamara a la profesora. La niña fue corriendo a buscarla, pero la profesora la mandó de vuelta para que me dijera que si quería algo tendría que ir yo misma a pedírselo.
Intenté levantarme, pero en cuanto me movía el dolor volvía a paralizarme el brazo. Me quedé allí tirada sin que nadie me ayudara. Algo más tarde vino la profesora de otra clase a levantarme. Yo apreté los dientes, no lloré ni me quejé. No quería causar ninguna molestia a nadie. Un poco más tarde mi profesora se dio cuenta de que me pasaba algo. Supuso que me había dado un fuerte golpe al caerme y me permitió pasar la tarde en el cuarto de la televisión.
Por la noche, en mi cama del dormitorio común, apenas podía respirar a causa del dolor. A pesar de todo no pedí ayuda. Al día siguiente, por la tarde, cuando estábamos en el parque zoológico de Herberstein, mi profesora se dio cuenta de que la lesión era seria y me llevó al médico. Éste me envió enseguida al hospital de Graz. Tenía el brazo roto.
Mi madre vino a recogerme al hospital acompañada de un amigo. El nuevo hombre en su vida era un viejo conocido, mi padrino. A mí no me gustaba. El viaje hasta Viena fue una auténtica tortura. El amigo de mi madre se pasó las tres horas protestando porque tenían que hacer todo ese recorrido en coche a causa de mi torpeza. Aunque mi madre intentó relajar un poco el ambiente, no lo consiguió, y continuaron los reproches. Yo iba sentada en el asiento trasero llorando sin hacer ruido. Me avergonzaba de haberme caído, me avergonzaba del trastorno que les había causado a todos. ¡No molestes! ¡No hagas tanto teatro! ¡No seas histérica! ¡Las niñas grandes no lloran! Esas frases mil veces oídas durante mi infancia me habían permitido aguantar durante día y medio los dolores del brazo roto. Ahora, en el viaje por la autopista, entre las quejas del amigo de mi madre, una voz interior las repetía en mi cabeza.
A mi profesora se le abrió un expediente disciplinario por no haberme llevado inmediatamente al hospital. Era cierto que había incumplido su obligación de vigilarme. Pero casi toda la culpa era mía. La confianza que tenía en mi propia forma de ver las cosas era entonces tan escasa que ni siquiera con un brazo roto sentí que tuviera que pedir ayuda.
En aquella época a mi padre sólo lo veía los fines de semana o cuando ocasionalmente lo acompañaba en sus repartos. También él se había enamorado después de separarse de mi madre. Su amiga era agradable, pero distante. Una vez me dijo pensativa: «Ya sé por qué eres una niña tan difícil. Tus padres no te quieren». Yo protesté a voz en grito, pero la frase quedó grabada en mi dañada alma infantil. ¿Acaso tenía razón? Al fin y al cabo ella era una adulta, y los adultos siempre tenían razón.
La idea no se me fue de la cabeza en mucho tiempo.
Cuando tenía nueve años empecé a compensar mi frustración con la comida. Yo nunca había sido una niña delgada, y había crecido en una familia en la que la comida desempeñaba un papel importante. Mi madre era una de esas mujeres que pueden comer todo lo que quieran sin engordar un solo gramo. Podía deberse al hipertiroidismo o a que era una persona muy activa, pero el caso es que comía bollos y tartas, bocadillos y asados, sin engordar y sin cansarse de repetirlo ante los demás: «Puedo comer lo que quiera», decía sosteniendo una rebanada de pan con mantequilla en la mano. Yo había heredado su forma desmedida de comer, pero no la capacidad de quemar todas esas calorías al momento.
Mi padre, en cambio, era tan gordo que ni siquiera cuando era pequeña me gustaba que me vieran con él. Su tripa era tan abultada y tenía la piel tan tirante como la de una mujer en el octavo mes de embarazo. Cuando se tumbaba en el sofá, la barriga se elevaba como si fuera una montaña, y yo a veces le daba unos golpecitos y preguntaba: «¿Cuándo sale el bebé?». Mi padre se reía bonachón. En su plato se acumulaban montañas de carne acompañadas de patatas que nadaban en un auténtico mar de salsa. Ingería raciones gigantescas, y seguía comiendo aunque ya no tuviera hambre.
Cuando salíamos de excursión los fines de semana —primero junto a mi madre, luego con su nueva amiga—, todo giraba en torno a la comida. Mientras otras familias andaban por la montaña, montaban en bicicleta o visitaban museos, nosotros teníamos metas culinarias. Íbamos a un nuevo local donde servían vino del año, hacíamos excursiones hasta algún restaurante en el campo, visitábamos algún castillo no por motivos históricos, sino para participar en una comida medieval: montañas de carne que se metía en la boca con las manos, jarras llenas de cerveza… Ésas eran las excursiones que le gustaban a mi padre.
También en las tiendas de Süssenbrunn y la urbanización Marco Polo, de las que mi madre se hizo cargo tras separarse de mi padre, estaba siempre rodeada de comida. Cuando mi madre me recogía del colegio y me llevaba con ella a la tienda, yo combatía el aburrimiento con dulces: un helado, ositos de goma, un trozo de chocolate. Mi madre no solía decir nada, estaba demasiado ocupada como para controlar todo lo que yo engullía.
Pero empecé a comer demasiado. Me tomaba un paquete de bollos entero, acompañado de una botella grande de cola, a lo que luego se sumaba el chocolate, hasta que tenía la tripa a punto de estallar. En cuanto estaba de nuevo en condiciones de meterme algo en la boca, seguía comiendo. En el año anterior a mi secuestro engordé tanto que dejé de ser una niña gordita para convertirme en una auténtica gorda. Hacía aún menos deporte que antes, los niños se burlaban todavía más de mí, y yo combatía la soledad con más y más comida. Al cumplir los diez años pesaba 45 kilos.
Mi madre contribuía a aumentar mi frustración. «Yo te quiero a pesar de todo, no me importa el aspecto que tengas». O: «Una niña fea tiene que llevar un vestido bonito». Si yo reaccionaba molesta, se reía y añadía: «No me refiero a ti, cariño. No seas tan sensible». Sensible: eso era lo peor que se podía ser. Todavía hoy me sorprende que se utilice la palabra «sensible» en un sentido positivo. En mi infancia era un insulto para referirse a las personas que son demasiado blandas para este mundo. En aquel momento me habría gustado poder ser más blanda. Aunque probablemente fuera la dureza que me impuso sobre todo mi madre la que me salvaría más tarde la vida.
Rodeada de todo tipo de golosinas pasaba las horas sola delante del televisor o en mi habitación con un libro en las manos. Quería escapar de aquella realidad que no me deparaba otra cosa que humillación y evadirme a un mundo diferente. En casa recibíamos todos los canales de televisión y nadie se preocupaba de lo que yo veía. Iba cambiando de canal y veía programas infantiles, noticias y películas policíacas que me daban miedo, pero cuyo contenido absorbía como una esponja. En el verano de 1997 un tema centró la atención de los medios de comunicación: en Salzkammergut se destapó una red de pornografía infantil. Con espanto oí en la televisión cómo siete hombres adultos habían atraído con pequeñas cantidades de dinero a algunos niños hasta una habitación preparada para abusar de ellos y grabarlo en vídeos que luego vendían por todo el mundo. Otro caso similar sacudió la Alta Austria el 24 de enero de 1998. A través de un apartado de correos se distribuían vídeos de abusos a niñas de entre cinco y siete años. Uno de los vídeos mostraba a un hombre que atraía a una niña de siete años del barrio hasta una buhardilla y allí abusaba de ella.
Pero aún me afectaron más las noticias sobre los asesinatos de niñas que en aquel momento se produjeron en serie en Alemania. Recuerdo que durante mi etapa en el colegio apenas transcurría un mes sin que se informara sobre niñas secuestradas, violadas o asesinadas. Las noticias no ahorraban detalles de las dramáticas actuaciones de búsqueda y las investigaciones policiales. Pude ver perros rastreadores husmeando por los bosques y buceadores que buscaban en lagos y embalses los cuerpos de las niñas desaparecidas. Y escuché una y otra vez el relato estremecedor de los familiares: cómo las niñas habían desaparecido cuando jugaban en la calle o no habían regresado a casa después de clase. Cómo los padres las habían buscado con desesperación, hasta que tenían la horrible certeza de que no volverían a ver a sus hijas con vida.
Los casos recogidos entonces en los medios tuvieron tal repercusión que también en el colegio se hablaba de ellos. Los profesores nos explicaron cómo podíamos defendernos de un posible ataque. Vimos películas en las que unas niñas sufrían el acoso de sus hermanos mayores o donde los chicos aprendían a decir «¡No!» a un padre abusador. Y los profesores insistían en las advertencias que a los niños siempre nos habían repetido en casa: «¡No te vayas nunca con un desconocido! ¡No te subas al coche de un extraño! ¡No aceptes caramelos de nadie! Y cambia de acera cuando algo te parezca raro».
Todavía hoy me estremezco tanto como entonces cuando veo la lista de los casos que se produjeron en aquellos años:
—Yvonne (doce años) fue asesinada a golpes en julio de 1995 junto al lago Pinnower (Brandeburgo) por resistirse a que un hombre la violara.
—Annette (quince años), de Mardorf am Steinhuder Meer: su cadáver fue encontrado sin ropa en un campo de maíz en 1995; había sufrido abuso sexual. Nunca se capturó al asesino.
—Maria (siete años) fue secuestrada en noviembre de 1995 en Haldensleben (Sajonia-Anhalt); fue violada y arrojada a un lago.
—Elmedina (seis años) fue secuestrada, violada y ahogada en febrero de 1996 en Siegen.
—Claudia (once años) fue secuestrada, violada y quemada en mayo de 1996 en Grevenboich.
—Ulrike (trece años) no regresó el 11 de junio de 1996 de un paseo con su poni. Su cadáver fue encontrado dos años más tarde.
—Ramona (diez años) desapareció el 15 de agosto de 1995 de un centro comercial de Jena sin dejar rastro. Su cadáver fue encontrado en enero de 1997 en Eisenach.
—Natalie (siete años) fue secuestrada el 20 de septiembre de 1996 en Epfach, en la Alta Baviera, por un hombre de veintinueve años cuando se dirigía al colegio. Fue violada y asesinada.
—Kim (diez años), de Varel, en Frisia, fue secuestrada, violada y asesinada en enero de 1997.
—Anne-Katrin (ocho años) fue encontrada muerta a golpes en las proximidades de su casa en Seebeck, en Brandeburgo, el 9 de junio de 1997.
—Loren (nueve años) fue violada y asesinada por un hombre de veinte años en el sótano de la casa paterna en Prenzlau en julio de 1997.
—Jennifer (once años) fue introducida por su tío en un coche en Versmold bei Gütersloh el 13 de enero de 1998; fue violada y estrangulada.
—Carla (doce años) fue asaltada el 22 de enero de 1998 en Wilhelmsdorf bei Fürth cuando se dirigía al colegio; fue violada y arrojada inconsciente a un lago; murió después de cinco días en coma.
Los casos de Jennifer y Carla me afectaron de un modo especial. El tío de Jennifer confesó después de su detención que quería abusar de la niña en el coche. Como ella se resistió, la estranguló y escondió el cadáver en el bosque. Los relatos me ponían los pelos de punta. Los psicólogos a los que entrevistaban en la televisión aconsejaban entonces no oponer resistencia ante un ataque de este tipo para no poner la vida en peligro. Más estremecedoras fueron aún las noticias sobre el asesinato de Carla. Todavía hoy puedo ver con claridad a los reporteros con sus micrófonos junto al lago de Wilhelmsdorf, informando de que a la vista de lo removida que estaba la tierra quedaba claro que la niña había opuesto una gran resistencia. Los funerales fueron retransmitidos por televisión. Yo permanecí sentada delante de la pantalla con los ojos como platos debido al espanto. Todas esas niñas eran más o menos de mi edad. Sólo me tranquilizaba una cosa cuando veía sus fotos en las noticias: yo no era la niña rubia y delicada que parecían preferir los criminales. No podía ni imaginar hasta qué punto estaba equivocada.