4
Enterrada viva
La pesadilla se hace realidad
Por un trecho la madriguera seguía recta como un túnel y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en agarrarse, sino que siguió cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo. Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer?
«¡Ea, de nada sirve llorar así! —se dijo Alicia a sí misma muy enfadada—. Te aconsejo que pares ahora mismo». Solía darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a veces se reprendía con tal severidad que hasta se le saltaban las lágrimas. Y se acordaba de que una vez trató de darse un cachete por hacer trampas al jugar consigo misma una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy aficionada a fingir que era dos personas. «Pero ahora no sirve de nada —pensó la pobre Alicia—. Es inútil pretender ser dos personas. ¡Ah, si apenas ha quedado de mí lo suficiente para contar una persona entera!».
Uno de los primeros libros que leí en mi escondrijo fue Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. El libro me causó una impresión extraña, desagradable. Alicia, una niña más o menos de mi edad, sigue en sueños a un conejo blanco que habla hasta su madriguera. Cuando se mete en ella, cae al vacío y aterriza en una habitación llena de puertas. Queda atrapada en un mundo subterráneo, el camino hacia arriba está cortado. Alicia encuentra la llave de la puerta más pequeña y una botellita con una poción mágica que la hace encoger de tamaño. Apenas traspasa la diminuta puerta, ésta se cierra a sus espaldas. En el mundo subterráneo en que se sumerge nada es normal: las dimensiones cambian continuamente, los animales parlantes con los que se cruza hacen cosas fuera de toda lógica. Pero a nadie parece importarle. Todo es alocado, desequilibrado. Todo el libro es una auténtica pesadilla en la que no rigen las leyes de la naturaleza. Nada ni nadie es normal, la niña está sola en un mundo que no entiende y en el que no tiene a nadie con quien poder hablar. Tiene que infundirse ánimos a sí misma, prohibirse el llanto y actuar según las reglas del juego de los demás. Asiste a las interminables meriendas con el Sombrerero, en las que se reúnen todo tipo de invitados locos para tomar el té, y participa en una horrible partida de croquet de la malvada Reina de Corazones, al final de la cual todos los jugadores son condenados a muerte. «¡Que les corten la cabeza!», grita la reina, y suelta una risa de loca.
Alicia consigue abandonar ese mundo de las profundidades de la tierra. Porque despierta de su sueño. Cuando yo, después de horas durmiendo, abrí de nuevo los ojos, la pesadilla seguía allí. Era mi realidad.
Todo el libro, que se publicó originalmente como Las aventuras subterráneas de Alicia, era como una descripción exagerada de mi propia situación. Yo también estaba atrapada bajo tierra, en una habitación que el secuestrador había aislado del exterior mediante puertas. Yo también estaba atrapada en un mundo en el que no tenían validez todas las reglas que conocía. Todo lo que hasta entonces había guiado mi vida carecía ahora de sentido. Me había convertido en parte de la fantasía enfermiza de un psicópata que no comprendía. Ya no tenía ninguna relación con el otro mundo en el que yo había vivido. Ni una voz conocida, ni un ruido familiar que me indicara que el mundo estaba todavía allí arriba. ¿Cómo iba a mantener en esa situación un contacto con la realidad y conmigo misma?
Esperaba despertarme pronto, como Alicia. En mi antigua habitación infantil, asustada por una absurda pesadilla que no tenía ninguna relación con mi «mundo verdadero». Pero yo no estaba atrapada en mi sueño, sino en el del secuestrador. Y él tampoco estaba dormido, sino que había hipotecado su vida por la realización de una horrible fantasía de la que tampoco él podía ya escapar.
A partir de aquel momento dejé de intentar convencerle de que me liberara. Sabía que no tenía sentido.
Mi mundo se había reducido a cinco metros cuadrados. Si no quería volverme loca en él, tenía que intentar conquistarlo para mí. No como los naipes en Alicia en el País de la Maravillas, esperando temblorosa el horrible grito de «¡Que le corten la cabeza!»; no como esos seres de fábula, acomodándome a una nueva realidad. Debía intentar crear en aquel siniestro lugar un refugio en el que, sin duda, el secuestrador podría entrar en cualquier momento, pero en el que quería que hubiera lo más posible de mí y de mi mundo anterior: como si fuera un capullo protector.
Empecé a instalarme en el zulo y a transformar el sótano del secuestrador en mi espacio, en mi habitación. Primero le pedí un calendario y un despertador. Estaba atrapada en un agujero temporal en el que el secuestrador era el amo y señor de mi tiempo. Los minutos y las horas se confundían en una especie de velo abúlico que lo cubría todo. Priklopil disponía, como un dios, sobre la luz y la oscuridad en mi mundo. «Y Dios dijo: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Y Dios llamó día a la luz y noche a las tinieblas». Una bombilla desnuda que me dictaba cuándo debía dormir, cuándo debía estar despierta.
Le había preguntado al secuestrador a diario en qué día de la semana y del mes estábamos. No sabía si me mentía, pero eso tampoco me importaba demasiado. Lo más importante para mí era la sensación de estar en contacto con mi vida anterior de «ahí arriba». Si era día de colegio o fin de semana. Si se acercaban fiestas o cumpleaños que quería celebrar junto a mi familia. Medir el tiempo, eso lo aprendí entonces, es tal vez el ancla más importante en un mundo en el que uno, si no, sufre la amenaza de desvincularse de todo. El calendario me devolvió una cierta orientación… e imágenes a las que el secuestrador no tenía acceso. Sabía si los demás niños tenían que madrugar o podían quedarse un rato más en la cama. Seguí en mi imaginación la rutina diaria de mi madre. Hoy iría a la tienda. Pasado mañana tal vez visitara a una amiga. Y el fin de semana saldría de excursión con su pareja. La distinción de los días de la semana me proporcionó un soporte al que agarrarme.
El despertador fue casi más importante. Le pedí un modelo antiguo, de esos que acompañan el paso de los segundos con un tictac fuerte y monótono. Cuando era pequeña odiaba ese horrible ruido que no me dejaba dormir y se metía en mis sueños. Pero ahora me aferraba a ese tictac como alguien debajo del agua se agarra al último junco por el que le llega algo de aire a los pulmones. El despertador me demostraba con cada tictac que el tiempo no se había detenido y que la tierra seguía girando. En mi estado de anulación, sin noción del tiempo ni el espacio, era mi conexión con el mundo real.
Si hacía un esfuerzo podía concentrarme tanto en su sonido que, al menos durante un par de minutos, conseguía anular el irritante zumbido del ventilador que llenaba el pequeño espacio casi hasta producirme dolor. Por la noche, cuando estaba echada en la tumbona y no podía dormir, el tictac del despertador era como una larga cuerda por la que podía escapar del zulo y descolgarme hasta mi cama infantil en casa de la abuela. Allí podría dormir plácidamente, con la tranquilidad de que ella velaba por mí desde la habitación de al lado. Esas noches me frotaba las manos con un poco de aguardiente francés. Al hundir la cara en ellas y sentir su olor característico, me invadía una sensación de intimidad. Como cuando, siendo pequeña, hundía la cara en el delantal de mi abuela. Entonces conseguía dormirme.
Durante el día me ocupaba de hacer la pequeña habitación lo más habitable posible. Le pedí al secuestrador productos de limpieza para eliminar el desagradable olor a sótano y muerte. Debido a la humedad añadida que suponía mi presencia, sobre el suelo se había formado una capa fina y negra de moho que hacía el aire aún más irrespirable. En algún punto se había levantado el laminado por la humedad que subía del subsuelo. La mancha era un continuo y doloroso recuerdo de que me encontraba bajo tierra. El secuestrador me trajo una escoba y un recogedor rojos, una botella de Pril, un ambientador y unos paños con olor a tomillo que yo antes había visto anunciados.
Todos los días barría a conciencia cada rincón del zulo y fregaba el suelo. Empezaba a limpiar por la puerta. Allí la pared era poco más ancha que la propia puerta. Luego seguía por la izquierda hasta el rincón donde se encontraban el váter y el fregadero. Podía pasar horas quitando con productos antical las pequeñas gotitas del metal hasta que brillaba impoluto y limpiando el váter hasta que brotaba una valiosa flor de porcelana del suelo. Después limpiaba el resto del cuarto: primero la pared más larga, luego la más corta, hasta que llegaba a la estrecha pared que se encontraba enfrente de la puerta. Por último echaba mi tumbona a un lado y limpiaba el centro de la habitación. Tenía mucho cuidado de no usar demasiados paños para no aumentar la humedad del cuarto.
Al terminar flotaba en el aire una versión química de frescor, naturaleza y vida que yo respiraba profundamente. Una vez había echado un poco de ambientador podía descansar un rato. El olor a lavanda no era especialmente agradable, pero me transmitía la ilusión de prados llenos de flores. Y si cerraba los ojos, la foto que aparecía en el espray se convertía en un decorado que ocultaba las paredes de mi prisión: yo corría en mi imaginación a lo largo de interminables hileras de lavandas azul violeta, sintiendo el áspero olor de las flores y la tierra bajo mis pies. El zumbido de las abejas llenaba el aire templado, el sol me calentaba la nuca. Sobre mi cabeza se abría un cielo de un profundo color azul, alto, inmenso. Los campos llegaban hasta el horizonte, sin muros, sin límites. Yo corría y corría, tan deprisa que tenía la sensación de volar. Y nada me frenaba en esa inmensidad azul violeta.
Al abrir los ojos las paredes desnudas me devolvían a la realidad.
Imágenes. Necesitaba más imágenes. Imágenes de mi mundo que yo pudiera crear. Que no procedieran de la fantasía enferma del secuestrador, que pudiera ver en cada rincón del cuarto. Empecé a pintar poco a poco, con las ceras que llevaba en la mochila, las tablas con que estaba revestida la pared. Quería dejar una huella tras de mí, como hacen los presos con las paredes de sus celdas: dibujos, frases, muescas por cada día que pasa. No lo hacen por aburrimiento, eso ya lo sabía: pintar es un método para superar la sensación de impotencia y de estar a merced de alguien. Lo hacen para demostrarse a sí mismos y a todos los que entren alguna vez en esa celda que existen… o que al menos han existido alguna vez.
Mis pinturas tenían un segundo objetivo: con ellas me creaba un decorado en el que podía imaginar que estaba en casa. Primero intenté pintar el vestíbulo de nuestra casa en la pared: en la puerta del zulo pinté el picaporte de la puerta de entrada a mi casa; en la pared de al lado, la pequeña cómoda que todavía hoy tiene mi madre en el pasillo. Dibujé con todo detalle su contorno y los tiradores de los cajones: la cera no me daba para más, pero me bastaba para crear una ilusión. Cuando estaba echada en la tumbona y miraba hacia la puerta, podía imaginar que ésta se abría y que mi madre entraba, me saludaba y dejaba las llaves sobre la cómoda.
Luego pinté un árbol genealógico en la pared. Mi nombre estaba abajo del todo, luego venían los nombres de mis hermanas, los de sus maridos y sus hijos, los de mi madre y su novio, los de mi padre y su novia y, por último, los de mis abuelos. Pasé mucho tiempo creando este árbol genealógico. Me permitía ocupar un lugar en el mundo y me hacía sentir que era parte de una familia, parte de un conjunto… y no un átomo perdido fuera del mundo real, como me sentía con frecuencia.
En la pared de enfrente pinté un coche enorme. Se supone que era un Mercedes SL plateado, mi modelo favorito, del que tenía en casa una miniatura y que me quería comprar cuando fuera mayor. En vez de ruedas tenía unos pechos. Lo había visto una vez en un graffiti pintado en una pared de cemento cerca de nuestra urbanización. No sé muy bien por qué elegí ese motivo. Es evidente que buscaba algo fuerte, supuestamente adulto. Ya en los últimos meses había irritado a veces a mis profesores con mis provocaciones. Antes de clase podíamos pintar en la pizarra con tiza siempre y cuando la borráramos bien y a tiempo. Mientras otros niños dibujaban flores y figuras de cómic, yo escribía: «¡Huelga!», «¡Revolución!» o «¡Profesores fuera!». No parecía una actitud muy adecuada en aquella pequeña clase en la que nos trataban como si siguiéramos en el jardín de infancia. No sé si es que en aquella época yo estaba más cerca de la pubertad que el resto de mis compañeros o si es que quería ganar puntos ante aquellos que siempre se burlaban de mí. En cualquier caso, en el zulo la pequeña rebeldía que escondía ese dibujo me proporcionaba fuerza. Lo mismo que la palabrota que grabé con letra pequeña en un punto escondido de la pared: «C…». Quería rebelarme, hacer algo prohibido. El secuestrador no pareció muy impresionado con el dibujo, no hizo el más mínimo comentario al respecto.
Pero el cambio más importante se produjo cuando entraron una televisión y un vídeo en mi refugio. Se los había pedido a Priklopil en repetidas ocasiones, y un día cargó ambos aparatos hasta abajo y los puso encima de la cómoda, junto al ordenador. Tras semanas en las que sólo había visto una única forma de «vida», mi secuestrador, con la llegada de la pantalla por fin podía disfrutar de una cierta compañía humana.
Al principio el secuestrador me ponía simplemente la programación diaria que él había grabado. Pero enseguida se cansó de suprimir las noticias, en las que todavía se informaba sobre mi caso. Jamás habría permitido que me llegaran indicios de que en el mundo exterior no se habían olvidado de mí. La idea de que mi vida no le importaba a nadie, ni siquiera a mis padres, era su principal arma psicológica para que yo siguiera siendo dócil y dependiendo de él.
Por eso luego me traía sólo algunos programas o viejas cintas de vídeo con películas que había grabado a comienzos de los años noventa. Alf el extraterrestre, la encantadora Jeannie, Al Bundy y su «horrible adorable familia» o los Taylor de Un chapuzas en casa fueron el equivalente a mi familia y mis amigos. Me alegraba cada día de volver a encontrarme con ellos, y los observaba con más atención que cualquier otro telespectador. Cualquier detalle del trato que tenían entre ellos, cualquier pequeño diálogo me parecía interesante. Analizaba cada elemento de los decorados, que ampliaban el radio al que yo tenía acceso. Eran mi única «ventana» a otras casas, aunque a veces eran tan precarios y estaban tan mal construidos que enseguida se desvanecía la ilusión de que tenía acceso a la «vida real». Tal vez fuera ése el motivo por el que más tarde preferí las series de ciencia ficción: Star Trek, Stargate, A través del tiempo, Regreso al futuro… todo lo que tenía que ver con los viajes espaciales y a través del tiempo me fascinaba. Los héroes de esas películas se movían en mundos nuevos, en galaxias desconocidas. Aunque tenían los medios técnicos para poder desaparecer cuando se encontraban en medio de las situaciones más peligrosas.
Un día de esa primavera que yo sólo sabía que había empezado gracias al calendario, el secuestrador me llevó una radio. Algo en mi interior saltó de alegría. ¡Una radio! ¡Ese sí que era un contacto con el mundo real! Noticias, los programas matinales que sonaban en la cocina mientras yo desayunaba, música… y tal vez una señal fortuita de que mis padres no me habían olvidado.
«Naturalmente no podrás escuchar ninguna emisora austríaca», dijo el secuestrador echando por tierra todas mis ilusiones, mientras enchufaba el aparato. En cualquier caso, podría escuchar música. Pero cuando el locutor empezó a hablar, yo no entendía una sola palabra: el secuestrador había manipulado la radio para que sólo se captaran emisoras checas.
Pasé horas tocando aquel pequeño aparato que podría haber sido mi puerta al mundo exterior. Buscando una palabra en alemán, una sintonía conocida. Nada. Sólo una voz a la que no entendía. Una voz que aunque por un lado me hacía sentir que no estaba sola, por otro lado hacía aumentar la sensación de alienación, de aislamiento.
Moví el dial con desesperación, milímetro a milímetro, cambié mil veces la posición de la antena. Pero aparte de esa única frecuencia sólo se oía un fuerte zumbido.
Más tarde el secuestrador me trajo un walkman. Como suponía que él sólo tendría música de grupos antiguos, le pedí cintas de los Beatles y de Abba. Cuando por la noche se apagaba la luz, ya no tenía que quedarme sola con mi miedo en la oscuridad, sino que —mientras duraban las pilas— podía escuchar música. Las mismas canciones una y otra vez.
Mi medio más importante para no aburrirme ni volverme loca fueron los libros. El primero que me trajo el secuestrador fue El aula voladora, de Erich Kästner. Luego le siguió una serie de clásicos: La cabaña del Tío Tom, Robinson Crusoe, Tom Sawyer, Alicia en el País de las Maravillas, El libro de la selva, La isla del tesoro y Kon-Tiki. Devoré los libros del Pato Donald, sus tres sobrinos, el avaro Tío Güito y el ingenioso Ungenio Tarconi. Más tarde le pedí libros de Agatha Christie, que conocía por mi madre, y leí un montón de novelas de detectives, como Jerry Cotton, y de ciencia ficción. Las novelas me catapultaban a un mundo totalmente diferente y captaban tanto mi atención que durante horas olvidaba dónde estaba. Por eso fue la lectura tan importante para mí, para mi supervivencia. Mientras con la televisión y la radio introducía la ilusión de la sociedad en el zulo, al leer lo abandonaba durante horas.
En esos primeros momentos, a mis diez años, los libros de Karl May fueron muy importantes para mí. Devoré las aventuras de Winnetou y Old Shatterhand y leí las historias del «Lejano Oeste americano». La canción que los colonos alemanes le cantan al moribundo Winnetou me impactó tanto que la copié palabra por palabra y pegué la hoja con Nivea a la pared. Entonces no tenía papel celo ni ningún otro pegamento en mi refugio. Se trata de una oración a la Virgen:
Cuando se apaga la luz del día
empieza la noche tranquila.
Ay, si pudiera el dolor del corazón
desaparecer igual que el día.
Pongo mi sufrimiento a tus pies.
Oh, llévalo ante el trono de Dios,
y déjame, Señora, saludarte
con mi mejor oración.
¡Ave, ave María!
Cuando se apaga la luz de la fe
empieza la noche de la duda.
La fe de los jóvenes
nos ha sido robada.
Mantenme, Señora, en la edad
de la fe y la confianza.
Protege mi arpa, mi salterio.
Tú eres mi salvación, tú eres mi luz.
¡Ave, ave María!
Cuando se apaga la luz de la vida
comienza la noche de la muerte.
El alma quiere volar,
tiene que estar muerta.
Señora, ay, en tus manos
pongo mi última oración.
Dame un final piadoso
y una feliz resurrección.
¡Ave, ave María!
Leí, susurré y recé tantas veces este poema que todavía hoy me sé de memoria. Parecía escrito para mí: a mí también me habían quitado «la luz de la vida», y en los momentos más oscuros tampoco veía otra salida que la muerte.
El secuestrador sabía lo importantes que eran para mí las películas, la música y los libros, y tenía así un nuevo instrumento de poder en sus manos. Con ellos podía presionarme.
Si en su opinión yo me había portado de forma «inconveniente», tenía que contar con que me cerrara la puerta a ese mundo de palabras y sonidos que al menos me proporcionaba un poco de distracción. Lo peor eran los fines de semana. Normalmente el secuestrador bajaba al sótano todos los días por la mañana y a menudo también por la tarde. Pero los fines de semana los pasaba completamente sola: él no se dejaba ver desde el viernes a mediodía, a veces también desde el jueves por la tarde, hasta el domingo. Me proveía de dos raciones diarias de comida preparada, algunos alimentos frescos y agua mineral que traía de Viena. Y también de vídeos y libros. Entre semana me proporcionaba una cinta de vídeo llena de series: dos horas, cuatro si se lo pedía con insistencia. Parece más de lo que es: yo tenía que aguantar sola veinticuatro horas cada día, interrumpidas sólo por las visitas del secuestrador. Durante el fin de semana disponía de entre cuatro y ocho horas de distracción con la música y el siguiente ejemplar de la serie de libros que estaba leyendo en ese momento. Pero sólo cuando cumplía sus condiciones. Sólo cuando era «buena» me proporcionaba el alimento tan necesario para mi espíritu. Y sólo él sabía lo que entendía por «ser buena». A veces bastaba un pequeño detalle insignificante para que mi conducta fuera castigada.
«Has usado demasiado ambientador, te lo voy a quitar».
«Has cantado».
Has hecho esto, has hecho lo otro.
Con los vídeos y los libros sabía muy bien lo que hacía. Era como si una vez que me había arrancado de mi verdadera familia, ahora se valiera también de mis «nuevas familias» de las novelas y series para que yo siguiera sus indicaciones.
El hombre que al principio se había esforzado por hacerme «agradable» la vida en el zulo y que viajó hasta el otro extremo de Viena para conseguir una cinta de Bibi Blocksberg se había ido transformando poco a poco desde que me anunció que nunca me dejaría en libertad.
En esa época el secuestrador empezó a controlarme cada vez más. Desde el principio me había tenido dominada: encerrada en su sótano, en un espacio de cinco metros cuadrados, yo no tenía cómo oponerme a él. Pero cuanto más duraba el cautiverio, menos se conformaba con esa evidente muestra de su poder. Ahora quería tener bajo control cada gesto, cada palabra y cada función de mi cuerpo.
Empezó por el programador. Él había controlado desde el principio la luz y la oscuridad. Cuando bajaba por la mañana, encendía la luz; cuando se marchaba por la tarde, la apagaba. Entonces instaló un programador que regulaba la electricidad en el sótano. Mientras que al principio podía pedirle que me dejara más tiempo la luz encendida, a partir de entonces tuve que acostumbrarme a un ritmo implacable sobre el que yo no podía influir: a las siete de la mañana se conectaba la luz. Durante trece horas yo podía llevar un simulacro de vida en mi diminuta y mohosa habitación: ver, oír, sentir calor, cocinar. Todo era artificial. Una bombilla no puede sustituir nunca al sol, la comida preparada sólo recuerda de lejos a una comida familiar en torno a una mesa compartida, y las personas que aparecen en la pantalla son sólo una mala sustitución de las personas reales. Pero mientras había luz al menos podía mantener viva la ilusión de que existía otra vida además de la mía.
A las ocho de la tarde se apagaba la luz. En un segundo yo me veía sumida en la más completa oscuridad. La televisión se apagaba en mitad de una serie. Tenía que dejar el libro en mitad de una frase. Y si no estaba todavía en la cama tenía que ir hasta ella a cuatro patas, tanteando en la oscuridad. La bombilla, la televisión, el vídeo, la radio, el ordenador, la cocina, la estufa: todo lo que infundía algo de vida a mi refugio se apagaba. Sólo el zumbido del ventilador y el tictac del reloj llenaban la habitación. Las once horas siguientes yo dependía de mi fantasía para no perder los nervios y dominar mi miedo.
Era un ritmo propio de una cárcel, estrictamente controlado desde el exterior, que no se permitía ni un segundo de retraso ni tenía en consideración mis necesidades. Al secuestrador le gustaba la regularidad. Y con el programador me la impuso a mí también.
Al principio me quedaba el walkman, que funcionaba a pilas. Con él podía enfrentarme algo mejor a la oscuridad aunque el programador hubiera decidido que había agotado mi ración de luz y música. Pero al secuestrador no le agradó que, con el walkman, eludiera su control divino de la luz y las tinieblas. Empezó a controlar el estado de las pilas. Si opinaba que utilizaba el walkman demasiado tiempo o muy a menudo, me lo quitaba hasta que le prometía portarme bien. Un día, apenas había cerrado él la puerta del zulo me eché en la tumbona, con los auriculares en las orejas, y me puse a cantar a voz en grito una canción de los Beatles. Debió de oírme, porque entró de nuevo en la habitación hecho una furia. Priklopil me castigó sin luz ni comida por cantar en voz alta. Y en las noches siguientes tuve que dormirme sin música.
Su segundo instrumento de control fue el interfono. Cuando entró con él en el zulo y empezó a montar los cables, me explicó: «A partir de ahora podrás llamarme». En un primer momento me alegré y sentí que algunos de mis temores desaparecían. Desde el principio me había atormentado la idea de que se produjera una emergencia: sobre todo durante los fines de semana en que estaba sola y ni siquiera podía avisar a la única persona que sabía dónde estaba yo —el secuestrador—. Había imaginado toda una serie de situaciones: que se quemaban los cables, que se rompía una tubería, que me daba una reacción alérgica… incluso si me atragantaba con la piel del embutido podría morir allí sola, en aquel sótano, aunque el secuestrador estuviera en casa. Al fin y al cabo, él sólo venía cuando quería. Un interfono funciona en los dos sentidos. Priklopil lo utilizaba para controlarme. Para demostrarme su poder casi divino a través del hecho de que podía oír cualquier ruido que yo hiciera, de que podía registrarlo todo.
La primera versión que instaló constaba básicamente de un botón que yo debía oprimir si necesitaba algo: entonces se encendía arriba, en su vivienda, una luz roja en un sitio escondido. Pero ni él podría ver siempre la luz ni iba a poner en marcha el largo proceso de abrir el zulo sin saber lo que yo quería en realidad. Y durante los fines de semana no podría bajar. Bastante más tarde supe que eso se debía a las visitas de su madre, que pasaba con él los fines de semana. Habría llamado demasiado la atención si retiraba todos los obstáculos que había entre el garaje y el zulo mientras ella estaba en casa.
Poco tiempo después sustituyó el aparato provisional por una instalación por la que se podía hablar. Sus preguntas e instrucciones empezaron a retumbar en el zulo cada vez que apretaba el botón.
«¿Has comido?».
«¿Te has lavado los dientes?».
«¿Has apagado el televisor?».
«¿Cuántas páginas has leído?».
«¿Has hecho los ejercicios de cálculo?».
Me sobresaltaba cada vez que su voz cortaba el silencio. Cada vez que me amenazaba con castigarme porque había tardado en contestar. O porque había comido demasiado.
«¿Se ha acabado ya la comida?».
«¿No te he dicho que por la noche sólo puedes tomar un trozo de pan?».
El interfono era el instrumento perfecto para aterrorizarme. Hasta que descubrí que también me otorgaba a mí un cierto poder. Hoy me he dado cuenta de que, debido sobre todo a la gran manía controladora del secuestrador, resulta sorprendente que no se le ocurriera que una niña de diez años investigaría aquel aparato con detenimiento. Pero eso lo hice unos días más tarde.
El aparato tenía tres botones. Si se pulsaba «Hablar», el sistema quedaba abierto a ambos lados. Ésa era la posición que él me había enseñado. Si yo pulsaba «Escuchar», entonces yo podía oír su voz, pero él la mía no. En el tercer botón ponía «Continuo»: cuando lo oprimía, el sistema quedaba abierto en mi lado… pero no me llegaba el sonido desde arriba.
Por entonces ya había aprendido a dejar mis oídos en suspenso cuando estaba frente a él. Ahora tenía un botón para hacerlo: cuando me sometía a demasiadas preguntas, observaciones y acusaciones, yo pulsaba «Continuo». Me producía una gran satisfacción que su voz enmudeciera y que me bastara con apretar un botón para lograrlo. ¡Me encantaba aquel botón que podía apartar a Priklopil de mi vida! Cuando se enteró de mi pequeña rebelión al principio se mostró sorprendido, luego se puso furioso. Cada vez bajaba menos al sótano para regañarme. Tardaba casi una hora en abrir todas las puertas y dispositivos de seguridad. Pero estaba claro que pronto se le ocurriría algo.
De hecho no tardó mucho en desmontar aquel dispositivo que tenía un botón mágico. Para sustituirlo trajo una radio Siemens. Sacó los artilugios del interior de la carcasa y empezó a atornillar por aquí y por allá. Entonces no sabía nada de él, mucho tiempo después me he enterado de que Wolfgang Priklopil trabajaba en Siemens como técnico electrónico. Pero en aquel tiempo yo no sabía que manejaba a la perfección alarmas, radios y otros dispositivos eléctricos.
Esa radio desmontada se convirtió en un terrible instrumento de tortura. Tenía un micrófono tan potente que reproducía arriba el más mínimo ruido del sótano. El secuestrador podía meterse en mi «vida» sin previo aviso, podía saber en todo momento si seguía sus indicaciones o no. Si tenía la radio puesta. Si rascaba el plato con la cuchara. Si respiraba.
Sus preguntas me perseguían hasta debajo de la manta:
«¿Te has dejado el plátano?».
«¿Has vuelto a comer demasiado?».
«¿Te has lavado la cara?».
«¿Has apagado la televisión después de la serie?».
Ya no podía mentirle, pues no sabía cuánto tiempo había estado escuchando. Si lo hacía o no le contestaba al instante, su voz retumbaba por el altavoz hasta que me explotaba la cabeza. O bajaba inmediatamente al sótano y me castigaba quitándome lo más importante para mí: los libros, los vídeos, la comida. A no ser que me mostrara arrepentida de mis errores, de cualquier pequeño detalle de mi vida en el zulo. ¡Como si me quedara algo que pudiera ocultarle!
Otra manera de hacerme saber que desde arriba tenía un control total sobre mí consistía en dejar abierto el micrófono. Entonces al chirrido del ventilador se unía un zumbido fuerte, insoportable, que inundaba la habitación y me hacía saber desde cualquier rincón: él está ahí. Siempre. Respira al otro lado de la línea. Puede empezar a gritar en cualquier momento y te estremecerás aunque ya lo esperaras. No puedes escapar de su voz.
Hoy no me sorprende que yo, que entonces era todavía una niña, pensara que él podía verme desde arriba. No sabía si había instalado cámaras. Me sentía observada cada segundo, hasta cuando dormía. ¡Lo mismo había instalado una cámara infrarroja para controlarme cuando estaba echada en mi tumbona en la más completa oscuridad! La sensación me tenía paralizada, por la noche no me atrevía ni a darme la vuelta en la cama. Por el día miraba mil veces a mi alrededor antes de ir al baño. No sabía si me estaba observando… o si tal vez había más gente con él mirando.
Presa del pánico, empecé a buscar agujeros o cámaras por todo el zulo. Siempre con el temor de que pudiera ver lo que estaba haciendo y bajara a regañarme. Rellené con pasta de dientes las más diminutas rendijas que encontré entre las tablas de la pared, hasta estar segura de que no quedaba el más mínimo hueco. Pero la sensación de que estaba siendo permanentemente observada se mantuvo.
Creo que pocos hombres están en condiciones de calcular el grado increíble de tortura y agonía que experimenta la víctima ante este terrible trato, mantenido durante años; y si yo mismo sólo puedo hacer suposiciones al respecto y pienso en lo que he visto en sus rostros y en lo que estoy seguro que sienten, estoy convencido de que se trata de un sufrimiento cuya terrible intensidad nadie más que los afectados puede calcular y que ninguna persona tiene derecho a causar a otro ser humano. Esta influencia lenta y diaria en el cerebro de otra persona es inmensamente peor que cualquier tortura corporal; y como sus siniestras huellas no son tan visibles para el ojo ni apreciables con el contacto como las huellas de los daños en la carne; como las heridas no están en la superficie y no provocan gritos que el oído humano pueda oír; por eso mismo hago la denuncia.
Esto es lo que opinaba el escritor Charles Dickens en 1842 sobre los castigos de aislamiento que se daban entonces en las escuelas de Estados Unidos y todavía se mantienen hoy. Mi aislamiento, el tiempo que pasé en aquel zulo sin poder abandonar ni una sola vez esos cinco metros cuadrados, duró más de seis meses; mi cautiverio, 3096 días.
En aquel entonces no podía expresar en palabras cómo me afectó el tiempo pasado en total oscuridad o en permanente exposición a la luz artificial. Cuando hoy analizo los estudios que investigan los efectos del aislamiento y de la privación sensorial, comprendo perfectamente lo que me pasaba entonces.
Uno de los estudios recoge los siguientes efectos del «confinamiento solitario»:
—reducción considerable de la capacidad de funcionamiento del sistema neurovegetativo;
—trastornos importantes en el balance hormonal;
—reducción de las funciones orgánicas;
—ausencia de la menstruación en las mujeres sin causas fisiológico-orgánicas ni relacionadas con la edad o el embarazo (amenorrea secundaria);
—mayor deseo comer: cinorexia, hiperorexia, exceso de apetito;
—en contraposición a lo anterior, disminución o desaparición de la sensación de sed;
—fuertes ataques de frío o calor que no pueden atribuirse a cambios de la temperatura ambiental ni a enfermedades (fiebre, escalofríos, etcétera);
—reducción considerable de la percepción y del rendimiento cognitivo;
—fuerte alteración de la asimilación de lo percibido;
—fuerte alteración de las sensaciones corporales;
—graves dificultades de concentración;
—graves dificultades (que pueden llevar hasta la incapacidad) para leer o asimilar lo leído, para incorporarlo a un contexto lógico;
—graves dificultades (que pueden llevar hasta la incapacidad) para escribir o expresar ideas por escrito (agrafía/disgrafía);
—graves dificultades de articulación/verbalización que aparecen sobre todo en los ámbitos de la sintaxis, la gramática y el vocabulario y que pueden llegar hasta la afasia, la afrasia y la agnosia;
—grave dificultad o incapacidad de seguir conversaciones (está comprobado que a causa de una ralentización de la función del córtex auditivo primario en la zona del lóbulo temporal por déficit de estímulo).
Otras alteraciones:
—conversaciones con uno mismo como compensación de la falta de estímulos acústicos y sociales;
—reducción de la intensidad de los sentimientos, por ejemplo frente a familiares y amigos;
—sensación ocasional de euforia que deja paso a un posterior estado depresivo.
Efectos a largo plazo sobre la salud:
—alteración de la capacidad de relacionarse socialmente, hasta llegar a la incapacidad de mantener relaciones estrechas y de pareja a largo plazo;
—depresiones;
—reducción de la autoestima;
—regreso a la situación de aislamiento en sueños;
—trastornos de la presión arterial que precisan tratamiento;
—enfermedades de la piel que precisan tratamiento;
—no recuperación de las capacidades cognitivas (por ejemplo, en el ámbito de las matemáticas) alteradas por el aislamiento.
Las víctimas consideraban especialmente negativos los efectos de la vida sin estímulos sensoriales. La privación sensorial afecta al cerebro y al sistema neurovegetativo y convierte a personas autónomas en seres dependientes que quedan expuestos a la influencia de cualquier persona que encuentran tras la fase de aislamiento y oscuridad. Esto también resulta válido para los adultos que se sumergen en una situación así de forma voluntaria. La BBC emitió en enero de 2008 un programa, Total Isolation, que me impresionó mucho: seis voluntarios se encerraban durante cuarenta y ocho horas en la celda de un refugio nuclear. Solos y sin luz, se trasladaban a mi propia situación, comparable con la suya en lo que a oscuridad y soledad se refiere, no en el miedo ni la duración. A pesar del breve espacio de tiempo que estuvieron allí, los seis afirmaron después que habían perdido la noción del tiempo y habían sufrido fuertes visiones y alucinaciones. Una mujer estaba convencida de que sus sábanas estaban mojadas. Tres tuvieron alucinaciones visuales y auditivas, veían serpientes, ostras, coches, cebras. Al cabo de las cuarenta y ocho horas todos habían perdido la capacidad de resolver las tareas más simples. A ninguno se le ocurría una palabra con la letra «F». Uno había perdido el 36% de la memoria. Cuatro demostraron ser más influenciables que antes de su confinamiento. Creyeron todo lo que les dijo la primera persona que encontraron tras su aislamiento voluntario. Yo sólo me encontraba con el secuestrador.
Cuando hoy leo estos estudios e investigaciones, no puedo dejar de sorprenderme por haber sobrevivido todo ese tiempo. Mi situación se podía comparar en ciertos aspectos con la sufrida por los adultos con fines científicos. Pero aparte de que el tiempo de aislamiento fue mucho mayor, en mi caso había que añadir un factor agravante más: yo no sabía por qué me encontraba en aquella situación. Mientras que los presos políticos pueden aferrarse a unos ideales o los que han sido condenados de forma injusta saben que detrás de su aislamiento hay un sistema judicial con sus leyes, sus instituciones y sus procesos, yo no le veía ninguna lógica a mi reclusión. No la tenía.
Pudo servirme de ayuda el hecho de que yo era todavía una niña y podía adaptarme a las condiciones adversas mejor que los adultos. Pero eso me exigió una autodisciplina que ahora, al echar la vista atrás, me parece casi inhumana. Durante la noche me valía de viajes fantásticos por la oscuridad. Por el día me aferraba a mi plan de tomar las riendas de mi vida en cuanto cumpliera dieciocho años. Estaba decidida a adquirir los conocimientos necesarios para ello, y le pedí al secuestrador libros escolares y de lectura. Y me aferré como pude a mi propia identidad y a la existencia de mi familia.
Cuando se acercaba el primer día de la madre confeccioné un regalo para mi madre. No tenía tijeras ni pegamento, el secuestrador no me proporcionaba nada con lo que pudiera lesionarme yo o causarle algún daño a él. Así que pinté con las ceras de colores de mi estuche unos corazones rojos en un papel, los recorté con cuidado con los dedos y los pegué uno encima de otro con Nivea. Me propuse entregarle aquel corazón a mi madre cuando estuviera libre. Entonces sabría que, aunque no hubiera estado a su lado, no me había olvidado del día de la Madre.
Al secuestrador le sentaba cada vez peor que yo me entretuviera con todas esas cosas. Que hablara de mis padres, de mi casa, incluso del colegio. «Tus padres no te quieren», me decía una y otra vez. Yo me negaba a creerle: «No es cierto, mis padres me quieren. Me lo han dicho». En lo más profundo de mi corazón yo sabía que tenía razón. Pero mis padres resultaban tan inalcanzables que me sentía como si estuviera en otro planeta. Aunque había apenas dieciocho kilómetros entre mi escondrijo y la vivienda de mi madre, veinticinco minutos en coche. Una distancia insignificante en el mundo real, pero que en mi absurdo mundo suponía un cambio de dimensión. Estaba a mucho más de dieciocho kilómetros, metida en el mundo de la Reina de Corazones, en el que los naipes se estremecían cada vez que oían su voz.
Cuando estaba presente controlaba todos mis gestos y expresiones: tenía que sentarme como él me ordenara, y no debía mirarle jamás a la cara. En su presencia me obligaba a mantener la mirada hacia el suelo. No debía hablar si él no me lo pedía. Me exigía que fuera sumisa, y quería muestras de agradecimiento por cualquier pequeña cosa que hacía por mí: «Yo te he salvado», repetía una y otra vez, y parecía decirlo en serio. Él era mi cordón umbilical con el exterior. La luz, la comida, los libros, todo aquello sólo lo podía recibir de él, todo aquello me lo podía quitar él en cualquier momento. Y es lo que haría más tarde con unas consecuencias que casi me dejaron al borde de la muerte por inanición.
Pero aun cuando el control continuo y el aislamiento me desanimaban cada vez más, nunca sentí agradecimiento hacia él. Es cierto que no me había asesinado ni me había violado, como me temí al principio que sucedería. Pero en ningún momento he olvidado que cometió un acto criminal por el que yo podía condenarle, si quería, pero por el que no tenía que mostrar agradecimiento.
Un día me ordenó llamarle «maestro».
Al principio no lo tomé en serio: «maestro» me parecía una palabra demasiado ridícula como para que alguien quisiera que le llamaran así. Pero él insistió, una y otra vez: «¡Dirígete a mí con un maestro!». En ese punto supe que no debía ceder. El que se defiende, sigue vivo. El que está muerto ya no puede defenderse. Yo no quería estar muerta, ni siquiera en mi interior, tenía que oponerme.
Me acordé de un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas: «¡Bueno!», pensó Alicia. «¡He visto a menudo un gato sin sonrisa, pero no una sonrisa sin gato! Es la cosa más curiosa que he visto en mi vida». Ante mí había un hombre que cada vez iba siendo menos humano; cuya fachada se desmoronaba y dejaba ver una persona débil. Un fracasado en la vida real que sacaba fuerzas sometiendo a una niña. Una imagen deplorable. Un don nadie que me obligaba a llamarle «maestro».
Hoy, cuando recuerdo aquella situación, sé por qué me negué a llamarle así. Los niños son hábiles manipuladores. Debí de intuir lo importante que era aquello para él y que por fin tenía en mi mano la llave para ejercer también cierto poder. En ese momento no pensé las posibles consecuencias que mi negativa podría acarrear. Lo único que se me pasó por la cabeza fue que con esa actitud ya había tenido éxito una vez.
En la urbanización Marco Polo sacaba a veces a pasear a los perros de pelea de unos clientes de mi padre. Me advirtieron que nunca llevara a los perros con la correa muy larga, tendrían demasiado campo de acción. Debía agarrarlos cerca del collar para demostrarles en todo momento que cualquier intento de rebelarse sería inútil. Y jamás debía mostrar miedo ante ellos. Si se cumplían esas sencillas normas, los perros serían mansos y dóciles incluso en manos de una niña como yo.
Cuando Priklopil estuvo ante mí, decidí no dejarme amedrentar por la situación y agarrarle fuerte por el collar. «No lo haré», le dije a la cara con voz firme. Abrió los ojos como platos, muy sorprendido, protestó y volvió a exigirme una y otra vez que le llamara «maestro». Pero al final dejó el tema.
Para mí ése fue un hecho decisivo, aunque tal vez en ese momento no lo tuviera tan claro. Yo me había mostrado fuerte y el secuestrador había retrocedido. La arrogante sonrisa del gato había desaparecido. Y sólo quedaba una persona que había cometido un acto criminal, una persona de cuyo estado de ánimo dependía mi existencia, pero que en cierto modo también dependía de mí.
En las semanas y meses siguientes me resultó bastante más fácil tratar con él si me lo imaginaba como un pobre niño sin cariño. Las muchas películas y series policíacas me enseñaron que las personas se vuelven malas cuando sus madres no las quieren y no tienen suficiente «calor de hogar». Hoy me doy cuenta de que fue un mecanismo de defensa, vital para mi supervivencia, intentar ver al secuestrador como una persona que no era mala por naturaleza, sino que su maldad se había ido desarrollando a lo largo de su vida. Eso no le restaba importancia a su forma de actuar, pero me ayudó a perdonarle. Al imaginarme, por un lado, que tal vez era un huérfano que había vivido en algún orfanato horribles experiencias que todavía le seguían marcando y al repetirme, por otro, que seguro que tenía un lado bueno. Que cumplía mis deseos, me llevaba golosinas, se ocupaba de mí. Pienso que en mi situación de total dependencia ésa era la única posibilidad de mantener con el secuestrador una relación que resultaba vital para mí. Si sólo hubiera sentido odio hacia él, ese odio me habría corroído tanto que no hubiera tenido fuerzas para sobrevivir. Pude acercarme a él gracias a que en todo momento veía tras la máscara del secuestrador a una persona pequeña, débil, que no había recibido la atención suficiente.
Y hubo un momento en que incluso se lo manifesté a él. Le miré fijamente y le dije: «Te perdono porque todos cometemos errores». Fue un paso que a algunos puede parecerles raro y enfermo. Al fin y al cabo su «error» me había costado la libertad. Pero era el único paso correcto que yo podía dar. Tenía que entenderme con aquel hombre, de lo contrario no lograría sobrevivir.
Nunca confié en él, eso era imposible. Pero llegué a una especie de acuerdo con él. Yo le «consolaba» por el grave delito que cometía contra mí y al mismo tiempo apelaba a su conciencia, para que se arrepintiera y al menos me tratara bien. Él respondió concediéndome pequeños deseos: una revista de caballos, un lápiz, un nuevo libro. A veces incluso me declaraba: «¡Cumpliré todos tus deseos!». Entonces yo le contestaba: «Si harías realidad todos mis deseos, ¿entonces por qué no me dejas libre? ¡Echo tanto de menos a mis padres!». Pero su respuesta era siempre la misma, y yo la conocía muy bien: mis padres no me querían… y él nunca iba a liberarme.
Después de unos meses en el zulo le pedí por primera vez que me abrazara. Necesitaba el consuelo de un contacto, sentir calor humano. Resultó difícil. Él tenía graves problemas con la proximidad, con el roce. Y a mí me entraba el pánico en cuanto me apretaba demasiado fuerte. Pero después de algunos intentos encontramos la medida exacta: el abrazo tenía que ser no muy fuerte, para que yo pudiera aguantarlo, pero lo suficientemente estrecho para que pudiera sentir algo parecido a un contacto afectuoso. Fue el primer contacto corporal que tuve con una persona en muchos meses. Un tiempo demasiado largo para una niña de diez años.