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Malos tratos y hambre
La lucha diaria por la supervivencia

Sentí entonces que el secuestrador no podría dominarme con violencia física. Cuando me arrastraba por las escaleras hacia el zulo, golpeaba mi cabeza en cada escalón y mis costillas salían golpeadas de allí, no era a mí a quien tiraba al suelo en la oscuridad. Cuando me apretaba contra la pared y me ahogaba hasta que se me nublaba la vista, no era yo la que intentaba coger aire con desesperación. Yo estaba muy lejos, en un lugar en el que no me afectaban sus peores patadas y golpes.

Mi infancia se terminó cuando fui secuestrada a los diez años. Mi vida como niña en el zulo terminó en el año 2000. Una mañana me desperté con fuertes dolores en la tripa y descubrí manchas de sangre en el pijama. Enseguida supe lo que ocurría. Llevaba años esperando la regla. Ya conocía, gracias a la publicidad que el secuestrador había dejado grabada en algunas cintas de vídeo, una determinada marca de compresas que me gustaba. Cuando el secuestrador bajó al zulo le pedí, con la mayor suavidad posible, que me comprara algunos paquetes.

Este hecho le hizo sentirse más inseguro, su manía persecutoria alcanzó un nuevo nivel. Si hasta entonces había quitado con meticulosidad cada hilo que encontraba y borrado a toda prisa cualquier huella dactilar para no dejar ningún rastro de mi existencia, a partir de entonces vigiló casi histérico que no me sentara en ningún sitio de la casa. Y si alguna vez permitía que me sentara, tenía que hacerlo sobre un montón de periódicos, en un absurdo intento de evitar la más mínima mancha de sangre en la casa. Aún pensaba que la policía podía aparecer en cualquier momento para buscar rastros de ADN por la casa.

Yo me sentí muy molesta por su actitud, me trataba como si fuera una apestada. Fue una época confusa en la que habría necesitado con urgencia a mi madre o a una de mis hermanas mayores para hablar sobre esos cambios corporales a los que de pronto me veía sometida. Pero mi único interlocutor era un hombre al que el tema le superaba y que me trataba como si fuera algo sucio y repugnante. Era evidente que no había convivido nunca con una mujer.

Su actitud hacia mí cambió claramente con la llegada de la pubertad. Mientras era una niña «podía» quedarme en el zulo y ocuparme de mí misma en el estrecho margen que sus normas me permitían. Pero ahora, como una mujer adulta, debía estar a su servicio y hacerme cargo de los trabajos de la casa, siempre bajo su estricta vigilancia.

Arriba, en la casa, me sentía como en un acuario. Como un pez en una pequeña pecera que mira con añoranza hacia el exterior, pero no salta fuera del agua mientras pueda sobrevivir en su prisión. Pues traspasar el límite significa la muerte segura.

El límite con el exterior era tan absoluto que me parecía imposible de superar. Como si la casa tuviera una composición distinta a la del mundo que se abría más allá de sus paredes amarillas. Como si la casa, el jardín, el garaje con el zulo, se encontraran en otra dimensión. A veces se colaba un soplo de primavera por una ventana entreabierta. De vez en cuando se oía a lo lejos un coche que pasaba por la calle siempre tranquila. No había ninguna otra señal del mundo exterior. Las persianas permanecían siempre cerradas, y toda la casa, sumida en la penumbra. Las alarmas de las ventanas estaban activadas, al menos eso creía yo. Había momentos en que seguía pensando en huir. Pero ya no tramaba planes concretos. El pez no salta por encima del cristal, fuera sólo le espera la muerte.

El ansia de libertad seguía viva.

Yo estaba bajo continua observación. No podía dar un solo paso sin que se me hubiera ordenado previamente. Tenía que sentarme o andar como el secuestrador quisiera. Debía preguntar si me podía levantar o sentar, si podía girar la cabeza o extender una mano. Me imponía hacia dónde podía dirigir la mirada y me acompañaba incluso al cuarto de baño. No sé qué fue peor: el tiempo que pasé sola en el zulo o en el que no estuve sola ni un segundo.

La observación permanente aumentó mi sensación de formar parte de un experimento diabólico. La atmósfera de la casa hacía aún más intensa esta impresión. Tras su fachada burguesa, parecía estar fuera del tiempo y el espacio. Sin vida, sin habitar, como un decorado de una película siniestra. Por fuera, en cambio, se integraba en su entorno a la perfección: sencilla, muy bien cuidada, con un denso seto en torno al gran jardín que la separaba de los vecinos. A salvo de miradas indiscretas.

Strasshof es una localidad sin carácter y sin historia. Sin un centro ni el ambiente urbano que se podría esperar de una localidad con una población que hoy ronda los nueve mil habitantes. Situada en la llanura del Morava, las casas se alinean a lo largo de la calle principal y de las vías del ferrocarril, interrumpidas aquí y allá por zonas industriales como las que se encuentran en los alrededores de cualquier gran ciudad. Ya el nombre completo de la localidad —Strasshof am Nordbahn— deja claro que se trata de un pueblo que vive de la conexión con Viena. Se sale de aquí, se pasa por aquí, pero no se viene aquí si no es por un motivo concreto. Las únicas atracciones de la localidad son un monumento a la locomotora y un museo del ferrocarril llamado Heizhaus. Hace cien años ni siquiera vivían cincuenta personas en el pueblo; los habitantes actuales trabajan en Viena y sólo regresan a sus casas unifamiliares monótonamente alineadas para dormir. Durante el fin de semana se oyen las máquinas cortacésped, se lavan los coches y el interior de las casas queda oculto en la penumbra tras persianas y cortinas. Aquí cuenta la fachada, no la vista del interior. Un lugar perfecto para llevar una doble vida. Un lugar perfecto para ocultar un delito.

La casa tenía la estructura típica de una construcción de comienzos de los años setenta. En la planta baja un largo pasillo, del que salía la escalera al piso superior; a la izquierda un aseo, a la derecha el cuarto de estar, al final del pasillo la cocina. Un espacio alargado, a la izquierda los armarios con el frente rústico, de imitación de madera oscura, en el suelo baldosas con dibujos de flores en tono marrón y naranja. Una mesa, cuatro sillas con asiento de tela, diseños de flores en los azulejos de la pared, junto al fregadero.

Lo más llamativo era una gran foto que cubría la pared derecha. Un bosque de abedules, verde, con árboles delgados que se estiraban hacia arriba como si quisieran escapar del agobiante ambiente de la habitación. Cuando lo vi por primera vez me pareció grotesco que alguien que podía salir en cualquier momento a la naturaleza, que podía sentir la vida cuando quisiera, se rodeara de naturaleza artificial, muerta. Mientras tanto yo intentaba con desesperación poner algo de vida en mi zulo. Aunque sólo fuera en forma de un par de hojas arrancadas del seto.

No sé cuántas veces fregué y pulí el suelo y los azulejos hasta que brillaron impolutos. Ni la más mínima mancha ni la miga más diminuta debían alterar el brillo de las superficies. Cuando creía haber terminado, tenía que tirarme al suelo para poder controlar bien cada rincón desde esa perspectiva. El secuestrador estaba siempre a mi lado, dándome instrucciones. Para él nada estaba nunca lo bastante limpio. Infinidad de veces me quitó el trapo de las manos para demostrarme cómo se limpia «de verdad». Perdía los estribos cada vez que yo dejaba la huella de mis dedos grasientos en una superficie limpia y destruía con ella la fachada de lo intacto, lo puro.

Pero lo peor era limpiar el cuarto de estar. Una gran habitación de aspecto sombrío que no se debía sólo a las persianas cerradas. Un techo de casetones oscuro, casi negro; paneles oscuros en la pared, tresillo de cuero verde, suelo de moqueta marrón claro. Una librería oscura en la que había títulos como El proceso o Nur Puppen haben keine Tränen. Una chimenea que no se usaba, con un juego de atizadores; encima, una repisa con una vela en un portavelas de hierro forjado, un reloj, una miniatura del yelmo de una armadura. En la pared, encima de la chimenea, dos retratos medievales.

Si me quedaba mucho tiempo en esa habitación me parecía que la tenebrosidad se iba a colar, a través de mis vestidos, en cada poro de mi cuerpo. El cuarto de estar era para mí como el perfecto reflejo de la «otra» cara del secuestrador. Sencillo y normal en la superficie, debajo el lado oscuro, oculto a duras penas.

Hoy sé que durante años Wolfgang Priklopil apenas había cambiado nada en aquella casa que habían construido sus padres en los años setenta. Sólo quería renovar totalmente el piso superior, en el que había tres habitaciones, y cambiar el desván según sus propias ideas. Quería abrir una buhardilla para que entrara más luz, cubrir el polvoriento suelo con madera y el techo inclinado con paneles, transformar el espacio en un cuarto de estar.

Los meses y años siguientes sería la obra del piso superior el sitio donde yo pasaría la mayor parte de mi tiempo. En aquel entonces Priklopil ya no tenía un trabajo fijo, sólo desaparecía a veces para dedicarse a algún «negocio» con su amigo Holzapfel. Más tarde me enteré de que reformaban viviendas para luego alquilarlas. Pero no debían de tener mucho trabajo, pues el secuestrador pasaba casi todo el tiempo reformando su propia casa. Yo era su única obrera. Una obrera a la que él podía sacar del zulo cuando quisiera, que tenía que hacer el trabajo duro para el que normalmente se emplea personal cualificado y que «al salir del trabajo» tenía que cocinar y limpiar antes de ser encerrada de nuevo en el zulo.

Por aquel entonces era demasiado pequeña para todos los trabajos que él me obligaba a hacer. Hoy no puedo dejar de sonreír cuando veo a los niños de doce años que se quejan y se resisten cuando se les encargan pequeñas tareas. Me alegro de que disfruten de ese pequeño acto de rebeldía. Yo nunca tuve esa oportunidad: yo tenía que obedecer.

El secuestrador, que no quería tener trabajadores desconocidos en casa, se ocupó de toda la obra y me obligó a hacer cosas para las que yo no tenía fuerzas suficientes. Le ayudé a cargar planchas de mármol y puertas robustas, arrastré por el suelo sacos de cemento, taladré hormigón con pesadas herramientas. Hicimos la buhardilla, aislamos y revestimos las paredes, pusimos el suelo. Instalamos tubos para la calefacción y cables eléctricos, hicimos una abertura desde el primer piso hasta el nuevo desván y construimos una escalera con baldosas de mármol.

Luego le llegó el turno al primer piso. Quitamos el suelo viejo e instalamos el nuevo. Retiramos las puertas, lijamos los marcos y los pintamos. Hubo que arrancar todo el revestimiento marrón de las paredes, poner uno nuevo y pintarlo. En el desván hicimos un cuarto de baño con azulejos de mármol. Yo era ayudante y esclava a la vez: tenía que ayudar a arrastrar, alcanzar herramientas, taladrar, lijar, pintar, o sujetar durante horas el cubo con el emplaste mientras él alisaba las paredes. Cuando él hacía una pausa y se sentaba, yo tenía que llevarle una bebida.

El trabajo tenía su lado bueno. Tras dos años en los que apenas me había podido mover en mi diminuto refugio, ahora disfrutaba de la agotadora actividad física. Vi aumentar el volumen de los músculos de mis brazos, me sentía fuerte y útil. Al principió me gustaba el hecho de poder pasar entre semana varias horas al día fuera del zulo. No es que el muro que me rodeaba allí arriba fuera menos infranqueable, la cuerda invisible era más fuerte que antes. Pero al menos tenía algún cambio.

Aunque allí arriba me veía más expuesta al lado oscuro, malo, del secuestrador. Con el incidente del taladro me había quedado claro que si yo no era «buena» le darían ataques incontrolados de rabia. En el zulo apenas había tenido oportunidad para ello. Pero ahora, mientras trabajaba, yo podía cometer un error en cualquier momento. Y al secuestrador no le gustaban los errores.

«Dame la espátula», dijo uno de los primeros días en el desván. Yo le pasé la herramienta equivocada. «¡Eres tonta hasta para cagar!», me soltó. Sus ojos se oscurecieron de golpe, como si una nube hubiera cubierto su iris. Tenía el rostro desencajado. Cogió un saco de cemento que estaba a su lado, lo elevó por los aires y lo lanzó contra mí con un grito. El saco me golpeó sin que me diera tiempo a reaccionar, con tanta fuerza que me tambaleé.

Me quedé petrificada. Pero no a causa del dolor. El saco era pesado y me dolía el golpe, pero eso podía soportarlo. Fue la desmedida agresividad del secuestrador lo que me dejó sin respiración. Era la única persona en mi vida, yo dependía totalmente de él. Ese ataque de furia era una amenaza existencial. Me sentí como un perro apaleado que no puede morder la mano que le golpea porque es la misma que le da de comer. La única salida que me quedaba era refugiarme en mi interior. Cerré los ojos, olvidé todo y me quedé quieta sin moverme.

La agresividad del secuestrador desapareció tan deprisa como había aparecido. Se acercó a mí, me sacudió, intentó alzarme los brazos y me habló con suavidad. «Escucha, lo siento —me dijo—, tampoco era para tanto». Yo seguí sin moverme, con los ojos cerrados. Me dio un pellizco en la mejilla y me rozó los labios con los dedos, alzándome las comisuras. Una sonrisa forzada en el más estricto sentido de la palabra. «Vuelve a ser normal. Lo siento. ¿Qué puedo hacer para que seas normal otra vez?».

No sé cuánto tiempo estuve allí sin moverme, en silencio, con los ojos cerrados. En un momento dado venció el pragmatismo infantil. «¡Quiero helado y ositos de goma!».

Por un lado aproveché la situación para conseguir golosinas. Por otro quería, con mi petición, darle al ataque menor importancia de la que tenía. Me dio el helado al momento, por la noche me trajo los ositos de goma. Insistió de nuevo en que lo sentía mucho y en que no volvería a pasar nada así… como hace todo maltratador con su mujer, con sus hijos.

Pero algo cambió tras esta salida de tono. Empezó a maltratarme con regularidad. No sé cuál fue el detonante o si es que, en su omnipotencia, sencillamente creía poder permitirse cualquier cosa. El cautiverio duraba ya más de dos años. No le habían descubierto, y me tenía tan controlada que sabía que no iba a escapar. ¿Quién iba a castigar su comportamiento? En su opinión, tenía derecho a pedirme lo que fuera y a infligirme castigos físicos si no cumplía sus deseos al momento.

A partir de entonces reaccionó con fuertes ataques de furia al más mínimo descuido por mi parte. Un par de días después del incidente con el saco de cemento me pidió que le pasara una placa de yeso. Le pareció que yo era demasiado lenta: me cogió la mano, me la retorció y la frotó con fuerza contra la placa hasta que se me hizo en el dorso de la mano una herida que tardó años en curarse. Me frotaba con tanta furia el dorso de la mano contra la pared, contra las placas de yeso, incluso contra la superficie lisa del lavabo, que acababa sangrando. Todavía hoy tengo esa parte de la mano rugosa.

Cuando en otra ocasión reaccioné demasiado despacio a su petición, me lanzó un cúter. La afilada cuchilla con la que cortaba la moqueta como si fuera mantequilla se clavó en mi rodilla. El dolor fue tan brutal que me mareé. Sentí la sangre corriendo por mi pierna. Cuando lo vio, empezó a gritar fuera de sí: «¡Déjalo, vas a dejar manchas!». Luego me agarró, me arrastró hasta el cuarto de baño para cortar la hemorragia y tapar la herida. Yo estaba en estado de shock y apenas podía respirar. Me mojó la cara con agua fría mientras me decía: «¡Deja de llorar!».

Más tarde me dio un helado.

Luego empezó a cargarme también con el trabajo de la casa. Él se sentaba en su sillón de cuero y me observaba mientras yo fregaba el suelo de rodillas, comentando con observaciones despectivas cada movimiento que hacía.

«¡Eres tonta hasta para fregar!».

«¡Ni siquiera sabes quitar una mancha!».

Yo miraba fijamente el suelo, hirviendo por dentro, y seguía limpiando con doble energía. Pero eso no bastaba. De pronto recibía, sin previo aviso, una patada en el costado o en la pierna. Hasta que todo brillaba.

Una vez cuando tenía trece años no había limpiado la encimera de la cocina lo bastante deprisa y me dio tal patada en el coxis que me golpeé contra un borde y se me levantó la piel en la cadera. Aunque sangraba bastante, me mandó al zulo sin curarme la herida, enfadado por el fastidio que suponía una herida abierta. Tardó semanas en curarse, en parte también porque él no paraba de empujarme contra el borde de la encimera en la cocina. Sin previo aviso, como de pasada, a propósito. Cada poco se volvía a levantar la fina piel que se iba formando sobre la herida de la cadera.

Lo que menos soportaba era que yo llorara de dolor. Entonces me agarraba del brazo y me limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano con tal brutalidad que el miedo me hacía dejar de llorar. Si eso no servía de nada, me cogía del cuello, me arrastraba hasta el fregadero y me metía la cabeza dentro. Me tapaba la nariz y me echaba agua fría por la cara hasta que yo casi perdía el sentido. Odiaba tener que enfrentarse a las consecuencias de su maltrato. No quería ver lágrimas ni hematomas ni heridas con sangre. Lo que no se ve no existe.

No eran golpes sistemáticos que en cierto modo pudiera prever, sino ataques repentinos cada vez más violentos. Tal vez porque veía que cuando traspasaba un cierto límite no había consecuencia alguna. Tal vez porque no podía hacer otra cosa que acelerar la espiral de violencia cada vez un poco más.

Creo que resistí todo ese tiempo porque aparté esas experiencias de mí. No por una decisión consciente propia de un adulto, sino por un instinto infantil de supervivencia. Cuando el secuestrador me maltrataba, yo abandonaba mi cuerpo y miraba desde lejos a la niña de doce años que estaba tirada en el suelo recibiendo patadas.

Todavía hoy veo esos ataques desde la distancia, como si no estuvieran dirigidos contra mí, sino contra otra persona. Recuerdo el dolor que sentía mientras me golpeaba y el que me acompañaba en los días siguientes. Recuerdo que tenía tantos hematomas que ya no había ninguna postura en la que pudiera estar tumbada sin sentir dolor. Recuerdo el suplicio que esto me suponía muchos días, y lo mucho que me dolió el hueso del pubis después de una patada. Los arañazos, las contusiones. Y el crujido de mi cuello cuando una vez me golpeó con furia con el puño en la cabeza.

Pero no sentía nada en el plano emocional.

La única sensación de la que no conseguí apartarme fue el miedo mortal que me invadía en esos momentos. Se metía en mi cabeza, me nublaba la vista, me pitaba en los oídos, hacía correr la adrenalina por mis venas y me ordenaba: ¡Huye! Pero yo no podía huir. La prisión que al principio era sólo exterior se había convertido también en una cárcel interna.

Pronto bastaron las primeras señales de que el secuestrador podía golpearme en cualquier momento para que el corazón empezara a latirme con fuerza, me faltara la respiración y me quedara paralizada. Incluso cuando estaba en mi zulo, en comparación más seguro, me invadía un miedo mortal en cuanto oía a lo lejos que el secuestrador desatornillaba la caja fuerte que tapaba el pasadizo. La sensación de pánico que el cuerpo ha experimentado tras una experiencia con miedo mortal y que revive a la más mínima señal de una amenaza similar ya no es controlable. Me atenazaba con fuerza.

Al cabo de dos años, cuando tenía catorce, empecé a defenderme. Al principio fue una especie de resistencia pasiva. Cuando él me gritaba y me levantaba la mano, yo me pegaba en la cara hasta que me pedía que parara. Quería obligarle a mirar. Quería que viera cómo me trataba, que aguantara los golpes que yo había tenido que soportar. No hubo más helados ni ositos de goma.

Con quince años le devolví el golpe por primera vez. Me miró sorprendido y algo confuso cuando le di un puñetazo en el estómago. Me sentía como sin fuerzas, mi brazo se movió demasiado despacio y no fue muy firme. Pero me había defendido. Y volví a golpearle. Me agarró y me hizo una llave hasta que paré.

Es evidente que físicamente yo no tenía muchas posibilidades frente a él. Él era más alto, más fuerte, me agarraba sin esfuerzo y me mantenía a la distancia suficiente para que mis puñetazos y patadas se quedaran casi siempre en el aire. Pero, para mí, el hecho de defenderme era muy importante. De este modo me demostraba a mí misma que era fuerte y no me había perdido el respeto. Y a él le hacía ver que no iba a permitir que siguiera traspasando ciertos límites. Fue un momento decisivo para mi relación con el secuestrador, con la única persona que había en mi vida, la única persona que se ocupaba de mí. ¡Quién sabe de lo que habría sido él capaz si yo no me hubiera defendido!

Con la pubertad llegó también el terror a la comida. El secuestrador me bajaba una báscula al zulo una o dos veces por semana. Yo pesaba entonces cuarenta y cinco kilos y era una niña rellenita. En los años siguientes crecí y fui adelgazando.

Tras una fase de relativa libertad a la hora de «pedir» la comida, en el primer año de cautiverio el secuestrador había ido asumiendo el control y exigiéndome que repartiera bien las raciones. La privación de alimentos había sido, junto a la prohibición de ver la televisión, una de sus estrategias más efectivas para mantenerme a raya. Pero cuando cumplí doce años y mi cuerpo se desarrolló, empezó a añadir al racionamiento de la comida comentarios ofensivos y continuos reproches.

«¡Mírate! ¡Eres gorda y fea!».

«¡Eres tan glotona que te vas a comer hasta los pelos de la cabeza!».

«¡Quien no trabaja no necesita comer!».

Sus palabras eran como dardos. Antes del secuestro yo ya estaba muy insatisfecha con mi figura, que me parecía el mayor obstáculo para llevar una infancia feliz. El convencimiento de estar gorda me hacía odiarme a mí misma. El secuestrador sabía perfectamente qué tecla tocar para dañar mi autoestima. Y lo hacía sin piedad.

Pero al mismo tiempo actuaba de un modo tan hábil que durante las primeras semanas y meses casi me sentí agradecida por ese control. Al fin y al cabo, me ayudaba a alcanzar uno de mis objetivos más importantes: estar delgada. «¡Mírame a mí! Yo apenas necesito comer —me decía una y otra vez—. Debes verlo como una cura». Yo veía, de hecho, cómo perdía grasa y adelgazaba. Hasta que el control de la comida, supuestamente beneficioso, se convirtió en un terror que casi me lleva a morir de hambre a los dieciséis años.

Hoy creo que el propio secuestrador, que era extremadamente delgado, padecía una anorexia que me transmitió a mí. Desconfiaba de los alimentos de todo tipo. Consideraba a la industria alimentaria capaz de cometer un asesinato colectivo con comida envenenada. No utilizaba especias porque había leído que la mayoría procedían de India y que habían sufrido radiaciones. A ello se unía su tacañería, que se fue haciendo cada vez más enfermiza a lo largo de mi cautiverio. ¡Hasta llegó a parecerle cara la leche!

Mis raciones de comida se redujeron de forma drástica. Por la mañana tomaba una taza de té y dos cucharadas de cereales con un vaso de leche o un trozo de bizcocho que a veces era tan fino que se podría haber leído el periódico a través de él. Las golosinas sólo las probaba después de haber sufrido un grave maltrato. A mediodía y por la noche recibía la cuarta parte de una «ración adulta». Siempre que el secuestrador aparecía en el zulo con comida preparada por su madre o una pizza regía la misma norma: tres cuartas partes para él, una para mí. Si me preparaba yo misma la comida, él me indicaba previamente lo que podía tomar: doscientos gramos de verdura congelada cocida o medio plato preparado. Además, un plátano o un kiwi al día. Si me saltaba la norma o comía más de lo permitido, tenía que contar con un ataque de furia.

Me obligaba a pesarme a diario y controlaba escrupulosamente las anotaciones sobre la evolución de mi peso.

«Tómame a mí como ejemplo».

Sí, toma su ejemplo. ¡Soy tan glotona! ¡Estoy tan gorda! La permanente y profunda sensación de hambre se mantenía.

En ese momento todavía no me dejaba largas temporadas sin comer, eso vino después. Pero enseguida pudieron apreciarse las consecuencias de la desnutrición. El hambre afecta al cerebro. Cuando se come demasiado poco no se puede pensar en otra cosa que: ¿dónde puedo conseguir el siguiente bocado? ¿Cómo puedo conseguir un trocito de pan? ¿Cómo puedo manipularle para que me dé un poco de su triple ración? Yo sólo pensaba en la comida, pero al mismo tiempo me reprochaba a mí misma ser una glotona.

Le pedía que me llevara folletos de los supermercados, y los hojeaba con ansia cuando estaba sola. Me inventé un juego que llamé «Sabores»: imaginaba, por ejemplo, que tenía un trozo de mantequilla encima de la lengua. Fría y dura, derritiéndose lentamente, hasta que el sabor inundaba toda la boca. Luego pensaba en unas albóndigas de cerdo: las mordía en mi mente, sentía la masa entre los dientes, el relleno con tocino. O en fresas: el jugo dulce en los labios, el roce de los pequeños granitos en el paladar, el sabor ácido en la lengua.

Podía pasar horas con este juego, y me metía tanto en él que casi podía sentir que comía de verdad. Pero las calorías imaginarias no le servían de nada a mi cuerpo. Empezaron a darme mareos cuando me ponía de pie mientras trabajaba, o tenía que sentarme porque estaba tan débil que las piernas apenas ya me sostenían. El estómago me rugía todo el rato, y a veces estaba tan vacío que tenía que meterme en la cama con unos espasmos que trataba de aliviar tomando agua.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que al secuestrador no le importaba mi figura, sino mantenerme débil y sumisa gracias al hambre. Sabía muy bien lo que hacía. Ocultaba sus verdaderos motivos lo mejor que podía. A veces se le escapaban frases que le delataban: «Ya estás otra vez muy respondona, tengo que darte menos de comer». Quien no tiene suficiente comida no piensa bien. Y mucho menos se le ocurre rebelarse o escapar.

Uno de los libros que había en la estantería y que el secuestrador valoraba de forma especial era Mi lucha, de Adolf Hitler. Hablaba de Hitler a menudo y con admiración, y no dudaba en expresar su opinión: «Hizo bien gaseando a los judíos». Su ídolo político contemporáneo era Jörg Haider, líder del partido de extrema derecha Freiheitliche Partei Österreichs. Priklopil arremetía con frecuencia contra los inmigrantes, a los que llamaba, en la jerga de la ciudad del Danubio, «tschibesen», una palabra que me sonaba de los discursos racistas de los clientes de las tiendas de mi madre. Cuando el 11 de septiembre de 2001 se estrellaron los aviones contra el World Trade Center se alegró muchísimo. Vio quebrado el dominio de «la costa este americana» y de «los judíos del mundo».

Aunque nunca me creí del todo su postura nacionalsocialista —parecían palabras aprendidas y repetidas de forma maquinal—, había algo de lo que él estaba firmemente convencido. Para él yo era alguien con quien podía hacer lo que quisiera. Se sentía superior. Yo era un ser de segunda clase.

Y en eso me convertí al menos en cuanto al aspecto externo.

Desde el principio tuve que ocultar mi pelo bajo una bolsa cada vez que me sacaba del zulo. Su obsesión por la limpieza se mezclaba con su manía persecutoria. Cualquier pelo era una amenaza para él; si aparecía la policía podía seguir mi rastro y llevarle a prisión. Así que tenía que recogerme el pelo con pinzas y horquillas, ponerme la bolsa de plástico en la cabeza y sujetarla con una gruesa cinta elástica. Si mientras trabajaba se soltaba un mechón de pelo y me caía por la frente, él me lo metía enseguida debajo de la bolsa. Cualquier pelo mío que se encontrara lo quemaba con el soplete o con un mechero. Tras la ducha retiraba con sumo cuidado todos los pelos del desagüe y luego vaciaba media botella de desatascador para eliminar cualquier resto de las tuberías.

Sudaba debajo del plástico, me picaba todo. Los dibujos impresos en las bolsas dejaban rayas amarillas y rojas en mi frente, las horquillas se me clavaban en la cabeza, tenía zonas rojas por todas partes. Si me quejaba, él me decía musitando: «¡Si fueras calva, no tendrías esos problemas!».

Me negué durante mucho tiempo. El pelo era una parte importante de mi personalidad. Creía que si me lo cortaba sacrificaría una gran parte de mí. Pero un día ya no aguanté más. Entonces el secuestrador ya me dejaba tener tijeras. Así que las cogí y fui cortando mechón a mechón. Tardé más de una hora en dejarme el pelo tan corto que al final mi cabeza estaba cubierta sólo por unos restos desgreñados.

Él completó la obra al día siguiente. Me afeitó hasta el último pelo de la cabeza con una maquinilla. Estaba calva. El proceso se repitió con regularidad durante los años siguientes, cuando él me duchaba en la bañera. No podía quedar ni el más mínimo pelo. Nada.

Yo debía tener un aspecto penoso. Se me marcaban las costillas, tenía los brazos y las piernas llenas de hematomas y las mejillas hundidas.

Al hombre que me había hecho todo aquello pareció gustarle el resultado. Pues a partir de entonces me obligó a trabajar semidesnuda en la casa. Por lo general yo llevaba una gorra y unos calzoncillos. A veces también una camiseta o leggins. Pero nunca iba vestida del todo. Probablemente le gustara humillarme de esa forma. Pero seguro que era también una de sus pérfidas medidas para evitar que me escapara. Estaba convencido de que no me atrevería a salir a la calle medio desnuda. Y tenía razón.

En aquella época mi refugio adquirió una doble función. Yo todavía lo temía como prisión, y las muchas puertas tras las que estaba encerrada me producían una claustrofobia que me llevaba a buscar como loca pequeñas aberturas por las que poder encontrar una salida secreta al exterior. No había ninguna. Al mismo tiempo, mi pequeña celda era el único sitio donde estaba más o menos a salvo del secuestrador. Cuando al final de la semana me llevaba abajo, bien abastecida de libros, vídeos y comida, sabía que durante tres días me libraría del trabajo y el maltrato. Recogía, limpiaba y me preparaba para pasar una tarde tranquila delante del televisor. A veces el viernes por la noche me había comido ya todas las provisiones que tenía para el fin de semana. Tener la tripa llena por una vez me hacía olvidar que de esa forma luego pasaría más hambre.

A comienzos de 2000 el secuestrador me permitió tener una radio con la que podía oír emisoras austríacas. Él sabía que, dos años después de mi desaparición, se había abandonado la búsqueda y mi caso había perdido interés para los medios de comunicación. Se podía permitir dejarme escuchar las noticias. La radio se convirtió en mi cordón umbilical con el mundo; los locutores, en mis amigos. Sabía perfectamente cuándo estaba cada uno de vacaciones o quién se jubilaba. Intenté obtener una imagen del mundo exterior a través de los programas de la emisora de corte cultural Ö1. Con FM4 aprendí algo de inglés. Cuando estaba a punto de perder el contacto con la realidad, me salvaban los programas de entretenimiento de Ö3-Wecker, en los que la gente llamaba desde el trabajo y hacía peticiones de música. A veces tenía la impresión de que también la radio era parte de una puesta en escena que el secuestrador había organizado a mi alrededor y en la que todos participaban: los presentadores, los oyentes que llamaban, los locutores de las noticias. Pero en cuanto salía algo inesperado por los altavoces, volvía a la realidad.

La radio fue tal vez mi mejor acompañante en esos años. Me transmitía la seguridad de que más allá del martirio de aquel sótano existía un mundo que seguía girando… y al que valía la pena regresar algún día.

Mi segunda gran pasión era la ciencia ficción. Leí cientos de libros de Perry Rhodan y Orion, en los que los héroes viajaban por lejanas galaxias. Me fascinaba la posibilidad de viajar en el tiempo y de cambiar en un segundo de sitio y dimensión. Cuando a los doce años recibí una impresora térmica, empecé a escribir mi propia novela de ciencia ficción. Los personajes estaban basados en el equipo de Star Trek: la nueva generación, pero pasé muchas horas y me costó mucho esfuerzo desarrollar protagonistas femeninas fuertes, independientes y seguras de sí mismas. La creación de tramas alrededor de mis personajes, a los que equipé con las más audaces innovaciones técnicas, me salvó de muchas noches oscuras en el zulo. Las palabras se convertían durante unas horas en una cápsula protectora que me envolvía y que nada ni nadie podía tocar. De mis novelas sólo quedan hoy hojas vacías. Las letras fueron palideciendo en el papel térmico hasta desaparecer.

Debieron de ser las series y los libros llenos de viajes en el tiempo los que me llevaron a planear mi propio viaje a través del tiempo. Un fin de semana, cuando tenía ya doce años, me invadió tal sensación de soledad que me dio miedo volverme loca. Me había despertado empapada en sudor y había descendido con cuidado por la estrecha escalerilla de mi cama en la más completa oscuridad. En el suelo del zulo sólo quedaba libre una superficie de dos o tres metros cuadrados. Di varias vueltas en círculo, chocando todo el rato con la mesa y la estantería. Out of space. Sola. Una niña débil, hambrienta y asustada. Necesitaba a un adulto, una persona que me rescatara. Pero nadie sabía dónde estaba. La única posibilidad era convertirme yo misma en ese adulto.

Antes siempre me consolaba imaginando a mi madre dándome ánimos. Me metía en su papel e intentaba obtener un poco de su fortaleza. Ahora me imaginaba a una Natascha adulta que me ayudaba. Mi propia vida se abrió ante mí como un rayo que atravesaba el tiempo y llegaba hasta el futuro. Yo estaba en la cifra doce. A lo lejos veía a mi propio yo con dieciocho años. Grande y fuerte, segura de sí misma e independiente como las mujeres de mi novela. Mi yo de doce años avanzó despacio por el rayo, mi yo adulto se acercó hacia mí. Al llegar al centro nos dimos la mano. Noté un tacto suave y cálido, y al mismo tiempo sentí que la fuerza de mi yo grande se transmitía al pequeño. La Natascha grande abrazó a la pequeña, a la que no le quedaba ni su nombre, y la consoló. «¡Te sacaré de aquí, te lo prometo! Ahora no puedes huir, eres todavía muy pequeña. Pero cuando tengas dieciocho años venceré al secuestrador y te sacaré de esta prisión. No te dejaré sola».

Esa noche cerré un trato con mi propio yo futuro. Y he cumplido mi palabra.