Capítulo 26
¡Abdel Kader se había rendido! ¡El líder rebelde de los bereberes había sido vencido finalmente!
A partir de los rumores e informes que le llegaron durante los siguientes días, Alysson logró hacerse una idea de los acontecimientos que habían llevado a la capitulación de Abdel Kader. Tras un rápido contraataque contra las fuerzas marroquíes, el sultán se había retirado a Argelia, donde lo esperaban las tropas francesas. Perseguido por la retaguardia y con el ejército enemigo al frente, tuvo que tomar una decisión: o escapar a través de las montañas y adentrarse en el desierto para seguir luchando o admitir la victoria de aquellas fuerzas superiores que durante tantos años los habían hostigado.
El 21 de diciembre, Abdel Kader hizo llegar su rendición al general Lamoriciere. Dos días más tarde, entregaba formalmente su espada al gobernador general de Argelia, su alteza real el duque de Aumale. En la capital, se comentaba que la derrota de Abdel Kader había tenido mucho que ver con el carácter rebelde de las tribus bereberes, muchas de las cuales se habían negado a colaborar con los árabes para luchar contra los franceses. Pero, fuera cual fuese la causa, Abdel Kader y sus guerreros no volverían a ser una amenaza para los soldados ni para los colonos galos.
La alegría y el alivio que las noticias causaron entre la comunidad francesa fueron enormes, pero Alysson no podía compartirlos. De hecho, sentía compasión por aquel valiente líder que había desafiado al ejército colonizador durante quince años. Con independencia de sus crímenes contra los invasores franceses, Abdel Kader era un hombre extraordinario, un gran héroe. El futuro inmediato del sultán ocupaba todas las conversaciones. Se decía que probablemente fuera ejecutado como un traidor o encerrado en prisión, como un delincuente común. Aunque se sabía que una de las condiciones de la rendición había sido que Abdel Kader y su familia pudieran refugiarse en Palestina o en Egipto, los rumores crecían cada día.
Cualquiera de ambas posibilidades avivaba el enfado y la piedad de Alysson que, con la esperanza de poder ayudarlo, un día pidió a Honoré que la acompañara a visitar a Gervase a su oficina. El barrio europeo de la ciudad no era más que un montón de barracones militares al lado del puerto. Localizó a su ex prometido en uno de los deprimentes edificios, pero estaba tan ocupado que sólo pudo dedicarle unos minutos. Cuando le rogó que ayudara al sultán, él le prometió hacer lo que estuviera en su mano, aunque mostró poca confianza en su capacidad de alterar la decisión de los mandos. Gervase pensaba que el exilio era lo mejor que podía esperar el líder derrotado.
Cuando Alysson salió del edificio, vagó desconsolada por el patio, mientras Chand la seguía a una distancia respetuosa. Su tío se había detenido un momento para hablar con un conocido.
A su izquierda, en contraste con las colinas del fondo, la ciudad se alzaba en un amasijo de paredes blancas que brillaban al sol y oscuros cipreses y arrayanes. A su derecha, bajo los muros, el mar azul estaba salpicado por botes de pesca y barcos mercantes. En circunstancias normales, la vista la habría dejado boquiabierta, pero en aquel momento estaba demasiado preocupada como para disfrutar de ella.
Acababa de efectuar un hondo suspiro cuando descubrió a un caballero a lo lejos, que cruzaba el patio en dirección a otro de los barracones. Su corazón dio un vuelco al ver el pelo rubio que asomaba bajo su elegante sombrero.
«Jafar», pensó asombrada aunque en seguida se reprendió por sus absurdas imaginaciones. Era evidente que su mente le estaba jugando una mala pasada. Estaba tan desesperada por recibir noticias suyas, que lo veía en cualquier parte, incluso en medio de ese bastión de poder francés. Jafar nunca hubiera sido tan idiota como para poner un pie allí. Lo miró hasta que entró en el edificio y, al volverse, sus ojos se encontraron con un grupo de caballos, entre los que destacaba un fiero semental castaño.
Alysson dejó de dudar de su mente. El caballo era tan inconfundible como el niño que sostenía sus riendas.
Sin pensar, se levantó las faldas y echó a correr por el patio.
—¡Mahmoud! ¡Eres tú! —exclamó, sobresaltando tanto al niño como al animal que sujetaba—.
¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó en cuanto el pequeño controló al caballo favorito de Jafar—. Pensaba que no volvería a verte nunca más.
—¡Lallah! —la cara de Mahmoud se iluminó durante un instante, pero en seguida su expresión se ensombreció—. No la conozco, lallah, me ha confundido con otro.
—¿Cómo que no me conoces? Claro que me conoces. ¿De qué demonios hablas?
—No es prudente que esté aquí ni que nos vean hablando —susurró él.
Desconcertada, Alysson miró a su alrededor y vio que, en efecto, estaban atrayendo miradas curiosas. A unos metros de distancia, Chand la fulminaba con su mirada.
—Fingiré admirar el semental como si quisiera comprarlo.
—Pero ¡no está a la venta, lallah!
—Ya lo sé pero no hago daño a nadie al preguntar sobre él. Cuéntame. ¿Qué os ha traído hasta aquí?
Él se movió incómodo de un lado a otro.
—¿No ha oído las noticias sobre la derrota de nuestro ejército, lallah?
—Sí y lo siento, Mahmoud. Me habría gustado que el resultado hubiera sido distinto.
—¡Debería haber sido distinto! Alá no tendría que haber abandonado a sus fieles para ponerse del lado de los franceses, esos hijos de serpientes y escorpiones.
Alysson musitó lo que podía interpretarse como un sonido de aprobación.
—Pero ¿qué hace tu amo aquí? Porque ese que acabo de ver era Jafar, ¿no? —al ver que el niño no respondía, Alysson se mordió el labio inferior e intentó contener su impaciencia—.
Mahmoud, por favor, tienes que contármelo.
—El señor ha venido en nombre del sultán de los árabes, Abdel Kader.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No puedo explicar nada más.
Era obvio que Mahmoud no deseaba hablar, pero ella no pensaba ponerle las cosas fáciles. Tras insistir mucho, el niño le contó que Jafar había ido a negociar los términos del exilio para el líder vencido y que se presentaba ante las autoridades francesas no como un guerrero bereber sino como el caballero inglés Nicholas Sterling, el nieto del duque de Moreland.
Miró al niño horrorizada. Jafar había renunciado a su identidad bereber para ayudar a su líder, convencido de que su nacionalidad británica y sus orígenes nobles le resultarían más útiles al sultán.
Pero incluso bajo esa identidad, Gervase lo reconocería y lo expondría como un traidor ante el gobierno francés.
Un escalofrío de terror recorrió su espalda. Tenía que encontrar a Gervase e impedir que viera a Jafar.
Tras ordenarle al niño que esperara allí, Alysson regresó al edificio donde su tío se estaba despidiendo de su conocido. Pasó a su lado sin hacerle caso y abrió la puerta del despacho de Gervase, pero él ya no estaba allí. Cuando pidió verle, le dijeron que el coronel estaba reunido con otros oficiales y que no podían molestarlo.
Sólo se rindió cuando el tío Honoré la agarró del brazo y se la llevó. Para su disgusto, Mahmoud y los caballos habían desaparecido. Quiso ir a buscarlo, pero su tío le dijo que no siguiera provocándolo. Hasta aquel momento, había accedido a los deseos de su sobrina y había protegido a Jafar guardando silencio sobre su identidad, pero si su secuestrador era llevado ante la justicia, no podía seguir con la mentira.
Así que, en vez de protestar, Alysson se dejó llevar de vuelta a casa en silencio. Allí la invadió un estado de agonía, en que no paraba de preguntarse cuándo le llegarían noticias de que su amante bereber había sido capturado y encarcelado.
Jafar tenía preocupaciones similares. Al participar en las negociaciones, se arriesgaba a ser reconocido, pero no podía negarse. Si existía la menor oportunidad de que su intervención pudiera alterar el destino del sultán, debía intentarlo. Por eso se había presentado en la conferencia convocada por su alteza el duque de Aumale, decidido a aportar el peso de su apellido y de su cargo.
Sin embargo, era muy consciente de que podía ser detenido en cualquier momento y estaba mentalizado y resignado. No dudaba de que el coronel Bourmont lo identificaría y estaba preparado para afrontar las consecuencias, pero más tarde, cuando hubieran acabado las negociaciones. No creía que los cargos que pudieran presentar contra él fueran demasiado graves. En realidad, sería la palabra del coronel contra la suya. No obstante, esperaba que la confrontación no tuviera lugar de inmediato puesto que, en ese caso, perdería toda su fuerza y su influencia para negociar a favor de su comandante.
Ambos hombres estaban sentados en extremos opuestos de la mesa y Jafar notó que el coronel Bourmont clavaba en él su mirada mientras se hacían las presentaciones y, también luego, cuando se levantó para dirigirse a los presentes como Nicholas Sterling.
Jafar se dio cuenta del preciso instante en que Gervase ataba cabos. Al pronunciar las primeras palabras, captó que Bourmont abría mucho los ojos y su expresión se llenaba de furia contenida.
Pero el coronel no se levantó ni lo señaló con el dedo. De hecho, no hizo ningún movimiento y Jafar, agradecido, supuso que no quería interrumpir las negociaciones. Se obligó a relajarse y a centrarse en el tema que había ido a tratar, aunque era consciente de que el conflicto con el coronel sólo se había pospuesto.
La discusión que siguió sobre el destino de Abdel Kader fue tan acalorada como sorprendente.
Jamás hubiera pensado que su adversario estuviera de su parte y pidiera clemencia. Como él, el coronel Bourmont defendió el exilio ante las demás opciones, todas más violentas. El duque de Aumale escuchó con solemnidad a todos los presentes antes de tomar una decisión. Cuando la reunión llegó a su fin, Jafar supo que había conseguido el mejor resultado posible. Abdel Kader sería trasladado a Francia, donde el rey tomaría la decisión definitiva.
Cuando los oficiales empezaban a dispersarse, Jafar oyó una voz a su espalda:
—¿Puedo hablar un momento con usted en privado, monsieur?
Al volverse, se encontró con los ojos entornados de su enemigo. Jafar asintió con la cabeza y siguió al coronel hasta su despacho, consciente de la media docena de soldados armados que los seguían a una discreta distancia. Al parecer, el coronel no quería arriesgarse a que escapara.
Pero parecía que, por el momento, la conversación iba a ser civilizada. El coronel le ofreció asiento y un vaso de vino, aunque luego titubeó:
—¿Bebe alcohol?
—En ocasiones —respondió Jafar, al aceptar la copa. La pregunta de Bourmont no hizo más que confirmar sus sospechas: el coronel sabía quien era. De otra manera, no le habría preguntado con tanta consideración si su religión le permitía la ingesta de alcohol.
Jafar bebió un trago y esperó, incómodo, mientras estudiaba a su enemigo por encima del borde de cristal. La actitud de Bourmont, en realidad, le resultaba sorprendente. Estaba acostumbrado al despliegue de mala educación y superioridad con que los europeos trataba siempre a los musulmanes. Los oficiales no eran ninguna excepción y solían aplicar las leyes francesas con altivez y severidad.
El coronel, aunque sin duda era un hombre riguroso, no parecía altivo en absoluto. Jafar lo observó con desconfianza mientras se sentaba a su lado.
—Si se está preguntando si voy a desenmascararlo, puede dejar de preocuparse. Lo he reconocido, por supuesto, pero no voy a denunciarlo… por dos razones. Me salvó la vida aquel día en el campo de batalla y no es algo que pueda olvidarse con facilidad. No voy a devolverle el favor denunciándolo ante un tribunal militar para que lo lleven ante un pelotón de fusilamiento.
Jafar guardó silencio durante unos instantes.
—Nadie le recriminaría que lo hiciera —replicó después.
—Yo me lo reprocharía porque un hombre de honor no actúa así. En realidad, me considero en deuda con usted para el resto de mi vida.
—Eso es mucho tiempo.
—Tal vez.
Los dos se contemplaron en silencio.
—Usted ha mencionado dos razones —comentó Jafar después de unos instantes.
—Cierto, aunque antes me gustaría hacerle una pregunta. ¿Por qué no me mató cuando tuvo la oportunidad? Se había tomado muchas molestias para llevar a cabo su vendetta contra mi padre. Y, luego, desaprovechar la oportunidad de esa manera… Reconozco que siento cierta curiosidad.
Jafar bajó la mirada hacia la copa, reacio a contestar.
—Tengo mis razones, pero son personales, coronel. Sin embargo, puedo decirle que he renunciado por completo a ese juramento de venganza.
—No lo crea —replicó Gervase en voz baja y triste—. Al final, ha conseguido vengarse puesto que me ha arrebatado el amor de Alysson.
Jafar levantó la cabeza bruscamente, como un lobo que olfatea el aire. Miró fijamente a Bourmont, con el corazón desbocado.
—Alysson está enamorada de usted —repitió Gervase—. ¿No lo sabía?
Jafar tragó saliva, incapaz de hablar. Cuando consiguió hacerlo, tenía la voz ronca.
—Discúlpeme, pero me cuesta creerlo. Tuvo muchas oportunidades de expresar sus sentimientos y su decisión fue marcharse. Ella eligió no quedarse conmigo.
—Sin embargo, me temo que es cierto. Me lo afirmó ella misma al rechazar mi nueva oferta de matrimonio.
—¿La rechazó? —esa vez su voz resultó casi inaudible—. Pero no he oído nada sobre una ruptura del compromiso.
La sonrisa de Gervase fue muy amarga.
—Quizá porque nunca llegamos a estar comprometidos. Antes de partir a la expedición, Alysson me aseguró que lo consideraría seriamente y que me daría una respuesta a su regreso. Pero después de todo lo sucedido, nos pareció más prudente no decir nada hasta que la sociedad hubiera olvidado el escándalo. Si hubiera anunciado la ruptura del compromiso en seguida, todo el mundo la habría señalado con el dedo. Sólo he tratado de protegerla.
Tras un nuevo silencio, Jafar habló:
—Debe de amarla mucho.
Gervase volvió a sonreír con amargura.
—Me gusta creer que no soy tan egoísta como para poner mi felicidad por delante de la suya.
—En ese caso, tenemos más cosas en común de las que pensaba —admitió Jafar, atormentado—. Lo más difícil que he hecho en mi vida ha sido dejarla marchar.
—Ah —murmuró Jafar—, veo que mis sospechas eran acertadas. Ella es la razón de que me salvara la vida.
—Sí, así es.
—Porque también la ama.
—Sí —reconoció Jafar, con la mirada baja.
—¿Y ahora? ¿Qué piensa hacer al respecto?
Jafar cerró sus ojos y recordó el tormento de las últimas semanas después de haber perdido la esperanza de que Alysson fuera suya. Se levantaba por las mañanas y simulaba llevar una vida normal, pero por dentro era un cadáver, un fantasma, una alma en pena. Quizá por eso no había dudado en adentrarse en la guarida de sus enemigos y poner su vida en manos del coronel. La idea de la muerte no era tan terrible comparada con el dolor de vivir sin ella.
—No lo sé. Pensaba que la había perdido.
—No lo creo. Aún no ha abandonado Argel, ¿lo sabía?
—Sí, pero no me atrevía a creer que yo fuera la causa.
De repente, Gervase se echó hacia adelante en el asiento y clavó sus ojos en él.
—¿Cuidará bien de ella?
Jafar le devolvió la mirada y le dijo con solemnidad:
—Daría mi vida por ella.
Al parecer, el coronel le creyó porque pareció relajarse un poco.
—En ese caso, me quedo más tranquilo —se reclinó en la silla, bebió un sorbo de vino y, pasados unos momentos, cambió radicalmente de tema—. Alysson no es el único asunto que quería tratar con usted. También me gustaría que habláramos del futuro de su país. Jafar hizo un gran esfuerzo para apartar de su mente los pensamientos medio optimistas, medio pesimistas sobre Alysson y centrarse en lo que le decía el coronel.
—¿Conoce las responsabilidades de la Oficina para Asuntos Árabes? —preguntó Bourmont.
Él hizo memoria e intentó recopilar todo lo que había oído al respecto. Era el departamento encargado de gobernar a los distintos pueblos que integraban la nación argelina. Una oficina en manos de los militares franceses, que se ocupaban de administrar los territorios conquistados y supervisar a los jefes locales. Ese organismo había permitido que se mantuviera la jerarquía turca basada en califas, aghas y caíds, aunque a la práctica era un oficial francés quien subía los impuestos o administraba justicia a través de cualquier candidato dócil.
—Algo conozco —respondió Jafar—. Es la institución encargada de mantener el dominio del ejército francés sobre la población musulmana, mediante el control de sus líderes.
El coronel se tensó ligeramente ante su tono despectivo.
—El objetivo de la Oficina es la asimilación, no la dominación. Permite que las tribus locales mantengan su gobierno, mientras sus jefes sean seleccionados y aprobados por la Oficina. Es un sistema justo.
—Supongo que eso depende del lado desde el que se mire.
—Es posible —admitió Gervase— pero, en cualquier caso, es el sistema con el que contamos.
Como máxima autoridad de la Oficina mi principal misión es proteger a los colonos, que a estas alturas ya son varios centenares de miles y no dejan de llegar. Ahora que la guerra ha acabado…
—Vendrán muchos más —Jafar acabó la frase con tristeza—. Todos con un gran afán de conquista.
Bourmont se echó hacia adelante en la silla.
—La presencia francesa ha traído muchas cosas buenas, no lo olvide. Cuando llegamos, diecisiete años atrás, Argel sufría una plaga de peste y hambruna. La ciudad estaba casi en ruinas.
—¿Y eso lo vio con sus propios ojos o se lo contaron?
El coronel dudó y se ruborizó.
—Sin duda, su padre usó esas falacias y otras parecidas para justificar la invasión del reino — replicó Jafar, en un tono despectivo—, pero yo vivía aquí hace diecisiete años y le aseguro que las cosas no estaban tan mal.
—Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo tácito de dejar atrás el pasado —contestó Gervase en el mismo tono—. Mi padre lleva casi diez años muerto y preferiría dejarlo enterrado y olvidado.
—Tiene razón, discúlpeme. Continúe, coronel.
—Bien. Como decía, ahora que la guerra ha terminado será más fácil proteger a los colonos, pero hay otros temas que me preocupan. Me gustaría proporcionar un buen sistema de justicia a la población. Mis predecesores no contaban precisamente con la virtud del vencedor y no lograron un buen equilibrio entre la razón y el corazón. Ni tuvieron siempre en cuenta los derechos de los más débiles. Espero hacerlo mejor que ellos.
Jafar no dijo nada, pero guardó un respetuoso silencio.
—Para conseguir un gobierno tolerante y eficiente, creo que lo primero es conocer a fondo al pueblo que vamos a gobernar, sus costumbres y organización social, su lenguaje, sus instituciones…
Quiero que todos los que trabajen en la Oficina sean expertos en el modo de vida de la población local. Lo que me lleva por fin a exponer mi petición: me gustaría contar con su colaboración.
—¿Mi colaboración?
—Le ofrezco un cargo oficial en la Oficina de Asuntos Árabes —Jafar apretó los dientes y Gervase alzó una mano conciliadora—. Veo que su primer impulso es negarse, pero antes de que tome una decisión, tenga en cuenta una cosa: una posición de poder dentro del propio gobierno francés es la mejor manera de influir en los conquistadores de su patria y de proteger a su gente.
Conseguiría autonomía para gobernar su provincia y podría mantener la justicia árabe, siempre que no se opusiera a las leyes francesas. A cambio, actuaría como intérprete, juez, recaudador de impuestos e informador. Y, más importante que todo eso, me aconsejaría sobre la efectividad de nuestras políticas para ayudarme a hacer los cambios adecuados y mejorarlas.
Jafar guardó silencio y reprimió el primer impulso de decirle a Bourmont qué podía hacer exactamente con su oferta. En realidad, admiraba al coronel tanto por su valor al presentar su idea de forma honesta y sin recurrir a amenazas, como por el plan en sí mismo. Conseguir que el enemigo se uniera a sus filas para subyugarlo era una maniobra muy inteligente, digna de un filántropo que deseaba el entendimiento entre árabes y franceses. El coronel era un tanto paternalista, pero parecía sincero.
Jafar respiró hondo. Miró hacia la ventana, vio que la luz del sol se desvanecía y pensó en Alysson. Ésa era su hora favorita del día, cuando la tarde se convertía en noche y la luz pasaba del rosado al violeta. Ésa era la hora en que la añoraba con más intensidad. A menos que uno contara también las mañanas, cuando se despertaba y recordaba con angustia que ya no estaba allí. O cuando trataba de dormir por las noches sin conseguirlo. O cuando montaba a caballo o visitaba cualquiera de los sitios en los que había estado con ella. O cuando recorría las habitaciones vacías. O cuando se asomaba a la ventana y en el patio no había ninguna rebelde jovencita inglesa sentada entre sus almendros, con la cara vuelta hacia el sol para obtener cada gota de energía de la vida. El sentimiento de pérdida nunca lo abandonaba.
Pero ahora le ofrecían la oportunidad de influir en el futuro de su país y, más que eso, le regalaban la posibilidad de salvarse y tener a Alysson a su lado sin traicionar a su deber. Si Jafar aceptaba la propuesta de Bourmont, establecería una alianza con los franceses y, ante los ojos de su tribu, su matrimonio con una europea cumpliría la misma función que un matrimonio entre tribus vecinas, el estrechamiento de lazos con un pueblo aliado. Alysson podría ser su primera esposa y su única esposa, si lo aceptaba.
Y aunque no lo hiciera, no podía dejar pasar de largo la generosa oferta del coronel. Si Bourmont estaba genuinamente interesado en mejorar la justicia de su país, tenía que ayudarle sin importarle su irritante posición de vencido.
Sin duda también debía de ser difícil para Bourmont pedir la colaboración de un hombre que le había robado el amor de su vida. Ambos estaban en una situación que los obligaba a comprometerse, aunque, sin duda, su posición era la más delicada. Los franceses habían ganado la guerra y, igual que durante las negociaciones sobre el exilio del sultán, iba a tener que esforzarse para lograr las mejores condiciones posibles. Y seguir trabajando a partir de ahí. Jafar se volvió hacia Bourmont, que aguardaba su respuesta en silencio, y se doblegó al destino.
—Lo consultaré con los otros líderes de mi provincia, coronel —dijo al final.
Bourmont lo miró con curiosidad.
—Pensaba que podría tomar la decisión usted solo.
Jafar se permitió una leve sonrisa.
—No, la decisión no es sólo mía. Yo gobierno según los dictados de mi pueblo, no de mis propios caprichos. Es nuestra costumbre. Si usted ha sido sincero, si piensa permitir que conservemos nuestras tradiciones y modo de gobierno, tratará de entenderlo.
—Sí…, por supuesto.
—Si puedo pedirle un poco más de paciencia, le prometo que estudiaré su oferta con la atención que merece. Incluso le diré que pienso hablarle al consejo de las ventajas que implica y que intentaré darle todo mi apoyo.
—Muy bien —dijo Gervase, acercándose a él—. ¿Un apretón de manos?
Jafar miró la mano extendida de Gervase.
—Es una costumbre occidental, ya lo sé. Cuando regrese y acepte mi propuesta lo celebraremos a la manera oriental, comeremos juntos y fumaremos una pipa después.
Esa vez Jafar aceptó la mano de Gervase de buena gana.
El francés volvió a reclinarse en la silla, satisfecho, e hizo girar el vino en su copa mientras reflexionaba en voz alta.
—Argelia permanecerá un tiempo bajo dominio militar, pero estoy seguro de que llegará el día en que el poder volverá a estar en manos de civiles. Incluso espero llegar a ver el día en que árabes y bereberes convivan de forma pacífica con sus vecinos franceses y de otras nacionalidades —alzó la copa en un brindis y se volvió hacia su invitado—: Tal vez podríamos brindar por ese día.
Jafar levantó su copa despacio.
—Los buenos modales que me inculcó mi abuelo me obligan a acompañarlo aunque permítame que repita las palabras que el sultán Abdel Kader dijo sobre los franceses. Sólo son invitados de paso, coronel. Tal vez se queden entre nosotros trescientos años, como los turcos, pero un día u otro se marcharán.
Gervase de Bourmont le devolvió una sonrisa melancólica.
—Brindemos por ese día entonces, monsieur.