Capítulo 24

Alysson no tuvo tiempo de pensar, ni de apuntar, ni de esperar a que el miedo dejara de entumecerle los músculos. La desesperación la impulsó a actuar por instinto y, levantando el cañón del rifle, disparó.

El ruido ensordecedor retumbó entre los resoplidos y los relinchos de los caballos. El esbelto cuerpo dorado de la leona se retorció en el aire antes de caer al suelo de un golpe seco. Con la respiración entrecortada, Alysson controló a la yegua mientras su corazón latía violentamente en su pecho. Cuando por fin pudo mirar hacia el suelo para comprobar el resultado de su disparo, vio que el asalto había acabado tan de repente como había empezado. Había alcanzado su objetivo. Había acertado a la leona en pleno salto.

Se volvió hacia Jafar y vio el brillo del acero en su mano. Había logrado sacar la daga para defenderse de la bestia asesina pero, incluso así, en una brecha tan estrecha habría tenido pocas oportunidades de sobrevivir a un ataque de esas características. Acababa de escapar de graves heridas… Probablemente acababa de salvarse de la muerte.

Y parecía ser consciente de ello. En cuanto tuvo al semental bajo control, buscó a Alysson con la mirada.

—Creo que he adquirido contigo una deuda de gratitud, Ehuresh —le dijo en voz baja y cargado de resignación.

Alysson se había quedado sin habla. Comprobó sorprendida que estaba temblando. No podía pensar en otra cosa que en Jafar siendo atacado y herido por la leona. Bajó del caballo casi sin fuerzas porque necesitaba sentir el suelo sólido bajo sus pies.

Saful, que también había desmontado, se aproximó con prudencia al animal, por si sólo había quedado herido. Lo tocó con el cañón del rifle y le volvió la cabeza hacia un lado. No cabía duda. El rey de los bosques estaba muerto porque la bala había dado en la frente, justo entre los ojos.

Era un disparo imposible, pensó Alysson. Si lo hubiera intentado cien veces en condiciones óptimas, nunca lo habría conseguido. Un nuevo disparo rompió el silencio de la noche. Saful había levantado el rifle y disparado al aire para celebrar la muerte del enemigo. Alysson se arrodilló. No podía parar de temblar.

Se sintió muy agradecida al notar los fuertes brazos que la rodeaban y la abrazaban. Con un sonido muy parecido a un sollozo, enterró su cara en el hombro de Jafar y buscó consuelo en su cercanía.

Él le acarició la espalda y le murmuró palabras de consuelo en bereber, que nada tenían que ver con la tormenta de emociones que sentía.

Una parte de su corazón estaba henchida de orgullo y gratitud. Orgullo por la habilidad de Alysson con las armas. Gratitud porque sus rápidos reflejos le habían salvado la vida. Pero su amarga sensación de pérdida ahogaba cualquier otro sentimiento.

No tenía otra opción que dejarla en libertad. Había dado su palabra: su libertad a cambio de la vida del león.

Sintió un dolor tan desgarrador en el pecho que tuvo que cerrar los ojos con fuerza. Ojalá pudiera retirar sus palabras. Ojalá…

Pero era inútil perder el tiempo con deseos absurdos puesto que Alysson no cambiaría de idea.

Qué ironía tan grande. Los hechos de esa noche tendrían consecuencias que no había previsto.

Cuando su gente se enterara de lo que Alysson había hecho, la acogerían en su seno con los brazos abiertos. Alguien que demostrara ese coraje ya no sería visto como un odiado europeo. Tal vez no pudieran aceptarla como su primera esposa pero, sin duda, la admitirían como miembro de la tribu, como parte de sus vidas y de sus corazones. En su cabeza, resonó una risa desesperada porque Alysson ya no estaría allí para ver la transformación.

Pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que el caballerizo esperaba, respetuoso, a un lado. Reprimió un suspiro, deshizo el abrazo, se levantó y asintió.

Saful se acercó a Alysson con sus manos extendidas, en las que llevaba un objeto peludo y ensangrentado.

—Esto le pertenece, lallah —le dijo, en un tono de admiración que rozaba la reverencia. Saful le había cortado las zarpas al león de las montañas y le ofrecía la garra delantera derecha.

Alysson miró la truculenta reliquia, aturdida.

—Te has ganado el derecho a guardarla —dijo Jafar en inglés—. Nuestras mujeres cuelgan la zarpa de un león o de cualquier otra bestia salvaje del cuello de sus hijos, como amuleto para proporcionarles fuerza y valor. Las novias se las regalan a sus esposos en la boda.

«Esposo». Alysson cerró los ojos con fuerza, mientras las palabras de Jafar se repetían en su cabeza. Nunca tendría el derecho de regalársela a Jafar. Había cumplido su parte del trato, había matado al león y ahora era libre para marcharse cuando quisiera.

¿Por qué? Oh, Dios mío, ¿por qué había insistido? ¡Cómo se arrepentía! ¡Ojalá no hubiera disparado! Pero esa idea era ridícula porque jamás hubiera permitido que le pasara nada malo a Jafar. La ironía de la situación era dolorosa. Al salvar su vida, había eliminado cualquier posibilidad de tener un futuro juntos.

Le dirigió una mirada llena de angustia. Si él le dijera una sola palabra, se quedaría a su lado, en las condiciones que él quisiera. Pero no le había dicho nada.

¿Sería que él tampoco veía ninguna posibilidad de futuro para ellos? ¿Creía que su presencia le perjudicaba ante su tribu? ¿No sentía nada hacia ella? ¿Deseaba que se marchara?

—¿Puedes montar? Tenemos que volver.

Al oír las impersonales palabras de Jafar, Alysson se sintió invadir por la desesperanza.

Hubiera querido hacerse un ovillo en un rincón y buscar el olvido en el sueño, pero asintió con la cabeza, aceptó la ayuda de Jafar para volver a montar y, durante el largo regreso, trató de controlar sus pensamientos negativos.

La luna salió poco después para bañar el paisaje agreste en una luz fría. Horas más tarde, entraban triunfales en la fortaleza, con el león envuelto en una manta. Gritos de júbilo y disparos al aire los recibieron, exclamaciones de alegría universal porque el tirano acababa de ser derrocado, señal de que hombres y mujeres podrían volver a salir por la noche sin temer por sus vidas.

Pero ni Alysson ni Jafar participaron en las celebraciones. Ninguno de los dos podía sacudirse de encima la terrible angustia que sentían ante el futuro próximo.

La tribu de Jafar no recordaba nada igual. ¡Una mujer había matado a un león!

¡Qué valiente que era la infiel! ¡Qué audaz! ¡Extraordinaria! ¡Había matado al ezim y le había salvado la vida al señor!

El día siguiente fue una jornada de banquetes y actos de homenaje al valor y la habilidad de Alysson, aunque la protagonista de la fiesta se perdió casi todos los festejos, ocupada como estaba en los preparativos para marcharse al día siguiente con su tío y su criado indio. El califa en persona se iba a encargar de escoltarla durante buena parte del camino.

En realidad, no había muchas cosas que preparar. Alysson sólo tenía que recoger su ropa y Chand, que estaba extático de felicidad, se encargaba de ello. Así que se pasó casi todo el día buscando y despidiéndose de la gente que la había cuidado durante los dos últimos meses. Todas aquellas personas habían significado mucho para ella:

Tahar, la mujer afable que le había ofrecido amabilidad y consejos; Saful, su fiel guardián; Gastar, la vieja sanadora que le había salvado la vida y Mahmoud, el niño lisiado pero orgulloso, cuyas cicatrices eran mucho más profundas de lo que se veía a simple vista.

De todos ellos, Mahmoud era sin duda el más querido. A pesar del odio que el niño sentía por los de raza blanca, una vez superados los primeros conflictos, la había aceptado y había hecho que su cautiverio fuera mucho más llevadero. Él había sido su vínculo con el mundo y la cultura extraña a la que la habían arrojado. Había respondido a sus preguntas sobre la gente de su tribu y le había explicado muchas historias. Y, lo más importante, había calmado su curiosidad respecto a su señor.

Incluso había tratado de protegerla de los conjuros de la hechicera bereber. ¿Cómo no sentir ternura por él, que se había interpuesto entre ella y las amenazas de una bruja?

Aunque tal vez se sentía tan cercana a Mahmoud porque en aquel pequeño enfadado veía a Jafar de niño.

Ahora, frente al que había sido su criado, Alysson tenía un nudo tan grande en la garganta que casi no podía hablar.

—Quiero agradecerte el excelente cuidado que me has dispensado en las últimas semanas —le dijo, con la voz temblorosa.

Mahmoud no la miró a la cara.

—No tiene importancia. Era mi deber. No hice más que seguir las órdenes del señor.

A pesar de aquella respuesta hosca, Alysson pensó que el niño también la echaría muchísimo de menos y alargó su mano para ofrecerle la zarpa que Saful le había dado.

—Espero que aceptes esto como prueba de mi agradecimiento.

Él miró el objeto con desconfianza hasta que se dio cuenta de lo que era.

—Oh, lallah…

Mahmoud aceptó el regalo con reverencia, luego se lo llevó al pecho y le dijo, emocionado:

—Me hace un gran honor.

Alysson sonrió con los ojos llenos de lágrimas. Quería abrazarle, pero sabía que un joven que se consideraba guerrero podía ofenderse o sentirse avergonzado por aquella demostración de afecto, por lo que se conformó con darle un apretón en el hombro.

Después, regresó a la habitación y trató de conciliar el sueño, pero el ruido de las celebraciones y el dolor de su pecho la mantuvieron despierta. Alysson yacía hecha un ovillo, bajo una montaña de mantas y colchas. ¡Dios! ¿Cómo iba a soportar separarse de Jafar? ¿Cómo podría sobrevivir a la agonía que hacía sangrar su corazón? Sentía que la estaban partiendo en dos y no creía que pudiera curarse nunca.

Alysson fue a buscarlo aquella noche. No pudo evitarlo.

Era tarde, pasadas las doce, y todo el mundo estaba dormido mientras ella se dirigía a los aposentos del señor. Los guardias la dejaron pasar y entró en la habitación por la biblioteca. La puerta estaba abierta y una luz tenue iluminaba el interior.

Bajo el umbral, vio que el resplandor venía de una lámpara que colgaba del techo y del brasero que ardía en una esquina. El lecho de Jafar, en la esquina opuesta, también era una cama bereber, distinta de las árabes. El somier de madera soportaba el peso de numerosas capas de alfombras y cojines. Al lado, un gran armario de madera de sándalo tallada, con incrustaciones de marfil, completaba el mobiliario.

Jafar, que no dormía, estaba junto a la alta ventana, cubierta con rejas metálicas, y miraba al suelo distraído. Alysson dio un paso hacia él y él levantó la cabeza de repente, mientras se llevaba la mano a la daga.

Alysson ahogó un grito ante su rápida reacción. El sonido que salió de la garganta de Jafar cuando ella dejó caer su burnous al suelo fue mucho más ronco. Debajo, Alysson sólo iba vestida con una prenda de seda tan fina que todas sus curvas quedaban a la vista.

Un silencio expectante se apoderó de la habitación mientras se contemplaban el uno al otro. La joven vislumbró —o quizá sólo imaginó— un gesto de vulnerabilidad en los duros rasgos del bereber, una vulnerabilidad que resultaba rara en alguien tan arrogante. Su cara demacrada y macilenta denotaba cansancio, algo que también transmitían sus ojos fatigados. Alysson se preguntó si tal vez sentía una pizca del dolor que la estaba aniquilando aunque su tono de voz no le dio ninguna pista al respecto:

—No deberías estar aquí, Ehuresh.

—He… venido… a decirte adiós —musitó ella, sin poder disimular el último hálito de esperanza que se resistía a morir.

Jafar se dirigió hacia ella y capturó su cara entre las manos para examinar aquellas sombras que convertían los ojos de Alysson en dos pozos de misterio.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó él con la voz ronca. Su tono ya no trataba de aparentar indiferencia. Al contrario, estaba cargado de emoción.

El corazón de Alysson empezó a latir sin control. ¿Qué quería de él? Necesitaba amarlo y sentir el contacto de su boca. Lo deseaba tanto que estaba dispuesta a aceptar el dolor que acarreaba la decisión. Anhelaba tener recuerdos que la ayudaran a pasar los años de soledad que se abrían ante ella. Quería creer, aunque sólo fuera por una noche, que las cosas entre ellos eran posibles.

—Quiero recordarte —susurró ella, mientras levantaba los labios hacia su boca.

Con un gruñido, Jafar le dio lo que quería. Rodeándola con sus brazos, le aplastó la boca con su beso.

Era un beso desesperado. Alysson lo notó en su manera de moverse por su boca sin delicadeza, en la fiereza con que le clavaba la lengua, en la presión de su cuerpo, en el fuego que desprendían sus ojos cuando se apartó un momento para mirarla. Sus iris salvajes, fieros y directos, no perdían detalle de su cuerpo mientras Jafar le rompía el diáfano camisón y se arrancaba la chilaba. Tampoco perdieron intensidad mientras la levantaba en brazos y la llevaba hasta la cama. La cubrió con su cuerpo y, sin perder ni un instante, volvió a asaltarla con su boca.

No había ni rastro de delicadeza en los movimientos de Jafar, pero ella no la echaba de menos porque aquél era un momento de sinceridad descarnada. La necesidad de marcar como propia a Alysson, que sentía Jafar, era correspondida por ella y se imponía a todo lo demás. La joven respondió a su fiereza con una reacción similar, enredándole sus dedos en el pelo, se arqueó contra sus poderosos muslos.

Y entonces él la llenó, con su cuerpo y su angustia. Alysson movía la cabeza de un lado a otro, incapaz de soportar aquel inmenso deseo. Estaba a punto de morir abrasada, cuando clavó sus uñas en la espalda de Jafar y sollozó su nombre, mientras le rogaba que pusiera fin a su tormento. Él respondió agarrándola con más fuerza por las caderas y hundiéndose en ella con más energía hasta que la frenética belleza que se retorcía entre sus brazos se estremeció. Su agudo grito de pasión rompió el escaso control que le quedaba. Jafar se tensó y echó la cabeza hacia atrás, al tiempo que pronunciaba el nombre de Alysson en un grito sordo.

Luego se quedaron quietos, entrelazados, mientras sus corazones desbocados se calmaban. Jafar se retiró de su interior despacio, como si separarse de ella le causara dolor físico.

Ella se volvió con lentitud hacia él para observarlo, tumbado de espaldas en la cama, entre los mullidos almohadones y con un brazo sobre los ojos cerrados. Ése era su intrépido amante bereber, pensó Alysson, con una mezcla de añoranza y angustia. Recorrió su cuerpo entero con la mirada, sin vergüenza y pausadamente, mientras absorbía la belleza de sus curvas, sus músculos esbeltos y elegantes cubiertos de un vello dorado que brillaba de sudor a la luz de la lámpara. Era como el león que había cazado en la montaña aunque no tan salvaje. Jafar era una bestia leonada, domesticada sólo a medias. Alzó la mirada hasta su rostro sensual, semioculto por las sombras para grabar sus rasgos en la memoria.

No se arrepentía de haber ido, reflexionó. Le había hecho el amor porque lo deseaba y lo necesitaba, porque, ante ella, se extendía un estéril desierto de largos años de soledad.

Como si supiera que lo estaba observando, Jafar apretó el puño y dijo:

—Muy bien, Ehuresh, ahora ya puedes recordarme como lo que soy… un salvaje pagano, un bruto frío y desalmado.

La amargura de su voz se clavó en el corazón de Alysson.

—No —susurró ella.

Jafar bajó el brazo con violencia y se volvió a mirarla con los ojos de un halcón enjaulado. Era una expresión rebelde que escondía sentimientos más profundos. La intensidad de su tormento sorprendió a Alysson Ése era el auténtico Jafar: alguien que no podía ocultar por más tiempo su verdadera naturaleza de hombre roto por los conflictos internos. Alysson sintió su desesperación, su vulnerabilidad, su amargura…

—No —negó ella, con obstinación—, no eres frío ni desalmado, ni eres un salvaje. Sólo eres un hombre… que lucha por lo que cree, contra fuerzas muy superiores a él.

Los labios de Jafar se curvaron para formar algo parecido a una sonrisa irónica.

«Ah, Ehuresh, hasta en esto me contradices», se dijo con el corazón en un puño, ante la apasionada defensa de su cautiva. Sabía que ella sentía algo por él y pensó que, tal vez, esta separación también fuera dura para ella, al menos, por lo que a sus apasionados encuentros se refería. Pero él anhelaba mucho más que pasión física, mucho más que la mera posesión de su cuerpo. Quería su corazón. Y eso no podría tenerlo nunca. Jafar levantó una mano despacio y acarició su mandíbula con un dedo.

«Quédate conmigo», le dijo con la mirada aunque sin esperanza.

«Pídeme que me quede contigo», suplicó ella del mismo modo.

«¿Te casarás con él cuando regreses?»

«¿Por qué me dejas marchar?»

Jafar vio que los ojos de Alysson se llenaban de preguntas que era demasiado orgullosa para hacer en voz alta. La estaba enviando de vuelta a los brazos de su prometido; un hombre al que debía haber matado. El recuerdo de Bourmont le hizo apartar la vista y atravesó su corazón con el tormento que había permanecido latente en su interior durante las últimas semanas.

Y, sin embargo, no era un sentimiento desconocido. Por desgracia, la desesperación era una vieja compañera de viaje para Jafar, aunque jamás lo había herido tanto. Nunca hubiera imaginado que su rebelde cautiva llenaría su vida y su corazón como lo había hecho. Ahora que la perdía, se quedaría más solo y vacío que antes. Su interior se retorcía de dolor ante la perspectiva de los largos años de soledad.

¿De dónde sacaría fuerzas para dejarla marchar?

Daba igual. No tenía elección. A la larga, ella sería más feliz entre los suyos. Tenía que hacerse a la idea de que cuando volviera con su gente, se olvidaría de él. Con el paso del tiempo, los recuerdos felices de su cautividad se desvanecerían y acabaría pensando en ella como en una pesadilla.

Jafar se volvió hacia Alysson. Había existido tanto odio, tanto dolor y tanta pasión entre ellos; se habían dicho tantas cosas y tantas otras habían quedado en el silencio…, pero era demasiado tarde para cambiar el pasado.

Y el alba se acercaba demasiado de prisa. Jafar la abrazó sin decir nada. Lo único que podía hacer era asegurarse de que ella nunca lo olvidara.

—Me recordarás —le prometió—. Llevarás en ti la marca de mis manos… llevarás la marca de mi cuerpo en el tuyo… el sabor de mi boca…

Luego no hubo más palabras porque Jafar se aseguró de cumplir su promesa. Ni él ni Alysson dieron voz a los atormentados pensamientos que ocupaban sus mentes y sus corazones pero, durante su fiero apareamiento, se dijeron con los cuerpos lo que sus bocas no se atrevían a explicar.