Capítulo 13
Había fracasado. Ésa fue la cruda verdad que torturó a Alysson durante los largos días de su convalecencia. El sentimiento de frustración, mucho peor que la fiebre, la había dejado alterada, conmocionada y llorosa. No conseguía librarse de la sed y le dolía el cuerpo, pero mucho más el alma. La culpabilidad era un suplicio más duro que el miedo. Gervase y el tío Honoré irían a rescatarla y morirían a causa de una bala bereber o segados por una cimitarra árabe.
Incapaz de enfrentarse a la realidad, optó por retraerse. Los días se convertían en noches y las noches, de nuevo en días sin que Alysson encontrara un motivo para luchar contra la derrota y el vacío que oprimían su voluntad. El episodio de la huida frustrada y el rescate de Jafar le parecían algo irreal, como un sueño. Era evidente que Jafar se preocupaba por ella, pues se aseguraba de que comiera los mejores bocados de su propio plato y de que bebiera nutritivos zumos de fruta. Cuando el calor la inquietaba, la lavaba con agua fresca y, cuando se encontraba demasiado débil para moverse, la vestía con delicadeza, como a un bebé.
Pero su desesperación aumentaba con esa dependencia e indefensión. Que Jafar, al que ella aseguraba odiar, le hubiera salvado la vida no era algo que la alegrara.
Tampoco la hacían sentirse mejor las visitas que recibía. Tahar se sentaba a hacerle compañía varias horas cada día, pero sus amables intentos de darle conversación no obtenían respuesta por parte de Alysson.
Saful expresó a la perfección los sentimientos de la prisionera un día que fue a visitarla. No le había causado un daño físico serio al golpearlo en la cabeza con la jarra, pero su orgullo y su honor s e habían llevado la peor parte, ya que Jafar lo había destituido del cargo y había puesto a tres guardias en su lugar. Que su señor no se fiara de él para llevar a cabo la misión que le había encomendado era una medicina difícil de tragar para el bereber de ojos azules.
—Mi alma está oscura y triste —le dijo en bereber. Mahmoud se ocupó de traducir sus palabras.
Alysson cerró los ojos. Se sentía demasiado desdichada para preocuparse por el alma de nadie, especialmente de la suya.
Mahmoud, que trataba de animarla, le llevó a su mascota en una de sus visitas, un lagarto con rayas negras al que llamó «pez de la arena».
—Mire, señora, ¡lo hago bailar!
El lagarto parecía que bailaba para ganarse la cena. En otras circunstancias, Alysson le hubiera pedido a Mahmoud que lo dejara libre porque le parecía muy cruel mantener a las criaturas salvajes en cautividad, pero estaba claro que el niño y su mascota tenían un vínculo real. Mahmoud apreciaba al pequeño y feo reptil, tal vez porque, a diferencia de la gente, no reparaba en las cicatrices de su cara ni en su espantosa cojera. Pero en aquellos momentos, Alysson no era capaz ni de sentir compasión por el sufrimiento del niño. Su dolor era demasiado grande y su desesperación, demasiado apabullante.
Esa languidez era lo que más preocupaba a Jafar. Su prisionera recuperaba la salud poco a poco, aunque el brillo de sus ojos y la pasión de su alma habían desaparecido. La única ocasión en que había creído vislumbrar un rastro de su espíritu desafiante había sido la primera vez que la lavó tras recuperar la conciencia. Con un débil gesto había intentado taparse y echarlo de la estancia, pero ese pequeño acto de rebelión la había dejado agotada. Jafar había ganado esa batalla, aunque la victoria no le había proporcionado la menor satisfacción. Y, sin embargo, no por ello se desentendió de sus responsabilidades. Siguió cambiándole los vendajes regularmente, masajeándole los músculos alrededor de la picada de escorpión para que la carne se recuperara antes. Le dio de comer, a pesar de que ya podía hacerlo sola, porque sabía que si no la forzaba, no comería. Y siguió lavándola.
Cuatro días después de que la fiebre hubiera desaparecido, Alysson permanecía quieta mientras Jafar la desnudaba para ocuparse de su limpieza. Mientras le retiraba la gasa del muslo, ella trató de cerrar las piernas, pero Jafar lo impidió. En la intensa mirada que le dedicó, ella vio una mezcla de protección y posesión.
Alysson apartó los ojos, sin fuerzas para enfrentarse a él.
—La carne ya no está tan roja ni tan hinchada —le dijo, mientras le lavaba la zona con delicadeza.
Ella se encogió de hombros.
—Ya me habías contado que las heridas se curaban rápido en el desierto.
Las físicas sí, pensó Jafar, pero no la melancolía que la consumía por momentos. Quería sacudirla, insuflarle vida, borrar la huella de la derrota de su ánimo. Deseaba volver a enfrentarse al valor y al espíritu indomable que tanto admiraba de ella. Necesitaba que recuperara la pasión y volver a sentir el calor y la miel entre sus piernas.
Con mucha parsimonia movió el paño húmedo hacia arriba, hacia el triángulo entre sus muslos.
Alysson abrió los ojos un instante, sorprendida, pero en seguida volvió a cerrarlos. No le importaba lo que hiciera con ella. Jafar reprimió una exclamación de impaciencia y siguió moviendo el paño hacia arriba, para humedecer la suave piel de su abdomen. Al ver que ella no reaccionaba, le cubrió un pecho con la mano.
¡Qué frágil parecía su pezón! Un cúmulo de emociones que no tenían nada que ver con la lujuria lo abrumaron: sintió ternura, instinto posesivo y una necesidad de cuidarla que no armonizaba con sus impulsos guerreros. ¿Qué tendría Alysson para despertar en él ese tipo de sentimientos? Nunca había sido un hombre particularmente protector, pero el deseo —no, no era deseo, era la urgencia— de guarecer y consolar a su cautiva se había vuelto irrefrenable.
Apartó la mano a regañadientes, puesto que no quería presionarla. Esperaba que pronto pudiera superar su melancolía y dejara de sentir indiferencia.
Al día siguiente, cuando levantó la túnica de Alysson y la dejó desnuda y expuesta ante sus ojos, Jafar tuvo un poco más de éxito. Ella se movió y protestó pero, haciendo caso omiso a sus quejas, Jafar empezó a lavarla.
Alysson apretó los puños.
—Puedo hacerlo sola —dijo con rabia.
—No, no puedes. Sigues débil como un corderito recién nacido.
—Pero ¡es una indecencia que lo hagas tú!
Jafar reprimió una sonrisa.
—Que Alá me guarde de las mujeres mojigatas. Mis ojos ya te han visto desnuda, chérie, y mis labios han probado cada centímetro de tu cuerpo. No tienes nada que esconder.
El leve rubor que cubrió sus mejillas fue el primer signo de vida que su cuerpo emitía en varios días. Jafar le dedicó una mirada llena de ternura.
—Disfruto ayudándote, Ehuresh.
—Disfrutas provocándome, que es distinto.
—Eso es verdad —admitió él con una sonrisa—, pero no más de lo que tú disfrutas cuando te rebelas contra mí. Eres más tozuda que una cabra bizca.
Sus burlas causaron el efecto esperado y Alysson lo miró con una expresión que recordaba a su antiguo espíritu rebelde. Ahora que había conseguido arrancarle una reacción mínima, no pensaba amilanarse. Cuando acabó de limpiar su cuerpo, le anunció que tenía que lavarle la cabeza.
Alysson se resistió un poco, pero acabó cediendo. Consternada, comprobó que lo que, en principio, era una tarea inocente resultaba casi más personal e íntima que la experiencia anterior. El contacto con los dedos de Jafar era relajante e increíblemente sensual. Alysson cerró los ojos y permitió que la fatiga y la apatía se fueran con el agua. Le costaba asimilar que un hombre tan frío e implacable como él fuera capaz de tanta ternura.
Acunada por su silenciosa eficiencia, Alysson permitió que la vistiera con una túnica de algodón blanco y no protestó hasta que Jafar la levantó en brazos.
—¿Adónde me llevas? —preguntó alarmada, mientras él la mecía contra su pecho.
—A que tomes el aire, paloma. Llevas demasiado tiempo aquí encerrada —atravesó la estancia principal y la dejó en la puerta de la tienda. Tras su larga convalecencia, la brillante luz del atardecer la cegó, pero agradeció que los rayos del sol de noviembre le acariciaran la cara.
Jafar le separó los mechones de pelo con los dedos y le extendió el cabello por delante de los hombros para que se secara. Luego se colocó a su espalda, la atrajo hacia la sólida pared de su pecho y la envolvió con sus brazos protectores. Alysson no encontró la fuerza de voluntad necesaria para resistirse al agradable calor que le proporcionaba su presencia íntima y tranquilizadora. Por un momento, su cercanía le hizo olvidarse del frío que se había apoderado de su alma y distraerse del tremendo abismo que se abría ante ellos y los separaba. Se relajó contra su pecho y miró hacia el vasto desierto. Incluso después de haber visto a la muerte tan de cerca, se sentía fascinada por aquella árida extensión. Como una sorprendente revelación, descubrió que formaba parte de esa tierra dura y salvaje y, lo que era más preocupante, sentía que su lugar estaba al lado del guerrero bereber que hasta allí la había llevado.
Era una idea absurda, por supuesto. Tan absurda como la sensación de languidez y de paz que se apoderaba de ella por momentos, entre los brazos de su captor, pero se negó a pensar en ello. Jafar le acariciaba la muñeca con el pulgar y cada nuevo contacto le provocaba un escalofrío. Se estremeció.
—¿Tienes frío? —le preguntó él. Hasta el susurro de su voz grave le aceleraba el pulso.
—No —respondió ella con rapidez, mientras él la abrazaba con más fuerza. Sentir su aliento cálido en la mejilla no la ayudó a calmarse.
—¿Cómo supiste que era bueno hacer un torniquete en caso de mordeduras venenosas?
Alysson suspiró. Si Jafar se había propuesto hacerla hablar, era inútil resistirse puesto que insistiría una y otra vez hasta que ella respondiera. Nunca había conocido a alguien tan testarudo.
—Mi tío Cedric es médico y trabaja en un hospital de Londres. Alguna vez fui a visitarlo allí.
—¿Y tu tío está familiarizado con las picaduras de escorpión?
—No, pero una vez le llegó un paciente con una picadura de serpiente y, a pesar de las pésimas condiciones, le salvó la vida. Tendrías que ver lo sórdidos que son los hospitales londinenses. Están sucios; las mujeres que cuidan a los pacientes son negligentes y muchas veces están borrachas.
—No entiendo qué hacía una rica heredera en un sitio como ése…
Alysson se encogió de hombros. Había tratado de ser útil a su tío, para intentar que no se librara de ella.— El tío Cedric cree que la limpieza es una buena manera de prevenir las enfermedades. Sin embargo, los directores del hospital donde trabajaba no querían poner en práctica su teoría. Yo doné fondos para que construyera su propia clínica e hiciera realidad su sueño.
—Un gesto muy noble.
Alysson negó con la cabeza.
—No creas. En realidad, fue un acto egoísta. Tengo más dinero del que puedo gastar y mi tío puede darle un uso mucho mejor. De hecho llevaba siete años buscando una cura para el cólera y, bueno, como mis padres murieron de cólera…
Alysson se volvió hacia él bruscamente, para observar su reacción. Había tenido la súbita sensación de que ya se lo había contado antes y aunque sabía que era imposible…
¿Habría imaginado su encuentro en Inglaterra? El parecido entre su secuestrador bereber y el rubio caballero inglés de sus sueños era asombroso, especialmente ahora, con la luz del sol poniente sobre su pelo dorado y sus ojos ambarinos.
—¿Has estado en Inglaterra alguna vez? —le preguntó y contuvo el aliento a la espera de su respuesta.
Él la miró unos instantes sin contestar.
—Sí —dijo al final—. Hace cuatro años el sultán envió una delegación a visitar a tu reina Victoria para que nos apoyara en la lucha contra los franceses, y para que Inglaterra reconociera la independencia nacional de Argelia. Yo formé parte de esa delegación.
Alysson le clavó los ojos.
—Nunca oí nada al respecto.
Esta vez fue Jafar quien se encogió de hombros.
—Porque nuestros intentos para que nos concedieran audiencia fueron infructuosos. Tu reina estaba más interesada en mantener las relaciones con los chacales franceses que en hacer justicia.
Alysson, que no tenía ni fuerzas ni ganas de discutir, no se dejó provocar por sus palabras.
—¿Fue entonces —le preguntó en su lengua materna— cuando aprendiste a hablar inglés?
Jafar la entendió, pero le respondió en francés.
—No, aprendí antes.
—Entonces, ¿por qué finges que no lo hablas?
—No me siento cómodo hablando tu idioma. Lo mismo te pasaría a ti si tuvieras que hablar en árabe o bereber.
Alysson no estaba muy convencida de que fuera así, pero se volvió hacia el desierto y se apoyó en su pecho mientras reflexionaba.
Jafar se sintió aliviado al ver que abandonaba el interrogatorio. No quería mentirle, pero tampoco deseaba proporcionarle información que ayudara a las autoridades francesas a identificarlo más tarde. Era peligroso porque podía suponer la persecución y destrucción de su tribu. Apoyó la barbilla en la cabeza de Alysson y contempló el paisaje, escuchando los sonidos familiares del campamento que se preparaba para la noche y saboreando el momento. Era la mejor hora del día en el desierto, cuando el sol, rojo y dorado sobre el horizonte, ya no quemaba. También había sido la hora preferida de su madre.
Le vino a la mente el recuerdo de un momento, durante uno de los viajes que la familia hacía cada año a Argel, en que sus padres, sentados a la entrada de la tienda, se miraban con amor y adoración. Era una imagen de paz y serenidad, inapropiada para la situación en la que se encontraba.
No había lugar para los sueños en un país en guerra y en un corazón repleto de deseos de venganza.
Alysson debía de haber estado pensando en algo parecido porque interrumpió sus pensamientos diciendo:
—Si el sultán te eligió para formar parte de aquella delegación, debes de ser uno de sus tenientes de confianza.
—Es mi deber servirlo en todo.
—¿Y luchar por él contra los franceses?
Jafar asintió.
—Para los musulmanes, luchar contra los cristianos es un precepto religioso.
—Me parece absurdo morir y matar en nombre de la religión.
—Pero para los musulmanes, la muerte es el inicio de una nueva vida —replicó él con suavidad—. Y en Berbería, donde la religión es lo único que une a la población, Abdel Kader es la encarnación de ese sentimiento. Sus campañas, su modelo administrativo, los principios de su gobierno, los planes de reforma… todo se basa en una idea superior de nación árabe, bajo la protección de Alá.
Alysson sacudió la cabeza débilmente.
—¿Realmente crees que Dios os ayudará a vencer a los franceses?
—Abdel Kader cree que Dios está de nuestro lado, sí.
—¿Y tú? ¿Qué crees tú?
Jafar tardó un poco en responder.
—Él lucha en una guerra santa y yo combato a un opresor extranjero. Los conquistadores franceses son como el simún, el fiero viento del desierto que mata y destruye a su paso, y debemos resistirnos a ellos hasta el último aliento; hasta la última gota de sangre.
Alysson guardó silencio mientras pensaba en lo que acababa de oír. ¿Acababa de admitir Jafar que sus principios religiosos eran más débiles que el odio que sentía hacia los franceses? Sí.
Recordó frustrada que en otra ocasión ya había afirmado que la venganza era su motivación principal contra Gervase. Sin embargo, por primera vez sintió una pizca de esperanza.
El bereber no era tan implacable ni tenía el alma tan negra como había pensado en un principio.
No sólo no se había apartado de su lado cuando se debaría entre la vida y la muerte, sino que en sus ojos había visto auténtico cariño y preocupación. Además, en ese momento, estaban hablando sobre la guerra de manera civilizada. Tal vez, usando la lógica, podría convencerlo para que renunciara a su obsesivo ajuste de cuentas.
—Pero Gervase no es el opresor —dijo, en voz baja pero con firmeza—. Él no te ha hecho nada personalmente.
—No puedo estar de acuerdo contigo en eso, ma belle. El coronel es el arquetipo de la tiranía francesa. No sólo es un militar de alto rango, sino que su departamento se ocupa precisamente de subyugar a la población de mi país.
Alysson se mordió el labio inferior, mientras buscaba argumentos para convencerlo. Sabía que Gervase no apoyaba la violencia de los primeros colonizadores de Argelia y que tampoco estaba a favor de las duras medidas promulgadas por el gobierno galo, como la confiscación de tierras por infringir reglas francesas. De hecho, Gervase había condenado, en privado, la política de tierra quemada decretada durante la ocupación para impedir que la población apoyara a Abdel Kader. Y Alysson admiraba su proyecto para mejorar las condiciones de vida de árabes y bereberes.
—Creo que lo condenas de forma injusta. Desde su llegada a Argelia, Gervase ha tratado de usar su departamento en pro de tu pueblo. Es la voz de la razón dentro del ejército y siempre se ha opuesto a los colonos que desean expulsar a los musulmanes del país.
Sintió que Jafar se ponía tenso a su espalda.
—Aunque eso fuera así, no tendría importancia. Mi disputa con el coronel es personal.
—Tu disputa era con su padre, que ya está muerto. Dudo mucho que el viejo general hubiera estado orgulloso de su hijo. Gervase no se parece en nada a él, ni en el carácter ni en sus principios.
Jafar intentó mantener la calma y guardó silencio.
Alysson se volvió hacia él.
—Me has hablado de religión. Bueno, pues la mía enseña que el amor y el perdón deben pesar más que la guerra y la venganza. Lo que el padre de Gervase le hizo a los tuyos es horrible, lo sé, pero matar a Gervase no les devolverá la vida. ¿No podrías tratar de olvidar el pasado?
Jafar le devolvió la mirada. Los ojos de Alysson, muy abiertos, mostraban una gran vulnerabilidad.
—¿Tanto lo amas? —preguntó a su pesar.
Los ojos grises de Alysson brillaron sorprendidos. Jafar esperaba su respuesta con ansiedad, sin querer admitir lo importante que era para él.
—¿Importa eso? —susurró ella.
«Sí, sí, claro que importa», habría querido gritar Jafar. Pensar que esta mujer pudiera entregar su intenso amor a su peor enemigo hacía que el estómago se le encogiera de celos y desesperación.
¡Era suya! ¡Sólo suya!
La vehemencia de ese sentimiento de posesión lo tomó por sorpresa. Hasta entonces, nunca había tenido la necesidad de reclamar a una mujer como propia. Durante los últimos siete años, sus principales ocupaciones habían sido luchar y cumplir con sus obligaciones tribales. Casi no había tenido tiempo para satisfacer sus necesidades sexuales y en ningún momento había sentido el impulso de tener hijos que siguieran sus pasos como líderes de la tribu. En contra de lo habitual, no había establecido su propio harén y no tenía concubinas ni esposas. De vez en cuando se refugiaba en brazos de las seductoras cortesanas de la vecina tribu de Beni Ammart o se dejaba acompañar por las bellas bailarinas de la tribu nómada de los Ouled Nail. Nunca había estado con la misma mujer tanto tiempo como para hartarse de ella o caer en sus redes. Nunca había sucumbido a las trampas que las mujeres solían tender a la mayoría de hombres, bien por celos o para llamar su atención.
Alysson Vickery era la única mujer a la que había deseado poseer, aunque no en el sentido oriental. Si bien los bereberes eran mucho menos restrictivos con sus mujeres que los árabes, en muchas culturas orientales la mujer era vista como un instrumento para dar placer al hombre o para suministrarle hijos. Pero Alysson significaba mucho más que eso para él. Sabía que sólo ella podría llenar su vacío interior, llegarle al alma y satisfacerlo de un modo que nunca nadie había logrado antes.
Jafar acarició un mechón de su pelo, ya casi seco. La fragancia de las hierbas que había usado en el agua durante el aclarado despertó sus sentidos. Deseaba besarla y tomar su cuerpo. Disfrutar de ella con libertad era lo que más ansiaba en la vida aparte de vengarse. La imaginaba salvaje como un halcón si algún día decidía entregarse a él por voluntad propia. Y anhelaba ver en sus ojos el mismo amor y devoción que había descubierto en los de su madre cuando miraba a su padre. Quería que sus ojos grises ardieran de deseo y pasión, y que su cuerpo esbelto diera cobijo a un hijo de ambos.
Jafar sintió una fuerte opresión en el pecho ante la idea de tener un hijo, o más de uno, con ella.
Hijos que tendrían el valor y la fiereza de su madre e hijas, con su pasión y su deseo de independencia.
De repente, sus fantasías se rompieron en mil pedazos y cayeron al suelo. Esos hijos no existirían nunca porque tenía que cumplir su juramento de venganza. Debía matar al coronel, el prometido de Alysson, y al hacerlo perdería cualquier oportunidad de estar con ella.
Jafar se dio cuenta de que ella lo miraba y de que en sus ojos había todavía una pregunta y un ruego. Ya no quería saber hasta qué punto amaba a Bourmont.
—No, no importa —respondió con la voz ronca. La mirada de Alysson pasó de la súplica a la angustia y Jafar, casi destrozado, le acarició la mejilla con mucha delicadeza y añadió:
—No puedo olvidarme de mis obligaciones, ni siquiera por ti.
Los ojos de Jafar brillaban con una pasión que Alysson, aturdida, no quería reconocer.
—Y yo no puedo quedarme sentada sin hacer nada mientras tú matas a mis seres queridos.
Jafar no pudo seguir aguantándole la mirada.
Un sombrío escalofrío de desesperación se coló en el alma de Alysson que, volviéndose, se estremeció.
Al verla temblar, Jafar se percató de que las sombras se habían alargado y la temperatura descendía con rapidez mientras el sol desaparecía en el horizonte.
—Vamos —le dijo—, ha empezado a refrescar —la levantó en brazos y la dejó sobre los cojines de seda de la sala principal. Encontró una manta, la tapó y, tras encender la lámpara, cerró la puerta de la tienda para mantener el calor.
Alysson no acababa de acostumbrarse a la consideración con que la trataba. Su ternura contrastaba con la fiereza del hombre inflexible que había sido los primeros días. Tumbada sobre los cojines, estudió los rasgos austeros pero atractivos de Jafar, como si mirarlo a la luz de la lámpara pudiera ayudarla a descubrir los enigmas que se ocultaban en su interior. Dentro de él, parecían convivir dos hombres distintos: uno, imponente, duro y peligroso; y el otro, casi vulnerable, de tan amable y considerado. No lograba comprenderlo. Había mucha soledad y tristeza en su interior, como si su alma guardara secretos oscuros, demasiado terribles para ser compartidos. No podía hacerse a la idea del sufrimiento que le provocaba haber visto morir a sus padres de un modo tan horrible y presenciar cómo los torturaban sin poder mover un dedo para ayudarlos. ¿Cómo podía alguien tan orgulloso y autoritario como Jafar haber soportado una impotencia tan grande?
No lo odiaba porque quisiera vengar esas muertes ni por querer proteger a su gente de los codiciosos franceses. En realidad, no lo odiaba.
Alysson cerró los ojos para no verlo, aunque lo sentía cerca. Una sonrisa irónica se dibujó levemente en sus labios. En algún momento de los últimos días, entre el dolor, el miedo y la angustia, había abandonado su inútil intento de despreciarlo. Temía acabar deseándolo, tal como él había predicho.