Capítulo 14

—¡Ya vienen! ¡Ya vienen! —exclamó Mahmoud, al entrar corriendo en la tienda de Jafar a la mañana siguiente—. Las tropas francesas están llegando.

Alysson se volvió hacia el niño, alarmada, y se incorporó con dificultad de los cojines sobre los que había descansado. Siempre había pensado que cuando llegara la hora de la contienda, sufriría por Gervase y por el tío Honoré, pero al oír los gritos de Mahmoud, sintió miedo por Jafar. Hasta aquel momento, nunca se había planteado que éste podía resultar herido y que incluso podía morir en la lucha. A pesar de que era un guerrero bereber poderoso, casi invencible, era mortal. Las balas y el acero podían penetrar en su cuerpo como en el de cualquier otro hombre.

Alysson apartó esos pensamientos de su mente para tratar de obtener información del niño, que bailaba de nervios a pesar de su cojera.

—¡Alá sea alabado! ¡Habrá una razia! ¡Por fin esos chacales franceses recibirán su merecido!

—Mahmoud llamaba «razia» al ataque. Al parecer, los batidores bereberes que observaban los movimientos del enemigo habían regresado con novedades. Una columna de caballería francesa se acercaba a las montañas del oeste con varios cientos de soldados a caballo y algunas piezas de artillería. Al menos habían visto dos cañones. Alysson se preguntó si tendrían previsto sitiarlos y pensó que era lo lógico, puesto que debían creerla prisionera en las montañas.

Mahmoud, que no conocía las intenciones de los franceses ni los planes de su señor, le dijo que al mando de las tropas había un general, pero Alysson estaba segura de que Gervase lo acompañaba.

—¡Hijos de perra! ¡Maldita sea su sangre! —gritó el niño con el puño en alto. Después de aceptar que no podría sacar más información del apasionado niño, Alysson se dirigió a la puerta con las piernas temblorosas. La actividad en el campamento era frenética. Los bereberes se preparaban para la batalla, cargando los caballos. Las sillas de montar, que solían ir siempre llenas de objetos, rebosaban de comida, armas y otros avíos. Los animales llevaban protecciones y bridas con anteojeras, lo que impediría que se distrajeran durante la batalla.

Alysson observaba en silencio, con un nudo en el estómago. El pacífico círculo de tiendas negras se había transformado en un campamento bélico.

¿Cómo culparlos? Para los hijos del desierto, la guerra equivalía a la supervivencia. La lealtad total a su señor era un deber. Vivían y morían por él.

Alysson sabía que Saful era especialmente leal. El caballerizo de ojos azules estaba ensillando varios caballos, entre ellos el semental negro de Jafar, justo enfrente de la tienda. Al parecer, Saful también iba a tomar parte en la contienda y debía sentirse ansioso. No por la gloria, sino por redimirse ante su amo por no haber sido capaz de vigilarla.

En ese momento Alysson vio que Jafar se dirigía hacia la tienda a grandes zancadas y, como no tenía ganas de enfrentarse a él, se escondió en un rincón.

Pero su precaución no sirvió, puesto que Jafar entró, se detuvo para adaptar sus ojos a la falta de luz y con los rasgos tensos le dirigió una mirada inquieta.

Alysson pensó que iba a decirle algo, pero entró en el dormitorio sin mediar palabra. Poco después, salía vestido completamente de negro: pantalones, botas, túnica, burnous y turbante.

—Voy a dejar a veinte hombres en el campamento para que os protejan, a ti y a las demás mujeres —afirmó, mientras acababa de ajustarse la hebilla de la vaina de la espada, decorada con piedras preciosas, que llevaba a la cintura.

Alysson no discutió, aunque sabía que la misión principal de aquellos hombres no sería protegerla sino evitar que huyera. Las siguientes palabras de Jafar la cogieron por sorpresa:

—Si no regreso, tienen órdenes de escoltarte hasta Argel.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos, alterada por la idea de que podía ser la última vez que lo viera con vida, y sintió terror.

Si no volvía…

Se le hizo un nudo en la garganta y bajó la cabeza para que Jafar no percibiera el miedo en sus ojos. No podía imaginárselo. Habría querido suplicarle por la vida de Gervase, pero las palabras se le encallaron en la garganta. En realidad, necesitaba pedirle que volviera con vida.

Durante un instante eterno, Alysson notó la mirada de Jafar clavada en ella, mientras la tensión aumentaba dentro de la tienda. Hasta que él se acercó y tomó sus manos, inseguro.

Alysson no se atrevía a alzar la vista del suelo. Esperaba que él dijera algo, pero no lo hizo. Tal vez querría repetirle las razones que lo llevaban a vengarse de Gervase, pero no había palabras que pudieran justificarlo, igual que ella no encontraba cómo pedirle que volviera sano y salvo. No había nada más que decir. Jafar suspiró, soltó sus manos, murmuró unas rápidas palabras de despedida, se volvió y salió de la tienda.

Un intenso dolor se apoderó del pecho de Alysson, por sorpresa. No podía dejar que Jafar se marchara pensando que lo odiaba, que no le importaba si vivía o moría. Intentó correr tras él pero sus piernas, aún débiles, no se lo permitieron. Llegó a la puerta a trompicones y se detuvo. El espectáculo era sobrecogedor. Casi doscientos guerreros bereberes montados a lomos de sus corceles, con las armas bruñidas brillando al sol del mediodía. Tenían un aspecto tan fiero e indomable como la tierra que los había visto nacer. La leve brisa hacía ondear la bandera verde de la guerra santa, al lado de la insignia roja y negra de Jafar.

Jafar ya estaba montado en su magnífico caballo de guerra e irradiaba tanto poder y determinación como un halcón del desierto.

«Por favor… —le rogó en silencio—. Por favor, ten cuidado». Estaba a punto de girar con el caballo, cuando Jafar la vio y reparó en su mirada de desesperación. Se puso tenso porque no quería oír sus ruegos. Sabía que iba a pedirle que no matara a su prometido y no podía prometérselo. Se quedó inmóvil, mientras el polvo que alzaban las pezuñas de los inquietos caballos se levantaba a su alrededor.

—Por favor —susurró ella al fin, en una voz casi inaudible. No pudo decir más. El resto se quedó atascado en su garganta, mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. Tambaleándose, se cubrió la boca con la mano.

Jafar sintió que su corazón se encogía. No necesitaba oír las palabras de súplica por la vida de Bourmont. Lo veía en sus ojos.

Bruscamente, hizo girar a su caballo y, mientras se ponía al frente de las tropas, no volvió a dirigirle la mirada. Fingió no haberse dado cuenta de la desesperación que la hacía palidecer, ni del temblor de su boca. Hizo acopio de toda su determinación y, con gran esfuerzo, se obligó a apartarla de su mente. Debía centrarse en la batalla que estaba por llegar. La certeza de que ella no había desviado la vista de él en ningún momento y el dolor de la separación lo acompañaron mientras cabalgaba junto a sus hombres. El recuerdo de sus ojos lo atormentaba. Las grises pupilas de la joven le acompañaban todavía unas veinte horas más tarde. Escondido con sus hombres en una meseta de las montañas Ouled Nail, tumbado sobre el estómago, Jafar observaba con un catalejo el estrecho desfiladero que se abría a sus pies. Desperdigados entre los riscos y las grietas, sus guerreros aguardaban ansiosos porque empezara la acción. A su lado estaba su teniente en jefe, Farhat il Taib, el bereber pelirrojo que había actuado como intérprete un mes atrás, en el ataque a la expedición de Alysson Vickery.

Alysson… Su cautiva apasionada y desafiante nunca lo perdonaría por lo que estaba a punto de hacer. Ella…

—¿Se acercan ya, señor? —preguntó Farhat en voz baja.

Jafar agradeció la interrupción.

—Sí —como mucho en un cuarto de hora, el enemigo estaría a su alcance. Le pasó el catalejo al teniente y miró a su alrededor, para examinar las sombras que creaba el sol abrasador en los salientes rocosos. Los burnouses negros de los bereberes se camuflaban bien allí. Como él, sus hombres eran soldados experimentados y con numerosas batallas a sus espaldas, pero la estrategia que iban a seguir esa vez era muy distinta a la de los primeros enfrentamientos de Abdel Kader con los franceses.

Durante los primeros años de la guerra, las fuerzas árabes habían logrado frenar el avance de las tropas coloniales. El ejército de Abdel Kader contaba con más de cuarenta mil hombres y sus fábricas y fundiciones les habían proporcionado las municiones necesarias.

Pero cuando aparecieron en escena generales como Thomas Robert Bugeaud, un mariscal galo, el ejército colonial aumentó el número de soldados y le dio un giro importante a la guerra. Abdel Kader, con tropas muy inferiores en número, sufrió sonadas derrotas, tras las cuales los franceses iniciaron su política de destrucción y masacres. El otrora poderoso ejército del sultán se vio obligado a replegarse en las montañas y a adoptar una táctica de guerrillas, basada en cortar las comunicaciones del enemigo y lanzar ataques por sorpresa.

Jafar estaba a punto de iniciar una incursión de ese tipo. Sus tropas eran inferiores en número a las de Gervase de Bourmont, pero contaba con el factor sorpresa y su gran conocimiento de las montañas. Había ocupado el paso de Nail, un desfiladero que unía el High Plateau y el Sahara.

Con mucha discreción, los infiltrados de Jafar habían extendido el rumor de que Alysson estaba prisionera en la región de los Ouled Nail. Su plan consistía en obligar al coronel a adentrarse en las montañas a través de aquella garganta estrecha, que impediría los movimientos de la caballería. En cuanto Bourmont estuviera en el desfiladero, los hombres de Jafar provocarían una avalancha de piedras y le cortarían la retirada. Cuando se diera inicio a la batalla, los franceses estarían tratando de abrirse paso entre grietas y precipicios.

Mientras tanto, el califa Ben Hamadi se ocuparía del resto de las tropas coloniales. Jafar pensaba entregar el mando temporalmente a Farhat, para poder enfrentarse con su enemigo cara a cara.

—Tenía razón, señor —murmuró Farhat mientras le devolvía el catalejo—. El coronel va al frente.

Jafar volvió a llevarse la lente al ojo para observar el avance de las tropas que entraban en el desfiladero. Eran unos ochocientos hombres, vestidos con uniformes azul claro, pañuelos al cuello y quepis en la cabeza. En la retaguardia cabalgaba una unidad de jinetes espahíes árabes, ataviados como los beduinos, que habían sido contratados por el ejército francés.

La columna iba armada con dos cañones obuses, pero los hombres de Jafar se encargarían de que nunca llegaran a disparar. Los bereberes estaban a la espera de una señal de Jafar para empezar a descargar contra los franceses.

Jafar recorrió la columna de atrás adelante hasta llegar a la cabeza y apretó la mandíbula al reconocer la cara del coronel.

«Bourmont». El nombre se abrió paso en su mente como un susurro del demonio.

Y, sin embargo, fue incapaz de invocar el odio que siempre había sentido al pensar en él.

¿Cómo era posible? Llevaba diecisiete años esperando ese momento y lo único que podía sentir era una extraña indiferencia, además de un dolor sordo en el corazón. Durante aquellos largos años, la venganza por los espantosos asesinatos de sus padres había sido el combustible que había impulsado su vida.

Jafar trató de recuperar las imágenes del día en que había dejado de ser niño de golpe: la sangre carmesí que abandonaba el cuerpo de su padre, los gritos de su madre…, pero lo único en lo que podía pensar era en Alysson, en su cara pálida y en la tristeza de sus enormes ojos.

Maldijo en silencio y volvió a recorrer la columna con el anteojo. El nudo en el estómago que le producía el recuerdo de Alysson se hizo un poco más prieto cuando reconoció otra cara familiar, ésta rolliza y rubicunda.

Era el tío francés de su cautiva e iba acompañado por el criado indio.

No le extrañó, aunque hubiera preferido no verlos junto al coronel. Era un gesto absurdo por su parte, puesto que no tenían ninguna experiencia en cuestiones de guerra, pero lo entendía. Él también habría ido a cualquier parte para salvar a Alysson. El teniente Farhat se movió ansioso a su lado, mientras le señalaba un punto en la distancia. Hacia el norte, la caballería de Ben Hamadi se desplazaba con rapidez sobre la llanura, levantando nubes de polvo. El estandarte de Abdel Kader, blanco con una mano abierta en el centro, ondeaba al viento. Los árabes habían empezado a cargar contra su enemigo, aunque los franceses aún no eran conscientes de ello.

Jafar asintió.

—Ha llegado la hora.

«La hora de la venganza. La hora de cobrar esta deuda de sangre».

Apartó a Alysson de su mente y agradeció la calma gélida que se apoderaba de su alma.

Reptó hacia atrás, se apartó del precipicio y dio las últimas instrucciones a los hombres que se quedarían en el saliente. Luego, Farhat y él se deslizaron hacia el pie del desfiladero, donde los esperaban sus caballos.

Montaron en silencio y esperaron.

Poco después, el silencio tenso se rompía con el ruido de los cascos de los caballos enemigos.

Jafar levantó la mano y el sonido de las rocas que empezaron a caer por el desfiladero retumbó en los altos muros, acompañado de gritos de alarma y maldiciones en francés.

Cuando Jafar bajó el brazo, los bereberes empezaron a disparar sobre el enemigo, aunque no a matar. No querían alcanzar al coronel, ya que el placer de matar a Bourmont pertenecía a Jafar.

Sin embargo, la disciplina en el ejército francés era innegable. A pesar del ruido y del tumulto causados por la avalancha, reaccionaron bien y supieron controlar a sus monturas.

—¡A las armas!, ¡a las armas! —gritaron algunos oficiales. Las tropas se reagruparon para formar un cuadrado y apuntar hacia el exterior con los rifles y las bayonetas, preparándose para resistir el inminente ataque.

Los bereberes cayeron sobre ellos con gritos roncos, destinados a asustar al enemigo y a animar a los caballos. Los que estaban escondidos tras las rocas, al pie del desfiladero, se levantaron de golpe, disparando y blandiendo sus afiladas espadas.

Pronto la garganta se llenó de hombres y animales. Jafar, montado en su corcel, precedió a sus guerreros en el ataque y abrió un surco entre las tropas francesas, apartando bayonetas a su paso con su larga espada. Se sentía cómodo y seguro de sí mismo. No temía a las balas, a los sables o a las lanzas. Avanzaba con una única idea en la cabeza: encontrar al hijo del hombre que había sido su enemigo jurado durante tantos años.

Vio a Bourmont a unos cinco metros de distancia, luchando valerosamente entre las armas aceradas y el ruido de los mosquetes. A su lado, una descarga alcanzó a un soldado en el pecho mientras otro caía al suelo, herido por el cortante metal. Jafar siguió avanzando mientras evitaba los golpes del enemigo, entre los relinchos de caballos heridos y el humo de las armas.

Poco después, la desesperación de los franceses iba en aumento al ver que no podían rechazar el avance bereber. Éstos, inexplicablemente, parecían querer adentrarse en su formación. Sin entender su táctica, los galos fueron incapaces de mantener la defensa durante mucho tiempo. Pronto los guerreros habían roto su alineación.

—¡Vamos! —gritó Bourmont. Los franceses desmontaron y buscaron refugio tras las rocas para recargar sus armas.

Los bereberes reaccionaron con gritos de triunfo ya que su objetivo había sido desperdigar a las tropas para que su señor pudiera retar a combate singular al coronel francés. Y Jafar no desperdició la oportunidad. Con el camino al fin libre, cargó sobre Bourmont con la espada levantada.

Éste intentó repeler el ataque con su rifle, pero Jafar no se lo permitió. Su semental se estrelló contra el caballo del francés y Bourmont se encontró desmontado y se vio obligado a desenfundar su sable.Jafar sonrió satisfecho, desmontó de un salto y atacó, movido por el deseo de venganza. Sus hojas de acero chocaron con estruendo.

Lucharon con violencia, cuerpo a cuerpo, a sabiendas de que era un combate a muerte.

Durante un buen rato, ningún hombre fue capaz de obtener ventaja sobre el otro. Bourmont era un adversario valeroso, pero Jafar no sólo tenía más habilidad con la espada, sino que peleaba convencido de que la justicia estaba de su lado. Jafar atacó con toda la rabia y la amargura que acumulaba desde hacía diecisiete años. Su corazón latía lleno de odio y el deseo de derramar sangre corría por sus venas.

Poco a poco, los disparos de los mosquetes se espaciaron hasta detenerse por completo. En un rincón de su mente, Jafar registró que la batalla había acabado y que muchos de sus hombres lo observaban. Sabía que, en ese momento, parte de sus guerreros estaría persiguiendo a aquellos que hubieran salido corriendo en retirada y que el resto de los franceses habrían sido hechos prisioneros.

Por encima del ruidoso entrechocar de las espadas, le llegaron los gritos de alegría de las tropas de Ben Hamadi, que habían logrado hacer huir al contingente del mariscal francés. Su sonido resonaba en el desfiladero.

Con fuerzas renovadas, Jafar atacó con violencia hasta lanzar el sable del coronel por los aires y a Bourmont al suelo. El francés quedó inmóvil, sólo su pecho se alzaba y se hundía por el esfuerzo, contemplando al salvaje vestido de negro que se alzaba sobre él.

Jafar levantó la espada para asestarle el golpe definitivo.

—¡Debes saber que tu sangre venga la muerte de mi padre! —exclamó en francés. Su grito ronco retumbó en las paredes de piedra.

Gervase de Bourmont, estático, lo observaba. Con la espada sobre su cabeza, Jafar le aguantó la mirada y vio resignación en los ojos de su rival, pero no miedo. Lamentaba perder la vida y, sin embargo, no temblaba ante la muerte.

Probablemente fue un reflejo de la luz pero, por un instante, Jafar vio que los rasgos masculinos del vencido se transformaban en femeninos. Sus ojos negros se volvieron grises, un gris brillante, cargado de desesperación.

Jafar apretó los ojos con fuerza, pero la imagen de Alysson no desapareció. El recuerdo de su angustia lo atormentaba.

Alysson.

Sus lágrimas.

Su dolor.

Su amor por el francés.

Con un grito agónico, Jafar bajó los brazos con fuerza. Pero en el último segundo, la trayectoria de la espada se desvió y no impactó contra carne humana alguna. La punta del arma se clavó profundamente en la tierra, a escasos centímetros de la cabeza del coronel.