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Los paneles están apagados. Las únicas fuentes lumínicas son la percha que sostiene al búho chico, la pecera en la que nada el pez Garibaldi y cuatro velas diminutas situadas a ras de suelo en las esquinas de la cama en la que descansa Stork.

Stork deseaba divagar y para ello ha preferido alumbrar objetos, lugares a los que dirigir la mirada cuando estuviera cansada de sus propios pensamientos. Pese a su enfermedad, pese a la proximidad cierta de la muerte, o quizá precisamente por eso, no es habitual que Stork indague sobre cuestiones ontológicas sin que medie la desesperación. Hace un rato, después de reflexionar sobre la existencia o no de un futuro, Stork decidió cortar la disquisición dejándose seducir por los movimientos aparentemente ilógicos del pez Garibaldi. Nadaba en círculos, contoneándose suavemente, mostrando con orgullo sus escamas de un naranja cada vez menos intenso para después arremeter contra el cristal y escapar rápidamente hasta situarse de espaldas al lugar del ataque, como si disimulara; o se mantenía estable en una posición, de perfil, boqueando, con ese ojo de loco permanentemente abierto, que le confería una expresión de eterna perplejidad bastante cómica.

Al cabo, la observación del pez le trajo otras preguntas. ¿Qué tiene que ver ese pequeño monstruo conmigo? Allí, en su celda de cristal, tan lleno de vida, tan perfecto, tan ajeno a todo lo que no es él mismo, ¿es horrible o maravilloso? Entonces, Stork se atrevió otra vez a pensar, y dirigió sus ojos pardos hacia la negrura. Ahora piensa que lo maravilloso de ese pez, o de un paisaje otoñal, o de la escena de un niño jugando con su madre, es que no percibimos el despiadado proceso que ha debido producirse en el universo hasta llegar a ese pez, a ese paisaje o a ese niño y a esa madre. Sólo advertimos el resultado. Soñamos con no formar parte del horror de la competencia y el azar que han dirigido el proceso de la vida, que lo han modelado. Y cuando caemos en ese vacío que nos aterra, cuando vislumbramos que nosotros formamos parte de ese proceso aunque no lo deseemos, cuando vemos escenas que nos repugnan, como la del pez ahogándose con el exceso de oxígeno del aire, el bosque otoñal incendiándose o el niño y la madre famélicos, nos preguntamos cómo es posible tanta indefensión, tanto sufrimiento sin aparente sentido. ¿Quién tiene la culpa? Probablemente, se dice Stork, la culpa es nuestra y sólo nuestra, por haber creado el concepto de culpa, por inventar un nexo con el universo que nos rodea, por nuestra mirada única. Somos culpables de echar un vistazo a la vida y analizarla y juzgarla, incapaces de aceptar que la única relación entre nosotros y la vida es que la vivimos, del mismo modo que la única relación entre nosotros y la esencia del movimiento es que nos movemos. El proceso de la vida es completamente indiferente a la conciencia del ser humano. Por eso, se dice Stork, por eso es un lujo vivir con la muerte. Por eso es bueno morir, se dice Stork, como mueren todos los hombres, liberarse de un proceso que ni tiene juez ni nos dirige la mirada, huir.

Por un instante Stork cree aceptar la idea de la muerte y se relaja, sus músculos se distienden, los párpados caen, la boca se entreabre. No es tan espantoso morir tan joven. Es bueno, se dice Stork. Vale la pena. Y para que no se volatilice pronto esa sensación placentera, para no tener que repasar el camino probablemente ilógico que le ha llevado a una conclusión que ya casi no comprende, Stork gira la cabeza y mira hacia una de las paredes oscuras. Entonces, da un respingo. ¡Hay un rostro en la pared! Por un momento no lo reconoce, es una mancha de luz trémula y azul a menos de un metro de altura. Su corazón se acelera. Es una cara, y es la de alguien a quien conoce. Los rasgos suaves de un rostro redondo, la frente despejada, los ojos tiernos, la nariz algo aplastada, la boca insolente. Parece una máscara. ¿Qué significa aquello? ¿Quién es? ¿Cuánto tiempo lleva allí? Stork trata de calmarse, pero su corazón late desbocado. Mira al suelo, ve la caja con ampollas de Devirol y recuerda que se ha pinchado hace unas horas, por lo que no está delirando. Busca desesperadamente en su catálogo de rostros hasta que por fin lo encuentra: es Mortelli, el ambiguo rival de Mallick. Stork controla su ansiedad, enciende los paneles y se hace la luz en la habitación. Mortelli, en cuclillas, sostiene una diminuta linterna dirigida hacia su rostro. Aunque sea de un modo grotesco, la realidad ha regresado a la habitación.

—¿Se puede saber qué haces en mi habitáculo, Mortelli? ¿Cómo has entrado? ¿Es una broma o es que eres idiota?

Mortelli apaga la linterna como toda respuesta.

—Sí, debes de ser idiota —le insulta Stork, que ha encendido la luz.

Mortelli se yergue y sonríe como un niño viejo. Parece exultante.

—Quería darte una sorpresa, Stork, que me vieras como la última adquisición de tu pequeño y extraño parque zoológico. El búho, el pez que te regaló Mallick y yo. Porque el pez ese zarrapastroso te lo regaló Mallick, ¿no? ¡Ah, el amor! ¡Quién lo sintiera! ¿A que te he sorprendido? —y añade en tono grave, tras una pausa—: He venido porque tengo algo importante que decirle a Mallick, y supuse que estaría aquí. Habíamos quedado en vernos.

—Me has asustado, Mortelli. Y ya puedes irte. Mallick no está ni creo que venga.

—¡Mejor aún! ¡Aquí estamos, tú y yo solos, como en los viejos tiempos!

—Lárgate, Mortelli. Tú y yo no hemos estado jamás aquí solos, ni en los viejos ni en los nuevos tiempos. ¿Cómo has entrado?

—Por la puerta. Dices que aquí no hemos estado solos, pero en otros lugares sí, Stork. Recuerda aquella noche en la que la calle estaba infestada de langostas. ¿No decías tú eso? ¡Veo langostas por todos lados!, gritabas. El hotelito era una monada. Lo pasamos bien, ¿no?

Stork está nerviosa, y Mortelli parece disfrutar con su miedo.

—Bien. Esperaremos a nuestro común amigo. Necesito un trago —dice Mortelli—. ¿Tú qué tomas? ¿Ginebra? ¿Vodka?

Stork no responde y el ingeniero sale del dormitorio. Stork piensa en huir, pero desecha la idea. Desprecia la histeria, las escenas. Se levanta y comienza a vestirse lentamente, extrañada de la calma que ahora la invade. Es como si fuera la protagonista de un sacrificio ritual. Se sonríe y vuelve a sorprenderle su propia sonrisa. Se pregunta si Mortelli habrá venido a matarla, si serán ciertas las amenazas de las que le habló Mallick. Recuerda que ayer mismo habló con sus padres y que ellos le aseguraron que el ingeniero era demasiado fantasioso, que ellos no tuvieron nada que ver con la desaparición de Ackerman, ni con las amenazas a Mallick para que la abandonase, ni con ningún otro asunto turbio. Pero Stork, por mucho que trate de aliviar la tensión, no se engaña. Lo más probable es que Mallick esté en lo cierto y que sean sus padres quienes mienten. Esa reflexión asusta a Stork porque antes había tratado de evitarla. También se acuerda de que su madre la amenazó otra vez con cortar las relaciones si continuaba viéndose con Mallick, y en esta ocasión las palabras de Baquerizo sonaron por vez primera como una posibilidad cierta. Stork, ya vestida, sale de la habitación. Mortelli está junto al mueble bar, de espaldas, quieto. La oye llegar, pero no se vuelve. Hay algo animal en Mortelli; cuando está inmóvil siempre transmite la sensación de que su quietud podría ser la antesala de una acción violenta, brutal. Stork se acerca y le toca el hombro. Mortelli tiembla.

—Quiero un vodka, Mortelli.

El ingeniero se agita violentamente y mira a Stork. Tiene una sonrisa bonita que pasaría por inocente. Sirve dos vodkas en sendos vasos de cristal, los entrechoca y le da uno a ella.

—¿A qué has venido? ¿A matarme?

Mortelli la mira muy serio. Sorbe un trago de vodka ruidosamente, y a Stork le resulta zafio, pero también tierno, aunque resulte un tanto ridículo pensar eso en una situación así.

—No lo sé… todavía.

A Stork se le congela la sonrisa.

—¡Es una broma, mujer! —exclama Mortelli, recuperada su proverbial jovialidad—. Sé que estoy siendo un poco grosero contigo, pero no tengo más remedio. Nuestro común amigo Mallick se está comportando de un modo muy extraño y debo entrevistarme sin falta con él. Eso es todo. ¿Nos sentamos?

Stork sonríe mecánicamente y, una vez sentados cómodamente en dos butacas, ambos se esfuerzan por mantener una conversación fluida y normal. Hablan de los viejos tiempos, Mortelli le cuenta los últimos rumores que ha oído sobre los que fueron durante un corto periodo de tiempo también compañeros de Stork, comentan las campañas publicitarias de moda, intercambian ácidos chismorreos sobre los políticos, ríen, se lanzan algún que otro cumplido, beben y permiten que los minutos se deslicen aparentemente con la facilidad y la elegancia que muestra una patinadora profesional sobre la pista de hielo. Del miedo de Stork, de la amenaza que encierran las grandes manos de Mortelli, sólo parece apercibirse el búho chico, que ha escondido su cabeza bajo un ala, como si ya no quisiera saber nada del mundo.