18
Fazerhoff y Mallick corren por una calle desierta. A la altura de un anuncio de refrescos doblan por una bocacalle. Cuadrillas de operarios subidos en andamios y al volante de pesadas máquinas desmontan los edificios.
—¡Mierda! —masculla Fazerhoff, que ha estado a punto de caer en un agujero practicado en la acera—. ¡Esta ciudad está plagada de hijos de perra!
Fazerhoff, rechoncho y rabioso, acelera el ritmo y reparte improperios a diestra y siniestra. El sudor resbala por su frente y empapa la camisa.
—¡Haraganes! ¡Malnacidos! ¿Ha visto, Mallick? ¡Están desmontando el puto barrio!
Sus zancadas, cortas y rápidas, contrastan con las de Mallick, amplias y elegantes. Los brazos de Fazerhoff, que cuelgan de los hombros como muñones, rasgan el aire sofocante del mediodía. De improviso hace un quiebro que confunde a Mallick, gira por un callejón, llega hasta el muro, lo toca, vuelve a la calle principal y continúa la carrera.
—¿Se rinde, Mallick? —ruge el caimán—. Le noto cansado.
Mallick no responde, concentrado en mantener la cadencia de su respiración. Ahora Fazerhoff, que acostumbra señalar los anuncios que considera ingeniosos o efectivos, no pierde de vista el terreno, como si temiera que fuera a hundirse bajo sus pies. Se ahoga, escupe y aumenta la velocidad.
—Estás… a punto… de… de-rrum-barte, piojoso.
El caimán toma la calle de la izquierda y esquiva con dificultad a hombres y mujeres que portan bolsas repletas. Mallick le sigue de cerca. Fazerhoff, por el rabillo del ojo, vigila dónde se encuentra el ingeniero. Se lanza hacia atrás sin avisar, choca con él y ambos ruedan sobre la calzada.
—¡Mierda! —grita Fazerhoff, furioso—. ¡Me ha lesionado! ¡Usted no sabe perder, Mallick!
Mallick, tumbado en el suelo, sonríe. A su alrededor, todo son piernas y zapatos que pasan de largo.
—Lo siento, Fazerhoff —se disculpa el ingeniero—. Se abalanzó sobre mí.
Fazerhoff se levanta y se pone las gafas.
—¡Mentiroso! ¿Quiere continuar? ¿Te atreves? ¿Eh?
—No. Otro día.
Fazerhoff queda contento con la respuesta de su empleado y le ayuda a levantarse. Están en una calle peatonal. La música de los comercios atruena. Los ciudadanos apuran la hora del almuerzo y caminan deprisa. Un grupo ruidoso de niños uniformados sale de una tienda. Cada niño recibe una linterna de regalo de manos de un animador disfrazado de león. La mayoría la tira al cubo de basura más cercano antes de probar si enciende. Un empleado de la tienda las recupera disimuladamente y se las devuelve al león, que las guarda en su panza.
—¿Por qué no corremos más a menudo, Mallick? Es usted incorregible.
—Porque es la primera vez que me llama para correr. Y si le soy sincero, no comprendo por qué me ha llamado.
—¡No diga memeces, Mallick! ¡Y hágase un favor a mí mismo: no sea demasiado sincero! ¡Vamos! —ordena Fazerhoff—. El que pierde, paga. Invíteme a beber algo.
Entran en un bar. Un centenar de hologramas de Mallick y Fazerhoff llenan las mesas y la barra. Un holograma de Fazerhoff levanta una jarra de cerveza y les saluda, risueño y sonriente.
—¡Hola, amigos! Hace calor, ¿eh? Os estábamos esperando.
El camarero, con el rostro asimétrico, les guiña un ojo.
—Muy gracioso, joven —ironiza Fazerhoff1—. Apague de una puta vez el artefacto y sírvanos dos cervezas rubias heladas.
El camarero, ofendido por los malos modos de Fazerhoff, elimina los hologramas y tira un par de cervezas.
—Ya no saben qué hacer para incomodarte —comenta el caimán, despectivo, tras beberse media jarra de un trago—. No me extraña que no venga nadie aquí. Si quieren mejorar la imagen, que operen al camarero.
El camarero, que está leyendo en la pantalla de la barra, no se da por aludido. Fazerhoff y Mallick se dirigen con las cervezas hacia las mesas.
—¿Has visto, Mallick? Ese imbécil lee. ¿A quién se le ocurre reducir su mundo a una pantallita de trescientos centímetros cuadrados infestada de hormiguitas negras que ni se mueven? Ese tipo me revuelve las tripas.
Mallick y el caimán se sientan a una mesa apartada. Fazerhoff quita los muñequitos de las diferentes marcas de cerveza, las servilletas y el aperitivo, y los deja en la mesa contigua. Después, apaga la pantalla del tablero.
—¡Mierda! ¡Yo sólo quiero ver cristal y cerveza! ¿Es que en esta ciudad todos se han vuelto locos?
Mallick bebe un trago y observa a su superior. A saber qué pretende conseguir con la pantomima. Parece haber perdido el control, pero no hay que fiarse.
—Quería hablar contigo, Mallick. Me han llegado algunos informes preocupantes. Como bien sabe, la imagen que proyectamos ha de ser clara y contundente, sin fisuras. Hágase un favor a mí mismo: analíceme. Soy un hombre dinámico, luchador, humilde, sacrificado. Mis vicios privados son exactamente vicios privados, no influyen en mis obligaciones como ciudadano —Fazerhoff apoya sus palabras con movimientos amplios y firmes de brazos y manos, enarcando las cejas e inclinando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Es un gran actor. En ocasiones, Mallick se ve tentado a no escuchar lo que dice, a concentrarse en el rico lenguaje corporal—. Pero usted se ha desviado. Me da igual el motivo o la naturaleza de su vicio. No me interesa por qué no compartes todas tus ganancias con la Corporación, por qué mantienes una relación a todas luces inconveniente con una ramera de clase muy superior a la tuya, tanto como para permitirse por capricho un nombre con «S», por qué cambias de estilo interesándote por operaciones comerciales demasiado arriesgadas, por qué ofendes a tus compañeros de trabajo asegurándoles que no tienes miedo a nada o por qué compras libros de papel. El origen de una desviación carece de importancia: sólo son graves sus repercusiones. Y yo, Fazerhoff, tu mentor, a día de hoy ya no sé quién eres. ¿Repercusión? He perdido mi confianza en usted. Y no sabes cómo me duele.
Parece que Fazerhoff va a echarse a llorar. Monta el labio inferior sobre el superior, y una ola de espasmos le recorre el cuerpo. Cuando se da cuenta de que la jarra de cerveza está vacía, olvida la actuación y llama al camarero.
—¡Eh, tú! ¡Una cerveza helada! —El camarero, sin darse por aludido, sigue concentrado en la lectura; Fazerhoff enrojece de ira—. ¡Haragán! ¡Hijo de puta! —masculla entre dientes.
Mallick se levanta y pide una cerveza. El camarero, burlón le habla mientras la tira:
—Su amigo es un tipo muy agradable. Mírele: viéndole, cualquiera diría que se está bebiendo la cerveza de su acompañante.
Efectivamente, Fazerhoff ha acabado con la cerveza de Mallick.
—Observe con disimulo: ahora la tirará al suelo —continúa el camarero.
Fazerhoff echa un vistazo para comprobar si le están observando y empuja la jarra hacia el borde de la mesa hasta que cae y se hace añicos contra el suelo.
Mallick abona las consumiciones y la jarra rota, y regresa con el caimán, que le recibe compungido.
—Lo siento Mallick, pero se me cayó su jarra, la mesa es muy resbaladiza. En este antro no se pueden discutir asuntos serios. ¿Ha reflexionado sobre mi discurso?
Mallick se toma su tiempo para responder. Por un lado, le gustaría sincerarse con Fazerhoff. Por el otro, sabe que eso no es lo que se espera de él. Beben en silencio. Fazerhoff hurga en su dentadura con un palillo. Mallick juega con la canica sobre el tablero transparente. Al cabo, Mallick se levanta, rodea la mesa, besa a Fazerhoff en la frente y vuelve a ocupar su asiento.
—Está bien —dice Fazerhoff—. Lo comprendo. Acepto sus disculpas. Pero hay algo más. Usted me solicitó un ascenso, y para ello he de pedirle algo. Como bien sabe, tengo amigos y socios influyentes. Y entre ellos están Davids y Baquerizo, los afamados científicos. Están preocupados con su relación con Stork, su hija, y yo les he prometido que usted la va a abandonar. ¿Qué me dice?
Mallick se revuelve inquieto en su asiento antes de hablar.
—No le entiendo, Fazerhoff. Usted sabe perfectamente que los ingenieros en ventas tenemos derecho a exprimir cualquier relación sentimental, y eso es precisamente lo que yo estoy haciendo con Stork.
—¡Bien! ¡Bravo! Entonces, ya que sabe que dentro de no demasiado tiempo le cubriré de crédito y trabajará para un grupo anónimo y poderoso, hágase un favor a mí mismo: deje de ordeñarla y retírese.
—De acuerdo, Fazerhoff. Pero déjeme un margen de tiempo. Prefiero no ser demasiado brusco con ella. Así usted tendrá tiempo para decidir qué es lo que me ofrece la Corporación, en qué consiste mi ascenso. Porque hasta ahora no hemos avanzado demasiado, ¿no?
—¡Oh, Mallick! —suspira Fazerhoff—. ¡Tenga paciencia! No sueñe con avanzar demasiado, no vaya a ser que se estrelle. Aunque no lo note, ya se ha convertido en una pieza más del engranaje que mueve la ciudad.
—Y Delclaux y Berger, ¿forman también parte de ese engranaje, Fazerhoff?
—No sé de qué me habla, Mallick —responde Fazerhoff secamente—. No conozco a ninguna Delclaux, ni a ningún Berger.
—Es extraño. A mí, mientras nos mezclábamos, Delclaux me confió que ustedes tres compartían intereses y objetivos. Según dijo pertenecen a una especie de secta. Supongo que se trata de ese grupo anónimo y poderoso del que me ha hablado.
—Está delirando, Mallick —ruge el caimán—. Hágase un favor a mí mismo: no se ponga en evidencia.
—Delclaux, Ivanov, Mortelli, Mach, López, Li… Últimamente todos le pasan informes sobre mí, ¿no es cierto? Pero no se preocupe, a mí todo esto me da completamente igual. Ustedes jueguen, diviértanse, planeen complicadas estrategias. Yo me conformo con ascender y llenarme los bolsillos de crédito.
—¡Memeces! ¡Usted se está volviendo egoísta, Mallick! ¡Parece haber olvidado que yo le saqué de las cloacas!
—No es cierto. Cuando entré a su servicio ya vivía bajo techo y ya había pasado mucha mercancía por mis manos. Es más, durante años, bajo su sombra, obtuve bastantes menos ganancias que cuando volaba en solitario.
—¡Tonterías! ¡Yo le he modelado, yo le he convertido en el ingeniero que es usted hoy! —Fazerhoff, fuera de sí, se limpia con el pañuelo la saliva de la comisura de los labios, y luego, parece calmarse—. ¡Está bien! ¡No nos pongamos nerviosos! Usted ha aceptado abandonar a esa perra, y tenemos un trato. Por cierto, ¿tiene usted algo para mí?
—¿Para usted? No le entiendo.
—Si no me comprende, es su problema —grita Fazerhoff—. Le estoy exigiendo que si tiene alguna información que me pueda interesar, me la entregue.
—No sé de qué me está hablando, Fazerhoff, se lo juro. Y si se refiere a mis transacciones privadas, usted mismo me aseguró que podía compartir o no las comisiones con la Corporación según mi criterio.
Los ojillos de Fazerhoff estudian el rostro impenetrable de Mallick. Una sonrisa estira su boca, y los colmillos superiores se montan sobre el labio.
—Va usted a volverme loco, Mallick —susurra Fazerhoff—. Todavía no sé si es imbécil, o si sólo lo parece. Es dueño de su vida, tiene un buen empleo, sus compañeros le estiman, su cuenta corriente no está en números rojos y usted se empecina en echarlo todo por la borda. Hágase un favor a mí mismo: recupere la cordura, vuelva a su vida ordenada y moralmente intachable de antaño. Y, sobre todo, no se le ocurra traicionarme.
Fazerhoff ha dado por finalizado el discurso. Probablemente de modo inconsciente ha permitido que su rostro se desconecte, como ocurre cuando uno se encuentra a solas. Mallick se da cuenta de lo cansado que está el caimán. Parece un hombre que está despidiéndose de la madurez para abrazar la senectud. Las bolsas bajo los ojos cuelgan fláccidas, el labio inferior tiembla, las orejas parecen inmensas, la tez es gris ceniza. Mallick siente algo semejante a la compasión. Pero Fazerhoff chasquea la lengua y la expresión de su rostro vuelve a transmitir la fiereza y energía habituales. Se pone las gafas y ruge de nuevo:
—Corramos de vuelta a la oficina. Y esta vez, como no te dejes ganar, hago que te expulsen de la ciudad.