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Mallick y Stork acostumbran citarse tras el trabajo en el Parque 17, situado al pie de la colina noroeste de la ciudad. El Parque 17, un verdegal con una superficie de veinte hectáreas de terreno suavemente ondulado y originalmente rectangular, ha sufrido los mordiscos de los barrios residenciales situados a sus orillas, y actualmente su forma recuerda la de la piel extendida de un cuadrúpedo, aunque nadie se pone de acuerdo sobre cuál en particular; por ello se le conoce popularmente como La piel. Alberga el más completo jardín botánico de la ciudad, el zoológico, un acuario y un centro de diversión, y se desarrolla mediante una trama de paseos, trochas para los más aventureros, canales, y dos ríos artificiales que nacen de dos lagos situados en los extremos norte y sur. Proyectado como un punto de encuentro con la naturaleza y de homenaje a su capacidad de creación —en su interior vive un buen número de especies animales y vegetales extinguidas en sus lugares de origen—, la mayor parte de sus visitantes son niños y ancianos, es decir, aquellos ciudadanos considerados improductivos, pero que, al formar una especie de reserva sentimental, sirven para mantener engrasada la sociedad. Los ancianos, en parejas o solitarios, se ven a todas horas, incluso de madrugada, y es sabido que aquel parque es uno de sus lugares preferidos para morir.

Si hay suerte Mallick y Stork se encuentran poco antes del atardecer, para disfrutar juntos de la hora preferida del ingeniero, cuando, suavizada la incidencia de los rayos solares, las siluetas y las texturas de las plantas y de los animales comienzan a difuminarse y llegan a componer una masa plácida y acogedora. Todavía podían cruzarse con nubes de niños felices y extenuados en compañía de sus educadores, a punto de regresar a los centros de formación, antes de que, tras la puesta de sol, las plantas y los animales se adueñen del parque hasta la mañana siguiente, vigilados sin demasiado interés ni dedicación por los guardas nocturnos.

Hoy es de noche, el viento mece las copas de los árboles, ha refrescado y de vez en cuando se oye el canto de algún pájaro o el grito de una bestia. Mallick y Stork caminan por el paseo principal que cruza el parque y comunica los dos lagos. A los lados se suceden cientos de especies de árboles debidamente clasificadas, y cada doscientos metros hay quioscos donde comprar toda suerte de productos relacionados con el parque.

Mallick y Stork han cenado en una barraca junto a la fachada trasera del Museo de la Biología, regentada por una pareja de ancianos que, a modo de parásitos, se han hecho un hueco en la maleza y han colocado una cocina de campaña y cuatro mesitas desvencijadas, sin que, hasta el momento, les haya molestado nadie, y a la que acuden con asiduidad algunos trabajadores del parque. Para Stork, aquel restorancito descubierto por el siempre vigilante Mallick es uno de los mejores de la ciudad. Lo llama «la barraca de los sabores». Mallick, en cambio, se refiere a él simplemente como «la barraca».

Cuando se sentaron, Mallick, a regañadientes, aceptó cenar una naranja en su compañía, que peló y comió con parsimonia y cierto disgusto ante el jugo y el aroma ácido que desprendía, mientras Stork, sin apetito alguno, trazaba dibujos sobre el plato metálico con los vegetales robados por los ancianos en los huertos adyacentes y el invernadero. En aquella cena Stork, agotada tras una jornada de reuniones y entrevistas encadenadas sin tiempo ni para respirar, supo hasta qué punto dependía del hombre que la observaba sin pestañear. Sus manos de dedos largos movían los pedazos carnosos de alcachofas, tomate, pimiento, brécol y lombarda, y hacía pequeños montones de brotes de soja. Daba igual lo que él pensase o hiciese. En cierto modo le necesitaba a pesar de él. Aun con escasa iluminación los colores se resistían a desaparecer, y Stork adivinaba el morado de la lombarda, el naranja de los pimientos y el verde oscuro de las alcachofas y el brécol. Y sabía que nunca iba a conocer a Mallick, aunque eso diera también igual. A Stork le bastaba con seguir sintiendo que, gracias a él, todo lo demás era un decorado del que no formaba parte, tan indiferente con respecto a ella como esas hortalizas salteadas que no pensaba comerse. La situación —una cena en la que apenas se ingieren alimentos ni se conversa, en medio del follaje, aislados de la ciudad— hubiese podido parecer extraña si no fuese porque Mallick, rompiendo el pacto que habían establecido de no hablar de sus respectivos empleos, comenzó a referirle a Stork su jornada de trabajo con una naturalidad que daba sentido a la escena. La voz de Mallick llegaba hasta los oídos de Stork como cae la lluvia en las primaveras de otras ciudades, suave y constante. El contenido del discurso de Mallick se perdía casi por completo, convertido en un sonido agradable que se superponía al del temblor de las hojas de los árboles, mecidas por la brisa nocturna, y que se fundía con los colores de las verduras y las imágenes de los labios en movimiento y los ojos entreabiertos del ingeniero. Stork jamás hubiera podido explicar con exactitud qué le contó Mallick. Habló de números, de cifras aplicadas a personas y objetos, de «la imperiosa necesidad que tenemos de obtener crédito», le describió «los nuevos productos en imagen y seguridad», habló de la facilidad con la que había retenido colores —¿de qué?, ¿dónde?—, y las frases saltaban y se esfumaban en la mente de Stork.

De improviso Mallick sacó algo del bolsillo y se lo entregó. La envoltura era verde esmeralda, rígida, y brillaba en la oscuridad. Stork abrió el paquete y se encontró con que contenía un libro en papel. Lo robé hoy, le dijo él. Es de K., vale una diminuta fortuna, aunque esté mal decirlo, según tus códigos. Stork lo olió, comprobó que era un título que le faltaba, fue pasando las páginas lentamente, y estalló en una carcajada que hizo sonreír a los ojos de Mallick. Él le recordó que seguía sin comprender cómo había gente —refiriéndose a ella— que prefería que otros pensasen por ellos, en lugar de hacerlo ellos solos. Quizá, dijo, es que vosotros os lo podéis permitir, es la cara lujosa del aburrimiento. Stork guardó con mimo el libro en la caja y apretó la mano derecha del ingeniero. Pagaron al anciano —Mallick regateó— y salieron al paseo principal, que descendía suavemente hacia una hondonada y parecía una espada de luz cortando las tinieblas del bosque. No había caminantes, y las pocas personas que vieron estaban haciendo compras de última hora. Súbitamente un ocelote saltó desde la espesura y se agazapó frente a ellos, asustando a Stork. Mallick, impertérrito, le comentó que el bicho había adoptado una posición de defensa, y que quizá fuese cierto lo que se rumoreaba, que había dementes que molestaban a los animales a escondidas. Stork, ya calmada, acarició el animal, cuyo pelaje, limpio, matizado y amarillento, brillaba bajo la luz de las farolas. El ocelote les miraba sin verles, como si estuviera enfocando un punto situado por detrás de ellos, indiferente. Su destino era ser mirado y no mirar. Ignoraban de qué animal se trataba. Stork aseguraba que era un tigre pequeño y, al consultarlo, se alegró al saber que también se le conocía por la denominación de titigre. A Mallick, al acercar su rostro al del felino, no le gustó que su aliento apestase a pienso para animales.

Ahora Mallick y Stork están tumbados sobre la hierba, junto a la ribera de uno de los dos ríos. Es tarde. No hay luna. A unos cuantos pasos, un caimán de unos tres metros de longitud, bañado por la luz de una farola, parece una estatua de mármol con ojos de cristal. Mallick, abstraído, extiende el brazo en dirección al reptil y coloca la canica que sujetan sus dedos índice y pulgar interponiéndola entre él y el caimán, en sustitución de uno de sus ojos.

—¿Lo oyes? —pregunta Stork—. Cu-cu, cu-cu… ¿Lo oyes?

Mallick guarda la canica en el bolsillo y se incorpora, apoyándose con la mano extendida sobre el costado de Stork. Mientras escucha, observado por ella, introduce los dedos bajo su ropa y la acaricia.

—¿Qué es? —inquiere Mallick—. ¿Un águila?

—¡Tú estás loco! —ríe Stork—. ¿Cómo va a ser un águila? Seguro que no asististe de pequeño a ninguna lección de naturaleza. Es un cuco, bruto.

—¿Un cuco? ¿Y eso qué es? —bromea él, pellizcándola.

—Era un ave pequeña color ceniza y azulado, las alas pardas y la cola negra con pintas blancas. Ponía los huevos en los nidos de otras aves. Se parece a ti.

—¿Cobraba por todo?

—Por todo. Y engañaba. Y si le abrías el corazón, sólo encontrabas un hueco. Y era solitario. No se relacionaba con sus compañeros, y siempre lograba que los otros pájaros se acercasen a él para después desvalijarles sin compasión.

—Simpático, el cuco. Cu-cu. Parece triste, como si esperase a alguien.

—No espera a nadie, idiota —le insulta Stork, entre risueña y ofendida—. A quien esperaba ya ha llegado —continúa, ahora triste—. Aunque no van a estar juntos mucho tiempo. Ellos lo desean, pero es imposible. Por culpa de ella, que va a morir de una extraña enfermedad.

Mallick se levanta y se sacude la ropa. Las briznas vuelan hasta desaparecer entre la hierba. Su rostro, por un momento, ha vuelto a ser el del ingeniero en ventas llamado Mallick.

—Eso es lo que me enseñaron en casa —continúa Stork, con voz algo más animada—. Puede que se lo hayan inventado. Además, los cucos de aquí seguro que ni ponen huevos. Sólo comen y cantan. Tienen prohibido mezclarse. Nada que ver con los antiguos cucos.

Mallick se acerca al caimán y se pone a su lado, de rodillas. Stork se levanta, echa un vistazo a sus pechos, como si quisiera asegurarse de que siguen allí, y al recoger con la mano el pelo de la nuca comprueba que, al habérselo cortado, no es lo suficientemente largo como para hacerse una coleta. Mallick acaricia la piel rugosa de la espalda del reptil y le da unos golpecitos con el puño en los colmillos.

—Parece que sonríe —comenta.

—Yo no me fiaría de él. Ya sabes que a veces estos bichos fallan y se comen a alguien.

—Eso son cuentos de viejos.

Mallick se sienta encima del caimán, que sigue sin moverse. No es un asiento demasiado cómodo, y se levanta de un salto.

—Éste es todavía más feo que Fazerhoff, ¿no crees? Reconozco que siempre me había apetecido sentarme encima de él. Como suponía, no se ha atrevido a morderme.

—No te equivoques, Mallick. Fazerhoff es mucho más peligroso que ese caimán castrado.

—Tú le conocías de hace tiempo, ¿no?

—Sí. Él me consiguió las prácticas. Es amigo de mis padres.

—A lo mejor, un día, le mato. Me acerco hasta él, y le abro la cabeza. Y después le meto sus gafas naranjas por el ano.

A Stork no le hacen gracia las palabras de Mallick, que no suele hablar por hablar. Le asustan, porque ignora si habla en serio. Pocas veces es capaz de leer en sus ojos lo que piensa realmente. Tampoco le gusta que esa sensación de incertidumbre le atraiga tanto. Que le recorra todo el cuerpo como una descarga eléctrica. Hasta que se detiene en la nuca, caliente, en ebullición. A punto de explotar, haciéndole cosquillas.

—¿Serías capaz de matarle?

—Le he visto morir muchas veces, durante años. El problema es que ya hace tiempo que no puedo imaginar su muerte.

—¿Y a mí, me matas? —pregunta Stork, en un hilo de voz.

—A todas horas. Hace un instante estabas muerta, flotando en el río desnuda, te llevaba la corriente y tenías los labios blancos.

Stork siente que las piernas no le sostienen y cae en los brazos de Mallick, que besa con fuerza sus labios color cereza. Su debilidad se transforma en comezón, y las manos van más lentas que su mente, que quiere palpar todo el cuerpo de Mallick. Le muerde en el pómulo. Caen al suelo. El caimán sigue inmóvil. Ni siquiera les mira. Y Mallick, mientras besa a Stork, piensa que nadie le va a arrebatar a esa mujer de ojos marrones que se está muriendo.