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A Mallick le intriga Delclaux. ¿Por qué sabía que la identidad del abogado Leira era falsa y que su verdadero nombre era Mallick? ¿Fue a la exposición de productos de seguridad en su busca? ¿Por qué le acribilló a preguntas en su habitáculo? ¿Qué sabía de su relación con Stork, y por qué? Delclaux le había dicho la clave para entrar en el U, su local favorito, y ya iba siendo hora de utilizarla. El U según le dijo, se encontraba en una zona poco explotada del sector industrial, al pie de la colina más suave de la ciudad, cubierta casi en su totalidad por una vegetación exuberante. Mallick ha oído que es un local de moda para gente con recursos y gustos extraños. Quizá descubra algo, y si se encuentra con Delclaux nada le impide seguir ordeñándola.

Mallick encuentra el solar en el que según Delclaux se levanta una fábrica abandonada de aspecto anticuado y pasa a través del muro de tres metros de altura que la protege. Sólo es el primer decorado. Mallick mira hacia el lado por el que llegó: ve la calle en pendiente, el gato pardo que jugueteaba con su canica y la vegetación podrida por efecto del calor. Frente a él se levanta otro muro, esta vez real. Recorre toda la longitud de la pared y no descubre ninguna entrada. Los extremos del pasillo están cerrados por muros pintados de rojo perpendiculares a la calle. Mallick se refugia del sol sentándose a la sombra y decide esperar. Pasa una hora. Si el aburrimiento no fuera un lujo sólo al alcance de una minoría, se diría que Mallick está aburrido. Echa una cabezada. Cuando se despierta comparte la sombra con tres hombres y dos mujeres vestidos con ropa un tanto estrafalaria. Mallick no tiene ningún interés en interrogarles. Si están ahí sentados es que no ejercen ningún control sobre lo que pueda ocurrir. Por lo tanto, no le sirven para nada.

Cada cierto tiempo aparece algún caminante por la calle que, sin disimulo alguno, cruza el muro de imagen y se une al grupo. Mallick se pregunta si esos tipos han acudido por un anuncio. No hay nada destacable en ellos a primera vista, nada que indique una posible selección. De pronto a unos cincuenta metros se abre una puerta en el muro y una mujer joven con el pelo recogido en un moño que fuma en boquilla sale al exterior. La espera ha finalizado. El grupo se levanta, y sus integrantes se sacuden el polvo y corren en tropel hacia la mujer de facciones orientales. Mallick es el único que se lo toma con calma. Cuando llega hasta la puerta, la mujer les ha separado en dos grupos. Al ver a Mallick, levanta una ceja.

—¿Y usted? ¿De dónde sale? Póngase con ésos.

Mallick se une al grupo más reducido.

—Ustedes, adentro —ordena la mujer, señalando al grupo de Mallick con la boquilla—. El resto puede irse.

La mujer empuja a los elegidos y cierra la puerta tras de sí. Están en otro pasillo igual al anterior. La mujer chasquea los dedos y cada uno de los acompañantes de Mallick le entrega una fruslería. La mujer interroga a Mallick con la mirada, pero el ingeniero le indica con un gesto que no tiene nada para ella. La mujer amaga darle una bofetada, y Mallick la agarra de la muñeca y se la retuerce. Conoce la palabra clave de entrada y no está dispuesto a que le humillen como a la canalla que le acompaña. Se levanta un murmullo de sorpresa. La mujer, confundida y con la muñeca dolorida, se da media vuelta y desaparece a través del muro. Mientras el grupo de elegidos continúa esperando, anochece. Al cabo de un rato llega una joven con una porra, busca con la mirada al agresor de su compañera, y cuando lo encuentra trata de golpear a Mallick con la porra. Mallick detiene el golpe, le arrebata el arma y la lanza lejos de sí.

—Eres idiota —le dice la mujer, que ha recogido la porra—. No vas a entrar en tu vida, perro.

—Aguarda —le ruega Mallick, que se acerca a ella y le susurra al oído—: «Berrendo».

—Afirmativo.

La mujer de la porra se echa a reír. Mallick la mira impertérrito.

—¿Y qué hace aquí? —le pregunta, divertida—. ¿Por qué no ha entrado por la puerta principal?

Mallick no responde.

—Yo soy Lara. Tchi-huan se va morir de risa. Acompáñeme.

—¿Y los otros? —pregunta Mallick—. ¿No van a entrar?

—Esos entrarán cuando necesitemos carnaza.

Mallick y la mujer cruzan el último muro. Ya están en el U. La habitación, rectangular, amplia y diáfana, está en silencio. Sentados a la única mesa, un anciano con una horrible cicatriz en la nuca y Tchi-huan beben una copa. Al ver a Mallick, Tchi-huan enarca una ceja. Con su mano izquierda acaricia la muñeca lastimada. Mallick cruza la sala y se da cuenta de que, según camina, van apareciendo aberturas en la pared por las que se accede a otras estancias o que permiten ver lo que ocurre en ellas, a menudo tan sólo durante un instante. Como dijo Delclaux, es difícil saber cómo es el U, sobre todo si se tiene en cuenta que la distribución varía continuamente. Mallick se aventura por uno de los vanos y recorre las estancias. La decoración principal es luminosa. El mobiliario es sencillo y escaso o barroco y abigarrado, sin término medio. Los colores conforman un lenguaje propio. Mallick no se cruza con muchos clientes, y nadie se dirige a él. Los empleados se distinguen de los clientes porque su actividad se reduce a esperar a que les soliciten algo, y rara vez hablan entre ellos. La música es suave. Mallick no ve por ningún sitio a Delclaux, aunque es posible que en su errática trayectoria se haya dejado atrás numerosas habitaciones. De todos modos Mallick logra regresar al punto de partida.

Cuando vuelve a entrar en la gran habitación rectangular, vislumbra una figura grande que sale al exterior por el muro transparente, y antes de desaparecer del campo de visión deja en su retina el chispazo de una cabeza dorada. ¿Mortelli? Mallick no podría asegurarlo, pero tiene un presentimiento. El U es la clase de local donde Mortelli se movería como pez en el agua. Sin que lo haya notado, Tchi-huan se ha colocado junto a él. Su cabeza le llega por debajo del hombro. Sujeta la boquilla negra entre los dientes y se arregla el cabello recogido en un moño introduciendo dos agujas finas, largas y de color naranja.

—Tiene usted el aire de haber visto un fantasma.

—Ojalá hubiese visto un fantasma. Las personas de carne y hueso son mucho más inquietantes. ¿Le hice daño?

—No. Pero como se me hinche la muñeca, deberá indemnizarme. ¿Por qué entró por la puerta de atrás en lugar de por la principal?

—Si hubiera entrado por la otra puerta no sabría a qué se dedica usted.

—¡Qué tontería! Me dedico a muchas más cosas.

—Puedo imaginarlas —replica Mallick, insolente.

—¿Sí? Eso está bien, permite que todo sea más sencillo para mí. Imagíneselas y yo las haré. Lo que dudo es que tenga crédito para pagarlas.

—Puede cargarlas a la cuenta de Delclaux.

—No sé quién es.

—Una mujer blanca y arrogante, mide uno cincuenta, tiene tatuado un círculo en la barbilla, está operada hasta el copete y cuando sonríe no es desagradable.

—Se hace llamar la emperatriz dorada —dice Tchi-huan—, acude de vez en cuando y es poderosa. Es amiga del dueño. Le consultaré su propuesta, aunque le aconsejo que recapacite. Puede hacerle sudar sangre. ¿Por qué la busca?

—Ya me hizo sudar sangre en una ocasión. Yo sudo sangre y ella crédito.

—Así que usted… —Tchi-huan congela la sonrisa que empezaba a dibujarse en su rostro—. Debí suponerlo. Normalmente reconozco a las ratas de un solo vistazo. Le felicito: usted sabe convertirse en una rata distinguida. ¿Por qué me lo ha dicho?

—Aquí los clientes necesitarán todo tipo de caprichos. Yo puedo proporcionarle objetos.

—¿Objetos?

—Todo lo que no son sujetos. Iríamos a medias.

—¿Cree que estoy loca? Berger nos mataría.

—¿Quién es Berger?

—Un poderoso hombre de negocios, además de nuestro dueño —Tchi-huan señala al anciano de la cicatriz en el cráneo, que dormita sobre la única mesa—. Y si sigue comportándose como un idiota, dentro de poco también será el suyo.

—Los ancianos son peligrosos, pero a veces también miopes.

Tchi-huan ríe. Es una risa amarga.

—No en su caso, se lo aseguro. Él no le confundirá con un cliente, descubrirá sus bigotes…

—… de un solo vistazo.

Tchi-huan sonríe con los ojos hasta casi hacerlos desaparecer.

—Así es. ¿Quiere que se lo presente?

—Sí. ¿Y de lo nuestro? Puedo adelantarle una buena suma. Yo me encargaría de tratar con los clientes que usted busque.

—Lo nuestro no tiene futuro. Pero quizá… Ya veremos. Si algún día deseo suicidarme, contaré con usted. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

—Leira.

Tchi-huan levanta la cabeza y mira a Mallick de frente. Hasta ahora, mientras conversaban, dirigía la vista hacia un punto indefinido a la derecha del rostro del ingeniero. Sus pupilas negras son más grandes y brillantes de lo que parecían.

—¿Leira? Me encantan los nombres falsos. Yo me llamo Tchi-huan. Al menos ése es mi nombre artístico.

—Que significa…

—No significa nada. Bueno, para usted, la que quiere enriquecerse sin que la maten.

—Pura poesía.

—O si lo prefiere, la que confunde a una rata con alguien que vale la pena. Vamos, Leira.

Tchi-huan toma del brazo a Mallick y lo conduce hasta la mesa de Berger. Es un hombre esbelto, de engañosa apariencia frágil. Cuando se incorpora y abre los ojos, vivos y de un profundo azul claro, nadie diría que acaba de despertarse.

—Siento molestarle, Berger —se disculpa Tchi-huan, con la cabeza inclinada—. Le presento a Leira.

Berger clava sus ojos en los de Mallick, que sostiene la mirada. Pero al cabo de unos segundos, el ingeniero, incapaz de aguantar más, baja la vista. Berger invita a Tchi-huan y a Mallick a sentarse con un gesto displicente. Saca una pitillera antigua y humilde de latón de la que toma un cigarrillo y Mallick se lo enciende.

—¿Es un recuerdo? —pregunta Mallick, señalando la pitillera.

—Sí, de cuando era necio, hace ya mucho tiempo. Según me han informado, la venta de recuerdos es un negocio incipiente. Curioso, ¿no cree?

—Es lógico —responde Mallick—. La gente necesita agarraderas, y no es fácil obtenerlas de modo natural.

—Yo, en cambio, no lo veo como algo lógico, sino como un síntoma más de la enfermedad que nos aqueja. La nostalgia no se compra ni se vende. ¿Vende usted muchos recuerdos, Mallick? —pregunta Berger. Se hace el silencio. Tchi-huan mira de reojo al ingeniero, que ha encajado el golpe con aparente tranquilidad: al fin y al cabo, Mallick es otro disfraz, y bastante más sofisticado que el de Leira.

—Sí, vendo una máquina de recuerdos —responde Mallick, con su recurrente tono inexpresivo—. Pitilleras antiguas de latón como la suya he colocado unas docenas. ¿Se la facilitó Mortelli, Berger?

Berger sonríe por primera vez. Es una sonrisa franca, bien estudiada. Tchi-huan, en cambio, no se atreve a pronunciarse. Permanece encerrada en sí misma, inaccesible.

—¿Mortelli? No sé de quién me habla, Mallick. En cuanto a las pitilleras, no me sorprende que tengan éxito: hace muchos años se veían por doquier. ¿Encontró usted lo que buscaba?

—No, pero no importa. A cambio he conocido a Tchi-huan.

—¡Oh! —exclama Berger, fingiendo haber sido sorprendido agradablemente—. Tiene usted buen gusto, Mallick, aunque me temo que no la conoce en absoluto. No es como la mujer que usted ama, pero podría serlo.

Tchi-huan asiste a la conversación como si se tratara de un silencio. Aunque Mallick por su lado parece disfrutar, la da por concluida y se levanta.

—¿Ya se marcha? —pregunta Berger, sinceramente contrariado—. Aunque no me crea, llevaba tiempo deseando conocerle. He oído hablar sobre usted.

—Parece ser que en esta ciudad el único que no sabe nada sobre mí soy yo mismo —bromea Mallick.

—Usted se toma demasiado en serio —Berger acompaña sus palabras con movimientos pausados de la mano derecha, la que sujeta el pitillo, que se ha consumido hasta el filtro—. La gente como yo raramente se ocupa de las personas; preferimos los asuntos.

—¿Le debo algo, Berger?

—Tan sólo una conversación más larga y relajada. Pero tenga esto en cuenta: una de las muchas cosas que diferencia a los ricos de los pobres y hace a estos últimos especialmente molestos es que siempre tienen en la cabeza pedir algo.

—No se preocupe, Berger. Yo jamás le pediré nada.

Berger apaga el cigarrillo contra el tablero de la mesa. Mallick se despide con una inclinación de cabeza.

—Eso ya lo veremos, Mallick. Espero verle a menudo por aquí —dice Berger—. Le ayudaremos a encontrar lo que busca.

Mallick se retira, acompañado de Tchi-huan. Salen al exterior por la puerta principal. Hace una noche sin luna, huérfana de colores. La mujer ofrece un cigarrillo a Mallick, que lo acepta. La calle está solitaria, ni siquiera está el gato que Mallick vio al llegar. Fuman en silencio, absortos en sus pensamientos. Se diría que están cómodos el uno con el otro, como si fueran hermanos que se han encontrado después de mucho tiempo. Al cabo, Mallick aplasta la colilla con la suela del zapato y echa a andar. Tchi-huan despierta de su agradable letargo y sigue con la mirada al ingeniero mientras baja la pendiente hasta que desaparece engullido por la oscuridad. Se da una palmada en el costado, suspira y regresa al trabajo.