21

Es tarde. Mallick está repasando algunos planes de venta sobre el pequeño escritorio. Bosteza y se permite un descanso. Mira por la ventana y disfruta de los sutiles brillos de la noche, que acarician sus ojos. El negro se descompone en una gama que un observador cuya visión fuera sana no podría percibir. Negro profundo en el cielo. Negro simpático en las ventanas del edificio de enfrente. Negro muerto en las fábricas del anillo industrial. Negro lúculo en la alcantarilla. Negro matizado en el cabello de la mujer que pasa bajo la ventana. Mallick puede pasarse horas descubriendo y nominando negros, colores que no puede compartir con nadie. A lo único siempre lo acompaña un sentimiento de pérdida, un lastre que impide a su dueño beneficiarse de su singularidad. Ahora, cuando Mallick mira los planes de ventas, carecen de sentido. Los negros le han hecho viajar demasiado lejos.

Mallick oye que alguien se acerca por la galería y por un instante desea que se dirija hacia su habitáculo y le hable, no importa de qué. Pero ahora que llaman a la puerta, se pone en guardia. Se puede desear compañía, pero no una compañía determinada, con su carne, sus venas hinchadas, su piel sudorosa y sus problemas no resueltos. Mallick se levanta y pega la oreja a la puerta. Al otro lado se agita la respiración de alguien que conoce, alguien lo suficientemente cobarde como para necesitar coger aliento antes de llamar a su puerta. Con un movimiento brusco, abre y se encuentra con una figura encogida que da un respingo.

—¡Mallick! ¡Por todas las ventas, qué susto me has dado!

Es Velasco, el hazmerreír de los ingenieros en ventas. Mallick se hace a un lado y le invita a pasar. Velasco no le quita ojo, como si temiera que le fuera a golpear a traición.

—¿Tienes algo fuerte?

Mallick trae dos vasos y una botella de la cocina y le sirve ginebra a Velasco.

—Gracias, amigo. Si no te importa… —Velasco se sienta en la silla giratoria y Mallick frente a él, en otra silla.

—¿Y bien? ¿Qué problemas me traes?

Velasco acaricia el vaso con brusquedad, desgastando el vidrio. No importa a lo que haya venido, piensa Mallick: no lo va a hacer bien. La silueta de Velasco se recorta contra la ventana: negro derrota. ¿O negro avaricia?

—Problemas, problemas —canturrea Velasco con voz aguardentosa, tratando de mostrar una imagen relajada—, ¿adónde me lleváis? / Problemas, problemas; / ¿por qué me acompañáis…? ¿Sabes, Mallick? Yo solía cantar en mis visitas. A veces cantaba deliberadamente mal, para hacer reír a mis clientes potenciales. Ya comprendes, la táctica de la humillación medida. Y cuando notaba que en sus ojos asomaba el desprecio, daba un alarido. Ellos se asustaban y después me miraban ofendidos. Pero antes de que les diera tiempo a echarme, comenzaba a cantar de verdad: Ruines y diabólicos —desafina Velasco—: / fantasmales y rotundos, / así son tus ojos ciegos / maldita hija del dolor… Claro que, entonces, todavía no se había derrumbado mi voz. Cada visita era una venta segura, incluso a veces me invitaban a comer. Y si las mujeres estaban solas… entonces… Claro, que no cobraba, como vosotros, ni me mezclaba con hombres. Otros tiempos, Mallick. Tiempos que están dentro de estos tiempos.

Velasco se retrepa. Su pantalón luce un tono gris perla casi transparente en las gastadas rodilleras, por las que se vislumbran dos rodillas huesudas.

—¿Sabes cuál es el mejor cliente, Mallick? —Mallick niega con la cabeza—. El cliente —Velasco suelta una carcajada acompañada de toses—. ¿Lo coges, amigo? ¡El cliente!

Pasan unos segundos, Velasco se inclina hacia adelante, el rostro anguloso absorbe la iluminación que entra por la ventana y clava sus ojos en los de Mallick: llegó la hora de vender. Toda buena venta se fundamenta en contar una buena historia. ¿Será Velasco capaz de urdirla?

—La proposición que voy a hacerte ahora tiene que ver con algo que me ocurrió hace tiempo, en el periodo de las mal llamadas revueltas. No sé si sabes que, por miedo a que los de afuera entrasen en oleadas, se constituyó una leva para garantizar la impermeabilidad de nuestras fronteras. La movilización fue un éxito, pero siempre hay gente a la que no se engaña tan fácilmente con discursos altisonantes. En apenas dos días, surgió un dinámico mercado de enfermedades molestas de sobrellevar, espectaculares. Enfermedades diluidas, envasadas en pequeños recipientes de vidrio rojo, prestas para ser inyectadas en los cuerpos de aquellos que deseaban eludir sus obligaciones para con la ciudad. Algunas sociedades farmacéuticas se hicieron de oro —se dice que la Corporación obtuvo un buen pellizco—, y un grupo selecto de vendedores monopolizó el mercado. Yo estaba entre ellos. En principio, era un trabajo agradable. A los sanos les esperaba el horror de la guerra, mientras que nuestros enfermos iban a saborear los placeres de la retaguardia. Mis clientes me recibían ansiosos; por un lado les preocupaba no disponer de información contrastada sobre la enfermedad que les iba a inocular; por el otro, yo era su salvador. Fue una de esas raras ocasiones en las que el vendedor era recibido con cariño desde el primer momento, cuando cruzaba el umbral de los habitáculos. Pero los acontecimientos se burlaron de las expectativas de aquellos tipos.

Velasco calla para provocar la curiosidad de Mallick, que no se deja impresionar. A Mallick, más que las historias, le interesan los hechos.

—Sí, el destino se burló de ellos —repite Velasco con demasiado énfasis—. En teoría, las enfermedades estaban diseñadas para durar dos años y desaparecer después, salvo que se les inyectase a los enfermos un recuerdo, en caso de que la guerra se alargara. Pero apenas un mes más tarde, cuando habíamos vendido miles de frascos rojos, la ciudad volvió a la normalidad, regresaron los contingentes de soldados desde las fronteras y de la revuelta sólo quedó una cierta sensación de intranquilidad que no tardó en disiparse: las mercancías volvían a pasar de mano en mano. Los llamados falsos enfermos sufrían dolencias reales que en principio se achacaron a la guerra y que, tras las investigaciones pertinentes que concluyeron dos años más tarde, se descubrieron como fraudulentas. Sus delitos eran de los más graves: atentado contra la salud individual y contra la sociedad. Fueron expulsados, pero eso no fue lo peor. Resultó que las enfermedades no tenían curación, eran crónicas. Todavía queda alguno de ellos, aunque la mayoría se quitó la vida. Entonces, surgieron algunas preguntas. ¿Fue un error de diseño el que las enfermedades resultaran ser incurables, o aquello fue premeditado? ¿Se trataba de un aviso?

Velasco se revuelve en la silla, agitado. Hace rato que Mallick le hace ver que no le está escuchando. El ingeniero de ojos hundidos ha sacado su canica de cristal, la ha encerrado dentro de su puño y observa los reflejos azules —grises para él— que se escapan por el hueco y tiñen la piel del costado de la mano. La paciencia de Mallick se ha agotado. No le preocupa que las preguntas de Velasco se queden sin respuesta. No hay historia sin oyente.

—¿Y bien, Velasco? ¿Qué problemas me traes?

—¡Pero si no me has dejado acabar! —protesta Velasco, sin demasiada convicción—. Está bien. Seré directo —acomoda el cuerpo a la postura que considera que refleja mejor su intención de ser directo: inclinado hacia delante, con los codos apoyados en los muslos y las manos entrelazadas, el mentón alto—. Me han informado de que tienes un amigo que sufre una extraña y antigua enfermedad: acromatopsia. Sé de un médico que puede curarla, aunque el tratamiento es costoso, y se requiere una intervención quirúrgica. Quizá te interese entrar en el negocio.

Mallick oculta su estupor con una sonrisa. Guarda lentamente la canica en el bolsillo y transforma la sonrisa en una mueca de desagrado.

—Lárgate, Velasco —ordena Mallick—. Os habéis equivocado de puerta.

Velasco, ofendido, o aparentando estarlo, se levanta de la silla y deja el vaso sobre la mesa.

—No sé por qué te pones así, Mallick —dice Velasco—. Tienes fama de ser quien mejor controla los impulsos, pero veo que no es cierto. De todos modos, ése no era el único negocio que deseaba compartir contigo.

—Lárgate.

—Me han hablado también de una amiga tuya, que sufre una enfermedad terrible. Y mis socios…

Mallick no permite que Velasco acabe la frase. Le asesta un puñetazo en pleno rostro y el veterano exingeniero se desploma. Parece que el golpe ha hecho recuperar a Mallick el porte sereno. Se agacha y comprueba que ha dejado inconsciente a Velasco. Abre un armario y saca del fondo una barra de hierro. Vierte dos dedos de ginebra en el vaso de Velasco, para cuando se despierte. Toma asiento en el sillón y se acaricia el cráneo. Le hieren los grises y negros, el blanco sucio del rectángulo iluminado de la pared. Añora la rutina, los días que se sucedían sin que nada imprevisto perturbara su existencia. Recuerda la contestación de Stork cuando le preguntó a quién envidiaba. Al agua, le dijo. ¿Por qué?, la interpeló él. Porque siempre encuentra su camino, y si es necesario, sabe evaporarse sin dejar rastro, dispuesta a regresar en otro lugar, siempre distinto. Él le respondió que el agua era tan peligrosa como el deseo: acaba por horadar cualquier material y aflora por cualquier resquicio. Pero no hay lugar ni tiempo para lamentarse. Velasco muestra signos de recuperación. Ha abierto los ojos y gimotea lastimero mientras acaricia el chichón que le ha producido en la nuca la caída. Mallick le señala el vaso de ginebra.

—Bébete eso, idiota. Todavía no hemos terminado.

Velasco toma el vaso y bebe con ansiedad. Mallick le coge de las axilas con un movimiento enérgico, le sienta en la silla giratoria y se sitúa enfrente, de pie. Velasco advierte que hay una barra de hierro al alcance de Mallick y un escalofrío recorre su espina dorsal.

—¿Quién te ha enviado?

Velasco sonríe, inseguro, y no responde. Mallick hace girar a Velasco en la silla, la detiene y le abofetea.

—¿Quién te ha enviado?

—No te esfuerces, Mallick —responde Velasco mientras se acaricia la mejilla golpeada—. Como podrás comprender, lo ignoro. Alguien me llamó, me dijo lo que debía hacer y me pagó por adelantado. No sabía que te ibas a enfurecer de este modo. Recuerda que somos colegas. ¿Desde hace cuánto dispones de mis servicios?

—¿Qué te dijeron que debías hacer? —Mallick le sirve otro vaso de ginebra a Velasco, que lo mata de un solo trago.

—Lo que he hecho. Ofrecerte la curación de las enfermedades.

—¿A cambio de qué?

—Eso no lo especificaron. Me dijeron que como el precio de la curación era elevado, ya se te ocurriría a ti algo.

—Supongo que no te dirían lo que quieren porque no saben si yo lo tengo. Además, desconfían de ti: saben que eres un cobarde y que hablas casi antes de que te pregunten. ¿Y en caso de que se me ocurriera ese «algo» para satisfacer el precio?

—Ellos cumplirían su promesa.

—Ya.

Mallick reflexiona durante unos minutos. Trata de deducir qué es lo que desean quienes han enviado a Velasco. Puede ser sencillamente que abandone a Stork, como le ordenó Fazerhoff. O algo relacionado con la desaparición de Ackerman, o con los archivos que se llevó de su laboratorio. A Velasco el silencio se le hace interminable, y se hace oír para relajar el ambiente.

—Bueno, ¡ya está! Siento de veras haberte contrariado, Mallick. Si lo deseas, te invito a tomar algo en algún garito con clase.

Mallick le mira y le sonríe sin acritud.

—¿Nos vamos? —pregunta Velasco.

—¿Me vas a invitar con el crédito que te han pagado para presionarme? Sería gracioso —Mallick coge la barra de hierro y Velasco se encoge en la silla, agarrándose a los brazos—. Sabías a lo que te exponías, ¿no? Espero que te hayan pagado bien.

Mallick golpea violentamente con la barra la rodilla de Velasco y no atiende a sus gritos de dolor. Le saca a rastras fuera del habitáculo y se desentiende de él.

Ahora tiene otras cosas en las que pensar.