32

Mallick y Stork doblan la esquina y toman una calle estrecha donde comienza una de las zonas bajas de la ciudad. Jarrea. Hay contenedores repletos de basura, que también invade la acera. Los edificios son de hormigón, funcionales, con los huecos de las ventanas ordenados sin gracia y las fachadas sucias. Hace años albergaban oficinas poco atractivas: ahora son viviendas baratas y un par de hoteles frecuentados por clientes del exterior, prostitutas o indigentes que buscan un refugio por unas horas. No hay nadie a la vista.

—¿Es en aquél? —pregunta Mallick.

—Sí, el del neón verde.

La pareja aprieta el paso y se dirige hacia la entrada del Hotel Monky, cuyo luminoso presenta varias bombillas fundidas. En el vestíbulo, tras un mostrador con el frente formado por placas de vidrio iluminadas, una anciana de aspecto desastrado conversa con tres prostitutas maduras. Huele a café recién hecho. Stork toma la delantera y habla con la recepcionista.

—Buenas tardes. Queremos la habitación número 33.

—¿Cuántas horas? —pregunta la anciana con aspereza.

—Las menos.

Antes de responder, la mujer les echa un vistazo con sus ojos de bitoque.

—Dos horas. Y se paga por adelantado.

—Una, bruja —gruñe Mallick—. Aquí tiene.

La mujer se encoge de hombros y le cobra.

—Cuarto piso —aclara la mujer—. Sin ascensor.

Una de las mujeres sentadas en los sillones cloquea complacida al oír el comentario de la recepcionista. Stork y Mallick suben por la escalera. Hay varios cuadros de pésimo gusto en las paredes, obscenidades en tonos pastel. En la puerta de la habitación 33 se puede leer una frase en letras rojas: «Bebo para olvidar que fumo». Al entrar, las luces se encienden, Stork tropieza con un frasco y se lo muestra a Mallick.

—Aquí está —dice ella.

—Veinte cápsulas de Devirol. ¿Estás segura de que es Devirol?

Stork saca un bote con un líquido e introduce en él una de las pastillas. La pastilla roja se torna marrón.

—Sí, es Devirol. Ya podemos irnos.

—¿Cuánto te ha costado?

Stork le muestra cuatro dedos de la mano.

—Es muy caro. Sabes que yo te lo consigo más barato.

—Lo sé, pero no se trata de eso, ya te lo dije. Quería que supieras algo de mi vida anterior a que nos conociéramos, aunque fuera sórdido. ¿Nos vamos?

—¿Sórdido? —pregunta Mallick, irónico—. Sigue lloviendo: será mejor que esperemos a que escampe.

Mallick apaga las luces y trata infructuosamente de cubrir la ventana. Como es normal, resulta imposible que la habitación permanezca totalmente a oscuras. La iluminación impersonal de las farolas de la calle penetra por el ventanal y baña la estancia, cuyos enseres reflejan una luz azulada, fluorescente y tibia, como la de aquellas figuritas de personajes célebres, habituales en los dormitorios de la ciudad, que atrapan la luz para después consumirla poco a poco, siempre a punto de apagarse.

—¿Por qué nos quedamos? —pregunta Stork, todavía junto a la puerta de la habitación—. Tú ya has cumplido: te pedí que me acompañases a comprar unas dosis y lo has hecho. No tenemos nada más que hacer en este antro.

Mallick se separa de la ventana, coge las sábanas y hace la cama.

—Te repito que afuera llueve a mares, y además hemos pagado una hora. Que se joda la bizca. Seguro que está conchabada con tu proveedor y ahora se estará preguntando por qué tardamos tanto en irnos.

—¿Y a mí qué me importa lo que piense ese adefesio?

—Túmbate, anda. Y disfruta de una habitación en un hotel de ensueño. ¿No querías mostrarme una parte de tu vida que ignoraba por completo? Ahora estamos aquí, y tienes la oportunidad de conocer un aspecto nuevo de la mía —Mallick, que ya ha acabado de hacer la cama, se tumba vestido sobre ella—. He pasado muchas horas en hoteles como éste. Es curioso: si estaba libre y existía, siempre pedía la 33. O la 333. O la 3. Venía con clientes o solo. Con clientes no hará falta que te explique lo que hacía. Y solo… Días lluviosos en los que estaba chorreando, otros en los que no sabía cómo rellenar las horas muertas y utilizaba la habitación como oficina. A veces me tumbaba así, como ahora, fumaba un cigarrillo y trataba de poner la mente en blanco, no pensar. Porque dormir era imposible. Entonces, me fijaba en cada detalle de la habitación o trataba de encontrar algún bicho que me entretuviese. Las chinches eran mis preferidas, quizá porque las veía a menudo.

—¿Y hablabas con ellas? —pregunta Stork, ahora interesada.

—No. Me di cuenta de que nunca contestaban.

Stork sonríe, deja caer su gabardina sobre el suelo, se tumba junto a Mallick, impresa en su rostro la aprensión que le producen las sábanas gastadas por el uso, y apoya la cabeza en su hombro.

—¿Ni siquiera contigo?

—Ni siquiera conmigo. Las chinches son bastante independientes, salvo cuando tienen hambre. La mayor parte del tiempo estaban quietas en un rincón, o sobre la pared. Un punto oscuro, brillante cuando recibía la luz de lleno. Si se aventuraban hasta la cama yo las esperaba sin mover un solo músculo. Creía oír el impacto de los minúsculos pies contra la tela. Al principio, despacio: tic-tic-tic-tic… Después, más rápido: tictictictic. Sabía que corrían sobre mi ropa. Al llegar a contactar con mi piel, se detenían. Entonces, me picaban y succionaban mi sangre.

—¡Qué horror!

—No. Era curioso. A la tercera picadura, comenzaba otro juego: buscarlas y matarlas. Parecerá fácil, pero a veces me costaba un buen rato. Tienen un cuerpo precioso, aplastado, casi elíptico, que refleja la luz y emite pequeños destellos. La cabecilla está hacia abajo, para introducirse en la piel.

—¿Y las picaduras? ¿Duelen?

—No. Son molestas. Es el precio que pagas por alimentarlas.

—No te comprendo. ¿Y ellas qué te dan a cambio?

—Nada, por supuesto. Son parásitos.

—Muy bien. Perfecto. ¿Y por qué las matabas? ¿No les tenías cariño?

—No. Algo de aprecio, sí; me hacían compañía. Y las mataba porque son parásitos. Ellas también sabían que yo podía cazarlas; es ley de vida. Deben saber escapar cuando las cosas se ponen feas.

—Ya. Supongo que estarías desesperado. Hay lugares mucho más agradables que un hotelucho para pasar el rato. Por ejemplo, los parques. O algunas plazas.

—Te recuerdo que venía en días de lluvia o cuando necesitaba un lugar tranquilo donde poder concentrarme a salvo de las miradas de los otros. No estaba desesperado, te equivocas. Estos hoteles baratos formaban parte de mi modo de vida. Antes yo sufría más bien poco.

—Y entonces llegué yo y lo estropeé todo…

—En cierto modo, sí —Stork se vuelve y mira a Mallick, confundida. Al descubrir una sonrisa en sus ojos cierra los suyos, aliviada—. Ahora mi vida es mucho más complicada, aunque tiene sus compensaciones.

Mallick calla. Al cabo de un rato, Stork duerme. Mallick aparta con cuidado la cabeza y un brazo de Stork, se levanta, coge la silla y se sienta junto a la ventana. La lluvia repiquetea contra el vidrio, sobre el que aparecen y desaparecen delgadas culebras de agua. Dos figuras encorvadas cruzan la calle bajo el ventanal y se encuentran con una mujer protegida por un paraguas. Se diría que discuten. Un gesto airado de la mujer permite que la luz de una farola alumbre su rostro durante un instante. ¿Tchi-huan? Mallick pega la cara al vidrio y fuerza la vista. El paraguas ha vuelto a cubrir la mitad superior del cuerpo de la mujer. Los zapatos, rojos y planos, podrían ser de Tchi-huan. ¿Qué puede hacer a esas horas en la calle 107? Pero ahora la mujer da la espalda a Mallick y es imposible distinguir si se trata de la camarera del U. Por fin, las tres manchas oscuras se ponen en marcha calle abajo. Mallick salta de la silla, sale de la habitación, corre escaleras abajo, cruza el vestíbulo del hotel en tres zancadas y llega a la calle. Nadie a la vista. Mallick se asoma a cada una de las bocacalles. Nadie. La lluvia se cuela por el cuello de su camisa y resbala por la espalda, tibia y espesa. Mallick prueba a meterse por una de las calles al azar. Hay un bar iluminado. Mallick mira por el ventanal. Sentada a una mesa y acompañada por dos mujeres negras de ojos claros, Tchi-huan fuma con su boquilla dorada. La negra más voluminosa comenta algo y Tchi-huan ríe con toda la boca, echándose hacia delante y cerrando los ojos. Al abrirlos, ve a Mallick. Se levanta con calma, se excusa con una leve reverencia y desaparece de la vista de Mallick, que la espera afuera, bajo la lluvia. La puerta del bar se abre y la figura leve de Tchi-huan se inclina para abrir el paraguas. Mallick se acerca y Tchi-huan protege al ingeniero de la lluvia.

—Hola, Mallick.

—Hola, Tchi-huan.

—Creí que no ibas a salir nunca de ese maldito hotel.

—Sentí claustrofobia y me apeteció dar un paseo bajo la lluvia.

Tchi-huan ríe y le ofrece un cigarro a Mallick, que lo acepta. Están muy juntos: hasta Mallick llega el olor ácido y dulzón de la mujer, mezclado con el de la lluvia.

—¿Quiénes son esas dos? —pregunta el ingeniero.

—Clientes. ¿Y la morenita paliducha que se pegaba a ti como una lapa?

—Una compañera de trabajo.

—Así que ella es Stork. Es muy bella. ¿Me has seguido?

—Sí. ¿Y tú a mí?

—También. Si no, ¿cómo iba a saber que estabas en el Monky?

—Dame una buena excusa.

—Tenía ganas de verte —le susurra Tchi-huan con voz juguetona—. Me lo ordenó Berger. Deseaba mezclarme con alguien —Tchi-huan se arrima a Mallick y sus pechos se aplastan contra él—. Me siento muy sola y me acordé de mi hermano el ingeniero. Te vi por casualidad del brazo de la morena y sentí curiosidad por saber qué hacen los enamorados para divertirse. Mis clientes me solicitaron una entrevista con una rata y pensé en ti. Necesitaba redactar un informe para cumplir mi cupo mensual y aproveché la ocasión que se me presentaba. ¿Con cuál te quedas?

Mallick la aparta.

—Todas me valen porque ninguna es totalmente cierta. Debo irme. Cuídate y ten cuidado: no soporto que me espíen.

Mallick se da la vuelta y se encamina hacia el hotel.

—¡Eh, Mallick! ¡Eres idiota! —le grita Tchi-huan—. ¡Ni siquiera tienes agallas para pegarme! ¡Te he seguido porque me pagan por ello! ¿Qué te crees? ¡Lo que no entiendo es cómo alguien se gasta el crédito en una basura como tú!

La lluvia ha amainado y los charcos reflejan la luz blanca de las farolas. Mallick se siente cansado. Antes de regresar al hotel se fuma un cigarrillo mirando la luna. Hoy, al llegar a su habitáculo, se ha dado cuenta de que alguien había entrado en su ausencia. En realidad el intruso no había querido ocultarlo. Todo estaba en su sitio menos los archivadores de su escritorio, abiertos y con el contenido tirado por el suelo. El registro no era más que un aviso, un modo de decirle que seguían vigilándole. Ahora Mallick no duda que lo que buscan son los archivos que le robó a Ackerman, y que ésa es la razón principal por la que le están pinchando desde la Corporación. Y el cerco se va cerrando. Cuando sube a la habitación, Stork está despierta, sentada en la silla metálica. En el suelo hay una jeringuilla tirada. Al verle, Stork se levanta y le besa en la boca. Mallick la besa en la frente y la aparta suavemente.

—¿Dónde estabas? Me has asustado.

—Necesitaba un poco de aire.

—Estás empapado. ¿Qué hora es?

—No lo sé. Pero debemos irnos.

Ya en la calle Stork toma del brazo al ingeniero y echan a caminar en silencio. Stork lanza miradas furtivas al rostro apagado de Mallick; hay algo oscuro en su mirada, un destello ausente que le preocupa.

—Mallick, ¿ocurre algo?

—No. Sólo estoy un poco cansado. Cuéntame algo.

Stork comienza una historia. Mallick no la escucha, aunque las modulaciones de la voz de Stork, la cadencia de sus palabras y el tono amable y persuasivo que utiliza van envolviéndole poco a poco, adormeciéndole. Stork le lleva por calles poco iluminadas y sus ojos también descansan. Por un instante, Mallick duda si está despierto o soñando. Stork se detiene y le interroga con la mirada. Mallick la besa despacio y Stork siente una punzada en la boca del estómago. Se abrazan.

—Anda, vámonos a casa —dice Mallick—. ¿Has visto? Ha salido la luna.

Stork mira hacia el cielo y ve la luna. Hay noches en las que la luna es bella y extraña. Para Stork, ésta es una de esas noches. Stork se pregunta qué guardará en sus cavidades. Nada espectacular, seguro. Polvo y roca. Quizá agua. Porque, ¿había agua en la luna? Stork no lo recuerda. Una nube tapa la luna y Stork maldice la nube. También maldice su enfermedad, y la muerte. Mallick echa a caminar y tira de ella. Stork se resiste un poco, lo justo para que Mallick deba hacer algo de fuerza para moverla. Avanza un paso, después otro, se vuelve, levanta la cabeza y se despide de la luna. Maldiciéndola, por ser tan lejana y bonita.

Y por sobrevivirla.