19

Mallick mira por el vidrio que da a la calle 58, poco animada a esa hora de la tarde. Justo enfrente se abre Jarama, que sube perpendicular a la anterior, y cuyos edificios, peor iluminados y de altura mediana, dan una idea de su categoría inferior. En la esquina entre la 58 y Jarama hay un luminoso gigante con un mensaje del municipio. Sobre un retrato edulcorado del presidente electo, Ali-san, en letras azules de aspecto anticuado, se lee: LOS NIÑOS SON NUESTROS OJOS: NO LOS MALTRATES. Las pulidas aceras de la calle 58 reflejan la luz dorada del atardecer de un modo tan natural, tan acorde con la elegancia de sus tiendas y la alegre belleza de los edificios, que se diría que allí el crepúsculo es eterno, de su propiedad.

—¿Sólo has traído estas cuatro cajas? —pregunta Tchi-huan, con la ceja levantada en un gesto de incredulidad.

Mallick, ensimismado en la contemplación de la calle, no la escucha.

—¿No es alucinante? —dice—. A veces me parece que son capaces de comprar hasta la luz del sol.

—¿Quiénes?

—Los que llenan de mensajes idiotas la ciudad.

Tchi-huan guarda silencio, un tanto sorprendida por el comentario del ingeniero. Da una calada al cigarro naranja y, como si con ella hubiera tomado fuerzas, se acerca a Mallick por detrás y le aparta del muro con un movimiento enérgico.

—No tengo toda la tarde, Mallick. Dejemos las reflexiones para mejor ocasión.

Mallick le arrebata el cigarro de la boca y fuma. El sabor es dulce, empalagoso. Suavemente se lo restituye, separándole los labios con la propia boquilla.

—¿Cuántos vienen?

—Sólo dos —responde Tchi-huan—. Con los otros no he podido fijar una cita.

—¿Los conoces? ¿Tienen crédito?

—Por supuesto, si no, no los hubiera invitado. Son clientes del U, aunque eso no quiera decir demasiado, sobre todo desde que entra gente como tú —Tchi-huan, de cuclillas, abre las cajas y las vacía según habla—. Mercancía selecta y variada, ¿no?

—Como tú me sugeriste. Es preferible que falten objetos a que sobren. Se trata de venderlos caros.

—¿Y por qué tanto envoltorio?

—Por la misma razón: el precio. Algo que se tarda en ver, se hace valer. Los nostálgicos adoran la puesta en escena. Supongo que a ti te ocurrirá lo mismo cuando les entregas tu cuerpo.

—No. En mi caso se trata de que olviden por un rato su asquerosa nostalgia. De inundarles su débil cerebro con carne, olores y pavor. O algo así.

Tchi-huan ha dicho las últimas palabras sin acritud, casi con alegría. Mientras observa cómo Tchi-huan monta un sencillo trenecito de madera, con una locomotora negra y seis vagones pintados de colores, Mallick piensa en el pavor de la carne. Él nunca lo ha sentido. La putrefacción de los otros sí, pero el pavor no.

—¿Cómo has conseguido este piso? —pregunta, con deliberada naturalidad.

En realidad es un estudio. Aparentemente tiene una única habitación, rectangular y alargada, con un muro de vidrio que da a la calle, en el lado opuesto a la entrada. Pero en las paredes laterales hay dos aberturas sólo visibles de frente; por una se accede a la cocina, y por la otra al baño. El estudio está limpio de mobiliario, aunque por unos embalajes amontonados en una esquina, un perchero tirado en el suelo y una muñeca de plástico con la cabeza colgando de un cable, se puede deducir que su dueño o inquilino lo ha dejado con cierta prisa.

—Me lo ha prestado un amigo de una amiga de un amigo de una amiga —responde Tchi-huan, que ya ha montado los cinco trenecitos de una caja y juega con uno de ellos tumbada sobre el suelo, como si fuera una niña malcriada y demasiado desarrollada.

—Pues tiene toda la pinta de que se ha ido sin pagar el alquiler. Podemos vender la muñeca.

—¿La muñeca?

Mallick recoge la muñeca del suelo y prueba a colocar la cabeza, desproporcionada con respecto al cuerpo, forzándola contra el agujero del cuello. En cuanto está en su sitio, la muñeca abre los ojos y Mallick le sonríe. Tiene la pupila inmensa, como si estuviera dilatada, lo que le da aspecto de perturbada. Las orejas son diferentes; en la derecha el lóbulo está pegado al inicio de la mandíbula, y en la izquierda, más grande, completamente separado. El cuerpo, desnudo aunque de color azul, es el de una anciana.

—Esta muñeca va a ser nuestra primera venta. Es una joya.

—¿Habías visto antes alguna como ella?

—¿Viejas o muñecas?

—Muñecas.

—No, pero había oído hablar. Son de la época en la que se pusieron de moda los cuerpos de varias edades.

—Es repulsiva —dice Tchi-huan—. ¿Y esa mesa?

—Es para las muestras. Ayúdame.

Mallick despliega las patas de una pequeña mesa circular, y Tchi-huan la cubre con una tela de terciopelo bermellón. Mallick se sube a la mesa y fija al techo un foco diminuto que llevaba en el bolsillo; después, apaga todas las luces y aumenta la opacidad del gran ventanal. La habitación queda en tinieblas. Mallick enciende la pequeña bombilla del techo, y una luz cálida ilumina la mesa. Coloca sobre ella uno de los trenecitos, una peonza, un maniquí articulado de un hombre, un ajedrez, una máscara de guerrero y otra de princesa. Todos los objetos son de madera. Saca del bolsillo de su pantalón varios pañuelos de seda de colores, y esconde cada una de las muestras bajo su respectivo pañuelo.

—Pareces un prestidigitador —comenta Tchi-huan, divertida—. Si lo vendemos todo, me quedo con los pañuelos.

—Ahora ya sólo queda esperar.

Mallick apaga la luz, y con la oscuridad llega el silencio. Ambos se sientan en el suelo. Poco a poco los ojos se van acostumbrando a la noche, y los embalajes parecen espectros azulados que destacan contra las paredes grises. Tchi-huan repta hasta donde se encuentra Mallick y se tumba apoyando la cabeza en su regazo. Durante un rato se oye el llanto de un niño; al cabo, el ruido se va debilitando hasta extinguirse por completo. Entonces surgen otros sonidos que, agazapados, esperaban su oportunidad para ser oídos: la conversación de dos hombres en voz baja, el agua de una ducha, el parloteo de los personajes de los anuncios… Tchi-huan saca dos cigarrillos y le ofrece uno a Mallick, que lo acepta. El mutismo los ha ido venciendo y Tchi-huan, incómoda, rompe a hablar.

—¿Sabes, Mallick? Varias personas me han prevenido contra ti. Me dijeron que entre las ratas, tú eres la más repugnante. Uno de mis informantes asegura que nadas en aguas tempestuosas y que no tardarás en ahogarte.

—¿Y…? ¿Qué quieres que te diga?

—Nada. Quizá la razón por la que estoy aquí es para comprobar hasta qué punto son ciertas las críticas que te hacen.

—Quizá. Pero permite que te diga una cosa: cuando a alguien le critican, siempre se quedan cortos. Y en lo que respecta a ti —continúa Mallick, con un tono de voz suave que contrasta con sus palabras—, la única razón por la que estamos juntos es que vamos a iniciar un negocio. Lo demás no me interesa.

Mallick se levanta de un salto y, tal vez llevado por un presentimiento, va a la cocina. Derrama la vista por la habitación, abre los armarios, busca en los cajones, sale, cruza el salón, entra en el baño, enciende la luz y baja la vista hasta el suelo. Ha encontrado algo en el pavimento. Es una pequeña mancha granate. Se agacha, rasca con la uña, se lleva el dedo a la boca y lo chupa: sangre.

—¿A quién pertenece este apartamento?

—Ya te lo dije —responde Tchi-huan, desde el salón—. Al amigo de una amiga de un amigo de un amigo.

—Antes no me dijiste lo mismo. Responde. ¿De quién es?

Mallick está otra vez en el salón. Tchi-huan, desde el suelo, ve cómo su cuerpo se inclina sobre ella, amenazador.

—Es de un tal Ackerman, un científico chiflado, o algo así.

Mallick no puede evitar dar un respingo. ¡Ackerman! Quizá la sangre sea suya. Por eso no ha acudido a la última cita. Pero, ¿por qué desean que sepa que le ha ocurrido algo?

—Ackerman… Ese tipo adora los problemas, según tengo entendido —Mallick reflexiona en voz alta—. Va por ahí explayándose sobre la moratoria de inventos. Es de los que opinan que sólo sirve para que un grupo de farsantes se enriquezca a costa de los ciudadanos.

—¿No es lo que piensas tú, Mallick?

—No. Yo creo que todo lo que sea bueno para el comercio es bueno para la sociedad. Y yo no soy quién para decir qué es bueno para el comercio.

—¡Qué modesto!

—¿Cuándo murió Ackerman?

Tchi-huan parece sorprendida por la pregunta. Se incorpora, se apoya sobre el codo derecho y descansa la cabeza sobre la mano.

—No ha muerto, que yo sepa, aunque hace tiempo que no se pasa por el local. Habrán variado sus gustos.

—¿Por qué deseabais que descubriera la sangre?

—¿Quiénes? No sé de qué me estás hablando, Mallick.

—Vosotros. Tú y Berger.

—¿Berger? Desde el día en que te lo presenté, no ha vuelto a mencionarte. Bueno, miento —añade Tchi-huan, tras reflexionar—. Una vez comentó algo extraño: que al verte pensó por un momento que eras él mismo hace cincuenta años. Después añadió que, naturalmente, sólo había sido durante un instante, porque tú eras mucho más idiota que él de joven. En tu descargo he de decir que el intelecto de Berger es singularmente elevado. Pero no creo que le intereses nada, aparte de esos comentarios.

—Para no interesarse nadie por mí, se interesan demasiado.

—Eres completamente miope, Mallick. ¿Por qué no te tumbas a mi lado y hacemos la espera más llevadera?

—Porque no hay nada más triste que una puta tratando de dar placer a otra puta sin lograrlo, ni cobrar.

Pero Mallick no ha podido impedir que su vista se introduzca por el hueco de la blusa de Tchi-huan y sus ojos se posen en sus pechos menudos y tiernos, con las areolas y los pezones oscuros.

—Qué pena. Yo pensaba que era más fácil obtener placer cuando te acostabas con una puta. Me habrán informado mal.

Alguien se acerca a la puerta. Mallick coge la mano de Tchi-huan, y sus rostros quedan a la misma altura, separados apenas por un par de centímetros. Tchi-huan huele a sándalo y a sudor. Mallick se aparta y enciende el foco. La mesa y los pañuelos se colorean de verde, rosa, naranja y amarillo, la habitación parece haber aumentado de tamaño y alguien llama a la puerta.

—Aquí están tus clientes —dice Mallick, en un susurro—. Por cierto: yo me llamo Tyndall.