Capítulo 3
Dicen que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Yo digo que quien tiende la mano a un desconocido es en sí mismo el mayor de los tesoros.
—Así que tu abuela ha adoptado a un vagabundo y no contenta con eso ha liado a mi madre para que la ayude —resumió Anny.
—No es un vagabundo —replicó Nuria.
—Ah, perdona. Un mendigo, un sin techo, un…
—No es nada de eso. Solo es un tipo que ha tenido mala suerte —afirmó Nuria.
—Joder, Nur, ¡empiezas a hablar igual que tu abuela!
—No es eso… es… no lo sé. Después de comer con él no me pareció un… vagabundo. Es inteligente y agradable, aunque no habla mucho. Parece…
—Ya, parece triste. ¡Pobrecito! Y avergonzado ¡Qué pena! —interrumpió su amiga—. Venga ya, Nur, ¿qué mosca te ha picado?
Nuria suspiró y centró su mirada en la taza de humeante café que reposaba frente a ella sobre la mesa. Estaba acompañada de Anny, su mejor amiga, y no sabía por qué motivo la conversación se había centrado en el hombre al que su abuela había decidido «salvar». Bueno, sí sabía el motivo. Su querida e ingenua abuela había decidido inmiscuir en su nueva acción a todos sus amigos, y entre ellos se encontraba Sonia, la madre de Anny. Y su amiga no se lo había tomado excesivamente bien.
—De verdad que no entiendo a tu abuela, te lo juro. Está como una cabra. Un día de estos alguno de sus casos perdidos le va a dar un buen susto, y cuando eso ocurra…
—Jared no.
—Oh, por supuesto. Claro que no, al fin y al cabo él es… especial —sentenció burlona.
Nuria entendía a su amiga; de hecho, casi siempre pensaba igual que ella.
Estaba harta de que su abuela se apiadara de todos y cada uno de los mendigos que acudían a la mercería pidiendo dinero. Pero Jared no era como los demás, era distinto. Especial.
La mayoría de las veces que Dolores mandaba a un mendigo a comer al Soberano, la primera intención de este era convencer al dueño del restaurante para que le cambiara la comida por dinero. Jared ni siquiera lo había intentado; según Fernando había comido en silencio y con rapidez, le había dado las gracias al terminar y se había marchado tan silencioso como había llegado.
Nuria no había esperado que regresara. Su abuela, sí. Y Jared había regresado.
Había vuelto a entrar en la tienda pidiendo trabajo, Dolores se lo había dado, y él lo había hecho con premura y buena disposición; lo cual era, para qué engañarse, sorprendente. Y después, durante la comida que compartieron, apenas había hablado, pero, cuando lo hacía, cada una de sus palabras estaba impregnada de inteligencia, aceptación, pero también de desesperación.
Al principio se removía inquieto en la silla y miraba de refilón a su alrededor, como si esperara que alguien le echara del restaurante. Cuando el camarero puso el primer plato en la mesa, agachó la cabeza, y la mantuvo así durante unos minutos interminables, sin levantar la mirada del plato, como si le avergonzara que ella y su abuela pudieran ver que sus ojos se habían llenado de lágrimas. Comió muy despacio, masticando cada bocado lentamente, como si pretendiera hacer durar la sensación o como si tuviera miedo de ir demasiado deprisa y que su estómago se rebelase.
Poco a poco, Dolores consiguió que el joven comenzara a hablar. No le preguntó cómo había llegado a encontrarse en esa situación, ni cuál era su rutina diaria, ni dónde dormía o si comía todos los días, lo cual era evidente que no. Simplemente comenzó a hablar de cosas sin importancia hasta que, en un momento dado, Jared decidió, con timidez y reparo, introducirse en la conversación. Apenas había completado un par de frases, era como si le costara hablar o como si se hubiera olvidado de cómo se construía una frase. Pero aun así, había demostrado poseer una inteligencia aguda, mucha capacidad de observación y grandes dosis de simpatía.
A Nur no le cabía duda de que, en otras circunstancias más favorables, Jared sería un hombre muy, muy distinto. Alguien seguro de sí mismo, carismático e, incluso, emprendedor.
—¡Nur! Estás en las nubes —gruñó Anny al ver en su amiga la mirada soñadora que indicaba que estaba a años luz de la conversación.
—Perdona, me he distraído.
—Ya lo veo. Mira, me tengo que ir, mi madre está a punto de abrir la tienda. Si el tipo regresa y tu abuela sigue con su plan… —La mirada que apareció en la cara de Anny le indicó a Nur qué era exactamente lo que pensaba hacer su amiga.
Una semana después del encuentro entre las amigas, Jared se presentó de nuevo en la mercería.
Era una espléndida mañana de principios de marzo; algunos árboles impacientes comenzaban a llenar de hojas sus copas; cientos de flores prematuras brotaban en los parques, inconscientes de que aún faltaban más de dos semanas para el comienzo oficial de la primavera, y los gorriones piaban con fuerza en el cielo ejecutando imposibles vuelos.
Entró en la tienda sin su gorro negro, vestido con unos vaqueros que colgaban de sus caderas y tenían los bajos raídos. Llevaba una camisa de cuadros que había visto tiempos mejores y una camiseta que, antaño, probablemente fuera negra pero que ahora parecía gris sucio, con el cuello dado de sí y pequeños agujeros en el dobladillo. Las deportivas eran las mismas que las de las veces anteriores, aunque parecían todavía más rotas.
—Buenos días, señora, señorita —saludó antes de atreverse a cruzar el umbral de la tienda.
—Hola, Jared. Pasa, adelante, no te quedes ahí como un pasmarote —le instó Dolores con una sonrisa.
Nur levantó la vista de la labor de punto de cruz que estaba haciendo. El muchacho parecía aún más delgado que la última vez, sus ojos estaban hundidos y sus manos temblaban sin el gorro al que normalmente se agarraban.
—¿Tienen algún recado que pueda hacerles? —preguntó con timidez.
—En estos momentos no —negó Dolores pesarosa.
—Entiendo. Muchas gracias. —Jared no pensaba insistir. Sabía que si la amable anciana no le ofrecía nada, era porque no tenía nada que ofrecerle. No pensaba aprovecharse de su buen corazón pidiendo algo que quizá no pudiera darle, aunque estuviera a punto de morirse de hambre.
El precio que las chatarrerías pagaban por el cobre era cada vez más alto, y esto había dado lugar a que cada vez fueran más las personas que revisaban los cubos de basura en su búsqueda. En los polígonos industriales, las empresas que hasta hacía poco tiempo tiraban indiferentes los palés de madera ya usados, ahora los guardaban como oro en paño para conseguir el euro que se pagaba por ellos. Los enormes contenedores metálicos en forma de bañera, esos en los que se tiraban los escombros de las reformas de las casas, eran concienzudamente inspeccionados por los mismos albañiles, electricistas y pintores que trabajaban en ellas. Esos contenedores que antes eran una fuente segura de trastos metálicos que vender a los chatarreros, ahora eran eriales de yeso y ladrillos rotos que a nadie interesaban. Cada vez había menos chatarra y, sin embargo, más gente que vivía de ella. Cada vez era más difícil encontrar algo que vender.
Jared se dio media vuelta y aferró con fuerza el pomo de la puerta. Si se quedaba un segundo más allí, era capaz de suplicar. Y no podía hacer eso, no podía apelar a la buena voluntad de su anciana amiga y ponerla entre la espada y la pared.
Los negocios no iban bien en España, ni siquiera las mercerías regentadas por ángeles.
—Pero… —dijo Dolores en el mismo momento en que Jared salía de la tienda—. Creo que Sonia necesita un par de manos extras.
Jared se dio la vuelta y la miró entre esperanzado y extrañado. No se atrevía a conjeturar qué significaban exactamente esas palabras.
—Es la dueña de la tintorería de la esquina —comentó Nur al ver que el hombre no decía nada—. Si quieres te acompaño y te la presento; si te interesa, claro.
Jared asintió con la cabeza sin atreverse a decir palabra. Había estado en todos los establecimientos de esa calle hacía ya un mes y en ninguno le habían permitido abrir la boca. Y lo entendía. Por supuesto que lo entendía, él tampoco permitiría entrar en su tienda a un vagabundo.
Nur cogió una fina rebeca de punto y se la echó sobre los hombros.
—Ahora mismo vuelvo, abuela.
—No tengas prisa, querida; aún es pronto y los clientes no empezarán a entrar, si es que entran, hasta el mediodía —afirmó Dolores con tristeza. El negocio estaba muy flojo, de hecho todos los comercios de la calle estaban pasando por dificultades.
—Gracias, señora —se despidió Jared agachando la cabeza y saliendo detrás de Nuria.
—Las cosas están bastante complicadas en estos días —comentó Nur mientras caminaba por la calle—. La gente no tiene un duro, los negocios se resienten y la crisis avanza. Tienes que entender que nadie te va a dar una gran cantidad de dinero por los recados que puedas hacer —explicó Nuria entre amable e irritada.
No entendía por qué había sentido la necesidad de acompañar al hombre hasta la tintorería y, mucho menos, por qué narices estaba dándole explicaciones sobre cómo iban los negocios de sus vecinos de calle. A no ser… a no ser que quisiera dejarle claro que no era culpa de él no conseguir trabajo, que todos estaban en mala situación y que sus amigos comerciantes no se iban a aprovechar de él.
—Lo comprendo. No se preocupe, señorita. No pienso exigir nada, solo quiero un trabajo que me permita… —Hizo una pausa sin saber cómo continuar.
¿Qué quería? No era solo comer… era más. Quería hacer algo que lo permitiera sentirse útil de nuevo, algo con lo que pudiera caminar por la calle mirando al frente con la cabeza bien alta, que le permitiera dejar de ser invisible.
—Lo sé —asintió Nur sonriéndole. Jared pensó que jamás había visto una sonrisa tan hermosa en su vida—, y no me llames señorita, no me gusta.
—Nuria —cabeceó él obedeciéndola.
—Nur —replicó ella sonriendo de nuevo.
—Nur —saboreó el nombre entre sus labios. Era un nombre precioso, para una muchacha luminosa.
—Bueno, ya hemos llegado —explicó ella pocos minutos después.
Jared no desvió la vista del rostro de la joven y durante todo el trayecto no había podido dejar de observarla. Ahora que ya no le miraba enfadada y que su ceño no se fruncía ni sus labios se apretaban, se había dado cuenta de que era muy joven, apenas veinte años, imaginó. No era alta, apenas sobrepasaba sus hombros; tampoco era muy delgada. Tenía un cuerpo precioso, con curvas donde todas las mujeres deberían tenerlas, ojos castaños en los que se había perdido al saludarla, y un rostro de facciones amables y soñadoras. Parpadeó aturdido al pensar que ella podía sentirse incómoda ante su maleducado escrutinio y volvió la cabeza para enfrentarse a su nueva aventura. Convencer a la tintorera de que podía serle útil. Un mes antes no lo había conseguido, no veía por qué motivo lo iba a lograr en esta ocasión.
La tienda era la típica tintorería de barrio, ocupada casi por completo por varias barras de metal ancladas al techo, repletas de prendas colgadas en perchas y envueltas en plástico, listas para ser entregadas. Al fondo del local, en una pared libre de ropa, estaba ubicada una enorme lavadora industrial que llegaba casi hasta el techo; al lado de esta había un imponente centro de planchado a vapor que despedía un calor insoportable. Y frente a todo esto, un mostrador impoluto de brillante cristal haciendo de mesa. Sobre él, una caja registradora que había visto mejores tiempos, una agenda, un cuaderno de notas, un bote lleno de bolígrafos de varios colores y un pequeño cenicero lleno de alfileres, imperdibles y tizas azules para marcar la ropa.
Dos mujeres le observaban tras el mostrador. La primera tendría unos cuarenta años y era alta, de agradable fisonomía, pelo recogido en un estirado moño y facciones redondas y suaves. La segunda era una joven de más o menos la misma edad que Nuria, muy parecida a la primera mujer, un poco más alta que ella y de formas definidas y rotundas, con una larga melena castaña recogida en una coleta tirante, y cara de muy, pero que muy pocos amigos.
—Hola, Nur; imagino que este es el joven del que nos habló Dolores —dijo la mujer mayor—. Soy Sonia —se presentó.
—Señora —dijo Jared, inclinando la cabeza en un respetuoso saludo.
—Oh, por Dios no me llames así —se escandalizó Sonia—; no soy tan vieja. Eso déjalo para Dolores. —Y sonrió por su propia broma.
—Mamá —gruñó la más joven de las dos.
—Ah, sí, claro. Esta es Anny, mi hija.
—Señorita.
—No seas pelota —refunfuñó la joven—, a mí no me vas a ganar con monsergas como a mi madre y a Dolores.
Jared dio un paso atrás, intimidado por el enfado que destilaba la voz de la muchacha. Su cabeza volvió a hundirse entre sus hombros y sus manos se aferraron una a la otra, nerviosas. Era una escoria y la chica lo había notado. No había podido engañarla aunque sus harapos estuvieran limpios y él recién duchado. Su pelo demasiado largo, su barba de varios meses y sus ojos enrojecidos por la falta de sueño no dejaban lugar a dudas.
—Lo… lo siento —se disculpó sin levantar la vista del suelo. Un paso más y estaría fuera de la tienda, lejos de la humillación.
—¡Anny! Eso ha sido muy desagradable. Discúlpala, Jared; mi hija tiende a ser muy antipática.
—¡Mamá!
—Dolores ha dicho que podemos confiar en él y, si ella lo dice, yo la creo —afirmó Sonia sin asomo de duda—. Entra, Jared; deja que te explique en qué puedes ayudarnos y, si te parece bien lo que quiero, entonces hablaremos sobre las condiciones —le animó.
Jared se tragó la vergüenza, la duda y las ganas de huir; alzó la cabeza y se acercó al mostrador. Necesitaba demostrarle al mundo que podía hacer bien las cosas. Que era digno de conseguir un trabajo.
Sonia sonrió al ver que el hombre se sobreponía a la timidez que antes había mostrado y la miraba con algo de seguridad. Anny, por el contrario, gruñó en voz baja y miró enfadada a su mejor amiga. Nur alzó la cabeza y, sin pensar siquiera en lo que hacía, se colocó al lado de Jared y pasó una de sus finas manos por el codo doblado del muchacho.
Jared la miró sorprendido por el inesperado apoyo, su espalda se irguió, sus hombros se pusieron rectos y su mirada se libró de parte de la desesperación que llevaba imbuida en ella desde hacía siete meses.
—Voy a ir al grano —avisó Sonia—. Esto es una tintorería y, con el trabajo que hay últimamente, apenas nos da para vivir a nosotras. No puedo ofrecerte un contrato ni mucho menos un horario fijo, tampoco un sueldo.
Jared asintió. Sus esperanzas se desinflaron.
—El tiempo ha cambiado, hace calor —dijo Sonia— y la gente se está dando cuenta de que las alfombras que hay en sus casas, no solo están sucias, sino que sobran. Por tanto, nos llaman para que las recojamos, las limpiemos y se las volvamos a entregar. Ese trabajo lo realizaba mi marido, pero hace pocos meses que lo han operado de una hernia discal y los médicos le han prohibido hacer esfuerzos. Por tanto, me hace falta alguien que vaya casa por casa recogiendo las alfombras —finalizó Sonia mirando a Jared.
—Puedo hacerlo —afirmó él—, se lo aseguro. Puedo.
—¿Tienes permiso de conducir? —preguntó la mujer.
—No —negó Jared agachando la cabeza, derrotado.
—¡No pretenderás dejarle la furgoneta de papá! —exclamó Anny enfadada.
—Por supuesto que no. No tiene carné —explicó Sonia con una sonrisa—. Todos nuestros clientes viven por la zona, imagino que no te asustará caminar un poco con una alfombra sobre los hombros. —No era una pregunta.
—No, señora; por supuesto que no.
—Bien. Entonces hablemos de negocios —afirmó Sonia mirándole sin pestañear—. Como te he dicho, no puedo pagarte un sueldo ni hacerte un contrato. Tampoco sé cuándo necesitaré tus servicios o si estos se prolongarán en el tiempo. Lo único que sé es que ahora me haces falta, e imagino que la situación durará un par de semanas. —Hizo una breve pausa para ver la reacción del hombre, este asintió sin dudarlo—. Te pagaré un porcentaje de lo que gane limpiando cada alfombra. No será mucho, pero no puedo ofrecerte más. Si quieres hacerte una idea de lo que puedes ganar con cada una, aquí tienes la tarifa de precios —le indicó acercándole una hoja plastificada.
—Además, los clientes suelen dar alguna propina —intervino Nuria. Ella había realizado ese mismo trabajo cuando era una adolescente y sabía que se sacaría más en propinas que con lo que le pagara Sonia.
—Efectivamente. Es un trabajo sucio y cansado —advirtió la tintorera—. Al fin y al cabo las alfombras llevan usándose todo el año y suelen estar en pésimas condiciones, y por supuesto el calor no ayuda.
—No importa —afirmó Jared. Era un trabajo, iba a ser útil e iba a poder ganarse su propia comida; eso sería suficiente.
—Perfecto. Comenzarás mañana a las nueve. No me gusta la gente que no es puntual —avisó con mirada acerada. Sonia era una buena mujer, pero era comerciante hasta la médula.
—No se preocupe, señora. Aquí estaré.
—Te proporcionaré un plano para que sepas adónde debes ir y, junto a las direcciones, apuntaré el horario. No puedes aparecer en las casas ni antes ni después —advirtió—. No quiero que molestes a mis clientes cuando están haciendo la comida o colocando la compra. Un cliente satisfecho es un cliente que regresa.
—Y deja buenas propinas —susurraron a la vez Anny y Nuria, que habían oído esa misma frase miles de veces a lo largo de su vida.
Jared sonrió al escucharlas.
Anny se dio cuenta y frunció el ceño sorprendida. En vez de los dientes carcomidos y renegridos que ella imaginaba, Jared tenía una hermosa y blanca sonrisa.
—Pero, mamá, no puede presentarse en las casas de los clientes con esas… pintas —refunfuñó arqueando las cejas.
Jared hundió los hombros, encorvó la espalda y miró fijamente al suelo, derrotado otra vez por sus harapos ajados. No era justo. Él no podía hacer nada para mejorar su aspecto. Apenas podía pagar la lavandería una vez al mes, mucho menos comprarse ropa nueva.
—Tienes toda la razón, Anny —asintió Sonia—. Me alegra que lo hayas mencionado, se me había pasado por alto.
Jared sintió que sus ojos comenzaban a arder al ver cómo se le escapaba entre los dedos la oportunidad de conseguir el trabajo. Parpadeó intentando mantenerlos secos y cabeceó indignado consigo mismo. Parecía que últimamente tenía demasiada facilidad para dejarse llevar por la desesperación.
—Acompáñame —le llamó Sonia.
—¡Mamá! ¿Qué vas a hacer?
—Lo que tú tan sabiamente acabas de decir: eliminar sus… pintas —aseveró con una sonrisa a la vez que le tendía la mano.
Jared se acercó a ella, pero no osó tocarla; no tenía derecho a tomar la mano de esa mujer. Él no era nada, solo escoria, no quería manchar los impolutos dedos de la tintorera con la suciedad que, por mucho que se lavara y restregara, no lograba eliminar de su piel.
Sonia se dirigió a la trastienda. Era una pequeña habitación llena de cachivaches, detergentes, piezas extrañas y… una enorme caja llena de ropa.
—Todas estas prendas son las que algunos clientes desaprensivos no se han molestado en venir a recoger. Están pasadas de moda; de hecho todas llevan aquí como mínimo un año; es el tiempo que damos como máximo para recogerlas; si no lo hacen, pasan a ser nuestras. Busca algo que te valga y llévatelo; cuando vuelvas mañana, quiero que estés bien vestido.
Jared se la quedó mirando sin saber bien qué decir, no quería la caridad de nadie. No era un mendigo, pero necesitaba desesperadamente la ropa y el trabajo.
—Oh, vamos. Sé que no te gusta la idea de vestirte con prendas usadas, pero, aunque tu ropa está limpia, también está demasiado vieja —afirmó asintiendo complacida. Le había gustado especialmente ver que el muchacho recomendado por Dolores era un chico aseado.
—No es por eso, señora —se atrevió a contestar Jared.
—¿Entonces?
—No… No lo sé —tartamudeó incómodo, sin saber cómo explicarle que no quería la compasión de nadie, que no podía aceptarla, porque si lo hacía se hundiría en el pozo de la más oscura desesperación.
—Bueno, bueno… —Sonia le dio unas palmaditas en la espalda, imaginando las dudas que poblaban la mente del muchacho, comprendiendo el porqué de su rostro enrojecido—. Tú mira a ver qué encuentras por aquí… —Se mordió los labios pensando en cómo decir lo que quería sin que sonara a caridad—. Vamos a tener que llevar toda la ropa de esa caja a la iglesia; aquí nos molesta y quita espacio, así que si te llevas varias cosas, nos harías un favor. La caja pesa muchísimo y, cuanto más vacía esté, menos nos costará moverla —explicó saliendo de la trastienda y dejando a Jared con un nudo en la garganta que se creía incapaz de tragar.
El muchacho revolvió con dedos trémulos las prendas olvidadas en la caja. Todo estaba limpio y en perfectas condiciones. Encontró sobre todo mantas y ropa femenina, pero también algún pantalón que le podía valer, un par de camisas, unos vaqueros y una americana informal casi nueva. En cada prenda había una nota de entrega enganchada con un alfiler; la de los vaqueros estaba subrayada en rojo, y explicaba que no habían conseguido quitar del todo una mancha y que el cliente se había negado a llevársela. Observó con cuidado ese pantalón, lo único que encontró fueron unas pequeñas gotitas de color oscuro cerca de la cintura. Se encogió de hombros y comprobó que fuera más o menos de su talla. Lo era.
Revisó su mochila buscando la ropa más estropeada, la dejó a un lado para tirarla al primer contenedor de basura que encontrara y en su lugar metió la nueva ropa que acababa de seleccionar. Se mordió los labios y se acercó de nuevo a la caja de cartón. Si pudiera se llevaría las mantas que había en ella, pero no le cabían en el petate y además no podía cargar con más peso. Al fin y al cabo lo llevaba a su espalda todas las horas del día. Aun así, las noches eran frescas y pasaba mucho frío. Rebuscó de nuevo y encontró una mantita infantil; no era muy grande ni pesaba mucho; apenas ocupaba, pero parecía cálida. La dobló e intentó guardarla, mas no cabía. Con un suspiro sacó la chaqueta informal, de todas maneras no cuadraba con su actual aspecto, y volvió a meter la mantita. Esta vez no tuvo ningún problema. No obstante… Sin pensárselo dos veces se puso la americana. Si no podía llevarla en la mochila, la llevaría puesta. Al fin y al cabo iban a tirarla. Metió su ropa vieja en una bolsa de plástico que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón, respiró profundamente para infundirse valor y abrió la puerta.
Cuando salió de la trastienda se encontró con la mirada sorprendida de las tres mujeres ¿Había tardado demasiado?
—Yo… —farfulló Jared incómodo— he cogido algunas cosas. Gracias.
—¡Pero bueno! —exclamó Sonia—. Si pareces otro, y eso que solo te has puesto una chaqueta.
Las jóvenes asintieron con la cabeza corroborando las palabras de la mujer. No parecía el mismo.
Jared sonrió y se pasó la mano por la nuca, aturdido ante tanta atención. Estaba acostumbrado a ser invisible, no a que se fijaran en él.
Nuria inspiró profundamente al ver la sonrisa risueña y los ojos chispeantes de Jared. Era realmente guapo y algo más. Ahora que parecía más confiado y seguro de sí mismo, le rodeaba un halo intangible que insinuaba la clase de persona que era. Un buen hombre.
—Ahora solo tiene que librarse de la barba desaliñada que lleva y parecerá normal —acotó Anny. Seguía sin convencerle que su madre confiara de ese modo en un desconocido. Si hacía mal el trabajo o incomodaba a los clientes, podrían perderlos.
Jared entrecerró los ojos y se acarició la barba con los dedos. Tampoco la tenía tan larga. O tal vez sí.
—La barba no es problema —aseguró Sonia—. ¿Te dan miedo los perros? —le preguntó.
—Eh… no.
—Bien. Nur, por qué no llevas a tu amigo a ver a Román.
Jared estiró la espalda al escuchar ese término. «Amigo.» ¿Nur le consideraba su amigo?
—¿A Román? —preguntó Nuria con los ojos abiertos como platos. Sonia asintió. Nur miró a Jared y se encogió de hombros—. De acuerdo, ven conmigo —dijo tomándole del codo.
Jared miró sus finos dedos posados en la impecable americana. Era la segunda vez que la hermosa muchacha le tocaba y no parecía repugnarla. Se sintió flotar y sonrió sin poder evitarlo.
—No sonrías tanto —le advirtió Nuria—. La cuestión no es que no te den miedo los perros, sino que no te dé miedo Román.
Anny se rio, cogió su chaqueta de punto y salió tras ellos.
—¿Adónde te piensas que vas, jovencita? —la llamó su madre.
—Esto no me lo pierdo por nada del mundo —gritó Anny desde la puerta.
Román resultó ser el dueño de la peluquería para caballeros del barrio. Era un local pequeño, con tres butacas rojas pasadas de moda, un lavacabezas de metal y un enorme espejo que ocupaba toda una pared.
Anny entró en la peluquería seguida muy de cerca por Nur y Jared. Se sentó en una de las butacas y esperó sonriente. Nur permaneció de pie, aferrando con fuerza el brazo del joven, como queriendo infundirle ánimos. Un segundo después apareció el perro más grande que Jared había visto en su vida.
Salió corriendo por una puerta disimulada en un rincón y se detuvo en seco frente a él. Contempló aterrorizado como el enorme chucho alzaba la cabeza y comenzaba a husmearle sin ninguna vergüenza la ingle y el trasero.
—¡Scooby! Eso no se hace —le regañó Nuria mientras que Anny estallaba en carcajadas al ver la cara del joven.
—¿Por qué no? Es su manera de reconocer y distinguir a las buenas personas de las malas —replicó el viejo más arrugado del mundo saliendo por la misma puerta que había usado antes el enorme perro.
—Ah, sí… ¿y cómo sabes si Scooby las considera buenas o malas? —preguntó Anny guiñándole un ojo al hombre mayor.
Nur se tapó la boca con una mano para evitar que Jared viera su sonrisa taimada. Conocía de sobra la broma que estaban a punto de gastarle sus dos amigos.
—Fácil. Si son buenas las deja en paz —explicó el viejo mirando a Jared—, pero si son malas… les arrea un buen bocado en los cataplines.¿Eres buena persona, muchacho? ¿O solo eres un tío listo que le quiere tomar el pelo a Dolores? No. No me respondas, no hace falta. —El viejo alzó una mano silenciando las palabras que pugnaban por salir de la garganta de Jared—. Scooby nos dirá si se puede confiar en ti. Nunca se equivoca, ¿sabes? —comentó Román mirando al perro. Este no dejaba de olisquear la ingle del joven—. No te muevas, no vaya a ser que se enfade… porque no querrás verle enfadado, ¿verdad?
Jared apretó los dientes y negó con la cabeza. Lo cierto es que se estaba cansando del escrutinio indecente del monstruoso can.
Era un sin techo, sí. No tenía ninguna otra posesión en la vida que lo que llevaba en la mochila, lo asumía. Su aspecto físico no era el mejor, no cabía duda. Pero de ahí a dejar que un chucho, por muy grande que fuera, le olisqueara los bajos a su antojo, intimidándole… No iba a permitirlo. Ante todo, era una persona. Tenía dignidad, y nadie le iba a menospreciar, ni siquiera el perro más grande del mundo.
Templó los nervios, afiló el intelecto y se dispuso a finiquitar aquel desagradable escrutinio. Bajó la mirada hacia el animal y lo observó con serenidad, intentando averiguar a qué raza pertenecía. Una sonrisa iluminó su rostro al darse cuenta del nombre de la mascota. Scooby. Alzó lentamente la mano y la posó sobre la testa suave del gran danés. El perro levantó la mirada hacia él y emitió un ruido que casi parecía un gruñido. Casi.
Jared no se dio por vencido, ni mostró el miedo que recorría su cuerpo; simplemente comenzó a mover los dedos lentamente sobre la enorme frente del tremendo mastodonte, mientras rezaba en silencio para que el perro fuera igual de agradable que su homólogo en la ficción.
Lo era.
Scooby se levantó sobre sus patas traseras, plantó las enormes zarpas delanteras sobre el pecho del joven y alzó la descomunal testa, quedando a la misma altura que la del hombre. Acto seguido sacó su enorme lengua y le lamió el rostro.
Jared apretó los labios, cerró los párpados y aguantó el lavado de cara con toda la dignidad que fue capaz de reunir.
—¡Scooby, sentado! —ordenó su dueño—. Parece que le has caído bien —afirmó pasándole una toalla humedecida para que se limpiara las babas de la cara.
—Eso espero —afirmó Jared.
Román observó al muchacho. Le agradaba que no se hubiera echado a temblar ante su querido e inofensivo perro. Denotaba valentía, y a él le gustaba la gente valiente. Además, si Scooby le había lamido era porque, por narices, el zagal tenía que ser buena persona.
—Bien, bien. Anny, Nur, podéis marcharos; seguro que vuestras madre y abuela os están esperando —sugirió Román sin desviar la mirada de Jared—. Yo me quedaré con el chaval y le explicaré el asunto.
—Pero Román… —se quejó Nur, reticente a dejar al chico con el anciano peluquero.
—Nada, nada. Yo me encargo. Vamos, vamos, largaos —ordenó empujándolas suavemente y haciéndolas salir de la tienda.
—Tiene razón, Nur; seguro que hacemos falta en las tiendas —se confabuló Anny con Román.
La sonrisa que dibujó en su boca le puso todos los pelos de punta a Jared. La chica parecía saber algo que él no sabía, cosa nada rara, ya que no conocía ni a Román ni a su perro ni a Anny. Su única ancla en esos momentos era Nur, y se la estaban llevando lejos de él, pensó en un instante de desolación. Se irguió, asustado de sus propios pensamientos. No podía necesitar a nadie, ni apoyarse en nadie, porque antes o después ese alguien desaparecería de su vida, igual que todos. Y él volvería a ser invisible para el mundo. Si se acostumbraba a necesitar a otra persona, le sería más difícil todavía regresar a la soledad en que se había convertido su vida.
—Bueno, bueno, muchacho, ya estamos solos, lejos de los delicados oídos de las señoritas —dijo Román frotándose las arrugadas manos—. Tú y yo vamos a hablar clarito. Siéntate —ordenó a la vez que se dirigía a la puerta de la tienda y la cerraba con llave.
Jared miró a su alrededor y se percató de que en la peluquería había múltiples bandejas repletas de tijeras, navajas y chismes de lo más amenazadores. Dio un paso atrás y tropezó con el inmenso lomo del gran danés. Scooby lo miró aburrido, estornudó y se dirigió con paso calmado a la puerta, frente a la cual se tumbó. El viejo sonrió al joven. Una sonrisa arrugada, desdentada y taimada que le puso la carne de gallina.
—¿No me has oído, muchacho? Siéntate —exigió de nuevo. Scooby alzó la cabeza y ladró, indicando a su amo que ya había obedecido la orden—. No va por ti, pedazo de alcornoque —le espetó al animal.
Este pareció entender ya que colocó la cabeza entre sus enormes patas delanteras y bostezó sonoramente, mostrando una hilera de afilados dientes, blancos, relucientes y muy, muy grandes.
Jared decidió seguir el ejemplo del perro y relajarse. Caminó hasta una de las butacas rojas y se sentó en ella, no sin antes trazar un plan de huida en el caso de que las cosas se pusieran feas.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó el viejo—. Ah, sí, todavía no hemos empezado —dijo colocando una nívea capa de tela alrededor del cuello de Jared y apretándola con un fuerte nudo hasta casi estrangularlo—. Dolores es una de mis mejores amigas, es una mujer excepcional —dijo a la vez que sumergía una pequeña toalla en un recipiente lleno de agua del que emanaba vapor—. Así que, como puedes imaginar, cuando hace un par de semanas me comentó que te había conocido y que le parecías un chico estupendo, me preocupé por ella.
Sacó la toalla del recipiente, la escurrió en otra máquina y, sin previo aviso, la colocó sobre el rostro de Jared. La primera reacción de este fue levantarse apresuradamente, pero unos dedos viejos y engarfiados se lo impidieron, unos dedos con una fuerza inusitada para pertenecer a alguien tan viejo.
—Vamos, vamos. No me seas quejica. Es solo agua caliente. Los jóvenes de hoy sois unos blandengues —argumentó negando con la cabeza—. Dolores tiene la costumbre de fiarse de todo el mundo, y eso no está bien, nada bien. Le aconsejé que se dejara de monsergas y se hiciera la tonta, pero, en fin, tiene por costumbre hacer lo contrario a lo que le sugiero. Así que aquí estás hoy, a punto de empezar a trabajar para Sonia y esperando a que yo te afeite —suspiró alzando los ojos al cielo.
—¡Eh! Yo no le he pedido que haga nada por mí —replicó Jared quitándose la toalla de la cara e intentando levantarse de la silla. Pero una enorme cabeza posada en su regazo se lo impidió.
Scooby acababa de decidir que sus muslos eran mucho más cómodos que el frío suelo.
Jared no tenía miedo al chucho, pero tampoco era tan inconsciente como para hacer un movimiento brusco, sobre todo teniendo en cuenta que el enorme hocico del animal estaba pegado a su ingle y, por mucho que su virilidad no estuviera en condiciones de ejercer como tal, seguía siendo suya, y pretendía conservarla.
—Claro, claro. Por supuesto que no has pedido nada; si lo hubieras hecho, le habría ordenado a Scooby que te diera un buen bocado en el trasero. Además yo jamás hago nada por nadie a no ser que obtenga algo a cambio —sentenció sin dudar a la vez que afilaba una navaja—. No te muevas.
Jared se quedó paralizado al sentir la aguda cuchilla posarse sobre su garganta. La saliva se le quedó atorada en el paladar, incapaz de bajar por la laringe, por si ese pequeño movimiento condujera a que el filo de la hoja cortara no solo la barba, sino también la carne.
—Bien, bien. Como te iba diciendo jamás hago nada por nadie. Al fin y al cabo tengo un negocio que mantener. Oh, sí, por supuesto, tú no me has pedido absolutamente nada, pero no pretenderás que te deje visitar a los clientes de Sonia con estos pelos. Los espantarías.
Jared intentó hablar, pero el viejo se lo impidió estirándole la piel de la mejilla con su artrítica mano y colocando la navaja a escasos milímetros de la comisura de sus labios.
—Tranquilo, no es caridad. Me vas a tener que pagar… pero no quiero tu dinero; de eso ya tengo suficiente para lo que me queda de vida. Quiero algo mejor, algo mucho más importante y difícil de conseguir —sonrió taimado el viejo.
Jared aprovechó que le estaba afeitando la barbilla para tragar toda la saliva acumulada en el interior de su boca. El viejo le estaba comenzando a dar verdadero miedo. Tenía la mirada turbia, acerada, calculadora. Su rostro lleno de arrugas se mostraba pétreo e inaccesible. Su cuerpo encorvado y enfundado en una bata negra con mangas y cuello blancos se asemejaba al de un buitre preparándose para despedazar la carroña. Y por último las manos. Unas manos que, cuando no estaban estirándole la piel o empuñando el «arma», temblaban como una lavadora en pleno centrifugado. ¿Dónde se había metido?
—¿Te sorprende que esté enterado de que vas a trabajar para Sonia? —preguntó en ese momento Román cambiando drásticamente de conversación.
Jared negó con la cabeza sin saber bien qué decir. Comenzaba a darse cuenta de que el viejo cambiaba de idea y de conversación de un segundo para otro, denotando una clara inestabilidad mental.
—Pues sí, pues sí. En este barrio las noticias corren más rápidas que la pólvora. Y ten una cosa bien clarita, todos los comerciantes, absolutamente todos —remarcó posicionándose frente a Jared y mirándole fijamente—, nos conocemos. Sabemos cada cosa que pasa, en cada momento. ¿Has creído que porque soy viejo soy tonto? —preguntó posando la navaja de nuevo en la garganta del joven—. Recuerdo perfectamente que hace menos de un mes entraste en cada uno de los comercios de la calle pidiendo trabajo. En todos menos en este —afirmó con la cara a escasos centímetros del rostro del joven—. ¿Por qué? —preguntó separando la temida hoja de la suave piel para que el muchacho pudiera contestar.
—¿Por qué qué? —musitó Jared apretando las manos sobre los reposabrazos de la butaca para que no le temblaran.
—¿Por qué no me pediste trabajo a mí? —inquirió Román apoyándose inofensivamente en la pared mientras sus dedos jugueteaban con la navaja.
Scooby levantó la cabeza y gruñó, como si la postura de su dueño fuera un indicativo de que debía mantenerse alerta.
—Porque… vi que estaba solo y pensé que no tendría trabajo para mí —explicó Jared.
—¿Solo por eso? —inquirió suavemente Román alejándose de la pared e irguiéndose en toda su diminuta estatura. Scooby gruñó más alto, separó la cabeza de las piernas de Jared, posó con decisión las patas traseras en el suelo y dobló las delanteras.
—Eh… Usted estaba solo en la peluquería, todo estaba impoluto —se apresuró a explicar Jared—, el cristal del escaparate brillaba, al igual que el suelo y el mostrador. No vi cajas ni nada para colocar, ni clientes esperando a ser atendidos. Pensé que si todo estaba tan limpio y colocado era porque usted no tenía demasiado trabajo y que, por tanto, no le haría falta nadie que le echara una mano.
—Ah… eres muy observador, e inteligente. Eso me gusta —afirmó acercándose de nuevo a Jared y posando la navaja en la mejilla que todavía no había afeitado.
Scooby se relajó y se tumbó en el suelo, sobre las deportivas gastadas y rotas del muchacho. No tardó más de un segundo en llenarlas de babas.
—Bien, bien. Este es el trato: yo te afeito y te hago un buen corte de pelo para que no asustes a los clientes de Sonia y tú mantienes los ojos y las orejas abiertas y me consigues información.
—¡Información! —exclamó Jared con los ojos abiertos como platos. ¡Ese viejo estaba loco!
—Sí, información. Mientras estés enrollando las alfombras, las mujeres te contarán sus cosas. Cuando vayas de arriba abajo por la calle te cruzarás con grupitos de señoras, mantén las orejas alertas. En los portales los porteros te preguntarán adónde vas y, de paso, seguro que te cuentan algún cotilleo. Al principio no será fácil, pero, según te vayan conociendo en el barrio, la gente se abrirá a ti y te contará cosas. Quiero saber todos y cada uno de los chismes que circulan por la calle —finalizó el viejo con una mirada soñadora.
—¿Para qué?
—¡Para qué! Pero, muchacho, es obvio. Pensé que eras inteligente —negó con la cabeza, decepcionado—. Una peluquería se alimenta de cotilleos. Llevo toda mi vida siendo adicto a ellos, pero ahora con la maldita crisis cada vez menos hombres vienen a afeitarse; prefieren hacerlo en sus casas, con sus cuchillas de afeitar desechables —masculló con una mueca de asco—. Han cambiado un afeitado apurado y perfecto, regado con una buena dosis de cotilleo, por cinco minutos frente al espejo desollándose la piel de la cara con esas máquinas que anuncian por la tele y no sirven para nada. Cierto es que todavía acuden a mí para cortarse el pelo —divagó con una sonrisa— pero cada vez lo hacen menos a menudo, y van siempre con tanta prisa que apenas me cuentan nada —suspiró apesadumbrado.
Jared asintió con la cabeza, estupefacto. ¡El anciano estaba como una cabra!
—Si quieres que te sea sincero, no me hace falta mantener el negocio; tengo suficiente dinero ahorrado como para vivir como un rey los años que me quedan de vida, pero… me aburro en casa. Me aburro muchísimo. Y Scooby todavía más. —El perro ladró asintiendo—. Se vuelve loco entre cuatro paredes. Aquí tiene el privilegio de poder entrar y salir cuando quiere. Lo único que necesito para que mi vida sea tan perfecta como era antes son los cotilleos. Y ese va a ser tu trabajo, conseguirme información. A cambio, te afeitaré cada día, te cortaré el pelo cuando sea necesario y te invitaré a desayunar aquí, conmigo, cada mañana, momento en que aprovecharás para contarme todo aquello de lo que te hayas enterado durante el día anterior. ¿A que es un plan perfecto? —preguntó Román sonriendo maliciosamente.
—Sí… claro —afirmó Jared.
Durante los siete meses que llevaba viviendo en la calle, había topado con personajes de lo más extraños y desequilibrados, pero Román se llevaba la palma. No se atrevía a llevarle la contraria, por muy raro que le pareciera el trato propuesto, pero… ¡Es que no tenía ni pies ni cabeza! Si el viejo quería información solo tenía que recurrir a sus amigas.
—Te estás preguntando por qué no consigo los cotilleos de Sonia y Dolores —comentó de repente Román leyendo el rostro de Jared—. Piensa, muchacho; piensa —dijo dándole golpecitos en la sien con la mano en la que tenía asida la navaja. Jared intentó apartar la cabeza, apreciaba mucho su frente—. Tengo una reputación que mantener. No puedo ir pidiendo información a los demás tenderos; se supone que soy omnipresente, que todo lo veo, que todo lo sé. ¿En qué lugar quedaría si les preguntara a ellos lo que supuestamente sé?
Jared asintió con la cabeza, no le faltaba razón al argumento que le ofrecía.
—Bien, bien. Entonces, trato hecho —dijo tendiéndole la mano y alejándola antes de que Jared pudiera estrechársela—. Pero antes de nada… —Román entornó los ojos, y colocó con espeluznante precisión y rapidez la hoja de la navaja sobre la vena carótida que se marcaba bajo la piel del delgado cuello del muchacho—. ¿Has pensado, aunque solo sea por un segundo, robar, asustar o agredir de alguna manera a mis amigas y su familia?
Jared se quedó petrificado, temiendo moverse y clavarse él mismo la navaja o, peor aún, sobresaltar al viejo y desequilibrarlo más todavía. Incapaz de hallar una solución a su problema optó por mantenerse inmóvil y negar toda implicación en cualquier amenaza imaginaria que inventara el viejo demente. Le tenía cierto cariño a su cuello y no le apetecía nada que este acabara agujereado, algo que, además, sería probablemente muy doloroso.
—No —susurró ahogadamente.
—No te oigo, muchacho. Habla más alto —insistió el arrugado anciano sin dejar de presionar con la navaja.
Scooby ladró sin molestarse en levantar la cabeza de las deportivas de Jared, pero no fue un ladrido amenazador, sino más bien una especie de gañido indicando que no se preocupara mucho por las locuras de su amo. Algo así como el equivalente en idioma canino de: «Perro ladrador, poco mordedor».
El viejo carraspeó, alejó un poco la navaja del cuello del joven y lo miró con aire amenazante.
—No. —Jared aprovechó el pequeño respiro concedido, para responder en voz alta y clara.
—¿No, qué?
—No he pensado en ningún momento en causar mal alguno a nadie —dijo subrayando con la mirada la palabra «nadie».
—Bien, bien. Pues entonces trato hecho —aseveró Román separándose del joven y dejando la navaja en el mostrador—. Vamos a ver qué hacemos ahora con tu pelo —murmuró para sí acariciándose la barbilla.
—¡Está usted loco! —exclamó Jared levantándose de un salto, alejando las deportivas del morro lleno de babas de Scooby y arrancándose la toalla que cubría sus hombros—. ¡Ha podido matarme con esa… esa… arma!
Se dio la vuelta dirigiéndose a la puerta; ni por todo el oro del mundo permanecería cerca de ese loco ni un segundo más.
—Bueno, bueno. Tampoco es para que te pongas así.
—¡Qué! ¡Está usted chalado! —replicó intentando abrir la puerta, pero no lo consiguió. El viejo extravagante la había cerrado con llave y esta no estaba en ningún lugar visible.
—Pero no te he hecho nada, ¿verdad? —declaró Román sin negar la afirmación de Jared.
—¡Váyase usted a la mierda! —exclamó tirando con fuerza del pomo aun sabiendo que solo conseguiría salir de esa jaula de locos si el viejo se lo permitía.
—Vamos, vamos. ¿Qué lenguaje es ese? ¿Te parece bonito mandar a la mierda a un pobre e inofensivo viejo? —preguntó con mirada irónica Román—. ¿Tú qué piensas, Scooby?
El gran danés sacudió indolente su enorme cabeza y se dirigió con paso tranquilo hasta el joven.
Jared tensó todo su cuerpo a la espera del inminente mordisco, pero ocurrió todo lo contrario a lo esperado. El gigantesco perro se levantó sobre sus patas traseras, le dio tres sonoros lametazos en la cara y se colocó otra vez a cuatro patas. Acto seguido lanzó un gañido lastimero y colocó la inmensa cabeza pegada a su cintura.
Jared no reaccionó, estaba petrificado. El perro se comportaba como un manso corderito.
Scooby gimió lamentándose de la escasa atención que le prestaba su nuevo amigo y buscó con la cabeza los dedos del joven. Los lamió y luego agachó la mollera hasta que quedó bajo ellos. Jared no pudo evitarlo, le rascó la coronilla. El perro comenzó a mover el rabo mostrando a todo aquel que quisiera verlo lo feliz que era.
—Piénsalo un poco, muchacho. ¿Crees que, si yo fuera capaz de matar a una mosca, mi perro sería tan tonto como es? —bufó Román—. Ah, las apariencias engañan, amigo. Es la reputación la que manda, y yo tengo que hacer honor a la mía. Y ahora déjate de milongas y siéntate a ver qué podemos hacer con tu pelo.
Jared se asomó a la verdad escrita en los ojos del enorme, inofensivo y cariñoso perro.
Observó con atención al viejo darle la espalda mientras seleccionaba las tijeras y el peine que iba a usar y tomó una decisión.