Roda el món i torna al Born

BARCELONA EN EL CREPÚSCULO

El romanticismo comienza cuando Wordsworth se abandona a la memoria en The Prelude y, asomado a la borda del «lento navio de la nostalgia», contempla el reflejo de su vida en las aguas del recuerdo.

Nostalgia es una palaba griega. Ninguna mejor para designar el dolor (algos) que despierta en nosotros el recuerdo de los lugares a los que quisiéramos regresar (nostos). Y no hay viaje sin nostalgia, ni nostalgia sin viaje. Por eso los catalanes decimos: Roda el món i torna al Born

El Born es el corazón de la Barcelona gótica: un lugar, situado en la ribera marítima, donde se celebraban las justas y los mercados medievales. Es un rincón maravilloso para abandonarse al cansancio del crepúsculo.

La nostalgia ya no es lo que era, escribió Simone Signoret en el título de su autobiografía. Y en catalán hay una palabra bellísima para nombrar este sentimiento: enyorança, añoranza. La añoranza es el deseo de no se dónde, no sé cuándo y no sé quién, no sé por qué.

Nací en Barcelona, en una casa modernista de la Gran Vía, 658. Tiene una alegre fachada de azulejos y barrocas labores de forja que me recuerdan el estilo de algunos palacetes sevillanos, quizá porque las dos ciudades compartieron los elementos decorativos que estaban de moda en los años de la Exposición Universal de 1929. Fue construida por un personaje de la industria textil que la encargó al arquitecto Pau Salvat. Todavía conserva en el zaguán algún mueble original, además de los vidrios emplomados de las ventanas y de una escalinata con un trovador que sostiene una bandera con la inscripción SALVE.

Ahora, después de rodar el món, he descubierto el encanto de mi vieja ciudad. La vida me ha llevado muy lejos, pero mi casa sigue estando donde estaba cuando nací. Tampoco se han movido mis animales. Hay un perro a los pies de la estatua yacente de don Miquel de Boera, el cavaller daurat, en la iglesia de Santa Anna donde me bautizaron. Hay dragones en las fachadas modernistas, en las farolas y en las vidrieras. Hay águilas, caballos, peces, lagartijas, gallos, lechuzas y una fuente que representa a unos niños que juegan sobre una tortuga. Hay también unas tortugas que sostienen grandes columnas en el bestiario mágico de la Sagrada Familia. Me conocen mis gatos. Y veo que las golondrinas no se han ido: siguen en un buzón del barrio gótico, en el mismo lugar donde las puso Domènech i Montaner.

Chateaubriand relata en sus Memorias de ultratumba que las golondrinas le acompañaron desde su infancia en el castillo de Combourg. Le siguieron en su larga vida viajera. Y el mismo día que acabó su carrera y fue cesado en el ministerio de Asuntos Exteriores encontró una golondrina muerta que había caído por la chimenea de su despacho.

«L’element bàsic, indiscutible, de la societat catalana —ha escrito Vicens Vives— no és l’home, és la casa.» Pero, así como en el campo toda la memoria familiar se guarda y se deposita en el mas, en la ciudad se crea la fábrica, el despacho o el taller. Surgen así estirpes y generaciones de artesanos, de médicos, de empresarios que mantienen el nombre de una «casa» de padres a hijos. Esa institución fría y puramente notarial que en muchos países es la marca registrada, en Barcelona es una romántica fe de bautismo, como un sencillo mote heráldico colocado en el umbral de un viejo negocio: Can Galí, Can Gibert, Can Torres, Can Puig, Can Bofarull… ¿Cuántos Galí, Gibert, Torres, Puig y Bofarull han puesto su firma, de generación en generación, en los libros de contabilidad de la casa?

Hay dos lugares que han marcado mi memoria barcelonesa: la casa donde nací y el puerto, porque en él inicié muchos de mis viajes. Tenía cuatro años cuando mis padres me llevaron a Cádiz, donde viví mi infancia y los primeros años de mi juventud. Embarcamos en el Villa de Madrid, y recuerdo perfectamente aquella pequeña nave blanca, con su chimenea amarilla y roja que arrojaba humo y lanzaba el clamor alegre de su sirena a la inmensidad del cielo, porque marchábamos muy lejos —era entonces mi idea— y viajábamos hacia otros países donde vivían los fantásticos personajes de mis juegos con los nombres que yo les daba: El Mago de las Cintas de Colores con sus gatos, la Reina de las Hormigas, la Princesa China y el Negro de las Tribus de Hamburgo…

En vano mi padre se esforzaba por hacerme ver la realidad, mientras se ocupaba de los detalles de aquella complicada mudanza. Yo miraba embobado los dos maleteros que iban subiendo nuestro pesado equipaje —maletas, maletines, baúles, neceseres, las sombrereras de mi madre, omnia mea mecum porto— por la escala del barco, como si fuesen porteadores de una expedición de aventura. Los maleteros se colocaban una correa de cuero en el hombro para poder colgar en ella dos maletas, además de las que llevaban en las manos. Es una imagen que me recuerda todos los viajes de infancia: los puertos de Barcelona, de Cádiz y de Génova, el andén de Calais cuando se transbordaba el equipaje del barco al tren, la Gare du Cornavin en Ginebra…

Viendo los muelles de carga, repletos de mercancías —cedro, azúcar y ron de Cuba, cacao de Guayaquil, cueros y pieles de Montevideo— me imaginaba que navegábamos en una de aquellas antiguas goletas o bergantines que tenían nombres de guerreros enloquecidos y solitarios. Recuerdo que mi padre me sostenía en sus brazos para que viese bien cómo el barco se separaba del muelle, alejándose de la torre del reloj y orillando las faldas de la montaña de Montjuïc hacia la desembocadura del Llobregat.

Los niños tienen una emotividad muy rica y especial, fundamentada en sensaciones que, a veces, los adultos no perciben. Sólo a una edad ya avanzada recobramos la parte más profunda de la memoria, cuando nuestra atención discursiva disminuye, liberando nuestras emociones. Y los días de la infancia recuperan en el recuerdo los colores y olores que tuvieron, como el viejo calendario pasional y sentimental de los pueblos, cuando no se habían inventado los relojes y el mundo se regía sólo por las lunas, las nevadas, y los tiempos de carnaval y de ayuno.

Mi rincón preferido de Barcelona es un banco de madera, a orillas del mar, en el Port Vell. De allí salen unos barquitos que llaman «golondrinas». Tiene luz de mar como el recuerdo de mis mejores viajes.

También en Cádiz me gustaba soñar en un rincón del puerto, asomado a un balcón de piedra que olía a mareas bajas y a sal, donde podía observar los barcos mientras atracaban. Encontré una vieja barrica rota que había dejado un barco en el muelle y en ella me sentaba a imaginarme el mundo. Según las mercancías que se cargaban y descargaban, olía a café de Arabia, a duelas de roble, a dátiles de Siria, a vino de Jerez y a sacos de trigo húmedos que, bajo la lluvia, florecían a veces entre un griterío de pájaros.

En Florencia me dijeron que el Dante salía a pasear siempre llevando un taburete. No existían en su tiempo gran parte de los grandes monumentos de la Piazza della Signoria. Pero me lo imagino sentado en su taburete, en la esquina del Ponte alle Grazie, a orillas del Arno, cuando vio pasar por primera vez a Beatriz.

—¿Sabe usted dónde está el metro? —me preguntó un turista americano en Florencia.

—Aquí no hay metro —le dije—. Porque cuando excavamos un túnel salen los etruscos.

Si excavamos en Barcelona salen los fenicios, los griegos, los romanos, los judíos, los árabes, los visigodos…, mucha gente. Pero las grandes ciudades tienen también maravillosos momentos de soledad. Y, hace muchos años, cuando caminaba con mi amigo Toni Pascual por el Paseo de Gracia, en noches de viento y lluvia, Barcelona era para nosotros solos. Las luces parecían alargar nuestras sombras sobre el pavimento mojado, como si fuésemos los únicos habitantes de la lluvia. Las farolas —temiendo quedarse solas— no nos dejaban huir.

SERENA LUZ DE PATIO

Los barceloneses no somos hijos de nuestras fachadas, sino de nuestros interiores. Hay una luz de los patios de Barcelona, serena llum, que recuerda las tardes en las galerías acristaladas del Ensanche. Hay un rumor de los patios de manzanas que no es el ruido de las ventanas que dan a la calle, porque es como la vida interior de la ciudad, un paisaje místico en el que se oyen las campanas de un convento cercano, los niños qué juegan, el chorro de los grifos en los que las muchachas llenan sus cubos, el canto de los pájaros enjaulados, las conversaciones de las lavanderas que tienden la ropa… Y hay un lejano perfume de montaña en las macetas que riegan las mujeres en ese lugar oculto de Barcelona que no ven los turistas: el patio, jardín secreto del modernismo. El jardí sense temps, lo llamó en un libro genial mi amigo Amadeo Cuito.

En la memoria de mi infancia recuerdo días de duelo y de alegría, días de fruta y de flores, días de oro y días azules. Sé que una noche mis padres, a la hora en que escuchaban las noticias de la BBC de Londres, se levantaron emocionados, mirándose a los ojos, apagaron la radio, pusieron un vals en el gramófono, me cogieron en brazos y comenzaron a bailar… Todavía ese momento tiene en mi recuerdo una luz de oro y, cuando pienso en él, me invade una emoción profunda. Hasta, que ya de mayor, comprendí que aquel recuerdo alegre de mi niñez tenía un nombre concreto en el calendario de los adultos: era la fecha en que había acabado la Segunda Guerra Mundial. Barcelona me dio la vida, porque soy un superviviente de las viejas familias de Europa. Por una casualidad pude nacer en este rincón del Mediterráneo donde me permitieron vivir, y mi infancia tiene esa luz de patio…

Barcelona está llena de vida escondida en los patios: una fabulosa escalera que se oculta detrás de una fachada discreta o una loggia que se esconde entre dos cocheras. Es fácil pasar distraído por delante de un patio art nouveau o de un zaguán iluminado por un farol que se quedó soñando en la luz de gas. Y nadie espera encontrarse, en una antigua fonda de la calle Sant Pau —hoy Hotel España—, el más fabuloso comedor modernista que existe en el mundo: un delirio decorativo de Domènech i Montaner que podría ilustrar un cuento de hadas. Los comedores, decorados con azulejos de cerámica vidriada, tienen una luz melancólica y misteriosa, de una elegante belleza marchita. Se diría que es una luz de candela, descubierta por un alquimista en el reflejo de una joya.

El llum, se llama en catalán a la lámpara, para diferenciarla de la llum (la luz), que es femenina. Luz de Barcelona, misteriosa luz de llama, luz de escultura, serena llum de llum (serena luz de lámpara) que se parece hoy más a mi memoria que a mi inquieta vida.

El Mediterráneo tiene mil luces distintas: dramática en Grecia, sutil en Italia y serena llum de escultura en Barcelona: una luz que convierte los edificios en estatuas. Eso debe, sello que los clásicos llamaban Espíritu: una forma, un fenómeno, el noúmeno encarnado en la materia. A veces lo encuentro a orillas del mar, pero otros días voy a buscarlo en un rayo de sol en el tranquilo patio del Ateneo, donde —éste es un país de fumadores— veo pasar en una nube de humo al viejo poeta Sagarra que habla todavía de conceptes y passions. Ahora los filósofos hablan de valors, pero ésa es una idea germánica que no conocían nuestras gentes antiguas, que no eran tan abstractas.

Ésta es mi Barcelona, la que me vio regresar mil veces, después de haber intentado olvidarla en el camino. «¡Hay que irse —decía Joan Miró en 1919—, porque si te quedas en Cataluña, te mueres. ¡Hay que convertirse en un catalán internacional!»

Miró estaba convencido de que la iniciativa de Picabia de crear en Barcelona la revista 391 no había tenido mucho éxito porque el grupo estaba formado por extranjeros y no por catalanes. No lo creo, porque pocas ciudades han estado tan abiertas a la influencia europea. También fracasó el estreno de Parade, con los ballets rusos de Diághilev, la música de Satie y los decorados de Picasso. Pero ésas son nuestras contradicciones y, más allá de una Barcelona surrealista y soñadora que amanece en las brumas de la madrugada, entre las últimas chimeneas del Paralelo, hay otra conservadora y hogareña que odia el dadaísmo, se levanta tarde y desayuna un cruasán, en batín y en pantuflas.

Soy un barcelonés extraño, nacido de una mezcla de sangres —hubo un tiempo en que a mis conciudadanos les gustaba ser universales— y alcancé a vivir todavía una Barcelona elegante y señorial, más aristocrática que nueva rica.

Sigo buscándola, al acabar mi viaje. Pero ya no tengo prisa, porque el poeta Joan Maragall se nos fue, justo cuando encontró a Nausica… ¿Para qué ha de sobrevivir el ruiseñor a la rosa?

ARTESANOS, PÁJAROS PRISIONEROS

Théophile Gautier, cuando regresaba de su viaje por España, pasó unas horas en Barcelona. No más que el tiempo para ver la catedral, recorrer las Ramblas y dedicar unas frases a la calle Argenteria, con sus vitrinas de joyas… Pero fue él quien puso de moda la imagen marsellesa y desgarrada de la Barcelona portuaria, buscando el estridor humano que inspiraría las novelas negras de Francis Carco.

Si la orilla derecha de las Ramblas puede recordar a Marsella, los barrios de Santa Catalina y San Pedro —artesanos, marineros, comerciantes— están muy lejos de ese mundo desgarrado. Sus calles grises, empavesadas por las banderas y las oriflamas multicolores de la ropa tendida, entre balcones podridos y azoteas floridas, entre arcos de piedra y pasajes sin retorno, recuerdan a los barrios ribereños de Génova.

La Ribera marítima de Barcelona se enriqueció, en el siglo XIII, con un templo construido por los frailes blancos de la Merced. Y, en torno a esta parroquia, se trazaría también la Calle Ancha, que fue la rambla de la nobleza barcelonesa. En sus palacios —demolidos y usurpados en el siglo XIX por los burgueses que construyeron aquí algunos caserones— se hospedaron viajeros ilustres, como Carlos V o los reyes de Hungría; aunque también parece que Cervantes anduvo por estos patios, buscando casa para los ciervos de su apellido y los perros de su infortunio.

Merece la pena recorrer estas callejas, con sus viejas capillas, sus oscuros almacenes, sus pintorescos corrales y sus «carrers negres, de murs humits i sol alegre» donde nacieron tantos artistas barceloneses: Rusiñol (en la calle de la Princesa 37, en la misma casa donde su familia tenía la fábrica textil), Guerau de Liost (en la calle Carders), Joan Maragall (en la calle Jaume Giralt), Nonell (en la calle Baixa de Sant Pere, donde tuvo su familia, hasta hace poco tiempo, un comercio de pastas de sopa) y Sert (en la calle que lleva hoy su nombre). Un viajero medieval escribió que Barcelona podía reconocerse, con los ojos cerrados, por el ruido que producían los artesanos al manejar sus herramientas. Hasta 1714 la práctica de un oficio fue indispensable para que cualquier ciudadano pudiera intervenir en el Consell de Cent, aunque no perteneciese a la nobleza.

El barrio de Santa María era un inmenso taller. Los artesanos trabajaban aplicados en sus yunques, sus bancos o sus mostradores. Y muchas de sus calles conservan todavía nombres que evocan la actividad de los gremios medievales: Argenteria, Caputxes, Sombrerers, Corders, Mirallers, Calders…

En algunos rincones encuentro todavía a los artesanos que han ido desapareciendo de mi vieja ciudad. Pero yo sigo siendo aprendiz de sus talleres, discípulo de mis maestros, alumno torpe de los encuadernadores, de las imprentas, de los ebanistas. No olvido el nombre de mis artesanos. Prefiero el olor de la trementina al mejor de los perfumes, y no necesito drogas donde hay una librería que huele a papel, un encuadernador que está cortando el canto de un libro en su ingenio, una planchadora que repasa las fimbrias de un pañuelo de encaje, una vieja imprenta donde se está consagrando la tinta, un dorador que aplica el pan sobre la goma laca o un ebanista que calienta el aiguacuit en el hornillo de su carpintería.

En esta pequeña Barcelona de los años sesenta —tan olvidada, tan alejada entonces de los fastos de la globalización— fui guardando mis recuerdos de El mundo de ayer. Había entonces en Cataluña un estamento muy humilde de gente europea que seguía sintiendo la añoranza de las labores artesanas, el gusto por la obra bien hecha, esa mezcla de cultura mediterránea y fe medieval que fue el origen de Europa. A estos artesanos catalanes debo mi gusto por la labor minuciosa.

Me gustaría ser escultor para hacer un monumento a los últimos artesanos de Barcelona: un pájaro con los ojos vendados. Porque —como escribió en una glosa el más fino de los pensadores catalanes— nuestra ciudad cantaba porque «l’ocell presoner seguia follament exercint el seu art dins la seva gàbia».

Los últimos artesanos vivían en las jaulas de sus talleres, cantando la trova de los pequeños oficios. Y, al observar cómo trabajaban, intenté aprender también mi oficio de escritor, consagrando muchas horas de mi vida al difícil arabesco modernista o al severo esquema clásico. Me esforzaba en el intento de eliminar la viruta periodística de las frases hechas —la deuda flotante, la minoría silenciosa, los jóvenes cerebros, el grupo de presión— que destrozan la literatura. El mundo cotidiano y prosaico de los burgueses no tiene fantasía, pero está lleno de cosas que hacen pensar: «Se ruega salir por la puerta de entrada». A veces una errata nos salva de lo previsible y convierte a la administración en la admiración, los aborígenes en arborígenes, una discreta inhumación en una ceremonia de inseminación, o una pintora que merece pasar a la posteridad en una pintora para la posterioridad.

En las universidades querían enseñarnos a escribir como notarios —no use usted tantos adjetivos, elimine los gerundios, evite las frases subordinadas—, pero yo aspiraba a ser como los artesanos, capaz de crear mi estilo. ¿Cómo eliminar los gerundios, cuando Shakespeare escribió «kissing with golden face the meadows green, gilding pale streams with heavenly alchemy?». Y Baudelaire dijo: «des souvenirs dormant dans cette chevelure». ¿Cómo olvidar que el soneto es sonido y no buscar rimas en omphe, sonantes y consonantes, como hizo Philippe Berthelot? « Vive l’Academie de l’absomphe! Merde a la daromphe!», le respondería Rimbaud desde la eternidad.

Tenía un profesor que nos enseñaba un español cazurro proponiéndonos como lectura ejemplar a Fray Gerundio y sus chistes de cura. Yo prefería Garcilaso: «Pensando que el camino iba derecho»… o «Pasando el mar Leandro el animoso»… o «dejar un rato la labor, alzando».

El periodista tiene que contar las palabras para que quepan en la caja de su columna, mientras que el poeta cuenta las sílabas para que entren en la música de su corazón. A diferencia del periodismo que es un medio de comunicación basado en la urgencia —un oficio para el que pocos están bien dotados—, la literatura es otra cosa: es arte y artesanía, es fantasía, es estilo, es la magia de la palabra; también un oficio tan bello que merece la pena dedicarle la vida. Cuanto más fácilmente se traduce un escritor menos interés literario tiene. The Importance of Being Earnest es una obra tan buena que ni siquiera puede traducirse el título. En Francia, peor que mejor, lo tradujeron como L’importance d’étre Constant. Pero en España lo estrenaron como La importancia de llamarse Ernesto, no sé por qué. Habría sido mejor traducirlo como La importancia de ser Justo o incluso Severo.

En la Antigüedad la gente utilizaba dos lenguas distintas: una prosaica para la vida cotidiana y otra poética para hablar de los héroes, expresar los sentimientos o declarar el amor. Sólo esta última era la lengua de la «exaltación» y era, por eso, la única que se escribía. El idioma llano de la vida cotidiana basta a mucha gente para negociar y conversar sobre los temas más elementales. Y, por eso, algunos ejecutivos suelen entenderse en un inglés empobrecido que es una lengua franca que les permite arreglarse en los negocios. También los viajeros recurrimos muchas veces a este truco para entendernos con personas cuya lengua desconocemos; sobre todo cuando se trata de comunicar ideas y deseos muy simples. Eso es lo que los griegos llamaban una techné, o conocimiento técnico. Pero la literatura es mucho más compleja y reclama infinitos matices de «exaltación» y de «énfasis» que no tienen nada que ver con la parla cotidiana. Sólo los buenos traductores saben lo difícil que es «interpretar» una obra literaria.

Si yo fuera maestro le diría a mis alumnos: no imitéis el estilo de la gente práctica, si no queréis convertir un cuento en una cuenta.

Algunos viajeros del siglo XVIII dijeron que Barcelona era la ciudad con más campanas del mundo, probablemente porque aquí había buenos fundidores. Ya quedan muy pocas campanas y, ahogadas por el ruido de la ciudad, apenas se oyen. Pero sé guiar mis pasos por su sonido, desde la iglesia del Pi hasta Santa Maria del Mar.

Uno de los mayores encantos de Santa Maria es su historia de convivencia: los aristócratas de la calle Montcada convivían con los comerciantes del Born, con los plateros de Argenteria o con los sastres de la calle Caputxes. Aprendices y maestros trabajaban juntos aquellas artísticas piezas de orfebrería que iban a engrosar los tesoros de los reyes europeos, del pontífice o del bey de Trípoli.

En la calle de Montcada quedan algunos restos de la Barcelona aristocrática, desde el Museo Picasso, la casona de los Berenguer de Aguilar y la casa Giudice, hasta el soberbio palacio Dalmases, que tiene el patio más bello de Barcelona: un patio de losas gastadas, arcadas sombrías, farolas de hierro forjado y balcones cubiertos de hiedra. Florecen en delirios barrocos hasta las barandas de piedra de la escalera.

Si la suerte os trae a Barcelona no permitáis que cualquier aficionado a la política turística os cuente que la diferencia entre Madrid y Barcelona estriba en que aquí no hay aristócratas. Ésa es una infamia que debe haber escrito alguien que no conoce nuestra historia.

«Los corteses catalanes, gente, enojada, terrible, y pacífica, suave», escribió Miguel de Cervantes. Son las cualidades de Aquiles: las que los griegos consideraban distintivas de un alma aristocrática.

El núcleo central del barrio de Santa Maria es el Passeig del Born que fue, además, la palestra de la Barcelona medieval y renacentista. La palabra born significa precisamente borne, extremo o remate de la lanza de justar. Y aquí se celebraban los torneos en el siglo XV.

Pero, al decaer la importancia de la Cofradía de San Jorge y desaparecer los torneos, el Born se convirtió en el centro comercial de nuestra ciudad. La palabra born llegó a hacerse sinónimo de «mercado», hasta el punto de que se llamaban bornets las demás plazas de abasto de Barcelona.

En el Born se vendían los belenes de Navidad. Pero esta plaza fue famosa, sobre todo, por el mercado de pescado. Y, al igual que muchos hoteles y restaurantes compran hoy el pescado en La Boquería, a mediados del siglo XIX los gastrónomos cotizaban la lubina, el lenguado, la merluza y el salmonete del Born. Algo más baratos se pagaban los mariscos, pulpos y calamares. Y, a precios más populares, las sardinas, rayas y mojarras.

La fiebre del hierro colado dejó un monumento muy singular en el Born: el mercado que se construyó en 1874 y que, hasta hace muy pocos años, fue la lonja abastecedora de todos los mercados de Barcelona. Josep Fontseré diseñó la estructura de hierro, sin disimular que lo que él quería construir era la Estació del Born, la Gare du Born, Born Station, Born Hauptbahnhof

El viejo mercado del Born, convertido luego en teatro, dejó en este vientre de Barcelona muchas huellas de su atareada historia. Y es una delicia perderse en este laberinto mediterráneo de la confusión: pasajes, tabernas, mercadillos, conventos de monjas, hostales, pastelerías, ebanistas, recaderos, almacenes, agencias de transportes, y algunas tiendas muy curiosas donde aún se venden vidrios, aperos de pesca, cosas sin nombre, barretinas de lana y las más viejas artesanías del corcho.

Me gusta buscar objetos perdidos. Quizás un día escribiré la historia de las subastas de «vidas famosas»: los objetos de Balzac que se embargaron y subastaron en 1882 al morir la condesa Hanska; las joyas de Marie Duplessis, la Dama de las Camelias, que se vendieron para pagar sus deudas; los muebles de Zola que fueron a parar a la almoneda después de su exilio; la jeringuilla de plata que utilizaba Rossini para rellenar sus macarrones con un horrible puré de foie gras, mantequilla y parmesano; los manuscritos y libros de Stefan Zweig que liquidaron los nazis; los últimos restos de la fortuna de la Bella Otero —¿dónde están hoy el collar de perlas de Eugenia de Montijo que medía un metro, o la famosa rivière de diamantes de María Antonieta?— que se pusieron a la venta en 1948; los cuadros de Edward James, el loco surrealista, y, naturalmente, los recuerdos que tuvo que venderse Joséphine Baker… También la rueda de la fortuna se parece a una corona de flores.

El barrio de la Ribera debería figurar en todos los mapas de la literatura y en todos los portulanos de la bohemia: limitando al norte con el sombrío París de Les Halles, al este con la Génova de los Doria, al oeste con las melancólicas tabernas portuarias de Lisboa, y al sur con los floridos balcones de Capri, las majestuosas iglesias de Palermo. Y los gatos de porcelana y sueño que se mueren de gusto bajo la luna de Taormina.

PASEANDO POR LAS RAMBLAS

La palabra «rambla» significa, en árabe —como en castellano— el cauce que dejan las lluvias en la tierra; aunque en catalán se dice riera. Pero el vocablo «rambla» se ha adaptado al catalán barcelonés, y ha generado incluso dos derivados: ramblejar (ramblear) y ramblista.

Cuando bajo por estos caminos en las mañanas de invierno, tengo miedo de quedarme definitivamente atrapado en el encanto de mi ciudad. Esta es mi muralla, mi jaula, el último batir de las alas que me llevaron por el mundo hasta este pequeño rincón del Mediterráneo donde sólo me queda saber morir.

Me gusta pasear las Ramblas bajo el primer sol de la mañana, cuando las floristas riegan sus flores y el aire se llena de un olor limpio, como si los viejos claustros medievales no hubieran desaparecido en este sendero de rosas.

Desde el siglo XVIII, las Ramblas han tenido siempre un sector dedicado a las floristas. Muchas fiestas se celebran en Barcelona con flores o con hierbas aromáticas: las rosas en Sant Jordi, las gardenias para las bodas, las flores de mayo para la Virgen, la albahaca por San Juan… La Rambla de las Flores huele entonces a tierra y a campo, a hoja tierna, como un vivero donde despuntan todas las ilusiones de la ciudad. Junto a las floristas montaron sus tenderetes los vendedores de pájaros y aves exóticas. En las jaulas hay de todo, menos golondrinas, porque las hijas de la desdichada Procné sólo viven en libertad.

Cuando uno vive en una tierra bella, bajo la luz del Mediterráneo, es fácil caer varado en los bajíos de la rutina. Es fácil olvidar que éste fue un pueblo emprendedor y viajero que habló todas las lenguas del comercio. Y es fácil —el humor catalán se presta enseguida a estas caricaturas— sentirse ajeno a todo lo grande para convertirse en un arbolito que vegeta en un tiesto.

Merece la pena recordar la ironía de Josep Carner en el más delicioso de los artículos que escribió en América:

Si us he de dir la veritat, a mi la selva verge m’embafa… Un faig en una carena del Montseny, un pi en un esquei de la Costa Brava, fan més per a mi que no pas la inexplicable confusió de cedres, caobos, lianes, orquídees i herbotes. Un cedre m’agrada més en un jardí, una liana en una il·lustració d’una novel·la de Jules Verne, una orquídea en una cambreta graciosa de París… La selva verge no m’acaba de convencer, massa semblant a certes enamorades que es precipiten sobre un hom plenes de plomes, de pells, de perfums, de penjarelles, de pintaments, i us matxuquen i us ofeguen en una abraçada sense saviesa…

Hay también un idilio catalán, como un cuadrito pastoril de Dafnis y Cloe. Pero, afortunadamente, el humor satírico de los catalanes consigue, de tarde en tarde, hacer la caricatura de este cuadro provinciano. Y, en esa perspectiva de humor, yo diría que las Ramblas son la selva virgen de Barcelona. Hay pájaros enjaulados, flores en macetas, peces en acuarios, pero los barceloneses sabemos que las Ramblas también pueden devorarnos en un idilio mortal, como una vedette llena de plumas, de pieles, de perfumes, de colgantes y de coloretes… Y hay acuarios que parecen tener dentro, agua mezclada con vino, porque los peces se mueven alegres entre burbujas y se besan y abren la boca, como si se estuvieran pintando los labios…

Hay muchas Ramblas: una ochocentista que guarda recuerdos de la Fonda de las Cuatro Naciones, donde se hospedó Stendhal; otra de Picabia, dadaísta y rebelde; otra que parece un decorado de Picasso para los rusos de Diághilev y otra surrealista que se inventó Apollinaire. Existe también una Barcelona indiana y virreinal que pocos conocen y que se extiende desde el palacio de la Virreina hasta las palmeras de la plaza Real. Y, últimamente, comienzo a pensar que hay una Rambla ocupada y violenta que debe ser un sueño de Hemingway…

Las Ramblas fueron siempre la referencia literaria de Barcelona. George Sand y Chopin la visitaron en 1838, cuando se dirigían hacia su retiro en Valldemossa. Él se encontraba entonces bastante bien, a juzgar por la impresión que producía en su amante: «fresco como una rosa y sonrosado como un nabo». Pero, unos meses más tarde, cuando decidieron regresar, el pobre Chopin traía los ojos enfebrecidos, la imaginación poblada de fantasmas, el pecho lleno de humo, y su corazón sonaba ya como un preludio de horas misteriosas. Ella, sentada en la terraza cubierta de hiedras, le escuchaba cansada, como una enfermera abnegada, generosa y fiel. A veces él parecía buscar algo imposible y lejano en la sonoridad oscura de las arpas, invocando acordes difíciles, dibujando esbozos en ruinas, golondrinas lejanas, armonías en si menor. Pero, de repente, el piano se rendía a sus sueños: cantaba lentamente la lluvia en su mano izquierda, y callaban los claustros cuando su mano derecha —fría como una estatua— se levantaba en el aire, como las ramas de los almendros cuando esperan la primavera.

Algunos días me siento a tomar un café en el Hotel Oriente, donde Hans Christian Andersen se hospedó en 1862. Tenía una habitación con un balcón sobre las Ramblas, desde el que podía contemplar la animación del paseo. Ya no van las mujeres con mantilla, como en la época romántica, pero las Ramblas mantienen su ingenuo comercio de abanicos, mantones y castañuelas, como lo vio Andersen.

Picasso también se hospedaba en el Hotel Oriente, probablemente porque es el lugar de Barcelona que está más próximo a la fantasía de un boulevardier. O, quizá, porque las luces de las Ramblas son una tentación para los malos pintores figurativos y eso lo hace todo más enloquecedor, más caricaturesco, como le gustaba a Picasso…

En las Ramblas hay pintores de caballete, como en todos los paseos del mundo. Pero los artistas más interesantes de las Ramblas no son los que pintan, sino los que pasean, porque, en el Mediterráneo, la gente piensa con los ojos. En cada árbol se esconde un pensamiento, igual que en cada trozo de mármol hay una estatua. Y, si nos quitan los árboles, los barceloneses no podremos pensar y tendremos que volver al mar, convertidos en piratas, como los antiguos héroes griegos.

No sé si fue desde Montjuïc donde Safo se arrojó al mar, detrás de una ola blanca. Pero me da pena que se hayan perdido tantas tradiciones barcelonesas, como la de cubrir los patios con toldos para refrescarlos en las horas de sol veraniegas. O la de enfriar los melones en las fuentes. O la de amenizar la sobremesa de los cafés con un pianista. O la de adornar los plátanos, que eran el árbol sagrado de los filósofos, pues los sabios se sentaban bajo su copa —como los pobres de las Ramblas— cuando estaban en vena declamatoria. Ahora sólo iluminamos los abetos de Navidad, olvidando que Jerjes le arrebató las joyas a sus generales y a sus concubinas para adornar un plátano. «Lo bé que aniria un sembrar de xiprers a la plaça de Catalunya», dijo ya Eugeni d’Ors. Siempre he pensado que en el Paseo de Gracia habría que poner unas estatuas griegas. Pero entonces sería el Paseo de Grecia.

SE DESCUBRE QUE EL MELÓN DE DESCARTES ERA FRANCÉS

Los cafés literarios fueron desapareciendo de nuestra ciudad como el bombín: ese sombrero que aquí llamamos barret fort. Llamarle melon, como los franceses, no tendría sentido, ya que nuestros melones son puntiagudos.

Cuando escribía las primeras páginas de este libro, a orillas del Danubio, siguiendo a mis lăutari, me preguntaba porqué Descartes comenzó su Discurso del Método con unos sueños en los que aparece una misteriosa tentación. Ya he dicho que mi amiga Louise me contó en Viena que aquella historia tenía una explicación freudiana y que Descartes había sido tentado por un melón.

Al fin he llegado a comprender que el melón de Descartes no era puntiagudo como los nuestros, sino que era francés. Por eso nosotros, hijos del Mediterráneo, nunca escribiremos un Discurso del Método, porque nuestros melones —si se me permite el modo de señalar— son distintos, más latinos, más dolicocéfalos.

A Pericles le llamaban sus conciudadanos de Atenas el esquinocéfalo, porque tenía la cabeza como una cebolla. Y Eugenio d’Ors escribió glosas muy interesantes sobre las sombrillas y los sombreros, porque nuestra filosofía mediterránea más genuina se fundamentó en la observación de la vida callejera.

Café, periódico, copa y puro fueron nuestras aportaciones a las revoluciones románticas. Pero ya no quedan ni siquiera perchas para el sombrero en nuestros cafés. Y ya se sabe que, antes de que mueran los dioses, caen sus templos. Cuando desaparecen las perchas de los cafés y sus sombreros, mueren los filósofos, los poetas, la oratoria parlamentaria y el periodismo de opinión. También deja de venderse el coñac.

La primera filosofía europea es una creación de la polis mediterránea. Para escribir como Hesíodo sólo se necesita el campo. Un poeta épico como Homero nace en una isla. Pero para pensar como Sócrates o para provocar el disgusto como Diógenes se necesita una audiencia de ciudadanos: una polis, una plaza porticada o un ágora. El campo es la morada de Pan, pero sólo Atenas despierta en los seres humanos el espíritu genial del daimon.

Había cuatro cosas importantes en nuestras ciudades: la plaza, la fuente, los hornos del pan y los cafés. Las plazas habían sido eras, antes de que los griegos las cubriesen con mármol y las convirtiesen en ágoras. Pero todavía, cuando yo era niño, en algunos pueblos las niñas jugaban a la rayuela en una plaza empedrada que llamaban la era.

En las plazas se bailan las sardanas. Y, si observáis los movimientos precisos de esta danza, veréis que el juego de la sardana consiste en resoldre un problema (resolver un problema): compases largos y cortos forman una cuenta y, al final de la rueda, las manos se avanzan y, en el aire, en el centro, en un ámbito callado y misterioso, queda —tejido y medido con una precisión artesana— nuestro Discurso del Método, o sea la Llum

No sé por qué, en la fiebre de las especulaciones y las modas, se fueron perdiendo nuestros cafés, que eran los lugares perfectos para abandonarse al placer de pensar: el Torino, el Términus, el Oro del Rhin, el Salón Rosa… Mi amigo Manolo Gallart —coleccionista y gran boulevardier de las Ramblas— me contaba historias de su juventud en el café Glaciar. Fue quien me explicó que Arístides Maillol ayudó a salvar a algunos judíos que huían de los nazis. Sólo Maillol y su modelo —la joven Dina— conocían un camino secreto que, desde las viñas de Banyuls, llevaba a la frontera española. Pero la historia acabó en 1944, cuando un accidente de coche puso fin a la vida de este genio tan incomprendido.

El viejo Glaciar, decorado con pinturas azules de Grau Sala, desapareció también de nuestra plaza Real. El mismo camino fatal siguió El Canari de la Garriga, un restaurante muy típico —Orson Welles y Federico García Lorca se contaban entre sus clientes— que existía todavía en mis tiempos de juventud. No sé si era este local donde, según me contaba mi padre, se servían sabrosas sopas de tortuga; tan auténticas que los animalitos se paseaban entre las mesas con un cartel en el caparazón que decía: «me guisan el jueves». No se comía especialmente bien en El Canari y algunos bromistas lo llamaban Can Rots (en catalán Casa Eructos), para distinguirlo de Can Ritz, que estaba enfrente. Me parece que fui uno de sus últimos clientes, ya que comimos allí con mi amigo Miguel Torres poco antes de que desapareciera para siempre.

Con Miguel Torres teníamos entonces la costumbre —aún no del todo perdida— de vernos cada jueves y comer en un restaurante diferente de Barcelona. Fue en una época muy bonita de nuestra amistad. Flablábamos de vinos y él me enseñaba a comprender los secretos de su oficio. Nunca he conocido a un enólogo tan experto en la viña, tan claro en la cata, tan apasionado por sus vinos. A veces venía su mujer Waltraud y se nos iban las horas hablando de arte, de pintura, de literatura, de viajes y de flamenco, porque ella es la alegría. Recuerdo que cuando estaba muy enfermo en el hospital, dos veces muerto, ella venía a verme y me contagiaba su ilusión de vivir. No arrastraba esa falsa tristeza y esa hipocresía enlutada que otras personas llevan a los enfermos cuando van a visitarlos. Los enfermos que convalecen de una mala enfermedad necesitan, por el contrario, luz, color y alegría. Y cuando ella entraba en mi habitación, vestida de azul claro —los enfermos recuerdan los colores, oyen todas las palabras, sienten la compañía silenciosa de las manos—, hasta la comida del hospital me parecía apetecible. No es extraño que Waltraud pinte como pinta. Sólo tiene que sacar los colores de su corazón para hacer maravillas.

Otras veces mi compañero de cata ha sido mi buen amigo Francesc Navarro. Quedan pocas personas como él: capaces de descubrir libros ignorados, catar vinos y crear recetas jamás imaginadas que deberían llevar nombres de islas ignotas. Por eso, después de sacrificar un Pétrus con las lentejas, que él prepara con una fórmula de hierbas misteriosas y un saucisson de Lyon, o de bebemos un Mas la Plana con el magret de pato en una salsa donde brillan los rubíes de una granada —la fruta que ató a Proserpina al sillón del olvido—, nos llevamos a casa las botellas vacías, fetiches de vidrio en los que, al cabo de los años, uno puede aplicar el oído para escuchar historias antiguas y voces perdidas, o ver figuras que se reflejan en el cristal como siluetas modernistas.

Me ha tocado asistir a la muerte y a la demolición de muchos de los cafés y locales históricos de Barcelona, derribados por la incuria de las administraciones, sin provocar ni una manifestación de algunos burgueses que tan fácilmente se movilizan para otras protestas. Igual que otros organizan movilizaciones en contra o a favor de un partido, a mí me habría gustado organizar «manifestaciones románticas» para protestar contra el moderno alumbrado de algunas calles de Barcelona —iluminadas con siniestros focos de color naranja— y llevar una pancarta en la que se leyese: MEJOR A LA LUZ DE LA LUNA.

Alguna vez me siento a escribir en el café de la Ópera, que es uno de los pocos supervivientes de las Ramblas que conserva cierto aire literario. Las mesas de madera situadas en un pasillo largo y estrecho, como el famoso «ómnibus» del café Greco de Roma, son un observatorio filosófico de los tipos más pintorescos que frecuentan estas latitudes de la ciudad turística y bohemia. Y las golondrinas de sus pinturas ingenuas han visto pasar a los personajes de las óperas, a los estetas del modernismo, a los filósofos del noucentisme y a los malditos de todas las generaciones perdidas.

Lejanos días aquellos en los que me sentía tan escritor que ni siquiera necesitaba escribir. Y, a cambio, vivía la vida áspera y maravillosa de la literatura.

LLEGAMOS BLANCOS Y NOS VAMOS NEGROS

Como la Diagonal está trazada siguiendo el curso del sol, cuando llegamos a Barcelona, andando de cara a la aurora, parecemos blancos. Y, cuando nos vamos, al atardecer, caminando hacia poniente con las herramientas al hombro —después de haber trabajado la tierra—, nuestros huertos son los que parecen de púrpura.

—Pareces negro, maestro —le dije un día a una sombra que parecía la silueta de Eugeni d’Ors. Caminaba en dirección a Vilafranca del Penedés.

—Es la luz de mi país que ha ensombrecido mi espalda —me contestó, perdiéndose en las tinieblas de su dolor.

Barcelona también es Oriente. Y de Oriente nos vinieron, las palomas, las viñas, las frutas y los arabescos del modernismo. Los fenicios trajeron los cipreses, que los griegos consideraban la madera perfecta para los ataúdes de los héroes —el ciprés es resistente a las termitas— y para los mástiles de los navios. Y, a cierta hora de la mañana, las siluetas de Barcelona se convierten en sombras chinescas.

Cada vez estoy más convencido de que Barcelona tiene algo de Oriente: las fachadas modernistas, los estampados, los perfumes, los telares y las sedas. Embebida en su historia mediterránea, miró siempre más a Oriente que a Occidente. Y cuando los Reyes Católicos acometieron la colonización de las Indias de Occidente, los barceloneses no quisieron olvidarse de las Indias de Oriente que habían sido el primer sueño de los pueblos mediterráneos, desde Venecia hasta Chipre, desde Marsella hasta Constantinopla. Por eso Barcelona fue la sede de la Compañía de Filipinas. Y, probablemente, por eso surgió aquí ese movimiento artístico del Modernismo, que tuvo su origen en la confluencia de dos sentimientos muy arraigados en el alma catalana: la nostalgia medieval de las labores artesanas —la cerámica, el esmalte, el hierro forjado, el vidrio— y la afición por la estética oriental, por el barroco, por la sensualidad creativa y fantástica.

El Modernismo fue algo más que una moda estética en Barcelona; fue la alucinación emocionada de todo un pueblo que se bautizó, colectivamente, en la fe humanista de las artes. Es la época de Maragall, Alcover y Costa i Llobera en literatura; de Pedret, Millet, Nicolau, Albéniz, Granados y Morera en la música; de Llimona, Clarà, Arnau, Blay y Gargallo en la escultura; de Rusiñol, Casas y Nonell en pintura; de Gaudí, Domènech i Montaner o Puig i Cadafalch en arquitectura… Y junto a ellos una nómina interminable de artesanos y artistas que trabajaban en la decoración de las nuevas casas del Eixample; Ballarín y Masriera en los hierros; Rigalt o Sala en los vidrios; Pujol en la cerámica; Masriera en las joyas; Vidal y Homar en el mobiliario.

Con el vidrio se fabricaban también pequeñas figuras decorativas de gran colorido, parecidas a las que hoy siguen afirmando el prestigio de Venecia: pájaros, imágenes, cestas de flores… Y con el vidrio se hacían las botellas.

Recuerdo que de pequeño me regalaban unos fuegos japoneses que, al estallar, dejaban caer una mágica lluvia de joguines. Los hacíamos explotar en la galería. Y era Oriente con sus sombrillas y sus dragones, con sus netsuki y sus muñecos, con sus máscaras y sus cometas. Y eran los sueños que yo había visto en el circo cuando el Mago Chan —un badalonés que fue un genio de la magia— hacía aparecer lunares negros en un pañuelo de seda blanca. Y era Sant Jordi con su dragón, que fue seguramente un quijote con su lanza, un idealista, un fuego chino, un llum… Y era Dalí con su bigote de Fumanchú al revés, un bigote de Chumanfú, m’en fout de tout. Y era la Rotonda con su cúpula oriental, y aquellas casas barcelonesas que parecen de Babilonia o de Egipto, y los caballos del Palau de la Música, y las vidrieras y las palomas y los cohetes de las verbenas y las palmas del Día de Ramos y el ou com balla, que parece el juego de un sultán que puso un huevo a saltar en un surtidor para entretener a Scherezade.

El chocolate era en mi infancia una bebida castiza y tradicional, menos noucentista y afectada que el té, más propia para los niños que el café. Coleccionábamos los cromos que venían en las tabletas y mirábamos extasiados, en la cocina, cómo las muchachas molían el chocolate y nos dejaban comer las llaminadures.

Una especialidad de nuestras llaminadures eran las frutas y platos de miniaturas dulces que se vendían por Pascua. Forman parte de mis recuerdos chinos, como las porcelanas, las sombrillas y los juegos de magia, porque —no sé por qué— pensaba que estos dulces los hacían unas chinitas con manos diminutas.

UN SEMITONO DEL DULCE AL AMARGO

Las épocas áureas de Barcelona coincidieron siempre con los momentos dorados del comercio catalán. Y hasta el Gran Teatre del Liceu —única isla española donde anidaron sin interrupción los pájaros del bel canto— fue durante muchos años una institución privada burguesa, mantenida por un club de socios que se transmitían, de padres a hijos, la propiedad de butacas y palcos. Quizá nunca tan pocos hicieron tanto, pero Rossini alababa sus mejores arias diciendo: «E però in due anni questo si cantarà da Barcelona a Pietroburg».

Y lo mismo ocurría, en versión más popular, con el Palau de la Música, que nació en 1908 como escenario para el Orfeó Català y para aquellos grupos obreros —como los Coros de Clavé— que habían impulsado en Barcelona los ideales fraternos de las asociaciones artísticas.

Un día me asomé a la ventana de mi casa buscando un barco en el mar. Recuerdo que tenía sobre mi mesa una partitura de La Bohème y me preguntaba por qué basta un semitono —do menor a do sostenido— para romper el alma: ¡Mimí!. Pero, al levantar la vista, distinguí, a lo lejos, una enorme columna de humo que subía al cielo desde el corazón de las Ramblas. No puedo olvidarlo, porque salí corriendo como si todos los recuerdos de mi vida estuviesen ardiendo. Se había amontonado la gente delante del Teatro del Liceo —recuerdo a Montserrat Caballé con unas gafas negras— y vimos desaparecer el tiempo de ayer, convertido en una nube negra.

Ardía el Liceo. Y cuando arden los teatros no sólo se quema un monumento, sino que el fuego devora a los fantasmas de la ópera y nadie escribe una nota de duelo por ellos. Por algún lado corría desesperada Butterfly, intentando salvar a su hijo. El kimono entorpecía sus pasos y ella, tan ingenua, preguntaba a todos los fantasmas dónde estaba la salida, porque ella ci crede, creía siempre a todo el mundo como se creyó las mentiras que le contó Pinkerton. Y en algún lugar estaba Amneris y sus lágrimas me dolían tanto como el día en que el sacerdote le dio a entender que ya no tenía esperanzas… Micaela se había salvado, porque tenía un papel más corto. Pero el humo se lo llevaba todo, ascendiendo con una fuerza dramática, como sube el agudo de Mimí en Il primo sole è mio. Y recordé las veces que subí a la terraza de la casa de Puccini donde se ven los tejados, como en La Bohème. Y pensé en Musetta vendiéndose los pendientes para comprar medicinas. Y pensé que Don José debía estar buscando a Carmen por los pasillos en llamas, porque no podía abandonar a la única mujer que ama de verdad a un barítono en una ópera.

Alguien me dijo que unos operarios trabajaban haciendo soldaduras en el escenario y que no se habían tomado las precauciones debidas. Comenzaron a llegar autoridades. Y me alejé de las Ramblas. Me habría sentido como Enrique VIII en la colina de Richmond, mirando la columna de humo que le anunciaba —¡al fin!— la muerte de Ana Bolena.

El Liceo ha renacido sobre sus cenizas, afortunadamente. Pero nuestro teatro más antiguo, el Principal, se cae a trozos y da pena. Don Ramón de la Cruz escribió un sainete que se titulaba El café de Barcelona y se estrenó en el Teatro Principal. Eran tiempos en que nuestra ciudad tenía el perfume aristocrático que nos deja hoy la lectura de otros sainetes del mismo autor, como Joan de l’Ós. El Teatro Principal —antiguo Teatre de la Santa Creu— dejó de ser el primer teatro de ópera de la ciudad, a fines del siglo XIX, con una representación de Lohengrin, que era su canto de cisne. Intervenía en la obra Adelina Patti, que cobraba quince mil pesetas por función. Tenía un teatro privado en su castillo en Escocia. Y hasta su loro había aprendido a gritar: Cash, cash!

Creo que ya nadie se da cuenta de que en la fachada del Teatro Principal hay una imagen de María Malibrán, que fue, en los años del Romanticismo, la más célebre cantante española. Cada vez que paso por las Ramblas me acuerdo de las tardes que dejé en Venecia, siguiendo sus huellas. Me vienen a la memoria las tardes frías de enero en aquel teatro —convertido en cine— donde ella había estrenado La Sonnambula. Se decía que las trifulcas en casa de los García eran impresionantes cuando el viejo tenor enseñaba las arias a sus hijos, sin escatimar golpes y gritos. Pero María Malibrán tenía un magnetismo especial —como lo tendría en nuestros tiempos María Callas— y llegó a ser una figura mítica en la historia de la ópera, tan apasionada en sus interpretaciones que malogró en plena juventud sus dotes vocales. Su biografía contribuyó a darle una aureola legendaria, porque murió a los veintiocho años a consecuencia de una caída de caballo.

ENTRE COSAS PERDIDAS

En el Born sobrevivían, hasta hace pocos años, las cosas que se habían perdido en el mundo: las plumillas, los quinqués y los recaderos que eran capaces de entregar paquetes en direcciones insospechadas. Hace treinta años todavía encontraba en una oscura tienda del Born el carbón de roble que necesitaba para quemar en el narghilé el tabaco que me había traído de Turquía. A mis buenos amigos Joan y Josep Playà les gustaba el fuerte tabaco turco (tömbeki) que yo lavaba primero hasta formar una bola y que, luego, colocaba en la cazoleta de barro con las ascuas de carbón de roble. Y creo que la decoración barroca y orientalista de mi casa contribuía a la magia de nuestras veladas, convirtiendo las horas en humo.

Un inolvidable compañero de aquellas noches de naipes y cuentos sufíes —serenas como el murmullo del agua en la pipa de cristal— era nuestro primo Joan Creixells, catalanista alumbrado y genial, malogrado en plena juventud como su tío. Me enviaba en Navidades unas postales que decían: «A vós, bones festes, i a Catalunya vida nova»… A menudo hablábamos de los planetas más lejanos. Nunca he conocido a nadie que hubiese leído más atentamente a Lovecraft y a Poe. Y, cuando el perfume de tabaco y rosas del narghilé se expandía entre los libros de mi biblioteca, Joan Creixells comenzaba a descubrir homenots en las estrellas.

Quizá la Ribera es el último barrio barcelonés donde uno podría seguir escribiendo en la lengua franca del humanismo —aunque sea el latín genovisco que hablaba Colón— y el penúltimo rincón de Europa que tiene todavía el encanto pictórico de los bebedores de ajenjo y las manolas de Manet: un aire naturalista y emilzolesco, como si los lirios macilentos del liberty se estuviesen pudriendo aquí, entre los mármoles del Renacimiento y los delirios del postmodernismo, entre olores de fruta y vino, de especias y café tostado.

La Estación de Francia fue el sueño de muchos viajes de mi vida. Recuerdo la época en que acompañaba a mis amigos cuando se iban de viaje. Veo al pintor Paco Suñer, llevando sus cuadros a París, asomado a una ventanilla, envuelto siempre en el humo de su cigarrillo. Veo a Josep Maria Font que fue el compañero fiel de muchos de mis paseos y que era como sus dibujos: tan fiel, tan fino y tan limpio que sólo necesitó una línea de pluma para dejarnos a sus amigos un perfil enérgico, puro y sin arrepentimientos. Veo también a mi inolvidable Toni Pascual, cargado de libros, en un tren que nos lleva a Sils Maria. Y veo a Giorgio della Rocca en una estación lejana de Costa de Marfil donde nos despedimos —¡hasta pronto!— al borde de la selva…

«Recostado en el lomo de su mochila está el viajero en la Estación de Francia —escribí cuando era un joven de veinte años— esperando que un tren cualquiera venga a llevárselo a cualquier parte. El destino no importa.»

Los compañeros que no resistieron la vida bohemia se me fueron en las estaciones. Y, cuando los amigos se me iban, volvía a casa, después de despedirlos sombrero en mano, más pobre que ellos, porque a veces no tenía dinero para el metro y regresaba andando. Quizá por eso, al cabo de los años, me gustan mucho las bienvenidas. Pero no me agrada que mis amigos me acompañen a la estación, porque cuando se quitan el sombrero me parece que están despidiendo mi duelo…

He vuelto al Born, después de recorrer medio mundo intentando olvidarlo. Pero todavía me sigue gustando la selva virgen más que las macetas, la literatura más que la crónica, la estética del arte más que las rebajas de Navidad. Y por eso mis paseos en Barcelona tienen la melancolía de Brujas, el sol de Marrakech, la música de Viena, el recuerdo de las rosas de Baden-Baden, el olor de los crisantemos en las tapias de Montparnasse, el rostro de un niño que vio romperse su caja de colores en Estambul, y el misterio de Madame, sentada en una colina sobre el Sena, en el camino de Louveciennes.

En las Navidades de 1997, estando con mi mujer en Nueva York, salimos a pasear por Central Park. Era un día muy soleado y al llegar al lago me pareció ver —en el reflejo helado de las aguas— a mi pequeña Biondi. Hubiese jurado que era ella: sus ojos enormes, su moño rubio recogido en lo alto de la cabeza… Patinaba muy deprisa y yo intenté correr, inútilmente, detrás de sus piernecitas delgadas que, sobre la cuchilla de los patines, dibujaban círculos en el hielo, como las golondrinas cuando vuelan. «¡Anna, Anna!», grité… sin conseguir que me oyese. Pero no podía ser Biondi, no podía serlo, porque no había crecido.

VUELVEN LAS SILUETAS NEGRAS

Salí, hace muchos años, con las rosas de la aurora. Y he vuelto, como mi maestro —el huerto labrado, la viña bien podada, el cuerpo cansado, mis herramientas al hombro—, convertido en una silueta negra, a la luz contraria del atardecer. Pero traigo en mi memoria el recuerdo de las navegaciones de Ulises: las orillas lejanas del Danubio donde Zorika lavaba la ropa, los encantos de Circe, el país de los lotófagos, la misteriosa abuela que me dio vino y tierra en Éfeso, los cafés de Roma, los poetas de Sevilla, las islas de la Costa Azul, las fuentes sagradas, el viejo Zenón, que tenía un ojo que lo veía todo cuando fruncía la frente bajo la boina, las tempestades que me llevaron a países que no están en los mapas…

La diosa Atenea me ha guiado por el camino. Mil veces vino a salvarme, disfrazada de golondrina. Y, ahora, de vuelta a Ítaca, mientras el tiempo se me va en un arioso dolente, siento que los veranos duran poco y las tormentas mucho.

A orillas del Danubio, cuando era un joven explorador de ríos, comencé a vislumbrar que los nómadas del espacio éramos viajeros del tiempo. Ser europeo es poder sentirse a la vez contemporáneo de César y de Churchill, de Rilke, de Leonardo, de Chopin y de Marx. Y, en mi largo viaje, comprendí que los seres humanos sabemos recorrer el espacio en dos direcciones —ida y vuelta— pero no hemos aprendido a regresar en el tiempo. Esa fue mi obsesión, cada vez que me perdía tras las huellas de mis ángeles, cuando me abandonaba al viaje astral de mis ciudades mágicas, cuando entraba en el mundo prohibido de los tiempos pasados. No sé si he sabido explicar los secretos de ese viaje. Mientras haya gente que ande por los caminos, indagando detalles de la historia, existirá Europa.

Con María Rosa, mi mujer —la golondrina a la que debo más cosas en la vida— jugamos a veces al ¿te acuerdas?

—¿Te acuerdas de aquel barco en el que nos conocimos? Ahora puedo decírtelo. Pensaba que los amores románticos de un viaje no duran más que dos días.

Regresé de mis viajes contando el dinero que me quedaba y pidiendo una tortilla francesa en el vagón restaurante. Cuando uno ha viajado un poco debe saber mantener su aire esnob, no le vayan a confundir con un traficante de esos que te aburren hablando sólo de mujeres, de vinos malos, de viajes caros y de caviar…

Me pongo el sombrero para acabar este libro. Y los burgueses que me ven pasar se llevan disimuladamente las manos a los bolsillos porque, cuando ven a un poeta vestido de dandi, piensan que le están pagando demasiado… Pablo de Tarso se ganaba la vida remendando velas. Spinoza pulía lentes. Rimbaud vendía café. Kafka y Wallace Stevens trabajaron en compañías de seguros. Yo me he ganado la vida trabajando en todo: dando clases, haciendo fotografías, dirigiendo revistas, corrigiendo textos, traduciendo novelas y catando vinos… Y así conseguí mantener mi literatura como un trabajo inútil, gratuito, fantástico, exasperante y puro.

Regreso también a mi primera palabra. Y cuando me preguntan hoy por qué me encierro en mi lengua castellana después de haber hablado tan torpemente otras, le pido a Dios que me deje morir en el idioma que me enseñó mi madre, porque creo que la última palabra de un escritor debe parecerse a la primera.

El día que comencé a vivir este libro yo era joven y, cuando escribía, sólo tenía que volver la cabeza para ver a mis maestros y sentir cómo guiaban mi mano corrigiendo mis errores. Nací en un pequeño refugio cuando se apagaron las luces de Europa en medio de un bombardeo. Ahora ya estoy solo, porque los demás se fueron hacia alguna parte donde brillaban las luces de otras fiestas. He intentado, a mi manera, recomponer los recuerdos de mi vieja Europa. Creí que era posible volver a encender las luces sobre mis estatuas rotas. Seguí por eso el camino de la rueda que, a veces, se parece a la vía de amor de los pies descalzos. Usti Rom akana… Que en la última encrucijada de mi vida Dios me permita seguir a mis maestros gitanos.

Es necesario que los europeos tengamos una cultura común —una Wander-Kultur (cultura viajada)—, formada por lo menos castizo y chauvinista de nuestras culturas nacionales.

Igual que Ulises, he caminado mucho, quizá demasiado para un esnob. En África, donde las golondrinas nunca hacen nido, las consideran puras e inmortales porque no se posan en la tierra. A ellas, mis queridas golondrinas, les dejo mis sueños. Vencida la difícil primavera, avanzado el otoño, debo andar con cuidado, pisando suavemente para no estropear la tierra que, pronto, será mi lugar de descanso.

Cierro mi cuaderno, porque siento que se me está rompiendo ya este libro en fragmentos. Me pregunto si, proponiéndome escribir un juego de ficción, me ha salido un ensayo sobre la cultura europea. Es posible. Los escritores nos vemos, a veces, obligados a enmascarar nuestro pensamiento con un disfraz de frivolidad. Soñé con escribir una Ilíada, pero esperé tanto tiempo que ese libro de juventud salvaje y soñadora se me convirtió en una Odisea, a veces irónica y dolorida. «I am become a name: Ulysses». El sueño de mi juventud era naufragar en un libro oceánico.

Nunca volví a verla. Pero la sigo amando. Me refiero a la abuela que me dio higos, agua, vino y tierra en la cabaña de Éfeso. Y ayer he vuelto a soñar con ella, a besarle la frente y a llamarla abuela. Como un hijo le pido perdón si, en mi imprudente ignorancia, revelé alguno de los sagrados misterios —pan, agua, higos, vino y tierra, (no nombro el fruto secreto de su árbol)— en que ella me educó. A veces es mejor que los dioses nos quiten la memoria, si no pueden devolvernos a los seres queridos como fueron. La luz ilumina la tierra, pero ella —diosa de los olivos— me está envolviendo en la oscuridad.

«Aquel que ama —me dijo un maestro árabe— muere para sí mismo; pero si no es amado, es decir, si no vive en el ser amado, muere dos veces.»

No tengo discípulos para que me detesten y, por lo tanto, dejo sólo unos libros que ni siquiera merecen la inmortalidad de una leyenda negra. Mi góndola veneciana —escenario de tantas noches divinas y malditas— debe mecerse hoy en el Bacino Orseolo como un balancín de alquiler para turistas en camiseta.

Los mausoleos de mis antepasados fueron olvidados o desaparecieron, bombardeados en las guerras. Ya no se leen los nombres en las piedras ni se distingue el escudo de la golondrina que llevamos todos los marqueses de Snoblington, desde William Makepeace. En uno de estos monumentos fúnebres sólo queda en pie, mirando de reojo sobre sus alas, el Ángel Celoso que me siguió siempre a todas partes, encaprichado por mis amores, mis penas y mi locura de ser así.

Los pintores saben que los reflejos son siempre más ligeros que la realidad. Tienen menos materia. Por eso a mis lectores les dejo este largo poema esnob. No lo escribí yo, sino mis golondrinas. Ave avens.

MAURICIO WIESENTHAL

Algunos pintores antiguos no firmaban fecit (hizo) sino faciebat (lo estaba haciendo), para dar a entender que las obras humanas están siempre incompletas e inacabadas. Comencé este libro en la Closerie de Lilas, lo proseguí en Roma y en Venecia, en Brujas, en Sevilla, en Londres y en Estambul: en tantos lugares que ya se me olvidan. Y, después de cuarenta años, faciebat todavía estas páginas en Barcelona, en el bar El Roble, donde me refugio cada día para escribir. Debo dar las gracias a Manolo, Pilar, María del Mar y María.