Hola y adios
Este libro para amantes de los viajes no es una guía de monumentos y catedrales. Trata, por el contrario, de cafés y mercados, tertulias y fuentes, artesanos y artistas, sombreros y carreras de caballos, maletas y hoteles, melones y sabios, princesas y costureras, islas y antiguas ciudades. Podría comenzar como el cuento del Príncipe Feliz:
Una noche voló sobre la ciudad una pequeña golondrina. Seis semanas antes sus amigas habían partido para Egipto; pero ella se quedó atrás, pues estaba enamorada del más hermoso de los juncos.
Este libro habla de viajes, pero no es un libro de viajes. Tengo bastante edad para saber que hay cosas muy divertidas cuando uno las hace, pero que son muy aburridas cuando uno las cuenta. Quizá no es un libro para gente seria. Por eso lo he titulado El esnobismo de las golondrinas; es decir, pasar la primavera en París y el invierno en Marrakech. Simplemente: cambiar de hotel, de camarote, de comidas, de clima, de café, de amigos; huir incluso de la patria, del fisco y de la familia. No se trata tanto de viajar, como de irse. Ser libre es saber huir de los que quieren cazarnos.
Me gustan las lenguas extranjeras, porque me permiten, cuando viajo, no tener que hablar con mis vecinos. Un cretino que habla una lengua desconocida es más llevadero y, en un viaje, tiene la ventaja de que es, también, más efímero. Espero que piensen de mí lo mismo.
El caballero de Montaigne recorrió buena parte de Europa, soltando sus piedras en todos los balnearios, sin dignarse anotar en su diario la impresión que le producían las catedrales góticas, conformándose sólo con las noticias de primera mano: aquí se come bien, más allá sirven la mesa con vajilla de plata o hay buenas aguas… Más que un viajero fue un evadido. Se fijaba en los nidos que hacen las golondrinas en las iglesias y, sin embargo, apenas prestó atención al Vaticano.
Otro gran viajero, Lord Byron, bautizó a uno de sus yates con el nombre de Annoyance: fastidio… Hay paisajes que son como el sublime aburrimiento de las últimas páginas de Tolstoi, como una temporada en los baños de barro de Abano Terme, como la monotonía de los libros de oraciones, como las simetrías del neoclásico, como las meditaciones de Buda, como árboles Ming de cuarzo rosa, como el hastío de Pascal, de Nietzsche y de Proust…
Wagner comenzó la introducción orquestal de El Oro del Rin con un acorde en mi bemol mayor que le recordaba el aburrimiento de una tarde de septiembre en La Spezia. Y esta sensación de Abendmüdigkeit (cansancio crepuscular) es el hilo conductor que, desde el crescendo inicial de las trompas, nos lleva hasta el Crepúsculo de los Dioses. Pero incluso un ligero aburrimiento puede ser delicioso, si lo velamos suavemente con los ensueños de los bosques australes de Chile —araucarias bajo una lluvia menuda—, las brumas del lago de Lucerna, las azaleas de la Trinità dei Monti, los colores cálidos de Portofino, o las avenidas ceremoniales de Karnak. Para ver golondrinas hay que mirar al cielo.
El buen viajero no busca la verdad sino la belleza. Y, a veces, funde las imágenes en su recuerdo y crea una ciudad nueva. «Stavros ha llegado a Constantinopla —escribe Elia Kazan—, contempla maravillado los seis minaretes de Santa Sofía.»
Santa Sofía no tiene seis minaretes, sino cuatro. La que tiene seis minaretes es la mezquita del Sultán Ahmet, que está enfrente. Pero es maravilloso fundir las dos imágenes como habría hecho Picasso y como hizo, sin querer, Kazan.
Los turistas se lanzan sobre los monumentos acumulando datos, fechas, nombres, dimensiones… y olvidan lo más importante. Me gustaría saber cuántas personas han girado la cabeza cuando están delante de los espléndidos jardines Boboli en Florencia para mirar a sus espaldas una casita modesta donde Dostoievski escribió El idiota. Cada vez que voy al Louvre encuentro una horrible cola de curiosos delante de la Gioconda. Pero al lado hay otros cuadros herméticos de Leonardo (¡misterioso Juan Bautista que parece Dionisos!) y tantas obras maravillosamente ambiguas de la pintura del Renacimiento que nadie mira.
Cada día es más difícil tener una imagen solitaria y diáfana de la Acrópolis de Atenas, sin que salga en la foto la cabeza de un turista que se considera parte del monumento. Pero es evidente que estas hordas que viajan para retratarse delante de «las maravillas del universo» ya no tienen el espíritu de Byron ni el temple de Montaigne. ¿Qué placer puede encontrar uno profanando el dolorido silencio de la historia con una foto de la familia en camiseta o en shorts?
Quizás el viaje es también una forma del desorden, que es el estado más perfecto para crear. Porque estoy convencido de que la vida es una lucha continua entre el orden y el desorden, un viaje de ida y vuelta, hasta que nos sorprende la muerte: esa hora final en que no podemos superar el caos con la creación.
Creo que a André Derain le habría gustado este libro fauve y desordenado, porque él trabajó en el British Museum desordenando un poco las colecciones. A mí también me gustan más los milagros —los colores saturados— que los catálogos. El arte es una pasión por lo único, por lo excepcional, por lo inclasificable: una forma, en suma, de alterar y descomponer el orden establecido. Se viaja también en el vuelo de Píndaro, cuando uno abandona, aparentemente, la servidumbre de la lógica para darle un recorte al tango.
Los grandes museos, bien dispuestos y clasificados, tecnificados y fríos, no tienen ya el encanto romántico del British Museum que conocí en mi juventud, más ordenado con el «gusto» que con la «razón», como los objetos de un hogar, donde una máscara africana puede estar junto a una estatua griega.
En mi Libro de réquiems quise rendir homenaje a los seres humanos que conocí o que llevo en la memoria. Intenté demostrar entonces que la muerte no prevalecerá mientras podamos luchar contra el olvido. Y en El esnobismo de las golondrinas he querido convertir a los viajes en protagonistas, porque creo que algunos lugares tienen un alma y que todos los caminos, cuando se andan con libertad y con valentía, son vías de iniciación. Digamos que si aquel fue un libro de largo aliento, escrito más allá del tiempo, éste querría ser un libro de grandes espacios. Tampoco puedo asegurarlo, porque lo más bello del destino es lo desconocido y la gente que sabe adonde quiere ir no llega muy lejos.
Pertenezco a una especie extraña. Y, a diferencia de algunos de mis amigos que buscan afanosamente sus raíces, siempre me he sentido a gusto de viaje, como si mi patria fuese el extranjero. Los trotamundos debemos ser ya los últimos supervivientes de la Comuna, el eslabón perdido del tigre, hijos de un reino libre sin Estado, exiliados de las barricadas. ¡Tanta gente metida en un nido y tan pocos pájaros volando! La gente que hoy vive acobardada por el miedo de envejecer desaparecerá sin haber tenido tiempo de recordar, que es como morir sin haber vivido, como regresar sin haber viajado.
Nací en 1943 en el momento en que la vieja Europa agonizaba. Y, quizá por eso, me he sentido heredero —heredar es ser responsable— de los ideales, el dolor y la culpa de mis maestros. Cuando edité media docena de ejemplares de mis memorias, sólo para mi familia, pensé que el título más apropiado para estos recuerdos de mi vida era: Llegar cuando las luces se apagan. Ésa es la idea que tengo de la época que me ha tocado vivir. Y el tema principal de mis libros ha sido siempre la preocupación por esta Europa que se nos va muriendo y apagando entre las fiestas y los fastos de la burocracia que la gobierna. Esta es la Europa de los viajes supersónicos, del bienestar económico, de la globalización, de los nuevos ricos, del optimismo de las vidas triunfantes… o sea: una suplantación de Estados Unidos. Mi Europa es justamente la contraria, tan pequeña que hubo un tiempo en que la recorríamos a pie, tan vieja que es consciente de que el crepúsculo embellece las cosas, tan mágica que siente un profundo respeto por la pobreza. Es lo que nos enseñaron Diógenes y Jesús, los griegos y los judíos que crearon nuestra cultura.
Traspasar la barrera del sonido me parece una tontería en la pequeña Europa: el ruido se le viene a uno encima antes de poder escapar. Es mejor traspasar la barrera del tiempo. Somos algo gracias a la Antigüedad y me parece que somos menos a medida que nos alejamos de ella. El tiempo se rompe los dientes contra nuestras viejas estatuas.
Algunos opinan que viajar es una forma de adquirir cultura. Pero la mayoría de los turistas viajan ajenos a todo cuanto les rodea, más interesados en los mercaderes que en el templo. Y no me extraña que muchos pueblos hayan creado una caricatura terrible de los turistas, con sus cámaras de vídeo, sus camisas floreadas y sus shorts. Andan por el mundo, vestidos con calzón de baño, como si los monumentos de nuestras ciudades fuesen una enorme piscina. Tenía razón el obispo de Tours, cuando mandó poner un cartel en la catedral:
MESSIEURS LES TOURISTES SONT PRIÉS DE NE PAS ENTRER EN CE LIEU SAINT EN COSTUME DE BAIN. IL N’Y A PAS DE PISCINE DANS LA CATHÉDRALE.
Lo que distingue a un viajero es que sabe siempre donde está la puerta. Un turista es un desorientado.
A los conquistadores se los comían, a veces, los nativos. Era una forma espontánea de controlar el turismo. Los chinos que levantaron grandes murallas contra el invasor van a caer ahora víctimas de la muchedumbre que viene a verlas.
Salir de viaje es jugar al olvido. Y, cuando se enteran de que nos vamos, los amigos parecen querernos más. Recuerdo haberle oído decir a Paul Morand que sus admiradores se multiplicaban cuando sus enemigos se movilizaban para amargarle los últimos días de su vida. Cada vez que De Gaulle le incluía entre los hijos no amados de Francia, alguna princesa le enviaba una carta de amor. Y cada vez que le negaban el sillón de la Academia Francesa, algún poeta maldito le recordaba en sus páginas. Vivíamos entonces el momento histórico más frívolo del siglo XX, cuando unos jovencitos airados se manifestaban en la Sorbona al grito de «¡Richelieu, no; Guevara, sí!».
Aquella noche de mayo me fui al Moulin Rouge, que era el último santuario de la tradición que, a esa hora, tenía las puertas abiertas. Habría hecho lo mismo si me hubiesen anunciado el fin del mundo, porque los escándalos de actualidad me aburren tremendamente. Por un azar, en el Moulin Rouge representaban la caída del ancien régime y las muchachas del cabaret me parecieron mucho más interesantes que unos estudiantes de mi edad que lanzaban piedras por las calles. Me dolía en el alma ver cómo unos niños de papá proclamaban la contracultura, cuando los últimos maestros europeos se nos estaban muriendo en el silencio. ¿Cómo podía proclamarse la contracultura en un siglo XX que había cometido ya todas las aberraciones de la barbarie, hasta convertir el viaje en una deportación? ¿Cómo podían los jóvenes dejarse seducir por Mao —hay un esnobismo rojo— sin reivindicar, en la práctica, a Hitler o a Stalin? ¿Cómo podía confundirse la izquierda con las mismas ignominias que nuestros maestros habían intentado combatir en defensa de la libertad?
Todas las grandes revoluciones tienen un cincuenta por ciento de pensamiento y un cincuenta por ciento de desorden. Era fácil darse cuenta que Mayo del 68 era sólo un espectáculo. Creo que fue allí donde comenzó la nouvelle cuisine.
—Lo único que estos jóvenes esperan de mí es que me vaya —comentaba Morand, con un gesto cansado. Parecía ya dispuesto a emprender su último viaje y guardaba en las maletas sus libros, sus consejos y su Journal Inutile.
¡Tantas veces he recordado estas palabras, cuando releía sus recuerdos de la belle époque, sus crónicas galantes, sus memorias de un tiempo en que todavía —entre copas de champán— se adoraba el esprit! Costaba caro ofrecer sacrificios a aquellos refinados ídolos del esnobismo. Pero ahora todo el oro se gasta en adorar al oro.
—La juventud necesita maestros. Y los jóvenes esperan que alguien les hable de su porvenir.
—Sí —protestaba Morand—. Pero estos huérfanos son parricidas. Decidles que «el futuro de la juventud es la vejez». Eso es todo.
Llamé por teléfono al director de un periódico y le ofrecí una entrevista con Joséphine Baker. Quería hablar con ella de su vida, de sus aventuras como espía en España, del día en que los nazis intentaron envenenarla, de las persecuciones a las que la había sometido McCarthy, de sus problemas económicos y de sus hijos adoptados.
—¿Pero usted no ha visto lo que está ocurriendo en París? —me preguntó el redactor jefe. Y me dio la impresión de que pensaba que me había vuelto loco.
—Sí —le respondí—. Joséphine Baker ha actuado en el Olympia porque le han embargado su castillo de Milandes y no puede mantener a los niños que tiene adoptados.
Me colgó el teléfono. Y, a los pocos días, vi en todos los periódicos la foto de la pobre Joséphine en una manifestación en favor de De Gaulle. Eso sí les interesaba.
Quizá soy un excéntrico, pero me interesa más la vida de un artista, aunque sea en la hora de su decadencia, que las algaradas de los estudiantes y los desfiles triunfales de los políticos. Los vencedores y los ricos acaban siempre pareciéndose. Me parecen más apasionantes las vidas que nacen al margen del éxito, porque cada tragedia es distinta. Sólo la necesidad estimula el deseo.
En Book of Snobs, Thackeray nos dejó un álbum delicioso de excéntricos. Comportarse como un esnob en todas las circunstancias de la vida, como Luis XIV —tan esnob que impresiona incluso en un museo de cera—, es muy difícil. Por eso pueden distinguirse diferentes tipos de esnobs, según sus especialidades: aristócratas, universitarios, esnobs del deporte y de la caza, esnobs de capital y de pueblo; esnobs de los desfiles de moda, de los viajes exóticos, de la ópera, de las antigüedades, de los restaurantes tres estrellas, y hasta matemáticos esnobs. También existe un tipo de cateto esnob que presume de ser sencillo y natural. Es una especie temible, porque cuando te dicen «yo soy de los que llaman al pan pan y al vino vino» te sueltan inmediatamente una grosería.
Hay quien opina, recurriendo a una arriesgada etimología, que la palabra snob proviene de sine nobilitate, que era la mención que se daba en las escuelas a los alumnos que no poseían un título de nobleza. Y existe realmente un tipo de burguesito —que en la jerga más despectiva del español se llama un «pijo»— que practica un esnobismo vulgar de catecismo, de conveniencia, de marca industrial. Pero yo creo que el verdadero esnob es otra cosa: un provocador desclasado, una especie de dandi que conquista la libertad a base de contradicciones y arbitrariedades. Alcibíades tenía claro que Sócrates era un esnob y, por eso, se sentía fascinado por el raro encanto de su personalidad. ¿Puede haber algo más esnob que ser un sabio y sentirse ignorante, frente a la vulgaridad de tantos ignorantes que se creen sabios?
Hay algo divino en el esnob, aunque a veces sea simple divismo. Arrojarse al Etna como Empédocles es una forma esnob del suicidio, porque hay métodos más sencillos aunque no sean tan estéticos. También Sócrates se comportaba como un divo cuando salía a pasear descalzo por las calles heladas de Atenas. Había estudiado en la escuela aristocrática de los héroes homéricos y no se defendió ante sus verdugos, porque los consideraba unos gañanes. Sólo Platón parece no haberse enterado de que Sócrates era un «seductor». Y quizá por eso tuvo miedo de asistir al espectáculo genial de la muerte de su maestro. Un hombre tiene que ser muy esnob para suicidarse con un perejil venenoso.
Cicerón —gran esnob— se hizo del partido de Pompeyo cuando vio a Julio César ponerse la capa torpemente, sin ningún estilo.
Sartre —siempre tan vulgar— creyó insultar al Aretino llamándole «el mejor de los esnobs». Honoré de Balzac, George Sand, Franz Liszt, Richard Wagner, Nietzsche, Oscar Wilde, Ramón María del Valle-Inclán (¿cómo pudo conseguir un nombre tan esnob?) o Jean Cocteau son grandes esnobs de la cultura europea. Máximo Gorki fue un magnífico esnob que se paseaba con una capa y un loro por Capri. Por eso le mandó Stalin unos bombones envenenados. ¿Y qué decir del viejo Tolstoi, que se presentó en casa de Herzen, en las nieblas londinenses, vestido con unas botas de montar? Se había dejado el caballo en Moscú.
Willy Shakespeare (los amigos le llamaban así) y Geordy Byron, Sissi (llevaba un ancla tatuada en el hombro) y Coco (una gata negra con cadenas), Toto (es el nombre que Juliette Drouet le daba a Victor Hugo) y Rimbaud, monsieur Proust (también su maman) y Sacha Guitry, Picasso y Misia Sert fueron divinos esnobs.
Hay mucha gente que canta a Wagner. Pero la gloria de un esnob es llegar a la posteridad, como la gran Nellie Melba, convertida en un melocotón. Y también Descartes aparece también en este libro, junto con Cristina de Suecia, los trenes, los barcos… y un melón.
Cuando en el mundo reina Nerón sólo caben dos gestos de fastidio: Séneca o Petronio. Me gusta más el segundo, porque con el estoicismo puede hacerse una religión moralista o un Estado, mientras que el esnobismo es una libertad sin fronteras. Ser un esnob es pertenecer a una «clase imposible»: más allá de Marx, Quinto Evangelio, puro Nietzsche.
La gente interesante se mueve porque huye de los lugares comunes, igual que los sabios escapan de los tópicos y de las seguridades. Vivir intensamente es encontrar cada día una nueva inseguridad. Probablemente eso es lo que halló Moisés, después de tanto viajar: un Dios que se definía a sí mismo como «Yo soy el que está siendo». Nada más imprevisible.
Stendhal cuenta que, cuando conoció a Byron, se sintió defraudado porque el inglés le pareció altanero y esnob. Probablemente es verdad que «aparentaba» estar más orgulloso de ser un lord que de ser un poeta.
Byron tenía claro que un poeta debe liberarse de la literatura burguesa, aun a costa de aparecer como un dandi y un esnob. No podemos seguir escribiendo sobre la mediocridad, porque ya lo hizo todo Balzac.
«Me llamo Colette y vendo perfumes», decía esta gata esnob y genial de la literatura. Por eso podía escribir que hay vinos pálidos y perfumados como una rosa marchita o que un tinto huele a violetas o que un moscatel meridional deja en la boca un rastro de madera de cedro… Yo diría que el vino, los naipes, los cafés y los peluqueros han contribuido más que los políticos a unir a la gente en sociedad. Hay que vender perfumes para poder pagarse la literatura. Y hay que devolverle al pensamiento su fulgor incandescente y traslunar: la luz de Plotino.
Al final de su vida, Colette se parecía físicamente a Sarah Bernhardt, porque la peluquería y el maquillaje creaban parentescos expresionistas, paralelismos dionisíacos, mascaradas geniales. Hoy, sin embargo, la cirugía estética ofrece —al margen de sus empleos nobles— algunas posibilidades irresponsables. Me preocupa que los seres humanos tengan el poder de elegir su rostro. Lo que importa no es la anatomía, sino el gesto. Además, la imaginación no es un don corriente, y en cuanto un filisteo puede meter mano en la naturaleza lo estropea todo. «Cuando Luis XIV murió, la naturaleza descansó», escribió Voltaire. Y es terrible pensar que hoy podemos hacer lo mismo con los rostros humanos: una jardinería preciosista del tipo caniche.
Ser esnob no fue nunca barato ni fácil. Y no me importa que éste parezca un libro esnob, pero no quiero que sea «alegre», en el sentido vacío, frívolo y estúpido que hoy se da a esta palabra.
«La alegría —dijo Manuel Machado en una magnífica soleá— consiste en tener salú y la mollera vacía.» Adoro la vida luminosa y despreocupada, gratuita y fascinante como todas las injusticias que reparten los dioses. Pero me parece penosa esa alegría afectada que hoy se propone como un deber o como una droga. La alegría se nos está contaminando como los mares. Yo creo que por exceso de consumo. Ayer me gustaba el Moulin Rouge, pero, entre el french cancan y Schopenhauer, prefiero ya el pesimismo. O, mejor aún, la alegría cínica del champán, que —en los agujeros de su belle robe— se parece tanto a Diógenes: puro esnobismo.
De joven uno se ríe de lo ridículo. Y, con los años, uno aprende que lo ridículo —cuando es humano— tiene la sublime nobleza de lo trágico. Por eso el verdadero humor es cosa de sabios. Un escritor serio acaba siendo humorista y, a veces, se convierte al final en filósofo. Se necesitan muchos años para superar el sentido común.
También es difícil ser ateo cuando se es un esnob, porque uno le tiene cierta simpatía a lo divino.
Quizás este libro esnob es también un poco cínico. El esnobismo es una actitud distante, estética y filosófica, que provoca, naturalmente, el rechazo de todos aquellos que prefieren adaptarse a las convenciones para sacar provecho en cualquier situación. Lo que más odia un oportunista es la independencia del esnob. Ya decía Proust que un burgués —naturalmente desconfiado con los placeres— puede aceptar que le llamen avaro, ventajista, vulgar o puritano; pero nunca esnob, porque el esnobismo es una original desviación del gusto estético. Monsieur Proust fue un esnob: le gustaba Florencia porque olía a Santa María del Fiore (¡misteriosa flor!). Diógenes se comportaba también como un provocador cuando rechazaba la postura de los sabios hieráticos y proponía como maestro al vagabundo. La filosofía cínica es un ejercicio de júbilo y de libertad. Y el esnobismo es también un ejercicio de estilo.
Viajando, uno aprende a marcharse, a despedirse, a decir adiós. En Oriente me enseñaron que las golondrinas, hijas alegres de la felicidad, son también el símbolo de la separación. Por eso este libro debería tener un fondo melancólico, ya que —como decía Madame de Staël— «viajar es uno de los más tristes placeres de la vida».
Sólo hay dos opciones para tener buena prensa: o morirse o partir de viaje… Todo el mundo nos quiere mucho cuando nos morimos. Yo ya me he muerto una vez y venían a verme con coronas de flores, incluso los enemigos. Aquellos buenos médicos que me salvaron —Lluís Cabré y Ricard Molina— me pidieron que cuidase mi salud.
—Demasiado tarde para el foie…, demasiado pronto para las flores.
Pero luego me recuperé. Y pido perdón, porque volver es siempre un abuso. Vayamos, pues, deviaje; que morir es lo último que uno debe hacer en la vida. Si lo único de que estamos seguros es de que nos espera la muerte hay que aprender a reírse de las certidumbres.
O nos vamos nosotros o se van las cosas. Se van como se fueron aquellos coches que nos llevaron por el mundo, aferrados a su volante, atentos y quietos como monjes en éxtasis, como magos raptados por un rayo de luz; aquellos automóviles que fueron nuestro pecado de idolatría y se quedaron un día dormidos en el garaje, sin una mota de polvo, sin una arruga en el perfil de los neumáticos, con el motor plateado y resplandeciendo en una belleza irreal que les hacía parecer una armadura antigua. Hubo un tiempo en que sabía reconocerlos por el color de su voz, porque los que tenían más caballos cantaban como barítonos.
Y así se fueron también aquellos barcos que nos llevaron hacia la noche del mar, como pájaros raptados por el viento, como amantes dormidos en sábanas negras. Aquellos barcos que tenían nombres de mujer, de fruta, de estrella, de flor exótica: Princesa del Mar, Diosa del Pacífico, Reina del Caribe, Estrella Polar… Era un mundo en el que había pocos famosos y muchos gloriosos; a diferencia de hoy, que hay tantos famosos y pocos gloriosos. Hay que irse de viaje no sé adonde: adondequiera.
Se fueron, se van, se vuelven irreconocibles aquellos hoteles —el inolvidable Shepheard’s de El Cairo, el Grande Bretagne de Atenas, el Trianon Palace deVersalles, el Park Hotel de Vitznau, el Europäischer Hof de Baden Baden, el Park Otel de Estambul— donde nos hospedábamos siguiendo siempre los infalibles consejos de Stefan Zweig y de Paul Morand.
En el romántico Hotel Waldhaus de Sils-Maria aún me dejan escuchar el viejo piano mecánico del salón Empire, tan bello como cuando salió de la fábrica, o aún más, porque el tiempo ha ido oscureciendo los barnices de la caoba. Dicen que el Titanic debía llevar un piano igual pero no llegó a tiempo en el momento del embarque. Los propietarios del hotel conservan los cilindros de 1910 con la Fantasía de Norma, en la versión de Franz Liszt, y la maravillosa interpretación de la Sonata Waldstein que hacía la venezolana Teresa Carreño.
Aún sobreviven, dormidos en el limbo de la leyenda, algunos de estos viejos hoteles, en los que era fácil encontrarse al duque de Westminster y a Coco Chanel, que acababa de lanzar al mar un collar —sin duda falso— «para que nadie dijese que se dejaba atar por unas piedras». Podía permitírselo, porque Westminster era muy poderoso, pero no como los nuevos ricos que viven esclavos de sus ambiciones, sino en ese nivel en que la riqueza es tan inmensa que puede considerarse una catástrofe. Eso es lo que llamo un verdadero esnob, un hombre que ama más las joyas falsas que las verdaderas y sabe que unos buenos zapatos son bellos mientras brillan en la penumbra de un baile, aunque estén agujereados.
Ser un esnob es amar la voluptuosidad del tiempo lento. El divino Paul Morand, que escribió De la vitesse —«¡cuánto tiempo perdido en ganar tiempo!»—, nunca llegó a ser tan esnob como Larbaud, que dedicó un ensayo a La lenteur.
Se van también los viejos cafés donde nos fuimos convirtiendo en escritores, deshojando las flores, malgastando la vida y soñando en la gloria. Porque el café fue siempre el hogar de los que vivimos de alquiler, defendiéndonos de la propiedad en el calor de la tribu: cafés con pianista, merenderos de parque donde se quedaban las manos heladas y era más fácil darse un beso que acabar un verso, cafés de velador de mármol y divanes rojos, tabernas de puerto y de mala vida; aquellos cafés de París, que se perdían entre nubes de poesía, como vagones de terciopelo antiguo; y el Caffè Greco de Roma, donde quemábamos tabaco en honor de Liszt, mientras la tarde —convertida en rapsodia y humo— se derramaba por las escaleras de Piazza di Spagna; y los cafés de Venecia, donde las páginas blancas se nos volvieron hojas húmedas, violines negros, góndolas náufragas; y aquel café turco de la colina de Eyüp, que nos enseñó a vivir con ilusión el crepúsculo; y los cafés de la vieja Ginebra, santuarios donde veneramos, con ofrendas de perfume, a la Madonna de la Malinconia de nuestra bohemia; o los cafés de Viena, donde se volvieron amarillos los periódicos de nuestra juventud, en aquellos días mágicos que convertían las cartas en flores, las hojas en abanicos, y la pena de escribir en una especie de alegría…; sin saber porqué, pero sin preguntarse nunca cuánto.
Y se van también los días puros de pobreza mística, envueltos en una casi luz de piedad. Días que uno vive sólo porque recuerda a su madre. No sé si los que pueden entender me entienden, pero no hay perfume mejor que el de una copa de vino en una mesa sencilla, sobre el mantel blanco de la pobreza cartujana. Quien no tiene nada no tiene nada que perder. Y no sabe lo que es viajar quien no ha buscado la lámpara de la sabiduría.
Las prisas del tiempo se llevan los recuerdos de aquellos viajes de nuestra juventud lejana. Pero un buen viajero sabe que, cuando se pierde un tren en la vida, no hay más remedio que coger el siguiente sin mirar su destino… A fin de cuentas, lo que vale es viajar, elegir un paisaje, perseguir un sueño, cargar la propia maleta y renunciar al resto. No se pierden las cosas al ir. Uno suele olvidarse los guantes, el paraguas, una maleta o un libro, al volver.
Las fronteras de Europa han cambiado y hoy son los inversores de la banca los que detentan el poder del imperio. Y me parece que, debido a ello, cierta literatura europea —prosaica, apremiada, oportunista— acusa el cambio. El último dinero de los hospodars producía poesía decadente —seguramente porque venía de provincias— y el de los nuevos ricos genera bastante ruido, quizá porque procede de la especulación urbana. Pero, como escritor, soy feliz de haber convertido el oro que me dieron en el bronce templado del romance castellano en el que escribo. Y todavía pido disculpas por no haber sabido deshacer los rigores de metal de mi lengua hasta el punto de convertirla sólo en ansia de decir lo que no se ha dicho. «Porque los idiomas nos hacen —dijo mi maestro, Bradomín— y nosotros hemos de procurar deshacerlos a ellos.» Deshacerlos para que el ángel pueda volar —lámpara maravillosa— en el ondular de la palabra.
Sigo haciendo literatura parsimoniosa, de la misma forma que —en esta época de tantas prisas— hay todavía gente que disfruta andando, patinando sobre el hielo o montando a caballo. Y escribo en primera persona, porque creo que el narrador está siempre presente en la fábula, aunque intente ocultarlo con mil tonterías. El amante de La Dama de las Camelias se llama Armand Duval… No sé por qué recurrir a este truco, si todos sabemos que A. D. es Alejandro Dumas.
«Madame Bovary… c’est moi» (Madame Bovary soy yo), decía Flaubert. Se nota enseguida.
No digamos más. Éste es un libro parsimonioso, lento, oceánico, escrito como el vuelo de las golondrinas. Hay libros para gente que come rápido y otros para gente que gusta de saborear. Tengo razones para sospechar que los partidarios de la lectura rápida —en cierto modo fast food— no tienen paladar literario. Leen para informarse, que es un propósito práctico que no tiene nada que ver con el arte. Porque el gusto es siempre un rodeo; o sea, golondrinas, lirios y pavos reales… Para los que tienen prisa hay también pizza express.
Después de cumplir los sesenta años uno ya no necesita ni los restos. Los europeos producimos siempre más historia de la que podemos consumir. Y a mis lectores les he guardado este mundo de mis recuerdos —de nuestros recuerdos—, de mis sueños —de nuestros sueños—, de mis fantasías. Cuando abro mi maleta se expande por mi habitación un olor de hierbas y flores secas, algunas ya tan lejanas como el romero que me traían las gitanas de Sevilla, como las azaleas de Roma, como las anémonas del Ponte Vecchio, como el benjuí de mis días de Marrakech, como los bosques de eucalipto de la Costa Azul, como las noches de fado y lágrimas de la Alfama, como la hora de menta de Estambul, como los crisantemos de París que olían a L’heure bleue, o como las violetas de Venecia… Son las reliquias de mi peregrinación. Como las golondrinas, traje estas ramas en el pico para hacerme un día un nido. Pero ya soy viejo y tengo de sobra con lo que cabe en mis bolsillos.
Cuando publiqué mi Libro de réquiems algunas personas se sorprendieron al saber que lo había ido soñando y escribiendo durante cuarenta años. También este libro ha sido escrito durante medio siglo. Me gustaría que mis lectores encontrasen aquí algunos sitios que no están en la geografía de los turistas, sino en las cartas secretas de la poesía. Mis golondrinas me llevan muchas veces al pasado, pero es el único sitio que no ha sido profanado por ciertas modas estúpidas y donde todavía se puede vivir distinto.
He escrito muchas de estas páginas al aire libre, en la mesa de un restaurante a orillas de un río, en la noche solitaria de mis travesías en barco, en mi azotea de Roma, y en las terrazas de los hoteles y de los cafés. Y por eso me gustaría que fuese para mis lectores como el aire libre que removía las hojas mientras lo iba escribiendo, desordenando mis ideas, mezclando los personajes, derramando los colores. Recuerdo cómo se agitaban los castaños en la terraza de La Closerie des Lilas cuando se me ocurrió este título: El esnobismo de las golondrinas.
A los jóvenes les enseñan hoy que lo importante es hacerse un nombre en el mundo, conquistar un puesto en la sociedad, entrar por la puerta grande en el teatro de la vida. Pero pienso que lo difícil no es entrar, sino salir a tiempo. Y a marcharse dignamente se aprende viajando.
Puedo decir como Chateaubriand que me siento liberado de las galeras: «Fiel a mis principios… no me llevo ni riquezas ni honores. Me voy pobre como llegué… y vuelvo con amor al reposo». Sé que en el mundo todo seguirá igual. Volverá a pasar otra vez todo aquello que no queremos ver repetirse. Y será lo mismo, aunque parecerá distinto.
No he sido nunca capaz de construirle a mi ego ese templo idólatra que llaman «hogar». Ni siquiera he conseguido hacerme una balsa en el océano de mi ignorancia. Pero la verdadera escuela del esnob es llegar a ser un don nadie: Odysseus, o sea Ulises.
MAURICIO WIESENTHAL