La senda de amor de los pies descalzos
EL DESIERTO DE LA GRANDE CHARTREUSE
Muchos libros de mi biblioteca están llenos de papeles y notas, porque fueron para mí una experiencia apasionante, tan extraordinaria como los primeros amores. Cada uno tiene su historia, porque los leí en diferentes lugares del mundo y los fui cubriendo de dibujos y anotaciones; más o menos como había visto hacer a los marineros en el Nyhavn de Copenhague, que se pintaban tatuajes en el cuerpo para no olvidar nunca sus amores. Así fui tatuando en las páginas de los libros la historia de nuestro encuentro: señalando las palabras que me fascinaban, discutiendo los pensamientos que no me agradaban, dejando a veces algunas lágrimas; porque hay libros que se lloran como los buenos amores, como una oración de quietud. Sólo me gustan los libros que llevan dentro el corazón de su autor porque, a cambio, puedo entregarles mis sueños y mi soledad. También, mientras escribo, siento la presencia de mis lectores, porque el escritor y el lector crean el libro cuando comparten un mismo sueño.
La galería soleada de mis primeras lecturas era como un jardín salvaje o un continente misterioso. Había grandes maceteros con araucarias, helechos, ficus, geranios, cintas, ciclámenes y una planta de hojas grandes que llamaban oreja de elefante. Y cuando se abrían las ventanas, toda aquella fronda se agitaba con la brisa marinera de Cádiz y se oía la sirena de los barcos que se llevaban hacia los mares del sur mis sueños de infancia.
La luz del mar entraba a raudales por las cristaleras, reverberando en los suelos de mármol. Y en aquella galería soleada me sentía náufrago, pescador de ballenas, huérfano sin familia, piloto de carreras, caballero de la Tabla Redonda y primero de la cordada en una montaña lejana. Los días de lluvia, me ponía la capucha de mi impermeable y me sentía como un monje en la celda. Me había pintado un escudo con estrellas, como el de los cartujos, que me servía lo mismo para mis sueños de caballero andante que para mis soledades de monje. Para atraer a mi prima a mis juegos le dibujaba vestidos largos de abadesa, entallados como los de las princesas medievales y con cuellos de plumas negras. Quizá se hizo luego monja porque idealizó esta forma idealista de vida, siguiendo dulcemente mis fantasías. Ahora pienso que, si no hubiese sido tan discreta, mis plumas podían haberla llevado igualmente al cabaret.
Mi libro preferido —sin duda por la belleza de la edición— era el Libro de jade, una recopilación de poemas japoneses hecha por Judith Gautier, donde había un dibujo de una mariposa azul y otro de una libélula.
Las alas se llevaron un día a mi prima, después de una larga enfermedad. Era una muchacha diferente. Se había refugiado en un convento y, por las mañanas, al despertarse, abría su ventana y dejaba que el viento se llevase sus obras de caridad, para que llegasen más lejos que las plumas de la difamación que dispersan los envidiosos y que nadie, ni siquiera ellos mismos, pueden ya recoger si un día se arrepienten de su maldad. Recuerdo que nos encontramos un día en París en la rue du Bac, donde tenía su convento. Hablamos, como siempre, de nuestros juegos de niños y de las fantasías que me inventaba para ella. Luego la encontré muchas veces en Cádiz y, cuando quise apretarle el brazo, me lo retiró con una mueca de dolor, porque allí había hecho ya su nido la araña que tejía una tela de muerte en su pecho.
Quisiera devolverle ahora lo que me llevé de sus sueños: colecciones de cromos, una muñeca de china que le rompí con mis juegos violentos de niño, estampas de santos, postales de artistas de cine, alguna novela romántica que yo entonces no sabía apreciar… y una pluma blanca con la que aún le escribo cartas que no esperan respuesta.
Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.
En algún lugar del mundo el viento recoge las cosas que perdimos en el camino. Pero, cuando retornan con las hojas de otoño, son ya más que nosotros mismos y, seguramente, más de lo que fueron. La vida se nos vuelve así, más grande que su vestido.
Las cosas que regalamos son nuestra obra. Las cosas que hicimos, con orgulloso esfuerzo, son seguramente obra de otro. Y todo lo que guardamos no nos pertenece.
De joven no pensaba así. Entre los libros románticos que leía mi prima recuerdo Un amor verdadero, escrito por una autora canadiense que se llamaba Laure Conan. Cuenta la historia de un joven que se retira para siempre a la Grande Chartreuse, después de perder a su novia. Pero a mí no me gustaba el final de la novela, cuando el prior de la cartuja le explica al novicio que, al ingresar en el convento, no puede conservar ninguna propiedad de su vida pasada, ni siquiera el crucifijo que su novia le había regalado antes de morir.
GOLONDRINAS CANSADAS
Los cartujos son como las golondrinas cansadas. Duermen siempre bajo techo, aunque sea entre ruinas. Y la leyenda dice que, buscando ramitas para hacer su nido, las golondrinas le quitaron las espinas a Cristo.
«Quien emigra hacia Alá y su mensajero —dice un proverbio musulmán—, llegará a Alá y su mensajero. Y quien busca el mundo encontrará el mundo.»
La pasión del cartujo es la vida de oración y de soledad y, por eso, san Bruno creó su primera comunidad en un desierto. Pero no eligió el reino del sol: la hammada de piedra dura ni el erg de rubias arenas, sino un desfiladero en el Delfinado, tan estrecho y escondido entre los montes que apenas entra la luz del sol. Es un lugar para vivir con la hoguera encendida, como un centinela en la alerta de la noche.
Mi amigo Tito Poggio, al que acompañé en alguno de sus viajes fotográficos, era un verdadero maestro de sabiduría. Había recorrido el mundo de parte a parte con su vieja cámara de placas Linhof, haciendo espléndidas fotografías, y estaba convencido de que no hay en nuestro planeta rincones más bellos que los desiertos; desde las dunas de Merzouga, cuando el sol despunta sobre la llanura de sal, hasta los espectaculares crepúsculos del Tenneré, donde el cielo extiende sus colgaduras amoratadas sobre una acacia solitaria…
El desierto está lleno de vida: es rico como la soledad y el silencio, como la senda de los pies descalzos que lleva a algunos sabios a la oración quieta y a la pobreza laboriosa y activa.
El animal del desierto es el camello, jorobado como las dunas, flexible como la palmera, caliente como el té. En las noches estrelladas, el beduino se siente rey del firmamento. Y su corazón se abre, como un dátil maduro, a todos los infinitos.
Antes de dejarme descubrir la Grande Chartreuse, mis maestros me aconsejaron que buscase el desierto. Conocí en las tierras del Níger a los nómadas del sol, con sus rebaños de cebúes negros. Los fulbé me enseñaron a buscar la soledad y los grandes espacios. En todos los pueblos les llaman «los extranjeros». Y andan con los brazos en alto, apoyados sobre el bastón que reposa en su nuca, dibujando en el paisaje desértico la misma figura que sus bueyes con cuernos en forma de lira. Junto a ellos caminan sus mujeres, bellísimas y elegantes, delgadas y misteriosas, soberanas y soberbias. Envueltas en velos de color índigo, andan llevando las calabazas de leche sobre sus cabezas.
Me acuerdo de haberlos visto pasar bajo un sol abrasante, cuando el viento del este sopla sobre la hierba seca y amarilla. Caminan con el mismo paso sereno —ajenos a todo— en las tormentas de polvo, en los momentos en que la temperatura desciende bruscamente porque el sol no calienta la tierra y el mundo se oculta en la bruma de la tempestad de arena.
Me parecen sabios estos nómadas que no construyen casas, ni levantan altares, ni vuelven a pasar jamás por el sitio donde entierran a sus muertos… Quizá porque los llevan en la memoria. Pero les he visto llorar a sus bueyes, cuando mueren de viejos y tienen que abandonarlos en el camino. Son pastores, pueblos de hierba y leche, y aman sus animales, igual que nosotros, pueblos de aceite y vino, amamos nuestros olivos y nuestras viñas.
—Para sobrevivir en el desierto —me dijo un día uno de ellos, mostrándome el cebú que estaba ordeñando—, sólo se necesita una madre.
Pensé en algo que había leído en san Juan de la Cruz: «Bien me estuviera yo en el desierto solo con esta Virgen».
Pero no hace falta empeñarse en un largo viaje para encontrar el desierto. Porque la soledad es fundamentalmente una conquista personal.
Montaigne nos enseñó que las personas que tienen imaginación deberían aislarse del mundo. Quizá se le ocurrió esta idea cuando visitó al pobre Torcuato Tasso en el asilo de locos donde le habían encerrado. Montaigne iba vestido de caballero y el Tasso le recibió despeinado y sucio, iluminado y maldito.
El Tasso tuvo la lucidez nocturna de los genios, porque quien no está acostumbrado a andar en la noche no tiene eternidad y sólo las malandanzas de una vida activa, generosa y empeñada conducen a los hombres a la estrellas. Tenía un alma de cartujo, divino poeta triste, loco sediento, buscador de ríos. Su mundo oscuro me apasiona, porque contiene muchos elementos de iniciación a las formas de la Contrarreforma, tan estéticas y elegantes como el arte religioso que produjeron los jesuítas. Creo que el Tasso se dio cuenta de que el cristianismo necesita también los sueños mitológicos: la magia, los encantamientos, los demonios, los ángeles, los milagros, las maravillas. Las fiebres de la malaria debían darle a su espíritu esa luz de penumbra que difumina la realidad y ese ritmo melancólico y maravilloso de sus versos que nadie ha sabido imitar. Monteverdi puso música a sus Madrigales y Goethe se inspiró en sus amores para escribir una de sus obras más románticas.
Pero somos… lo que somos y la sombra que proyectamos. Por eso es fácil acusar de loco a un hombre que se detiene a hablar con los pájaros. Y el pobre Tasso, como ocurre con todos los perseguidos, cayó en el mismo delirio que le atribuían sus perseguidores, haciendo el juego a sus difamaciones, doliéndose de las heridas que a los otros causaban tanto placer.
Montaigne tuvo una vida abrigada y más fácil desde el día que se refugió en el castillo que había heredado de sus mayores. La torre es lo único que queda del viejo castillo, reconstruido después de un incendio. Se levanta en la comarca bordelesa del Bergerac. Y sus viñas soleadas dan vinos dorados, dulces como un licor, y vinos tintos que con los años adquieren perfumes de bosque y trufa.
Montaigne tenía tres celdas, porque vivía como un cartujo: en el primer piso la capilla, en el segundo el dormitorio y en el tercero la biblioteca. Desde su ventana veía las viñas y los pinares. Podía volar sobre este mundo dulce y feliz como un tordo solitario de pluma oscura. Su mujer vivía en otra torre, unida por una pasarela: un camino de amor que recorrieron algunas veces, porque tuvieron seis hijos. Pero ella, además, visitaba otras torres, porque no tenía bastante con las Cartas consolatorias de Plutarco que su marido le enviaba. Él, por su parte, sólo se entregaba a sus libros. Y había hecho pintar en las vigas de madera de su biblioteca algunas sentencias: «¿Por qué fatigar tu espíritu con eternas preocupaciones que superan tu alcance?».
Por una de esas casualidades que marcan la vida de un hombre, Stefan Zweig encontró una edición polvorienta de los Ensayos de Montaigne en un armario de la casa que había alquilado en Petrópolis, en una de aquellas colinas empinadas que elegía siempre para crucificarse.
También Montaigne llevaba en las venas sangre judía y se había rebelado contra el fanatismo. Zweig veía en él un reflejo, un doble —¡qué malo es encontrar una sombra en la desesperación!—, un espíritu tolerante, un ciudadano del mundo, un librepensador en el que descubrió muy pronto su mismo desprecio aristocrático por las pasiones estrechas e interesadas de la burguesía, sometidas siempre a una voluntad rigurosa. Montaigne había nacido como él en un medio privilegiado y se había educado en los ideales indulgentes de la cultura. Juntos podían ascender la última montaña buscando la libertad suprema del «soi même», siguiendo al bello ángel de los deseos. Pero Zweig, incapaz de ironizar con su destino, no se daba cuenta de que el más perverso demonio de la voluntad —el de la muerte voluntaria— se escondía en el reloj de oro de su esteticismo. Y Montaigne fue su último compañero de cordada; torpe guía, porque ascendía soltando piedras…
Me impresionó la lista de propósitos que escribió Zweig al acabar la lectura de los Ensayos:
Liberarse de la vanidad y del orgullo y, lo que es sin duda más difícil, guardarse de la presunción; liberarse del temor y de la esperanza, de la creencia y de la superstición, libre de las convicciones y de los partidos; libre de las costumbres («el uso nos roba el verdadero rostro de las cosas»)… libre de la familia y de las amistades, libre del fanatismo… ser libre frente al destino; somos sus dueños; somos nosotros los que damos a las cosas su color y su rostro.
Pero aquellas notas, escritas en los últimos días de su vida, escondían una conclusión que —cuando conocí el trágico final de la historia— me dejó sin aliento: «La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de nuestra propia voluntad».
Un vendaval de voluntades ajenas le había arrancado de su vieja Europa. Y ahora él se identificaba con aquel sabio que había escrito: «La muerte más voluntaria es la más bella». Maldición ésta de los burgueses que quieren llevar la voluntad hasta el final.
LA REVELACIÓN HA LLEGADO
En la galería soleada de mis primeras lecturas cayó un día en mis manos un libro de Jack London que se titulaba Revolución. Lo había cogido en la biblioteca de casa, aprovechando que mis padres debían estar fuera.
La biblioteca de mi padre era un lugar mágico donde me sentía transportado por un éxtasis oceánico de ignorancia. Y todavía cuando entro en el paraíso de todo lo que desconozco me parece ver una clara luz divina y me llega el mismo perfume de espliego y lavanda que me hacía llorar de misterio y de ansia cuando mi madre abría el viejo ropero donde guardaba las sábanas blancas. Había algo allí dentro —quizás un ángel— que me envolvía en sus alas. Y esa sensación de candorosa ignorancia me llega todavía cuando abro las puertas de ciertos libros.
Recuerdo que me extasiaba viendo —era incapaz de leerlas— las viejas ediciones de Goethe y Schiller en alemán, escritas en tipografía gótica. Pensaba que debía haber algo escondido en todos los libros: los sentía vivos —debían ser mis propias palpitaciones— como el día que atrapé un pajarito caído del nido y noté cómo su corazón latía en mis manos. Me daban lo mismo los estudios filológicos de Max Müller que veía leer a mi padre, que los diccionarios árabes o hebreos, tan incomprensibles entonces para mí como la letra gótica. Y, como hojeaba los libros con prisa, temiendo que mis padres regresasen y me descubrieran, elegí aquel título de Jack London porque, en vez de «revolución», leí «revelación». Aún recuerdo la impresión que me causaron aquellas líneas, leídas de mala manera: «La revelación ha llegado. Que la detenga quien pueda».
Escribiré algún día la historia de la dislexia, porque la metaliteratura comienza, a veces, en los errores. Y yo me sentía como un ratoncito devorando todos aquellos libros, las historias mitológicas, las narraciones de viajes, las vidas y los sueños de tantos escritores que habían tenido que sufrir como mártires para crear obras inmortales… Mis ídolos se iban multiplicando a medida que leía sus historias. Adoraba a mis héroes fracasados y me emocionaba leyendo las aventuras de Cabeza de Vaca, abandonado, derrotado, hambriento, desnudo, perseguido. Me dolía que el conquistador Hernán Cortés no tuviese la nobleza de Moctezuma ni su misterio interior. Y tardé muchos años en comprender a Cortés, hasta que conseguí imaginarlo derrotado en la Noche Triste, cuando las lágrimas le tatuaron las mejillas como si fuese un rey indio.
Jack London me llevaba por la selva, juntos cazábamos ballenas en las costas de Japón y nos peleábamos con los piratas y con los estibadores del puerto. Fuimos contrabandistas y traficantes de opio, anduvimos por Alaska buscando oro y un día me di cuenta de que, para vivir, sólo se necesitaba leer. Yo tenía diez años y, sin que mis padres me viesen, mascaba tabaco como los piratas y me iba a leer a un bote que había varado en la playa de la Caleta; pero Jack me llevaba mucha ventaja, porque se había emborrachado ya a los cinco años y, a mi edad, se sabía de memoria a Washington Irving. En mi casa sobraban libros y faltaban disputas. Pero en su casa —por eso le envidiaba— había muchos gritos y pocos libros: una escuela para un novelista.
Jack London era mi maestro y yo estaba seguro de que no me abandonaría en el camino. No había conocido a su padre. Debía ser un astrólogo holandés que había dejado embarazada a su madre en una granja de California. Ella ni siquiera pudo ponerle un nombre. Y comenzó a llamarse London cuando un buen hombre los adoptó, a él y a su madre. Así pudo ya firmar La llamada de la selva, La quimera del oro, Colmillo blanco y, sobre todo, El vagabundo de las estrellas.
Jack y yo teníamos una afición en común: las bibliotecas, porque los libros lo tenían todo. Copiar o pedir prestado un libro «prohibido» era como traficar con opio en los muelles de Hong Kong. Y si los inquisidores me hubiesen condenado, entonces habría ido a la hoguera pensando que la muerte debe ser una aventura y allí viviremos otras vidas, veremos otros países, leeremos otros libros en idiomas cabalísticos y amaremos a otras mujeres.
Para mí no había lugar más mágico que la galería soleada de mis primeras lecturas. Y veía el mundo entero desde aquel observatorio, igual que Montaigne lo había mirado desde su torre. Allí fueron despertando también mis primeros deseos de hombre, excitados por el sol y por la poesía. Recuerdo que, por la mañana, cuando se abrían las ventanas aparecían en todas partes las mujeres recién lavadas, bien peinadas y llenando toda la ciudad con su olor de jabón. Tenía un amigo que quería ser cartujo y me decía que no oliese el jabón, porque los sentidos nos apartan de la verdad. Me prestó un libro terrible de monseñor Tihamer Toth que se titulaba Pureza y hermosura. Nunca he leído algo más cruel para un joven. «Rosal tronchado», creo que se titulaba uno de los capítulos.
Pero yo soñaba con ser escritor, más que santo, porque quería restituirle al granero de los libros todo lo que me había dado. Seguramente era ya escritor, porque —igual que la muerte está en nosotros desde el día que nacemos— también somos lo que somos antes de llegar a descubrirlo.
Nunca pude creer que el aire cálido de la primavera que despertaba mis deseos pudiese «arrastrar a un muchacho por la pendiente», como decía el terrible Tihamer Toth. Y me gustaban los ojos de las mujeres, con sus pestañas largas que se movían como los abanicos, sus bocas carnosas y sus mejillas sonrosadas que eran como las de los iconos rusos que tenía mi tía Lola.
La castidad me parecía un crimen. Sólo veía su maldad intrínseca que conduce a la extinción de la especie.
Había algo en el camino de iniciación que pasaba por el deseo. Y mi deseo pasaba por las mujeres. Y ahora sé que no me equivoqué. Porque, al cabo de los años, encontré a aquel compañero de colegio que leía Pureza y hermosura. Se había hecho fraile y había entrado en un convento.
—¿Has conseguido la serenidad y la paz? —le pregunté, con la confianza que teníamos cuando éramos niños. Y me miró con sus ojos que yo recordaba oscuros y fanáticos y, ahora, me parecieron fríos.
—Todos los muertos entramos en el Paraíso —murmuró como un lamento.
Se salió del monasterio, pero había cambiado mucho. Hicimos juntos un viaje a Meteora, porque los dos estábamos entonces interesados en el misticismo de Gaudí. Yo le había hablado de las iglesias de Capadocia, pero él estaba convencido de que estos conventos griegos, situados en una fabulosa pedrera, eran los que habían inspirado al misterioso arquitecto catalán. Ciudad de las piedras, Lithopolis, la había llamado Atanasio el Meteorita.
Desde Larissa seguimos el camino de los monjes que se habían refugiado en este desierto de rocas en el siglo IX. Los pastores nos miraban con desconfianza, porque mi amigo buscaba hongos alucinógenos y plantas mágicas que, según él, eran el secreto de toda la inspiración de Gaudí.
Atravesamos pueblos en los que no había más que botijos, ovejas, queso, aceitunas negras y un vino buenísimo en las tabernas. Las ensaladas tenían un sabor delicioso, aunque yo creo que eran alucinógenas, porque me hacían ver milagros en todas partes.
Fue entonces cuando me di cuenta de que mi amigo había perdido la fe. El convento había destruido su intento de ser puro. Desconfiaba de todo lo que pudiera ser maravilloso. Buscaba los defectos en las personas, los errores en las palabras, las inexactitudes en los cálculos. En una pradera llena de flores, sólo veía las cagadas de las ovejas. Se reía cuando yo le decía que la vida y la sexualidad de los seres humanos tienen un sentido: crear el milagro, comprender el milagro, mantener el milagro. Se escandalizaba cuando yo le explicaba que Henry Miller conocía más secretos místicos que aquellos diablos de su convento que le hacían meter los testículos en vinagre para ayudarle a vencer el ruego tentador del sexo.
¡Pobre amigo mío! Cuando atravesábamos los campos de lirios veía monjes sucios. Llevaba en los oídos el grito de los ascetas locos que se golpeaban con cuerdas junto a su celda. No era capaz de comprender que, cuando un almendro florece en mitad del invierno, no necesitamos que venga un teólogo a explicarnos la existencia de Dios. Y, cuando el monje de Meteora nos despertaba por la mañana, golpeando la plancha de madera con su martillo, se daba la vuelta en la cama y me decía:
—¿Por qué te levantas alegre?
Le daba pereza entrar en la iglesia, iluminada con dos lámparas mágicas sobre el iconostasio donde nos esperaba Cristo… Veía sólo imágenes de mártires. Y no se daba cuenta de que el icono de la Virgen olía a incienso de rosa.
Talento, del griego talandevo (balancear), llamaban los monjes al tablón de madera que golpeaban para convocarnos a los oficios. Y los talentos van y vienen en el corazón del hombre que busca su camino en el desierto. Mi amigo ya no sentía la misericordia de Dios y, cuando nos despedimos en el camino de Kastraki, pensé que estaba abrazando el cuerpo herido de un mártir descomulgado. El cielo tenía el color enrojecido de la puesta solar.
El padre hospitalario que nos acompañaba nos preguntó si habíamos visto la imagen de Cristo en los ojos de la Virgen. Yo sólo oía el canto de un mirlo en la maraña del monte. Y cuando mi amigo se alejó por las gándaras cubiertas de maleza vi una pequeña lechuza —el animal sagrado de Atenea— que nos miraba subida en una roca.
EL CAMINO DE LA PAZ SILENCIOSA
Los solitarios del desierto encuentran, a veces, un camino en las estrellas; pero también muchos se pierden en las tempestades del aburrimiento, en la aventura inútil, en los arenales de una existencia rencorosa.
Todos estos peligros los calibró el sabio Bruno cuando —cansado de las luchas que sacudían a la Iglesia a fines del siglo XI— decidió retirarse a las soledades del desierto de Chartreuse, en los bosques del Delfinado: un valle de osos, a pocas leguas de Grenoble.
Los parroquianos de Saint-Laurent-du-Pont se aventuraban raramente en aquellas loberas donde sólo penetraban algunos pastores y la soldadesca, perdida y desmandada, de los señores feudales.
Como siete estrellas se adentraron Bruno y sus compañeros en aquel solitario valle, dominado por las amenazantes esculturas de la montaña nevada, las quebradas de piedra y la cima del Grand-Som. Entre ellos sólo había un sacerdote, que debía ocuparse de los oficios religiosos.
San Bruno, nacido en Colonia en 1084, había traspasado ya los cincuenta años cuando buscó su retiro en las montañas del Delfinado. Era hijo de una familia pudiente y, en los ambientes eclesiásticos, se le admiraba por su sabiduría y su elocuencia. Pero quería dejar la vida fácil y deseaba seguir el camino arduo.
Con la ayuda del obispo de Grenoble, que había sido discípulo suyo, Bruno encontró un retiro en un paraje desabrigado del valle desierto del Guiers. Y a él se encaminó dejando atrás la hojarasca de sus recuerdos: sus años de infancia en Colonia, sus escritos de maestría escolástica, sus días alegres de pan y vino entre las viñas de Reims…
Más allá de la cruz de término de Saint-Laurent-du-Pont se abre un desfiladero de roca viva que conduce a la Grande Chartreuse. El camino cruza torrentes, sortea viejas cabañas de haya quemadas por el rayo y remonta senderos donde se oye el sermón del búho solitario.
Contraté a un guía del lugar para que me llevase a la Cartuja a través de la montaña. Le dije que quería acometer la ascensión del Grand-Som, que es relativamente fácil para los no iniciados.
Salimos de Saint-Laurent-du-Pont, donde se abre una de las entradas de este impresionante valle alpino suspendido sobre abismos. Era un día de finales de junio y fuimos siguiendo el camino del aventurado san Bruno desde el torrente del Guiers, que corre entre rocas y zarzas, hasta la Correrie de la Grande Chartreuse. Atravesábamos bosques de robles y abetos que olían a musgo.
El sentier des moutons deja a la izquierda el monasterio y asciende por el collado del Frenay hasta la cruz de la cima del Grand-Som. Los monjes plantaron algunos árboles en lo alto de las rocas, subiendo la tierra en cestos. Nos deteníamos en las fuentes de agua fresca, donde las marmotas dormitaban al sol, caminando por una pradera cubierta de flores violetas, blancas y amarillas. Y, en algunos lugares, se veían grandes rocas que podían ser restos de las avalanchas de piedra que devastaron, hace ya muchos siglos, el primer emplazamiento de la cartuja.
Los montañeros dicen que las vías de ascensión más elegantes son las más expuestas. Yo también creo que la estética no es, como suele decirse tendenciosamente, un camino fácil, sino la vía de iniciación de los más valientes. Y el instinto audaz de la belleza es, probablemente, el mismo que lleva a ciertos hombres a buscar en la lucha de la vida los caminos difíciles, salvando una vicia de pruebas y angosturas.
También los místicos nos enseñaron la misma cautela: huir de lo fácil, incluso cuando parece tentadoramente práctico y bueno. La montaña se entrega sólo a los que saben sufrir. Por eso los santos han simbolizado en la montaña sus ideales de sabiduría. Y los griegos situaron en el Olimpo la morada de los dioses.
Cuando era joven y andaba por los caminos de Provenza el Petrarca subió al Mont Ventoux, porque quería contemplar la vanidad del mundo. Debía ser un montañero sufrido, porque ascendió llevando encima un ejemplar de La Ciudad de Dios, la obra de san Agustín que —si no me equivoco— pesa más de un kilo.
Se encuentra en el Delfinado, en las cercanías de Grenoble —dice la antigua Crónica de la Orden de los Cartujos un lugar espantoso, frío, agreste, cubierto de nieve, rodeado de precipicios y de abetos, llamado por algunos Cartuse y por otros Grande Chartreuse. Es un eremitorio muy amplio y extenso, pero habitado sólo por bestias y desconocido por los hombres, debido a la aspereza de su acceso. Hay rocas altas y elevadas, árboles silvestres e infructuosos; y su tierra es tan estéril e infecunda que no se puede plantar ni sembrar nada en ella.
Bruno pensaría, seguramente, que éste era el lugar ideal para un nómada de la luz, como aquellos fulbé de túnicas azules que yo había visto en el Níger: seres del desierto que caminan con los brazos en cruz y sólo necesitan una calabaza de leche, un camino difícil y la memoria de una madre.
Desgraciadamente, el maestro Bruno no pudo vivir mucho tiempo en su refugio de la Gran Cartuja, escondido en este tabernáculo de Dios y «abrigado a la sombra de sus alas». Tuvo que trasladarse a Roma, llamado por el papa, y murió en Reggio Calabria, cuando contaba poco más de setenta años.
No hay exilio para estos nómadas místicos, porque la luz se lleva en el corazón. Cuando caminan por el desierto llevan los ojos extraviados en una visión que parece un espejismo. Cuando suben a la montaña ven fuegos en las cimas y oyen voces en el silencio, como Hermann Bühl encontró a un ángel en la noche fría del Nanga Parbat que le ayudó a descender por la cresta helada, después de su escalada en solitario. «Me serenaba, me arrullaba —comenta Hermann en sus memorias—, y si resbalaba o caía el otro me sujetaba con la cuerda. Pero no había cuerda alguna. No había ningún otro.»
La vida del desierto y de la montaña es peligrosa, pero es más bella que una existencia cobarde. Y pienso que san Bruno, como los alpinistas y los navegantes solitarios, eligió una tentadora senda. Pero la vida no le facilitó su sueño humilde, cuando le obligó a pasar sus últimos años lejos de las soledades de la Grande Chartreuse, sometido a los cuidados de la corte eclesiástica.
«Cristo fue infinitamente grande —le dijo un día Van Gogh a su hermano Theo— porque supo apartar de su camino los muebles y los objetos ridículos.»
UN CIUDADANO DE DIÓGENES TRAS LOS PASOS DE SAN BRUNO
Igual que debiera existir un Estado del Dolor para dar asilo a los que sufren, también debiera haber una nacionalidad mágica para los hombres que desconfían de las fronteras. «¿De dónde eres tú?», le dijo Crates a Diógenes, y éste respondió: «Soy ciudadano del mundo, pues la sola ciudadanía verdadera es la que se extiende por el mundo entero». Y Crates aprendió la lección, porque a la misma pregunta, respondió:
—Yo soy ciudadano de Diógenes…
A orillas del Guiers, me detengo a rezar en las mismas rocas donde oraba san Bruno, en un bosque de fresnos, robles, hayas y olmos.
Stendhal, que conoció estos lugares en los años que siguieron a la Revolución francesa, nos ha dejado una detallada evocación de la Grande Chartreuse:
Hemos encontrado un riachuelo llamado Guiers cuyas orillas están cubiertas de árboles majestuosos: robles, fresnos, hayas, olmos de ochenta pies de alto; y las rocas que dibujan los bordes del valle en el cielo tienen formas majestuosas…
A la entrada del desfiladero, contemplo los restos de las viejas fundiciones de Fourvoirie donde los padres cartujos realizaban sus labores de hierro, marcadas siempre con una cruz. En una de estas factorías se destiló también el famoso licor de la Chartreuse que hoy se elabora en una industria moderna de Voiron. Hasta bien entrado el siglo XVIII la fórmula de este «elixir de larga vida» fue mantenida en secreto, aunque luego se hizo muy popular en Europa como remedio contra el cólera.
Eugenia de Montijo y la reina Victoria de Inglaterra vinieron a la Chartreuse para conocer los secretos de la destilación del licor. La española era muy aficionada a las plantas, adoraba los jardines silvestres —como la parcela sin cultivar que se reservó en su finca de la Costa Azul— y conocía los nombres de todas las hierbas. A la reina Victoria me parece que le gustaba más el licor ya destilado.
Dicen que la fórmula del chartreuse sólo es conocida por tres hermanos cartujos que vienen aquí a mezclar los ingredientes secretos del licor: brandy, miel de montaña y más de cien hierbas aromáticas, como el azafrán con el que se perfumaba Cleopatra, y la Myrrhis odorata que se utilizaba antaño para preparar ensaladas, porque es saludable para las digestiones.
Pero san Bruno y sus hermanos no se adentraron en el desierto buscando elixires. Buscaban fuentes, sin apartarse mucho de las orillas del río. Vestían hábitos de lana blanca y cubrían con un capuchón su cabeza rapada, como los pastores del Delfinado.
Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios, nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.
Los novicios que llegan a la Grande Chartreuse saben que, en cuanto traspasen la puerta, tendrán que olvidar su pasado. Y quizás esta vía de iniciación oculta una misteriosa referencia dionisíaca, porque convierte a los monjes en dos veces nacidos. Igual que Dionisos, el ditirambos (el hijo de la doble puerta), los cartujos nacen por segunda vez el día en que entran en la clausura del monasterio, como huérfanos adoptados.
Ese doble nacimiento es un signo misterioso de algunos elegidos. Los nómadas de África creen también que un hombre valiente debe dejar su nombre en el camino y adoptar un seudónimo. Y así Stanley llama un día a la puerta de un rico comerciante americano y le dice: «¿Desea usted adoptar un hijo, señor?».
Stanley había tenido una infancia de paria en un hospicio, sin conocer a su padre. Y, durante toda su vida, buscó esta presencia desconocida, con una ternura que a veces extraña en un hombre tan duro y tan obstinado. Pero, años más tarde, volverá a ofrecer a Livingstone su devoción filial: «Mi querido doctor, a muy pocos hombres he conseguido amar en la vida como le quiero a usted».
En la crónica de los cartujos se recuerdan los nombres de muchos priores que administraron la congregación con autoridad paternal, sabiendo que los monjes no tienen otra familia que la comunidad. El maestro Bruno no quiso retirarse a la soledad absoluta, porque consideraba que la ayuda de un pequeño grupo era necesaria para vivir en el desierto. Pero no es la figura del padre, sino la de la madre, la que muy a menudo se evoca en estos lugares donde no entran las mujeres.
En la puerta de acceso a la clausura hay una imagen de la Virgen. También recuerdo que en los monasterios de Meteora había un icono de la Virgen Portaítisa, la guardiana de la puerta. Y ahora comprendo aquellas palabras que oí a un pastor nómada en el Níger: «Para sobrevivir en el desierto solo se necesita una madre».
También Mungo Park, que recorrió el Senegal en 1796, sobrevivió gracias a la caridad de las mujeres. Los jefecillos locales le robaban y los doutys le negaban la hospitalidad. A veces tenía que dormir bajo un árbol, en las afueras del poblado. Pero una noche, en medio de la tormenta, las mujeres de una aldea vinieron a buscarle, le dieron refugio en su cabaña y le cantaron a coro una de esas nanas de África que no puede olvidar jamás quien las haya oído:
«Tengamos piedad del hombre blanco. Los vientos rugen y la lluvia cae. El pobre hombre blanco, débil y agotado, vino a sentarse bajo nuestro árbol. No tiene madre que le traiga la leche, ni tiene mujer que le muela el grano». Y el coro repetía el estribillo de esta canción improvisada: «Tengamos piedad del hombre blanco. No tiene madre que le traiga la leche…»
Cuando nuestro padre Prometeo luchaba contra los dioses para darnos el fuego, sólo ellas, las Oceánidas —ninfas de las olas—, se apiadaron de su destino y vinieron a ayudarle, aun a costa de ser castigadas. Dice Hesíodo que su canto era como el de los «pajarillos cuyas alas hacen vibrar el aire suavemente».
NUEVOS LADRONES: BANDIDOS SIN TAMBORES NI BANDERAS
El adagio sereno de la vida cartujana está marcado por las plegarias y la contemplación solitaria. Pero, en los pueblos de los alrededores, se recuerda la época de esplendor de la Grande Chartreuse, cuando los monjes repartían todas las semanas mil seiscientas libras de pan a los pobres, al igual que la sopa y las sobras que eran considerables, porque antes de la Revolución había muchos sirvientes y obreros que trabajaban en el monasterio.
Los últimos años del siglo XVIII fueron penosos, a causa de los expolios y los robos. La nueva burguesía que se había adueñado del poder desvalijaba a los monjes —se llevaron las campanas, robaron las vajillas de estaño que utilizaban los visitantes ilustres, rompieron las cruces del cementerio, se apropiaron de obras de arte—, a la vez que permitían la profanación de todos los lugares de devoción, ocupados por la soldadesca.
Ya no ondeaban las banderas de los señores feudales, ni sonaban las trompetas de los guiris del rey, ni las quintas del miedo avanzaban jaleadas por el estruendo de los tambores; pero una horda soberana de burócratas y leguleyos se abatía sobre los conventos con tanto celo de rapiña como aquellos halcones de antaño. Se pusieron en venta las tierras de los monjes y numerosos burgueses se aprovecharon de la desamortización para enriquecer sus propiedades sin ningún beneficio para el pueblo. Muchos frailes murieron en prisión, porque entre la soledad de las celdas y la miseria de las cárceles hay una diferencia profunda: la libertad y la dignidad de los seres humanos que allí viven encerrados.
Desarraigados de sus comunidades y de sus desiertos, estos pobres nómadas de las estrellas andaban como vagabundos por los pueblos, buscando asilo y escondite en casas de gente caritativa. Parece mentira que su condición de anacoretas fuese contemplada por la ley como un delito. Pero la más perversa astucia de la revolución burguesa consistió en sustituir la esclavitud libre por la esclavitud pagada. Y esa ignominia persistió en muchas sociedades modernas, aun después de haber sido denunciada por los revolucionarios socialistas del siglo XIX.
Cuando Chateaubriand visitó la Grande Chartreuse en 1805, «los edificios languidecían bajo la vigilancia de una especie de granjero de las ruinas… Nos mostraron el recinto del convento, las celdas que tenían cada una un jardín y un taller donde se veían bancos de carpintero y tornos».
Pocos años más tarde, un batallón de austríacos saqueó la cartuja desierta. Pero, por un azar mágico, nadie molestó jamás al hermano Vital, que permaneció solo en uno de los talleres de la entrada del Desierto, cumpliendo las órdenes de su prior: «Id, mi hermano, y manteneos en vuestra obediencia de Fourvoirie, hasta que podáis abrirnos la puerta el día de nuestro retorno». Durante veinticuatro años, este monje vivió en aquel lugar, subiendo periódicamente a la Grande Chartreuse para atender algunos detalles de su conservación. Y, cuando los hijos de san Bruno regresaron en 1816, el hermano Vital estaba en la puerta para recibir a los proscritos.
Las cordadas de los montañeros y las filas de los nómadas del desierto me recordaron muchas veces a los cartujos, cuando se dirigen en la madrugada a rezar sus maitines en la iglesia. El cartujo busca siempre en sus ascensiones una vía de soledad. La vida comunitaria no sustituye en la cartuja al esfuerzo personal, de la misma forma que la cuerda de los montañeros les hace sentirse más seguros pero multiplica también la responsabilidad de cada uno. Los actos de la congregación sólo son un complemento de la vida solitaria. Y, por eso, los claustros de la Grande Chartreuse no son tan impresionantes como las celdas. Incluso el gran claustro gótico es sencillo si lo comparamos con las maravillas cistercienses de Fontfroide o de Poblet, o con el fantástico delirio de Alcobaça.
Los cartujos caminan solos, pero forman una comunidad y sus vidas dependen de ese temblor de la cuerda que hace sentirse unidos a los montañeros en el glaciar. En la cordada se siente la presencia del compañero, la autoridad del guía que abre camino cuando se asciende, o la experiencia del último que nos asegura en el descenso. Hay que saber el momento justo en que el grupo debe encordarse y el instante en que la nieve recién caída puede fundirse en una pendiente demasiado convexa y provocar un alud. «Excitador» se llama el monje que recorre las celdas llamando a los cartujos a los actos comunitarios, porque cuando hay que anudarse la cuerda se pierde siempre un poco de paz.
Los cartujos tienen algunos actos comunitarios: los oficios cantados en el coro, la comida de los domingos en el refectorio, el recreo colectivo de la siesta —esas horas que se consumen en el sopor, como el fuego de las chimeneas— y los paseos por la montaña.
Las celdas se componen de tres estancias: un pequeño oratorio; un dormitorio con la cama, una estufa, un reclinatorio, una librería y una mesa; y, en el piso inferior, el taller de trabajo. El mobiliario es de madera y la cama tiene unas cortinas o unas puertas que pueden cerrarse en invierno, como un armario, para protegerse del frío.
Cada cartujo dispone también de un pequeño taller —que ellos llaman «obediencia»— donde, después de sus oraciones y lecturas, pueden descansar en la rutina de las labores de ebanistería o en el trabajo artesano. Y todas las celdas se abren a un pequeño huerto individual donde labran y cultivan la tierra, trabajando como mandan las reglas de sabiduría, por sencilla obediencia. Sin entusiasmo.
Una extraña locura —escribe Paul Lafargue en el Derecho a la Pereza— posee a las clases obreras de las naciones en las que reina la civilización capitalista. Esta locura arrastra tras de sí las miserias individuales y morales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor del trabajo, la pasión mortífera del trabajo llevada hasta la extinción de las fuerzas vitales del individuo y de su progenie.
Los cartujos nunca divinizaron la idea del trabajo y, aunque hayan sido excelentes artesanos, serios intelectuales, agricultores y pastores, ninguna de estas actividades les ofrece una finalidad de vida.
—Padre —comentó Stendhal al guía que le enseñaba la biblioteca—, deberían hacerse ustedes con algunos libros de botánica y agricultura…, eso les interesaría y les distraería.
—Pero, señor —respondió el monje—, nosotros no pretendemos interesarnos en nada, ni distraernos.
En la biblioteca de la Grande Chartreuse se conservan, sin embargo, valiosos incunables y viejos libros de devoción. Entre ellos, De otio religiosorum, un tratado sobre la vida monástica que Petrarca dedicó a los padres. Gérard, un hermano del poeta, fue monje cartujo. Y la crónica de la orden cuenta que tuvo que enterrar a todos sus compañeros (treinta y cinco personas entre padres, hermanos y domésticos), cuando la peste negra de 1349 sembró la muerte en su monasterio.
Muchas veces los cartujos se jugaron la vida en el intento de salvar su biblioteca de un incendio. «¡Mis padres, ad libros!», gritaba el prior, cuando el terrible incendio de 1371 destruyó la Cartuja.
Hay cuatro edificios que van unidos, porque en ellos se desarrolla la vocación solitaria del cartujo: el gran claustro, las celdas, el cementerio… y la biblioteca. Si yo pudiera elegir un lugar para mi último reposo buscaría un rincón entre los libros, escondido en sus hojas, amparado en su silencio, dormido entre papeles, pergaminos y pieles antiguas.
Como el estudio es para el sabio y la caridad para el corazón pacífico, así es la oración para el cartujo. Aunque, a veces, las citas perdidas se sucedan en las noches más oscuras del alma.
El cristianismo intentó vencer la dualidad entre alma y cuerpo, proponiendo una vía de iniciación a través del amor. Desde esta perspectiva, san Bruno, san Benito, Dante, Goethe, Nietzsche y Rilke pueden considerarse continuadores de la sabiduría cristiana. El Fausto de Marlowe es un viejo nostálgico de la gloria pagana. Pero el Fausto de Goethe descubre ya que el amor es la vía de la salvación.
Todavía Byron, a pesar de que sus pies deformes no le permitían ser tan buen escalador como nadador, siguió la vía de iniciación de la montaña, ascendiendo algunas cumbres de los Alpes. Y así, tras las huellas de Fausto, nació su Manfredo, «un drama loco» que pretendía tener un trasfondo mágico. Sin olvidar que los últimos cantos de Childe Harold, nacieron también en las montañas, donde el héroe encontrará el espíritu del ángel caído de Milton.
Los recuerdos de amargura que deberán acompañarme toda la vida —escribe en su Diario— se han apoderado aquí de mí; y ni la música del pastor, ni el estrépito de la avalancha, ni el torrente, la montaña, el glaciar, el bosque, ni la nube, han aliviado un solo instante mi corazón, ni han permitido a este desdichado que soy yo perderse en la majestad, la potencia y la gloria, presentes a mi alrededor, por encima de mi cabeza y a mis pies.
La izquierda jacobina cayó muy pronto en la cuenta de que necesitaba una tradición iniciática para cumplir su tarea crítica, y así nació la masonería. Y la decadencia de Europa comenzó, evidentemente, el día en que la escuela moderna —inspirada en la soberbia futurista— abandonó las viejas tradiciones de iniciación.
Sólo a los últimos filósofos del siglo XIX, y a sus bárbaros secuaces del siglo XX, pudo ocurrírseles la idea de demoler las vías iniciáticas de la paideia: la antigua escuela de formación y de cultura que crearon los griegos y que permitió a los jóvenes europeos, durante siglos, iniciarse en el amor con ideales de salvación.
Los caminos de iniciación llevan siempre al dolor y a la muerte, porque el sufrimiento es la mejor escuela de la sabiduría. «Aquel que ama —me enseñó un maestro árabe— muere para sí mismo; pero si no es amado, es decir, si no vive en el ser amado, muere dos veces.»
Por eso salimos un día de viaje —disfrazados de esnobs— pensando que los más bellos coches, los ocean liners y los grandes expresos nos llevarían muy lejos. Y ahora, caídos ya de las estrellas, retornados a la senda de los pies descalzos, volvemos a tocar nuestro violín en el resplandor de la hoguera y sentimos una esperanzada inquietud cuando vemos partir a los jóvenes en busca de sus sueños, porque adivinamos que se han convertido en hombres y que, si no quieren morir dos veces, tendrán que andar mucho, vivir peligrosamente, perderse, perderlo todo y encontrar su amor.
UNA FONTE ESCONDIDA
La Correrie de la Grande Chartreuse tiene un nombre que ha despertado muchas disputas entre los filólogos. Pero, a mi juicio, su etimología más directa debe buscarse en el catalán conreria, que hace referencia a un lugar de cultivo (conrea). Pienso que la palabra llegó a la Gran Cartuja, a través de las fundaciones catalanas.
La antigua Correrie se ha transformado hoy en un museo que muestra detalles de la vida cartujana, conservando algunas piezas históricas de los escasos tesoros artísticos que poseyeron los cartujos del Delfinado.
Los cartujos siguen habitando su eremitorio, en las cotas más altas de la montaña adonde ya no llegan los curiosos. Allí viven, rodeados gran parte del año por los osos blancos de la nevada, iluminados sólo por la luz interior de sus contemplaciones.
Se levantan a las siete menos cuarto, avivan el fuego de sus estufas, encienden sus almas con las primeras oraciones del día y asisten a la misa conventual cantada. De once de la mañana a cuatro de la tarde se consagran al trabajo intelectual, interrumpido por algunas labores manuales, el almuerzo y las oraciones de nona. En su sencilla dieta (reconfortantes sopas de coles, huevos y frescas truchas) no faltan el pan ni el vino; pero no comen carne. Es un signo distintivo de la orden, que se ha mantenido a lo largo de los siglos. Y quizá se trata de una superstición sentimental de viejos pastores que se resisten a sacrificar sus rebaños.
Ni las prisas inútiles ni el ruido penetran en las celdas. Incluso el sueño nocturno, que comienza a las siete de la tarde, se ve sabiamente interrumpido a medianoche, cuando suena la campana del padre sacristán llamando a maitines. Después de recitar las oraciones en su celda, los solitarios encapuchados recorren, como fantasmas insomnes, los pasillos helados y se dirigen al coro. Allí, en la penumbra —aislados por grandes mamparas que separan cada una de las sillas— cantan maitines y laúdes. Sólo los libros están iluminados por una luz suave, como en los tiempos en que la luz de las velas temblaba en la iglesia.
El canto de los cartujos tiene un acento inconfundible que me recuerda a los coros de la sinagoga. Como las plegarias del Kol Nidré, el gregoriano tiene una tensión vocal que hace pensar en los cantos antiguos, con su líbre ritmo en el diálogo y su misma vocalización: una resonancia profunda que parece acompasada y armonizada en las claves ocultas del más allá. Algo así debían de cantar los sacerdotes en los templos de Babilonia y de Egipto. Es una música encantatoria con una línea melódica sencilla y pura que, probablemente, heredaron ya las primeras comunidades paleocristianas de sus predecesores judíos, igual que conservaron las horas de plegaria, las formas de devoción y la cantilación de los textos sagrados. Los compañeros de san Bruno debían cantar algunos textos bíblicos de memoria, porque la notación musical no llegó a desarrollarse completamente hasta el siglo XII. Y el cantus estuvo, en sus orígenes, más unido a los textos que a la música.
A las dos o a las tres de la madrugada, cuando se oye el aullido de los lobos en la montaña, los solitarios de la Grande Chartreuse vuelven a sus celdas para proseguir el sueño interrumpido. No es una vida difícil para el cartujo, porque la acepta con placer y la busca como una forma individual de libertad.
«Sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía», escribió Camus en El mito de Sísifo. Pero los cartujos han respondido a este reto existencialista eligiendo la renuncia a una forma de vida que es la propia del mundo y rechazando a la vez el suicidio.
Este saludable régimen de vida —basado en la libertad interior y en la obediencia exterior— ha producido casos extremos de longevidad, como el del hermano Aynard, que vivió ciento veintiséis años, o el padre Jaume Amigó, que murió a los ciento siete años en la cartuja catalana de Scala Dei. Pero, incluso en nuestra época, el Obituario de la Orden demuestra que los cartujos que entran jóvenes en esta disciplina de vida suelen superar el horizonte patriarcal de los noventa años, como si hubiesen vivido a la sombra de la encina de Mambré.
El más activo de los cartujos —dom Innocent Le Masson, que fue elegido prior de Chartreuse en 1675— olvidó, por amor de sus hermanos, el prudente principio de la vida quieta. Hombre de voluntad poderosa, dom Le Masson reconstruyó la Grande Chartreuse: mejoró los caminos, organizó la explotación de los bosques y las minas de hierro, y escribió varios centones de devoción. Pero, al fin de sus años inquietos, quedó inválido. Y cada vez que se dirigía a sus hermanos, les mostraba las piernas y les advertía con voz emocionada:
¡Aprended de mi ejemplo y no os dejéis arrastrar por la fiebre de los negocios. Aprended a interrumpir el trabajo, de vez en cuando, para emprenderlo luego con más ardor y eficacia, cuando os hayáis concedido unos momentos de reposo!
Entre las cruces del cementerio de la Grande Chartreuse sólo una lleva una inscripción que dice: NUNC PULVIS ET CINIS (ahora polvo y ceniza). Es el epitafio del inquieto y bondadoso dom Le Masson, que sucumbió a la tentación de sembrar donde otros siegan.
Más prudente fue dom Jancelin que, si hemos de creer la leyenda, invocó al espíritu de un cartujo muerto y le conminó a dejar de hacer milagros para que no se alterase el sereno régimen de vida del convento.
ENTRE LAS AZUCENAS OLVIDADO
Me sorprende la noche en los bosques de la Grande Chartreuse y, mientras atravieso el Puente de San Bruno, pienso que este viaje me ha llevado demasiado lejos.
He dejado atrás el recinto fortificado de piedra donde se oye el vuelo de las campanas; donde los libros se abren, en las celdas silenciosas, con el rumor de las hojas del bosque; donde un avemaria suena en el aire limpio como las nanas que duermen a los niños desconsolados en la noche amenazante de las ciudades…
Las flores del cerezo —me dijo un día un maestro zen, en mi juventud alborotada— no te dejan apreciar la belleza de las hojas caídas en el camino. Era verdad. Revoloteaba como un pájaro de rama en rama hasta que, con mi propia inquietud, hacía caer las flores más bellas. Ahora, en mi vejez, quisiera haber aprendido a cantar en las ramas nevadas. Stat Crux dum volvitur orbis (la Cruz permanece mientras el mundo gira), me enseñaron los cartujos.
Estoy ya lejos de las murallas de la Grande Chartreuse. Hace ya muchos años que no sigo a mis nómadas del Níger, con sus rebaños de cebúes negros, ni a mis gitanos del Danubio, ni a mis compañeros de cordada. Algunos no responden ya a mis gritos. Junto a mis huellas veo restos de aludes y, cuando el sol calienta la nieve, siento casi miedo. Pero, si hago recuerdo y entro en mi corazón, veo a los monjes blancos, con la cabeza cubierta por sus capuchas, arrodillados en la luz mística del coro, cantando maitines y laudes.
Cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado,
entre las azucenas olvidado.
Muy torpe he sido cuando mis padres y mis maestros me mostraron —ya de niño— la senda de amor de los pies descalzos: abandonar las cosas en la noche oscura para que vuelvan mañana, regaladas…
Mi ángel celoso abrirá sus alas esparciendo al cielo su olor a espliego y a lavanda. Me envolverán en sábanas. Seré un hijo de mármol y mi Mater Dolorosa, en una Pietà callada, transformará el deseo con que amé la vida en Amor, y la vida deseada en mi Amada.