El espectro de una rosa

AGUA, MUJERES Y MÚSICA

Vino, mujeres y música, es el título de uno de los más famosos valses de Johann Strauss. A esta trilogía se suma, en los balnearios, la alegre canción de las aguas.

En la mañana del domingo, los viejos balnearios europeos abren sus puertas a los fantasmas del tiempo perdido. El piano y la orquesta interpretan, bajo los tibios rayos del sol de invierno, un vals o unas piezas de un repertorio que, afortunadamente, no ha cambiado desde hace más de un siglo: el Blumenlied de Gustav Lange, Sueño de amor de Liszt, Oro y plata de Lehár, el Vals desconocido de Kalman, o Komm doch in meine Arme.

Todas estas músicas tienen para nosotros su historia. Franz Lehár pasaba sus veranos en Bad Ischl, que era el balneario imperial. Allí fue donde el emperador Francisco José se enamoró apasionadamente de la jovencísima Sissi. Y en Bad Ischl se construyó Lehár una preciosa villa, donde compuso algunos de sus valses y operetas.

Las Danzas húngaras de Brahms me traen a la memoria la figura de aquel músico de Hamburgo que comenzó su carrera tocando en una orquestilla, por Twee Daler un’ Duhn (dos táleros y todo el coñac que quisiera). Y el romántico Blumenlied me recuerda a James Joyce, porque era la canción que Bloom le regaló a Milly cuando ella estudiaba piano.

El joven Brahms —los ojos azules y miopes, la frente amplia y pensativa, los labios siempre apretados— era un gran andarín y disfrutaba recorriendo los ríos, deteniéndose en las alegres ciudades del valle del Rin. Caminaba desde Frankfurt a Rüdesheim, probando todos los vinos y el agua de todas las fuentes. El elegante balneario de Wiesbaden le parecía demasiado «uniforme», porque no le agradaban los palacios ni los castillos.

Brahms era un hombre del norte aunque se pasó toda su vida disputando con sus conciudadanos de Hamburgo. Y Wiesbaden es un jardín alegre y meridional, como las uvas del Rin. La proximidad de los manantiales calientes anticipa la floración de los árboles. Y la alegría de su primavera parece haber inspirado la decoración barroca de su Teatro Nacional que es, para mi gusto, el más bello de Europa. El joven Brahms no tenía piano y, a veces, entraba en un almacén de música y se presentaba como profesor, para que le dejasen tocar un par de horas, dejando volar su inspiración. Y así compuso su Tercera sinfonía, con un movimiento en colores grises que parece escrito en los muelles de Hamburgo.

Más fructífera fue para Brahms su estancia en Baden-Baden, adonde acudía cada verano a visitar a Clara Schumann. Allí pudo cultivar la amistad de Johann Strauss, cuya música le parecía muy interesante, porque Brahms fue siempre un investigador del folklore popular. Pero era, sin duda, Clara Schumann la persona que le traía al balneario y que más influencia ejercía en su inspiración.

Clara seguía siendo tan bella como en su juventud. Pero conservaba, además, la inteligencia despierta y la gracia natural que la hicieron famosa desde que se presentaba en las salas de concierto como una niña prodigio. Había conocido a Goethe, a Chopin, a Mendelssohn, a Paganini y a Berlioz, además de haber vivido una trágica historia de amor con Robert Schumann. Sobre todo en los últimos tiempos, cuando él se perdió en la noche de los locos geniales, la vida de Clara había sido la de un hada fiel, entregada a sus hijos. El pobre Schumann se retiró a un sanatorio, porque tenía miedo de que en el arrebato de su locura pudiese hacer daño a los suyos. Y, encerrado en el asilo de los locos, atravesó las sombras de ese intrigante sueño que han conocido sólo los sacerdotes de Dionisos, como Hölderlin y Nietzsche.

Cuando Clara Schumann quedó viuda se instaló en Baden-Baden. Desde su casita de Lichtental se contemplaba un fabuloso paisaje sobre las montañas de la Selva Negra. Y allí la visitaba Brahms. Se levantaba a las cinco para caminar cada mañana por el solitario bosque. Luego almorzaba con Clara y, por la tarde, salía de paseo con ella y su hija. Pero, a veces, se reunían a tocar el piano en casa de Louis Viardot y Paulina García.

Clara y Brahms tocaban el piano a cuatro manos —ella le permitía sostener en los labios su inseparable cigarro—, mientras Paulina cantaba, soportando las bocanadas de humo. En las sobremesas se les unía Turguéniev, el novelista ruso. Y, en ese ambiente romántico —pues Brahms estaba tan enamorado de Clara como Turguéniev de Paulina— fueron naciendo la Sonata para piano y violoncelo y el Réquiem alemán: sobrecogedor, iluminado como una vidriera en el crepúsculo, trágico como un coro de cautivos, grave como un timbal en re, dulce y poético como una cantata de violines, serena fuga de la muerte, obra maestra de la música, himno de los vagabundos que corren por los ríos de Europa cantando: «Nosotros no tenemos ninguna ciudad perdurable».

Los domingos en los balnearios forman parte de mis mejores recuerdos de Europa. De tarde en tarde se escucha una canción de Mozart, aquel joven que acudía a las aguas de Baden-bei-Wien, mientras su mujer le engañaba con Süssmayr; o se oye un cuarteto angustioso de Beethoven, el arisco visitante de los manantiales de Teplitz. Y algunos días se interpreta a Wagner, aquel gnomo genial que paseaba por los balnearios como un zahorí, con su batuta, rastreando los misterios telúricos de los orígenes de Sigfrido o la muerte de Isolda.

En los alrededores de Wiesbaden acabó Wagner sus Maestros cantores, que había esbozado en París y había ido componiendo en todos los balnearios de Europa. Alquiló un apartamento muy pequeño en Biebrich, tan angosto que apenas cabía su piano Erard. Y allí intentó trabajar adaptándose a todas las incomodidades. Sobrevivía en la ruina, porque un perro le había mordido un dedo y no podía tocar el piano.

Wagner estaba ya muy acostumbrado a vivir en la indigencia. Fundía todo el dinero que caía en sus manos —su mujer manejaba el crisol y él el fuego—, pero luego transformaba también la miseria en su inspiración genial. Dejaba caer unas notas en el fuego y destilaba un licor fascinante como un narcótico.

Cuando era joven me gustaba pasar temporadas en los balnearios oyendo contar estas historias de alquimistas antiguos. Me enamoraba entonces de todas las muchachas románticas que acompañaban a sus abuelas. Y ahora, ya con la barba blanca y un montón de pastillas en el bolsillo, regreso a los mismos lugares. Las ramas de los tilos forman lámparas de oro en el atardecer. Es un día de domingo cualquiera en Baden-Baden, en Vichy, en Bath, en Aquisgrán o en Marienbad. Ellas ya no son jóvenes. Son abuelas. Y, cuando la brisa agita sus sombreros —¡deliciosas pamelas pasadas de moda!—, el jardín huele a hierbas frescas, como los armarios cuando se abren y dejan escapar, como una mariposa, un perfume de lavanda que ellas guardan en un saquito desde el día de su primer amor. La orquesta toca siempre aquel vals…

LA CURACIÓN POR EL PLACER

Entre las páginas literarias que me han impresionado recuerdo un relato de Axel Munthe que describe sus primeras experiencias como médico en París: «En efecto, parecía que la muerte se hubiese alojado de modo permanente en el viejo y tétrico hospital que durante siglos había albergado tanto padecimiento y tanto dolor».

La presencia de la muerte es agobiante en La historia de San Michele. Sin duda es un libro escrito por un médico y uno no puede leerlo sin imaginarse la vida de los hospitales del siglo XIX con sus naves inmensas donde se amontonaban los enfermos. Allí es donde el joven Axel Munthe aprendió a conocer a la muerte, adivinando su presencia al otro lado de la cama donde él se esforzaba por salvar a sus pacientes o viéndola pasar, fosca y emboscada, al amparo de la serena figura de una monja, porque era ella —la indeseada, la oscura— la que cerraba los ojos de los seres humanos, a su capricho; a veces con rabia y violencia, a veces con un gesto maternal y dulce.

Axel Munthe presentía que, con estudio y práctica, podría llegar a ser un buen médico, pero sabía también que nunca tendría poder sobre la muerte, porque sólo ella ha leído el capítulo que falta en todos los libros de medicina.

Cuando recorría África, hace ya treinta años, he asistido a ritos de curación muy primitivos que a mí —desconfiado europeo, acostumbrado sólo a las prácticas de nuestra medicina— me parecían pantomimas dramáticas. Recuerdo una noche en Costa de Marfil, en una pequeña aldea que se llamaba Sinematiali. Nos habíamos refugiado en un albergue muy pintoresco que regentaba un corso aventurero y genial que, después de navegar varios años en las Messageries Maritimes, naufragó en las costas de África. Y no sé por qué este personaje dio en la idea descabellada de construir un hotel en mitad de la selva, dotándolo incluso de grandes cuartos de baño, aunque no había agua corriente. Para bañarme tenía que pedirle ayuda a Amadou, un simpático criado, vestido con librea roja —todo esto resultaba cómico en medio de la selva—, que se subía a una repisa, llevando en las manos una enorme calabaza, y me iba arrojando el agua mientras me duchaba. Era la única forma que tenía de quitarme de encima la mugre de tierra roja que llevaba pegada a la piel, después de andar por aquellos caminos que parecían pintados por Cézanne.

En la vida del corso todo era original. Su mujer —la cuarta o la quinta ya— era una india piel roja, bellísima y tan auténtica que me enseñó un daguerrotipo de su abuelo en la tribu con Sitting Bull. Aquella señora era, además, una cocinera extraordinaria y preparaba los mejores platos de caza que he probado en mi vida.

Una noche, mientras dormía, me despertaron unos gritos. Salí al camino y, a la luz teatral de una majestuosa luna llena, distinguí un extraño cortejo que desfilaba entre los árboles. Se dirigían a una choza en la que agonizaba un viejo. Las mujeres lloraban, los jóvenes permanecían en silencio, los bueyes pacían inquietos, como si presintieran la proximidad de la muerte, y una sombra humana saltó la empalizada. Sin quitarse su horrible máscara me miró a los ojos, sin duda incomodado porque un extranjero le observase en el momento en que se enfrentaba a las fuerzas malignas. Y se alejó luego, agitando sus cascabeles como un poseso, gritando y saltando como una fiera entre las acacias.

La escena era dramática y espléndida, como si un actor hubiese elegido todos los detalles —la máscara, los gritos, la noche de luna llena— para representar una tragedia. Y, sin embargo, al cabo de los años he comprendido que, bajo esa pantomima, se ocultaba una profunda sabiduría: la muerte amenazaba a un ser humano y el hechicero venía a espantarla. El curandero era, en cierta manera, un burlador, un escamoteador de la muerte, y la máscara que utilizaba era el símbolo de su milenario oficio.

Los antiguos griegos utilizaban también la máscara para representar la tragedia. Creían incluso que el drama actúa como liberador de ciertas fuerzas malignas. Y en los grandes santuarios de Epidauro y Delfos se hacían representaciones teatrales, porque la tragedia era una purificación y una terapia.

Los sanatorios griegos eran fundamentalmente lugares sagrados entre manantiales donde el murmullo del agua sonaba, como los cascabeles del hechicero, espantando a la muerte y repitiendo incesantemente el nombre maravilloso de su enemiga: la deseada, la luminosa… la divina salud. En estos santuarios se rendía culto a Apolo —la salud se consideraba una manifestación de la armonía— se adoraba al sol y al agua, a la vida sana y a la gimnasia. Y, por eso, el laurel era el premio destinado a sus elegidos.

Se habla hoy tanto de los riesgos de vivir que hasta la medicina corre el peligro de convertirse en una ciencia amarga y existencialista, aquejada por las mismas enfermedades que debería curar.

La medicina de las enfermedades existirá siempre, porque es el viático de los desesperados, la extremaunción de la ciencia. Pero el hombre necesita también la medicina de la salud, la curación por la confianza y el placer.

La vida está llena de sabias contradicciones: cuando en un extremo del mundo nace Gengis Khan, en el otro nace san Francisco de Asís; cuando se levantan los muros de las prisiones de los piombi, el Tiziano pinta los techos de los palacios venecianos; cuando Savonarola enciende sus hogueras fanáticas en Florencia, Miguel Ángel esculpe su Pietà. Mal y bien, fealdad y belleza, enfermedad y salud, no pueden separarse. Por eso en la enfermedad está el secreto de la salud. En la vida germina la muerte… y no podemos pensar en la muerte sin ver la resurrección.

Los héroes griegos curaban su melancolía con la conversación. Homero sabía que podemos sanar también por el ensalmo y el placer. Y, por eso, la literatura clásica se expresaba en forma épica, en cantos de vida, a diferencia de la literatura egipcia, que componía oraciones fúnebres.

La antigua tradición de Israel tenía también ese concepto positivo de la medicina. Y el rey enfermo, Saúl, siente alivio de sus males cuando el joven David, acompañado por su arpa, canta salmos de alabanza.

«La vida excita a la vida misma», dijo Nietzsche en una frase que resume la biografía del hombre que escribió la mejor epopeya de curación del siglo XIX. A fuerza de pensar en la salud, Nietzsche consiguió escribir una obra de liberación, de albor, de aurora, de esperanza.

EUROPA, DE PIEDRA EN PIEDRA

Montaigne conoció Europa, desde Plombières hasta Baden, desde Padua hasta Lucca, gracias a sus cólicos nefríticos. Y sus curas le permitieron recorrer todos los balnearios y apreciar la cultura germánica y «sus bellas mujeres, grandes y blancas». Si la vida me da tiempo y ánimos escribiré un día la biografía de Montaigne, porque ya tengo el título: Europa, de piedra en piedra.

Goethe ha sido el maestro indiscutible de la medicina de la salud. Cuando Schiller enfermó de muerte, no quiso visitarle. Pero acompañó el dolor de su amigo, sufriendo graves crisis de salud cada vez que Schiller empeoraba. Se escribían notas que cruzaban la calle, porque vivían muy cerca: «Tal vez si el viento amaina, me atreveré mañana a salir y le visitaré». Se intercambiaban apuntes, se enviaban libros, pero no se encontraron hasta una semana antes de la muerte de Schiller, cuando Goethe tuvo un horrible presentimiento.

Goethe reaccionaba de forma muy rara ante la enfermedad y la muerte y se «indignaba» cuando algún compañero de generación abandonaba este mundo: «¡qué traición!», exclamó al enterarse de la muerte de un amigo.

Murió, sin embargo, antes que su criado, aquel anciano que siempre se mantuvo, humildemente, a respetuosa distancia del poeta. «¡Usted primero, señor!», le decía al verlo ya en las puertas de la muerte.

Goethe era un experto en aguas minerales. Había dirigido prospecciones geológicas en el ducado de Weimar, buscando fuentes termales, cuando Carlos Augusto intentaba crear en su pequeño ducado un lugar de veraneo. Y así nació el pequeño balneario de Bad Berka, población que todavía conserva el recuerdo de aquellos tiempos y que llegó a poder presumir de un «Grosses Kurhaus Hotel».

En Karlsbad, en Franzensbad y en Marienbad, anduve en una época en que la policía checoslovaca no me daba tregua, porque mi pasaporte español era ilegal en aquella provincia soviética. Yo venía de la República Democrática de Alemania, donde había estado trabajando en una biografía de Goethe, y eso debía hacerme doblemente sospechoso, porque me perseguían día y noche, obligándome a declarar mil veces en un despacho siniestro de la policía. Pero, en aquellos hoteles que fueron en tiempos fastuosos, rememoraba los últimos amores de Goethe, los días de Strauss, los recuerdos de Mahler y un verano de Kafka en Marienbad.

La emperatriz Sissi apreciaba mucho las aguas de Karlsbad que formaban parte de su régimen de adelgazamiento. Pesaba poco más de cuarenta y seis kilos, realmente poco para su estatura de un metro setenta y dos centímetros. Se sometía a una tortura de baños de vapor y baños fríos que le producía zumbidos en los oídos. Nunca paseaba, sino que corría —ocultándose detrás de su abanico—, en cuanto se sentía espiada por los agentes que la vigilaban. Saltaba vallas, se escondía detrás de los árboles, vivía siempre la angustia de no poder estar sola. A veces se disfrazaba, cosa que le había gustado desde su juventud, cuando se vestía de hombre para montar a caballo. Y con la dieta de aguas de Karlsbad y verduras fue adelgazando hasta los cuarenta y tres kilos que pesaba al final de su vida. Cuando murió tenía los tobillos hinchados, como los vagabundos famélicos.

Goethe nunca dejó de ir a Bohemia y a sus balnearios. Las temporadas en Karlsbad significaban para él el secreto de su alegría y de su juventud, mil veces perdida y recobrada. Cada año se enamoraba en Bohemia, recibiendo románticos billetes rosas que él contestaba con sus billetes azules. En Karlsbad se compró en 1810 un pequeño landó con asientos de piel, cofres para los equipajes y frenos muy seguros.

A sus sesenta años pasaba, cada verano, cuatro o cinco meses en las aguas de Karlsbad, disfrutando además con una intensa vida social que inspiraría muchas páginas de Las afinidades electivas. Conservaba su memoria prodigiosa y la entrenaba aprendiéndose, en el orden preciso, todos los rótulos que encontraba en sus paseos. Mientras Europa vivía pendiente de los avances de Napoleón, sólo dos hombres en el mundo —Goethe y Stendhal— consideraban que el teatro era mucho más interesante que las proezas de la Grande Armée.

A las cinco de la mañana ya estaba Goethe en la fuente bebiendo las aguas. Y, un rato más tarde, tomaba su baño. Podía comprar porcelanas y cristalerías de Bohemia para su familia y llevar una vida de rico, porque la moneda imperial austríaca estaba devaluada. Y como, además, era muy experto en geología sabía elegir las piedras más bellas para que las princesas de Weimar se hiciesen diademas.

En los balnearios, encontraba cada año a su demonio, a su genio, a su Dionisos. «Enamorarse cada año… forma parte de la cura y del rejuvenecimiento del corazón, que es tan importante como el del cuerpo y los sentidos.» Por eso componía canciones báquicas, cantaba el Ergo bibamus, estudiaba el contrapunto y la armonía, atreviéndose incluso a componer In te Domine speravi, una cantata a cuatro voces. Su afición por Bach era tan grande que contrató a un organista para que le interpretase obras de este músico que le seducía con su «matemática iluminada».

Pero no será Karlsbad, sino Marienbad, el balneario que quedará inmortalmente unido a su nombre. Allí fue donde —a los setenta y cinco años— se enamoró de una niña de diecisiete, Ulrike Levetzow. Era un conversador inagotable, porque sabía hablar de todos los temas. Y no debían faltarle otras cualidades, porque la intrigante Bettina Brentano comentó que —cuando ella era joven y Goethe ya tenía más de sesenta años— él le preguntó si tenía calor y le propuso desabrocharse el corpiño. Luego, le besó los pechos…

Ulrike Levetzow era hija de una de las antiguas amantes de Goethe. Vivía con su familia en una mansión bastante grande y su madre alquilaba habitaciones a extranjeros o amigos de buena posición. Fue en esta casa donde el viejo poeta encontró —bien dispuestas por el diablo— todas las tentaciones que inflamaban su fantasía. En Marienbad tampoco faltaba el ambiente musical que Goethe temía tanto, porque despertaba la parte más dionisíaca y reprimida de su temperamento. Ulrike, además, no había oído hablar nunca de Goethe y el anonimato era, para un ser agobiado por la fama, como volver a los veinte años.

«Por la tarde —escribe Ulrike en sus Recuerdos, redactados cuando ya era muy anciana— se sentaba durante horas en un banco delante de la puerta y me entretenía con los temas más variados». Ella cosía y bordaba, pero cuando el mal tiempo que fue tan insistente aquel verano en Marienbad les permitía pasear, recogían plantas y piedras.

Nunca he comprendido por qué cuando un hombre viejo y sabio como Fausto recibe todos los poderes del infierno no se busca un buen partido, sino que acaba seduciendo a una costurera como si fuese un estudiante. Me parece que el Maligno es un pobre diablo.

Y, así, Goethe regresó a Marienbad en años sucesivos, siempre en los primeros días de julio, mientras ella se iba haciendo cada vez más bella, más peligrosa, más coqueta y más mujer. El sólo más viejo.

Vivir mucho tiempo —escribe Goethe en una de sus cartas— es sobrevivir a muchas cosas… Nos sobrevivimos a nosotros mismos… Aceptamos sin amargura el carácter efímero de la vida, ya que, como sólo vemos la eternidad en cada instante que pasa, no sufrimos absolutamente por la fuga del tiempo…

Es ésta, sin duda, la filosofía de un anciano, lleno de experiencia. Pero es también la voz de un hombre enamorado. Aquellos veranos «musicales» de Marienbad devolvieron al viejo poeta los sentimientos fogosos que había intentado apagar desde que escribió su Werther. Y, al final de su vida, el diablo de su genio le dio la oportunidad de volver a ser un romántico.

Goethe había cambiado desde el día en que Byron acudió a Weimar a verle, guapo y arrebatado como un dios de la juventud, agitándolo todo con su vendaval de amores y locuras. Cuando hablaba de las diosas griegas no era como los sabios helenistas, sino que parecía haber hecho el amor con ellas. ¿No era algo cojo? Seguramente se había acostado con Venus y había conocido su lecho de sábanas rojas, rodeado de espejos, porque ella dejaba lisiados a los hombres que la amaban. No era un Werther, no buscaba la horrible verdad y, por eso, había fracasado en el matrimonio hogareño. Como un niño creía, sin embargo, en el amor. Era fácil adivinar que aquel muchacho generoso iba al encuentro de la muerte. Y su paso fue para Goethe como una iniciación al misterio de los dioses de la tragedia, como una oreibasía: un encuentro con Dionisos y sus peligrosas sacerdotisas.

Acompañado siempre por Ulrike y sus hermanas, el viejo Goethe recordaba estas cosas cuando paseaba por las avenidas de Marienbad, orilladas por árboles centenarios y por la geometría ordenada de los palacios. La pequeña ciudad termal conserva todavía los colores —blanco, amarillo, rosa— del primer baile de una muchacha en el palacio de un príncipe. Y en sus jardines florecen las rosas del verano, como si el agua que las riega fuese más milagrosa que las fuentes de la juventud. Ulrike era aún más joven que Byron.

«Ella debió ser para mí —escribirá Goethe, recordando estos días— la personificación de la juventud: la danza, el encanto, un arquetipo, una alegoría, en suma.» Quizás el espectro de una rosa, con los ojos azules.

Ulrike le llamará siempre «papá» —ya de mayor dirá en sus Recuerdos que le consideraba un «abuelo»— pero las miserables averiguaciones de un policía imperial permitirán a los biógrafos descubrir que entre los dos amantes no faltaban ingenuas y pequeñas ternuras. Goethe se atrevió a enviarle una proposición de matrimonio, presentada en persona por el gran duque de Weimar. Y la propuesta contenía una oportuna mención al testamento y a un legado vitalicio de diez mil táleros anuales.

La familia Levetzow fingió acoger la petición con una frialdad ofensiva, casi burlona. Luego la madre rechazó la propuesta y —aunque en algún momento intentó volver atrás— Goethe, avergonzado, subió a su landó y se alejó para siempre de Marienbad. Los caballos galopaban en los caminos embarrados por la lluvia y la niebla —paz de oración— se cerraba sobre la maraña del bosque, como los recuerdos se pierden en el olvido.

Se vio, reflejado y borroso, en la ventanilla empañada. Se abandonó al dolor. Y, escuchando el ruido incansable de los cascos, escribió —en las ansias del adiós definitivo— la dramática Elegía de Marienbad. Las palabras le venían del corazón, sin pensarlas, sin contar las sílabas (trennen, richten, trennen, richten, trennen, richten), redobladas al paso de los caballos:

«Mir ist das All… Sie trennen mich, und richten mich zugrunde» (Lo perdí todo… Me separan y me están hundiendo.)

Se van, se van, galopan los caballos, arrancándole chispas al camino con sus herraduras: trennen, richten, trennen, richten.

El camino no es lo difícil, sino que lo arduo es el único camino. De Ulrike, el viejo poeta sólo conservará unos guantes.

ROJO Y NEGRO EN BADEN-BADEN

Junto a los balnearios se levantaron los grandes hoteles, los teatros y los casinos. Podría escribirse una guía estelar de hoteles románticos, recorriendo los balnearios de Europa, el Nassauer Hof de Wiesbaden, el Gran Hotel de La Toja, el Quellenhof de Aquisgrán, el Europäischer Hof de Baden-Baden, el Gran Hotel La Pace de Montecatini Terme. Y aún en nuestros días ningún hotel del mundo puede ofrecer a sus clientes una nómina de celebridades tan importante como la que se exhibe en el vestíbulo del Badischer Hof de Baden-Baden: Dostoievski, Tolstoi, Nietzsche, Wagner, Mark Twain, Liszt, Brahms, sin contar a la reina Victoria o a la emperatriz Sissi. A esta última, como a tantos reyes, le gustaba más vivir en los grandes hoteles que en los fríos e incómodos palacios reales. Cuando era joven reservaba una planta entera para su séquito, pero en sus últimos años prefería viajar sola con su dama de compañía, escondida bajo su velo, su sombrilla blanca y su abanico negro. Utilizaba siempre uno de sus seudónimos: Elisabetha Nicholson o condesa de Hohenembs.

Alfred de Musset se refugió en Baden-Baden para olvidar el fracaso de la historia de amor que había vivido con George Sand en Venecia. Y probó fortuna en la ruleta, abandonándose a su «alegre baile».

Desde hace muchos años elegí para mis estancias en Baden-Baden el Europäischer Hof, el hotel de los rusos, porque Turguéniev lo había descrito en su novela Humo. En él se hospedaron también Liszt y la emperatriz Sissi. Con los años entró en decadencia, pero se salvó gracias a la iniciativa de Albert Steigenberg, que fue el Ritz de la hostelería alemana. No sólo está situado en un emplazamiento ideal frente a la Kurhaus y el casino, sino que mantiene una silenciosa y distante elegancia, ajena a todas las modas.

Sólo hay una forma lógica de llegar a Baden-Baden: por azar. Y creo que así llegué por primera vez a esta diminuta villa de la Selva Negra, capital de la ruleta y del juego.

«Aquí se ganan diez mil francos divirtiéndose», había leído en Dostoievski. Yo andaba entonces recorriendo ríos —viajaba ya en mi coche— y me pareció fácil seguir el camino de los bosques y los viñedos del Rin, hasta el valle amable del Oos.

Llegué muy tarde, no hacía frío y bajé la capota de mi coche. Y recuerdo que, en la estrecha carretera, las copas de los castaños en flor brillaban como una lluvia de estrellas cuando los faros las iluminaban al pasar.

También Gógol estuvo en Baden-Baden, pero no le preocupaba tanto el casino como sus hemorroides. Y dedicó más tiempo a los baños de asiento que a la ruleta.

Desde los tiempos del emperador Caracalla, Baden-Baden atrajo a los reyes, porque ya se sabe que los poderosos sueñan siempre con las aguas de la inmortalidad. La reina Victoria de Inglaterra adoraba Baden-Baden, donde compró la romántica Villa Hohenlohe, con sus balcones y buhardillas de madera.

A diferencia de Montecarlo o Las Vegas, capitales turísticas del juego, Baden-Baden es un lugar sereno y decadente, habitado por demonios galantes y condes reumáticos.

Las abuelas de Baden-Baden son dulces y melancólicas como reinas en el exilio, como espías de una guerra antigua, como viudas de un imperio colonial. En mis tiempos llevaban sombreros y turbantes, medias blancas, sombrillas y un colorete rosa que se apagaba en el tiempo de un concierto. Nosotros somos ya fragmentos de lo que fuimos. Y ellas, ¡ay!… ni la Venus de Milo podría mostrar brazos tan bellos.

La gente viene a Baden-Baden para ganar en la ruleta o para curarse la artritis bañándose en estas aguas saladas que brotan calientes, a la temperatura de las minas cristalinas de la Selva Negra. Mark Twain, consiguió curarse de su reuma en estos baños. Las aguas saben como el último trago de un náufrago.

Hay también una medicina dialéctica en Baden-Baden, entre las aguas termales y las madrugadas del casino, entre las sales de litio y las confiterías. Los misántropos se convierten, al llegar la noche, en vagabundos intrépidos del azar. Los vagos se arrojan al oficio peligroso de la ruleta y los tímidos se aventuran a los tropiezos de la suerte. El rojo se convierte en negro, y la gente se vuelve cabalística y doble, misteriosa y variable.

No conozco casino más elegante en Europa que el de Baden-Baden. Y en la mesa dorada, bajo la luminosa cúpula del Jardín de Invierno, gira todavía el cilindro de los números enloquecidos de El jugador. A los jugadores que siguen —nerviosos, obsesos, hipnotizados— la cábala de las cifras, parecen crecerles enormes barbas rusas, como las figuras borrosas que pintó Munch en el escenario de su casino. Y en la esplendorosa cornucopia que hay sobre la chimenea del Salón Rojo podría aparecer la imagen de la abuela Antonida Vasílievna, la babulinka que perdió noventa mil rublos en la ruleta.

Baden-Baden, como su nombre indica, es una ciudad que funciona por binomios, por simetrías, por contrastes: par e impar, rojo y negro, balneario y casino. En la cábala misteriosa de la ruleta, los números de Baden-Baden deben ser el 11, el 22, el 33; las parejas siempre, como en la cábala del amor. Me gustan los nombres que les dan los jugadores a sus apuestas, porque deben de haberlos aprendido en Dostoievski: los huérfanos, la gran serie y los vecinos del cero. Cualquier día escribiré la truculenta historia de los vecinos del cero

Me gusta pasear por estas avenidas de hayas lloronas y castaños rojos, donde el comercio del lujo no puede rivalizar con la belleza de las hojas de otoño, con el color de las hortensias, con el olor de las rosas, con los reflejos del río. Y a veces me pregunto si los tilos, los álamos y los plátanos de la Lichtentaler Allee recuerdan todo lo que han visto: fiestas, intrigas —dicen que la muerte del príncipe Gorchakov, el amigo de Pushkin, no fue accidental—, los paseos de la reina Victoria de Inglaterra con su perro, el rey del vals Johann Strauss —que cambiaba cada día la forma de su barba—, la emperatriz Sissi a caballo, los desfiles de los séquitos exóticos del sha Nassir de Persia y de Ismail Pashá de Egipto…

La Kurhaus se llamaba, a principios del siglo XIX, Casa de Conversación, porque los médicos pensaban que la buena convivencia ayuda a la curación de muchas enfermedades. Y había otro pabellón que llamaban Casa del Paseo.

Muy cerca de la Casa de Conversación se levantó en el siglo XIX el Hôtel d’Angleterre, en el que se hospedaron los personajes más famosos de la nobleza europea. Ya no existe este viejo hotel de los zares y los emperadores, pero se conserva en su lugar el más modesto Hotel Atlantic, que puede considerarse su legítimo heredero.

Han pasado muchos años desde que Jacques Bénazet creó el magnífico casino y construyó algunos de estos elegantes hoteles. Para atraer a los jugadores les pagaba la estancia y les dejaba cada mañana, en la mesita de noche, unas monedas de oro.

El matrimonio Radziwill decidió pasar temporadas en Baden-Baden, desde que se estableció allí César Ritz. Para recibirlos en su hotel, el gran Ritz decoró el comedor de su restaurante como si fuese un bosque, cubriendo el suelo con alfombras de césped, tapizando las paredes de rosas frescas, construyendo un estanque de carpas y adornando las mesas con orquídeas.

Héctor Berlioz fue el rey de los balnearios, porque cada año dirigía la orquesta en Baden-Baden y en Plombières. Hijo de un médico, tenía una fe muy grande en las aguas medicinales. Siempre sentí una afición especial por algunas de sus composiciones, probablemente porque tienen un fondo misterioso de viaje iniciático. Nació al lado de la Grande Chartreuse, en tierras mágicas, y quiso ser marino, que es la profesión más cercana a la mística. Adivino en su música un mundo mágico, lleno de ensueños, de viajes a países lejanos —se sabía de memoria los nombres de las islas del Pacífico—, puertos ignotos, mapas y especias exóticas. Más que un orquestador formidable era un visionario.

El teatro de Baden-Baden se inauguró, en 1862, con su ópera cómica Beatriz y Benedicto. Pero creo que las casualidades tienen un significado oculto. Y Berlioz había soñado muchas veces con curar el dolor por medio de la música. Tanto, que su padre le chantajeaba cuando era casi un niño, prometiéndole una flauta travesera si aceptaba también un esqueleto para estudiar medicina.

Cuando veía sufrir a su padre con una cruel enfermedad de estómago que le obligaba a consumir grandes dosis de opio, el pequeño Berlioz soñaba con inventar medicinas para librar a los hombres de los dolores.

Seguramente por eso la música de Berlioz es curativa y mágica. No puedo oír L’Enfance du Christ sin sentirme transportado en alma y cuerpo a un lugar ingrávido, fuera del espacio y del tiempo que está muy cercano al éxtasis. Escuchando este mismo oratorio tuvo Manuel García Morente una visión que cambió su vida. Había tenido que exiliarse de España, durante la Guerra Civil, dejando lejos a las personas que más amaba. Sobrevivía en París haciendo traducciones, hospedado en unas habitaciones que le habían cedido unos buenos amigos. Y estaba una noche solo en aquella casa, cuando escuchó en la radio una música dulcísima. Creía sentir la canción de cuna de una madre en un oasis de Egipto. Y, entre lágrimas y ensueños, sintió la presencia de un espíritu que ponía en sus labios la olvidada plegaria del padrenuestro. Fue entonces cuando aquel profesor de Etica, agnóstico y racionalista, decidió hacerse sacerdote.

También es mágico pensar que Berlioz se paseaba en 1847 por San Petersburgo, vistiendo el mismo abrigo que había llevado Balzac, cuando hizo su viaje triunfal a Rusia para encontrarse con la condesa Hanska. El propio Balzac le había prestado esta prenda, que era como una reliquia. Pero en San Petersburgo habían cambiado algunas cosas. Los jóvenes intelectuales conspiraban en todas partes. Y entre ellos se hablaba de un escritor llamado Dostoievski, que acababa de publicar un libro más bello que el sueño: Las pobres gentes. Al leerlo se llenaban los ojos de lágrimas, porque no decía verdades sino que derramaba sentimientos. Era un libro para los ofendidos, para los malditos, para los pobres de espíritu. Algunos decían que había plagiado a Gógol. Pero era él quien escribía aquellas cosas maravillosas, cuando se le clavaban en la frente las espinas de sus sueños. Y nadie sabía entonces que el genio que había escrito aquel libro era un pobre enfermo epiléptico, sentimental, ingenuo como un niño e incapaz de devolver un golpe sin pensar en la vergüenza que debía sentir quien le había abofeteado. Odiaba los castigos corporales, los latigazos que se aplican siempre contra los idiotas, contra los humillados, contra las pobres gentes. Le habría gustado ser guapo y elegante como Turguéniev, que era entonces el ídolo de San Petersburgo. Le habría gustado tener un abrigo de millonario como el que llevaba Berlioz. Pero se desmayaba en los salones y había nacido con cara de perseguido. Berlioz le vio pasar una noche —los ojos rasgados, la barba perfilada y corta, la frente despejada y el pelo de color castaño rojizo— dejando una sombra trémula entre las farolas de los puentes. Se había comprometido con amistades muy peligrosas que iban a llevarle ante un pelotón de fusilamiento. Era ya un condenado a muerte.

En agosto de 1862 —cuando Berlioz estrenaba el teatro— estuvo Dostoievski, por primera vez, en Baden-Baden. Se había gastado ya una fortuna en el balneario de Wiesbaden, practicando una técnica infalible para ganar en el casino: «Es terriblemente tonto y sencillo, pues consiste en contenerse, sean cuales sean las fases del juego, y no calentarse». Como en los tiempos de las Pobres gentes y Humillados y ofendidos, volvía a sentir el vértigo del abismo. Podría haberse suicidado pero tenía demasiadas razones y los suicidios exigen tener sólo una y clara. Jugar era para él como viajar, como mudarse de casa, como escribir, como tener tres ataques de epilepsia en un mes. Y ver rodar la bola en la ruleta era como una amenaza sin nombre. Apenas comía, se alimentaba sólo de té —lo único que le fiaba el hostelero—, y procuraba moverse lo menos posible, porque el reposo modera las ganas de comer. Así podía perder más dinero en el casino.

Marchó luego a París, donde se había citado con su amante Polina Súslova en un hotel. Pero ella, cansada de esperar, se había entregado ya a un estudiante español: «He dado mi corazón en una semana, al primer impulso, sin lucha, sin certidumbre, casi sin esperanza de ser amada». Por eso se fueron juntos a consolarse a Baden-Baden. Dostoievski quería ganar su amor, como la inmortalidad, como el dinero, todo de golpe. Polina era su ruleta rusa, su apuesta suicida, su número frígido. Se negaba a hacer el amor. Y él lo perdió todo, menos el genio: las alianzas, el abrigo y el reloj.

«He venido a salvaros a todos —escribe desesperadamente a su hermano Miguel, pidiendo un préstamo— y rescatarme a mí mismo de la miseria.» Tiene en la cabeza la trama de Roulettenburg, una novela que se llamará más tarde El jugador. Pero todavía, antes de regresar a San Petersburgo, empeñará el reloj de Polina para jugárselo en Homburg.

Dostoievski creía en los números del destino. Su vida pende siempre de un número, de un indulto, de una mujer que le espera, de un pagaré que vence, de un color que no sale. Se parece un poco a Balzac, que también vivía entre números falsos, como un financiero de la utopía, como un agente de bolsa de la ilusión. Unos años antes de que Dostoievski se jugase el reloj de Polina en Homburg, Balzac se jugaba los dineros de la condesa Hanska en el Kursaal.

El apóstol loco de Rusia volverá a Baden-Baden en 1867, esta vez en compañía de Anna Snitkina, «una joven criatura que, con una ingenua alegría, aspiraba a compartir su vida errante». Él venía fascinado por la imagen de la Madonna sixtina de Rafael, que había visto en la Galería Real de Dresden. Tendrá siempre una reproducción de ese cuadro en su despacho de San Petersburgo. Pero ahora, en Baden-Baden, le cuenta a Anna que acaba de hacer un descubrimiento inaudito, que le permitirá ganar a la ruleta: «Basta con ser de mármol, comportarse con una prudencia casi inhumana». Y así comienza de nuevo el infierno del juego, las deudas en el hotel, los vestidos y las joyas empeñados… «¡Ania, cómo podré mirarte ahora a los ojos!» Se ve enseguida que, en el corazón de este loco («toda mi vida he sobrepasado los límites»), está naciendo algo grande, muy grande, quizás El idiota.

Le pedía dinero a todo el mundo, incluso a Turguéniev, a quien ya no le tenía simpatía porque le encontraba demasiado europeizado y aristocrático. «Me siento más alemán que ruso», le dijo, retadoramente Turguéniev. Quizás era una forma de quitárselo de encima, porque seguía pidiéndole dinero y le debía ya cincuenta táleros. Pero Dostoievski se vengaría caricaturizándole en Poseídos.

Ni siquiera los exiliados románticos, como Herzen, Bakunin y Ogárev, comprendían a Turguéniev. Y Tolstoi le consideraba, según los días, aburrido, frío, inteligente, vanidoso, generoso o mezquino. Una de las veces que se vieron en Iásnaia Poliana, el bueno de Turguéniev tuvo la idea de explicarle a la familia, reunida en torno al samovar, cómo era un baile de moda que, en París, llamaban cancan. Era el santo de Sofía Tolstaia y, para divertir a los jóvenes, Turguéniev dio unos pasos de baile, levantando penosamente las piernas y saltando sobre sus botas.

«22 de agosto —escribió Tolstoi aquella noche en su diario—. Turguéniev. Cancan. Triste.»

TURGUÉNIEV. DUDAS. ENTRE UNA MUJER Y UN MARIDO

Aquel hombre refinado y elegante del «rostro florido con espesos bucles de cabellos blancos que se derramaban alrededor de su sombrero de copa y se enrollaban en torno a sus pequeñas orejas sonrosadas» —así describió Dostoievski a Turguéniev— fue el más liberal de todos los escritores rusos. Pero tuvo que vivir lejos de Rusia porque odiaba la tiranía de los zares, como odiaría luego el despotismo de Napoleón III.

Iván Turguéniev se instaló en Baden-Baden, probablemente porque así podía estar más cerca del matrimonio Viardot, que tenía una bella mansión en el balneario. Se decía que ella había sido amiga de Flaubert y de Liszt.

A los cuarenta y un años, la espléndida voz de contralto de Paulina Viardot comenzaba a debilitarse. Había salvado el estreno del Orfeo de Glück —dirigido, precisamente, por Berlioz— recitando las arias, porque sabía utilizar su mirada de fuego y sus dotes de actriz. Gautier la llamaba la «fea beldad», pero se transformaba cuando cantaba y cuando su temperamento español embrujaba sus dedos largos, finos como los de una gitana.

George Sand retrató a Paulina Viardot en su novela Consuelo. La convirtió en una cantante gitana que hace un viaje por las cortes europeas. Hoy es una obra olvidada, pero me parece extraordinaria, porque George Sand utiliza con espléndido genio los recursos literarios más audaces, juega con los sincronismos y anacronismos, y hace que su gitana conozca a Voltaire y acompañe a Joseph Haydn por el Danubio, él tocando el violín y ella la flauta.

Los Viardot vendieron su castillo en Courtavenel y se instalaron en el palacete de Baden-Baden. Y allí vino a encontrarlos en 1862 Iván Turguéniev, que era, desde hacía veinte años, el eterno enamorado de Paulina. Juntos paseaban por los parques, o se reunían en casa de los Viardot, mientras los niños dibujaban en el salón. Paulina cantaba, y sus dos admiradores —el marido y el amante— disfrutaban conversando sobre arte o sobre la laboriosa traducción del Quijote que hacía Louis Viardot. Y estos hombres se sentían tan a gusto en la paz del hogar que, a veces, se dormían plácidamente en sus sillones al calor de la chimenea.

Turguéniev vivía siempre entre dudas, entre dos mujeres, entre una mujer y un marido, entre los anarquistas y los terratenientes rusos, o entre tres patrias: Alemania, Francia y Rusia. Era un defensor de la libertad y, al día siguiente de que los alemanes derrotaran en Sedan a su odiado Napoleón III, ya se preocupaba por el destino de los franceses, porque sospechaba que Alemania —el país de los románticos— estaba a punto de convertirse en un imperio militar.

La derrota francesa en 1870 obligó a los Viardot a vender su casa de Baden-Baden. Y Turguéniev les siguió en el exilio, convencido de que ya sólo debía escribir «para sus amigos».

Nunca volvería a vivir tiempos tan felices como los de Baden-Baden. Ni siquiera cuando los Viardot recuperaron su casa de París: un palacio que era como un laberinto de arte, decorado con cuadros de Ribera, de Velázquez, de Corot y de Guardi. En el salón de música había un órgano monumental.

A Turguéniev le habilitaron cuatro habitaciones en la buhardilla. Disponía de un despacho bien amueblado, tapizado de verde, su biblioteca perfectamente ordenada, la mesa para escribir y una meridiana donde podía hacer la siesta. Además, él mismo había mandado instalar un tubo acústico que comunicaba el salón de música y su gabinete de trabajo, para poder escuchar siempre la maravillosa voz de Paulina.

Los dos amantes de Paulina —Viardot y Turguéniev— morirían con pocos meses de intervalo. Y, antes de morir, quisieron encontrarse en el salón de la casa donde habían convivido como dos grandes amigos, enamorados de la misma mujer. Viardot, destruido ya por el cáncer, se aproximó en su silla de ruedas. A Turguéniev tuvieron que bajarle los criados por la escalera, porque los terribles dolores de la médula espinal no le permitían moverse. Se miraron a los ojos, se dieron la mano, y se dijeron adiós… Paulina, al verlos, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas como el día en que había cantado para Wagner la muerte de Isolda…

EL MISTERIOSO PIANISTA DE BATH

Los griegos peregrinaban a los santuarios y acampaban en las cercanías de Epidauro. Pero, a diferencia de nuestros contemporáneos, tenían el buen gusto de no pararse a comer en las orillas de las carreteras. Sabían que la curación está en la paz, en el silencio, en la muerte. Sólo puede alcanzarse la salud total fuera de la vida, pero los médicos —arrastrados por el mito de la eterna juventud— no se atreven a recetarnos hoy una curación en la muerte; o sea, en el silencio de Epidauro.

Las antiguas leyendas cuentan que Cupido perdió su antorcha en Baias, cuando revoloteaba sobre la bahía de Nápoles. Nació así el balneario termal más célebre del mundo antiguo. Los jóvenes se bañaban juntos en las piscinas. Y las muchachas, si no eran nadadoras muy rápidas, encontraban la llama de Cupido antes de llegar a la orilla.

Hoy Baias, sumergida bajo las aguas del Mediterráneo, es un paraíso para los submarinistas. Los viejos palacios duermen bajo las aguas, cubiertos de algas. Y, entre ellos, el maravilloso Nymphaeum del emperador Claudio que tenía un comedor abierto sobre la bahía.

Bath es el balneario que mejor conserva en Europa la memoria de los baños romanos. Siguiendo las huellas de mi maestro Stefan Zweig vine a buscar la última casa donde vivió, en Rosemount Lane, antes de abandonar para siempre aquella Europa en llamas que fue su enfermedad mortal. Fue aquí donde se casó con Lotte Altmann, su segunda mujer, y donde tuvo todavía fuerzas para recomponer su biblioteca y escribir algunas obras maestras. Siempre elegía sitios altos para crucificarse, como el Kapuzinerberg de Salzburgo, la rúa Gonçalves Dias de Petrópolis, o estas calles de Bath que le recordaban tanto a Baden. «Bath es el lugar más aburrido y anticuado, para escapar a este siglo», había escrito a Romain Rolland. Era mejor olvidarlo todo, porque Austria acababa de ser convertida en una provincia alemana, sin que nadie se acordase de que en Viena estuvo un día el corazón de nuestra vieja Europa. También Roth había muerto en París, el 27 de mayo, consumado y consumido por el delirio de los alcohólicos, soñando en la «confusión grandiosa de las razas».

Me angustiaba subir estas cuestas empinadas, llevando siempre en la memoria —no sé por qué— la canción de Vilia en La viuda alegre. Probablemente habíamos pasado demasiadas horas juntos, bebiendo tiempos felices, porque se me mezclaban las fechas y los nombres, las luces y las sombras, los valses y los pésames en el Hospital Necker donde murió Roth.

Sentía tan cercana la presencia de Zweig, mientras lo evocaba en estas calles, que los días de Bath fueron para mí una sucesión de milagros. Su sombra se dibujaba junto a una farola o sobre las fachadas del Pultney Bridge cuando, a primera hora de la mañana, paseaba por las orillas del Avon. Alguien que se le parecía tremendamente se quitaba el sombrero, me saludaba y pasaba de largo —fumando un habano— frente al banco de Queen Square, donde yo me sentaba a mirar las ardillas, al amparo de un árbol gigantesco que exhalaba un perfume dulce. Nunca me atreví a preguntarle a aquel personaje extraño quién era, ni qué hacía en Bath, ni por qué seguía mis pasos. Formaba parte de aquella ciudad elegante, de los baños romanos, de las bellísimas fachadas neoclásicas de color de miel, de las columnas jónicas, de las plazas en forma de media luna, del grito de las gaviotas que anidaban en el patio de mi hotel y no me dejaban dormir. Era un fantasma más en esta ciudad donde vivieron Dickens, Gainsborough, el loco de Beckford, y Jane Austen.

A veces se me aparecía, vestido de una manera antigua, en un retrato de Gainsborough. Algunos días le encontraba delante de la casa de Jane Austen, besándole la mano a una muchacha morena, como si fuese el capitán Wentworth en las páginas de Persuasión. En los días de viento, como una gaviota juguetona o una mano salida del cielo, me quitaba el sombrero y se lo llevaba volando hasta la tumba de Beckford, en un jardín abandonado que dominaba una vista impresionante sobre el infinito.

Un día dejé que me siguiera desde el Royal Crescent hasta el Circus. Me detenía de vez en cuando para oler las rosas del color del crepúsculo que se derramaban, como chorros de té, sobre los pequeños jardines de las casas. Atravesé luego las galerías desiertas del centro histórico, encaminándome hacia la catedral. Y, cada vez que me volvía, con disimulo, le veía a mis espaldas, fingiendo también que miraba un escaparate o que contemplaba las vidrieras y los misteriosos abanicos de piedra de las naves de la abadía. Me dirigí luego a los baños romanos y también siguió mis pasos, escondiéndose entre los pilares. Pero yo le veía en el temblor de las aguas de los estanques, confundiéndose con el reflejo de las estatuas. Y así le sorprendí también, sentado dos filas detrás de mi butaca en el Teatro Real, impecablemente vestido con un traje negro, pero esta vez acompañado de una bellísima mujer que —sobre el fondo aterciopelado y coralino de los sillones— parecía la imagen de la condesa de Greffulhe que enamoraba a Marcel Proust.

Una noche, cuando cenaba en el viejo restaurante de la Pump Room, el maître me reservó una mesa especial, frente al escenario. Y casi me quedé sin respiración cuando apareció aquel personaje que tanto me había intrigado y le vi sentarse al piano, donde tocó diferentes piezas acompañando a la elegante «condesa» que cantaba con una voz deliciosa. Se parecía, sin duda, a Zweig: el mismo bigote oscuro, los pómulos pronunciados, el rostro tenso, su sonrisa melancólica, y los mismos ojos brillantes y escudriñadores que escribían cartas a las desconocidas. Cuando acabé de cenar pagué mi cuenta, pedí mi sombrero y, atravesando la sala, me dirigí hacia la puerta. Saludé a la cantante con una inclinación de cabeza y vi cómo el pianista esbozaba una sonrisa enigmática. No lo puedo olvidar, porque en ese mismo instante comenzó a tocar el vals de La viuda alegre, mientras ella cantaba con un timbre maravilloso: Es lebt’ eine Vilja

ERASE UNA VEZ UNA REINA QUE NO PODÍA TENER HIJOS

Las aguas no sólo se tomaban con fines alegres y fertilizantes. Carlomagno, por ejemplo, se curaba la gota en Aquisgrán. Y otros nobles resolvían en el balneario sus dolencias renales, como aquel aristócrata que llevaba en su escudo tres orinales de plata sobre campo de gules.

En algunos balnearios europeos se bañaban juntos hombres y mujeres, quizá para diferenciarse de los árabes, que separaban los sexos. Y se dice que la cortesía española exigía a los hombres llevar a sus labios el agua donde se bañaban las damas.

Bad Ischl fue el balneario de Francisco José I, a quien llamaban —cuando era un niño— «príncipe de la sal» porque su madre le trajo al mundo después de un tratamiento en estas aguas saladas. Cuando el emperador eligió Bad Ischl como lugar de veraneo, la corte y los personajes más célebres le siguieron. Las habitaciones de Sissi se conservan como las dejó ella en julio de 1898, antes de salir para su último viaje a Ginebra. Ella vivía ya escondida detrás de su abanico y de sus velos, porque no quería que nadie viese sus arrugas ni su dentadura postiza.

El loco de Lenau —romántico y nihilista— también anduvo paseando por estos ríos, después de enamorarse desesperadamente de Sophie Löwenthal. Y en estas montañas boscosas tuvieron sus villas de veraneo los reyes de la opereta, Lehár y Kálmán, y los genios de la pintura, Rudolf Alt y Ferdinand Waldmüller.

Baden bei Wien tiene una magnífica temporada de opereta. Y, aunque hoy vive en una serena atmósfera burguesa, Biedermeier fue también balneario de la aristocracia. Rodeado de viñedos y bosques, castillos y monasterios, tiene un famoso casino y un hipódromo que es una joya de la vieja Europa. A las aguas de este balneario, tan cercano a Viena, venían Napoleón y María Luisa. Y en Baden pasaban la temporada de verano los emperadores de Austria, la corte vienesa y numerosos artistas, como Mozart, que compuso aquí el Ave Verum. Cuatro voces en re mayor: la Pietà de la música.

Es difícil imaginar las angustias del último Mozart en estos parques alegres de Baden. Muchas veces enviaba sola a su mujer y él se quedaba en Viena, alojado en casa de cualquier amigo que le cediese una habitación. Eran sus años de silencio, cuando caminaba inquieto, intranquilo, absorto y perdido ya en un mundo del que nadie ha regresado. Constanza le pedía insistentemente dinero para probar fortuna en el casino y olvidar sus penas en el baile. Le martirizaban los dolores reumáticos, intentaba ganar algo componiendo adagios para órganos mecánicos y se vendaba la cabeza para soportar sus jaquecas. Sus cartas de 1790 sólo contienen ya súplicas angustiosas («si tuviese en este momento seiscientos florines, al menos, podría componer con bastante tranquilidad»),

«Todo es frío para mí —escribió—. De un frío que hiela.» Las horas que podía pasar en las aguas calientes de Baden eran, para él, un alivio.

Beethoven creó en este mismo balneario algunos fragmentos de su Missa solemnis y de la Novena sinfonía. Y no es difícil evocarle en su cuartito de Baden, abandonado al sentimiento panteísta de paz que le invadía en estos senderos tranquilos y que producía en su alma una música indescifrable, embriagante y dionisíaca. No tenía dinero para comprarse un frac negro, pero —en un scherzo molto vivace— se atrevió a dirigir con un frac verde su Novena sinfonía. Después de un invierno de enfermedades las aguas de Baden le inspiraron también su Sonata XXXI para piano, con su conmovedor arioso dolente —abatido, como él, en una tonalidad patética que va perdiendo fuerza— y alguno de sus últimos cuartetos, monólogos a cuatro voces, cartas que no esperan respuesta, adagios melancólicos, música del silencio…

El nombre de Baden es recurrente en muchos balnearios europeos. Pero uno de los más bellos se encuentra en Suiza, a orillas del río Limmat. Tengo una memoria lejana de estos lugares que se remonta a mi infancia, cuando iba a visitar a mis tíos a Zúrich y pasábamos aquí algún día del verano. Me impresionaban el puente de madera sobre el río, las torres con sus relojes historiados y la imagen de la ciudad que escalaba una boscosa colina. Recuerdo que hacíamos excursiones por los monasterios cercanos, en los que están enterrados los primeros Habsburgo, tan aficionados siempre a las aguas.

«El espíritu se recrea —escribió en el siglo XIV un nuncio papal en Baden— viendo a esas muchachas núbiles, en todo su esplendor, mostrando sus formas gloriosas bajo el vestido favorecedor de las diosas.»

En una de las enormes literas que transportaban a los viajeros en el siglo XV, llegó a Baden el secretario apostólico Poggio el Florentino. En el relato de sus vacaciones describió la piscina, dividida en dos secciones que estaban separadas por una pared para que hombres y mujeres no se mezclasen; aunque el tabique estaba agujereado para que los bañistas de los dos sexos pudiesen contemplarse, charlar y acariciarse.

El embajador de Su Santidad no se bañaba, pero deambulaba por las pasarelas, arrojando al agua monedas y observando cómo las jóvenes bañistas se disputaban el oro. Pienso que los turistas que arrojan hoy monedas a las fuentes, sin ningún resultado práctico —las estatuas no se mueven—, ignoran que esta costumbre nació con un propósito más lúbrico y contemplativo.

A Poggio Florentino le invitaron las damas a compartir la comida en la piscina, ya que era costumbre almorzar en el baño sobre mesas flotantes. Pero el embajador no hablaba una palabra de alemán y creyó improcedente para un secretario papal permanecer callado delante de una mujer desnuda y tener que pasarse el rato disimulando y comiendo muslos de pollo.

Los manuales de urbanidad medieval aconsejaban a las señoras que, bajo ningún pretexto, se dejasen tocar los senos, ni siquiera con propósitos medicinales. Pero el detalle que más escandalizó al secretario papal fue observar que muchos maridos acompañaban a sus mujeres al balneario y permanecían impasibles, mientras otros hombres las acariciaban en la piscina.

Los médicos recomendaban a los ancianos bañistas que huyesen de las provocaciones de Venus. Y los más conspicuos advertían que «el amor debía practicarse sólo como moderado pasatiempo». En general, los médicos consideraban que las mujeres debían acudir solas, sin sus maridos, a tomar las aguas fertilizantes. Era un procedimiento que, al parecer, daba resultados espectaculares.

Reinas y doncellas se adentraban en el bosque durante nueve días para tomar las aguas. Y volvían felizmente embarazadas, fecundadas por el misterio de la espesura. Recordemos el comienzo de la Bella Durmiente del Bosque: «Erase una vez un rey y una reina que no podían tener hijos, aunque habían recorrido todos los balnearios…».

Gracias a las curas termales en las aguas de Bagnères de Bigorre tuvo Juana de Albret a su hijo, el futuro Enrique IV También después de cinco curas Ana de Austria trajo al mundo a Luis XIV, llamado el «Dieudonnée» porque los cronistas de la corte creyeron más discreto atribuir a Dios las cosas que otros mortales atribuimos a los hombres. Y más curioso es el caso de la duquesa de Chartres, que acudió a Forges acompañada por su marido Felipe Igualdad y por su dama de compañía, madame de Genlis. Durante toda la cura, Felipe Igualdad y madame de Genlis se exhibieron en público como dos tortolitos en celo. Pero —¡misterioso poder de las aguas mineralizadas!— quien salió embarazada de Forges fue la duquesa de Chartres. Siguiendo la prescripción médica no había visto a su marido en el balneario…

También en España los príncipes venían de los balnearios, igual que las nodrizas reales eran siempre pasiegas. Algunas aguas, como la de los Baños de la Isabela, tenían fama de facilitar los embarazos.

Fernando VII acompañó a su esposa embarazada a Sacedón. El rey caminaba a pie junto a la carroza donde iba la reina, rodeado por los hombres de su séquito que sudaban penosamente bajo un sol de justicia.

—Con este calor —dijo el rey— vamos a parir todos…, menos la reina…

Los bañistas tenían, además, sus supersticiones. Y las mujeres estériles que acudían a Baden tenían que sentarse en un lugar extraño que llamaban «el agujero de Santa Teresa»; mientras que las que acudían a Spa tenían que poner su pie sobre una cavidad que llamaban «el pie de Saint Remacle».

La palabra «pie» era, para los antiguos, un eufemismo de los órganos genitales. Los textos egipcios alaban el tamaño de los pies del faraón, el más colosal de los monumentos del imperio; sólo superado, en la Biblia, por los «pies» de Dios. Y cada vez que los profetas se imaginan el trono de Dios, lo presentan cubierto de joyas brillantes, tan esplendoroso como «las piedras preciosas y duras de sus pies».

El príncipe de la Cenicienta también le daba mucha importancia a los pies. Se ve enseguida que, entre todos los instrumentos de medida, ninguno como el pie de rey; y entre todos los oficios, ninguno tan noble como el de zapatero… Quizá por eso los florentinos han dedicado un museo a Salvatore Ferragamo. Cuando los turistas visitan Florencia, se detienen a contemplar el colorido desmayado y lírico de algunos cuadros de Botticelli, olvidando sus pinturas más extravagantes, como la serie de ahorcados que pintó para los magistrados florentinos. Pero ahora, junto a los horrores de Botticelli, pueden admirarse en Florencia los zapatos de Ferragamo.

En el Museo Ferragamo, instalado en el palacio Spini Ferroni, se exhiben más de diez mil obras maestras. Y entre ellas pueden admirarse los zapatos de tacón que llevaba Marilyn Monroe en aquella escena en que el aire del metro le levanta las faldas y pone al descubierto sus «pies». No me agradan tanto unas sandalias romanas, con cadenas, que diseñó para los pies de la reina Fabiola, como si la buena reina de los belgas fuese un personaje del cardenal Wiseman.

Cada uno tiene los pies que Dios le dio. Se sabe que Pipino el Breve, rey de los francos, medía sólo 137 centímetros. Para compensar sus flaquezas se casó con Berta «la de los pies grandes». Y el matrimonio funcionó tan perfectamente que, sin recurrir a los balnearios, nació Carlomagno.

LOS PELIGROS DEL BAÑO

Los baños se consideraron, en el siglo XVII, una práctica peligrosa y arriesgada, propia de aventureros. Y por eso Marcillac le envió a Richelieu una nota, redactada en estos términos: «El marqués de Effiat ha ido a bañarse y, si no le ocurre nada, mañana estará de regreso». No es extraño que, después de bañarse, incluso en su propio domicilio, la gente pasase el resto de la jornada en cama.

El siglo XVII trajo una moda extravagante: el traje de baño, que consistía en chaqueta, pantalón y una gorra. El sombrero se usaba sólo en la piscina de los elegantes balnearios austríacos.

Las mujeres comenzaban a lucir en el baño guantes largos, vestidos de tela y sombreros de paja. Y las largas faldas llevaban lastres de plomo para que no se levantasen dentro del agua. Las mesas flotaban sobre la piscina y ellas, mientras tomaban el aperitivo, esperaban que algún galanteador se acercara con ramos de flores.

Los que utilizaban bañeras individuales podían permitirse, como madame de Sevigné «la humillación de cubrirse sólo con una hoja de higuera».

A pesar de esto, madame de Sevigné se curó en Vichy de sus reumas, después de haber probado los remedios más extraños: las píldoras de orina, las cataplasmas de boñiga, los pollos rellenos de víboras de Poitou… Madame bebió toda el agua que pudo ingerir, siguiendo el precepto médico:

Absorber dos o tres vasos de agua, y luego, después de un ejercicio moderado, repetir hasta que el agua comienza a salir por los poros, por la vejiga o incluso por los fundamentos, y cesar solamente cuando el agua aparezca tan limpia a la entrada como a la salida; cosa que debe comprobarse comparando los dos vasos…

Madame de Montespan, la favorita de Luis XIV, prefería las aguas de Bourbon, que —según su propia definición— eran «suaves, graciosas y sedosas».

Las aguas de Bourbon están tan fuertemente mineralizadas que manchan los vasos, las servilletas, las toallas y todo lo que entre en contacto con ellas. La favorita real llegaba a Bourbon en una calesa tirada por seis caballos, seguida por dos furgones de equipaje, sus damas de compañía, diez mulos, y una docena de hombres a caballo.

La Montespan permaneció fiel a Bourbon, incluso después de que el rey le retirara sus favores. En sus últimos años se movía por el balneario como una sombra siniestra, angustiada por el presentimiento de la muerte. Pasaba las noches asustada y en vela, rodeada de cirios encendidos, hasta que rayaba la luz del alba. En mayo de 1707, los curanderos de Bourbon le recetaron una purga brutal que obró, según cuentan las crónicas, sesenta y tres veces. Y los médicos, para conjurar los efectos del purgante, no encontraron mejor remedio que sangrar a madame, hasta dejarla extenuada y sin vida. El final de la favorita fue siniestro y novelesco. En su testamento legó sus entrañas a la capilla benedictina de Saint Menoux. Y el cartero encargado de hacer el transporte, extrañado por el mal olor, abrió el cofre y creyó que había sido víctima de una broma. Cogió entonces las visceras y las arrojó a una piara de cerdos que hozaban junto al camino.

Hortensia Mancini, sobrina de Mazarino, pasaba sus vacaciones en Aix-en-Savoie. El cardenal le había buscado un marido, alejándola de Luis XIV, quien la apreciaba mucho porque le recitaba fábulas de La Fontaine —la cigarra y la hormiga, la ranita que quería ser tan grande como el buey, la golondrina y los pajaritos— mientras hacían el amor. Así se comprende que su marido fuese tan celoso; tanto que mandó censurar los desnudos de la colección Mazarino, para que Hortensia no los viese. Y —adelantándose al doctor Freud— no permitía que las campesinas ordeñasen las vacas, pensando que así alejarían de ellas los malos pensamientos. Pero Hortensia, quizás estimulada por los celos enfermizos del duque, era muy amiga de provocar escándalos. En Aix entraba semidesnuda en el lago y se hacía bañar por su esclavo negro Mustafá, que la sumergía en el agua, alternativamente, de cara y de espaldas.

Napoleón III, que fue el termalista más obstinado de todos los tiempos, tenía cálculos en la vejiga. Pero su médico le enviaba a Vichy, en vez de recetarle las aguas de Plombières.

El emperador organizaba viajes multitudinarios a Vichy, con Eugenia de Montijo, y con sus amantes. Y, gracias a él, este balneario se convirtió en un precioso lugar de vacaciones, con iglesia, casino, un parque y una orquesta dirigida por Strauss.

La emperatriz Eugenia soportaba las infidelidades de su marido, que mantenía relaciones con la bellísima condesa de Castiglione, tan narcisa que no hacía un gesto que no fuese estudiado. Napoleón III se cansó de ella cuando comenzó a presumir de sus relaciones, hasta entonces secretas. Aunque lo que más le dolía al emperador era la forma de contarlo y el lugar de la confesión:

—¿Te gustan estas sábanas maravillosas, querido? Me las regaló él…

En la corte del emperador se imponía la discreción en ciertos temas y había que saber guardar las apariencias. Por eso, cuando Wagner quiso estrenar su Tannhäuser en París le dijeron que las escenas eróticas del Venusberg podían incluso animarse con un ballet, pero le obligaron a jurar que en escena no aparecería para nada el papa, como murmuraban los chismosos. La obra se representó al final con asistencia del emperador y la emperatriz, pero los innumerables enemigos que Wagner tenía en París la reventaron de una forma canallesca. Un buen amigo francés —cuyo nombre oculto para preservar la dignidad de su familia— me enseñó un silbato de plata con la inscripción: «pour Tannhäuser». Los había repartido el Jockey Club entre sus miembros, para formar un escándalo en la representación del 18 de marzo de 1861. Cuando Tannhäuser entró en escena, un gracioso gritó: «¡Otro peregrino!». En medio del público había un poeta, llamado Baudelaire, que escribió en la prensa que la gloria de Wagner había comenzado aquel mismo día entre «la malevolencia, la estupidez y la envidia».

Napoleón III organizaba sus fiestas en «series». La serie de los pintores, la de los médicos, la de los elegantes… A veces su perro Néro se presentaba en la fiesta y le hacía ascos al té, pero se atracaba de sándwiches. Y a la serie de los médicos asistía Pasteur, que daba conferencias sobre la fermentación del vino o la vacuna de la rabia, aunque el sabio no era un hombre querido por el servicio de la corte, porque nunca se sabía dónde dejaba las ranas. Peor era el emperador que salía a cazar, rodeado de un destacamento de ayudantes, y no paraba de disparar en todo el día: un corzo, 51 liebres, 213 conejos, 73 faisanes y 5 perdices. Cuando volvía de caza la cocina parecía una masacre.

—Papá —comentó un día el pequeño príncipe, al ver que unos guardias escondidos abrían las jaulas con las perdices, al paso del emperador—, te están haciendo disparar sobre perdices envasadas…

EL ARTE DE FABRICAR NIÑOS DEL DOCTOR TISSOT

En un balneario encontró también Alfonso de Lamartine su inspiración. Había venido en 1816 a Aix-en-Savoie, buscando alivio para sus dolencias de hígado. «En ningún lugar —había escrito Balzac— encontraréis una armonía más perfecta entre el agua, el cielo, las montañas y la tierra.» Es un rincón para curarse el hígado y morirse de romanticismo, porque tiene la luz de los vasos de mármol blanco que arden en memoria de los que se fueron.

Pero Lamartine —monsieur Alphonse le llamaban en sus viñas— encontraría aquí una mujer maravillosa, morena y pálida, criolla indecisa y nostálgica como esta luz de lago. Se llevaba de vez en cuando el pañuelo a la boca y, como un ruiseñor atrapado en un rosal, bordaba en él una gota de sangre. Julie Charles pasaba temporadas sola en el balneario, porque su marido era un hombre atareado: un ingeniero que suministraba hidrógeno para los globos Montgolfier.

Lamartine y Julie vivían en el mismo hotel: la pensión Périer. Como en las mejores novelas románticas, ella estuvo a punto de ahogarse en una tempestad en el lago, y él la salvó. Y así nació entre ellos un amor de voces y versos, de presencias y ausencias, de palabras y silencios. Juntos soñaban en el lago del Bourget, viendo cómo los remos dibujaban al carboncillo el reflejo de los abetos negros. La pobre Julie no amaba ya más que inclinando la cabeza, pero sus labios se volvían cada vez más pálidos, como si hubiesen besado demasiado. Todo duró el tiempo de un sueño, el momento de una elegía: un amor de dieciséis días. «O temps, suspens ton vol!»… Y ella no regresó al balneario, porque no tenía ya fuerzas para hacer el viaje desde París.

Lamartine volvería a recordarla, sentado en la misma piedra donde el lago les había visto cogerse las manos, como estatuas sorprendidas en su candor. Nunca paso por el lago del Bourget sin detenerme en el camino de Caëtan y evocar estos amores que Lamartine convirtió en una obra maestra, cuando escribió Le Lac.

Guardo en mi colección de autógrafos una carta de Lamartine, escrita con su caligrafía fina, como un vuelo de ángel sobre la página blanca. Son letras para ocultar los sueños, como nos escondíamos de niños entre las ramas de los árboles. Hay en estos trazos, casi sin materia, una buena parte del alma de Lamartine. Son tan aéreos que tengo miedo de que se me vayan del papel. Están escritos después de la muerte de su hija, que se llamó Julia, como su amor del lago. La niña tenía diez años cuando, juntos, intentaron hacer la peregrinación a Tierra Santa. Pero no llegó más allá de Beirut.

Alguna vez me bañé en el lago —para mí siempre será Le lac— y recuerdo que las aguas eran frías y espesas, llenas de musgo. Podía nadar mucho rato sin cansarme, abriendo con las manos un surco de tinta de plata, viscoso como una trucha. Y, luego, cuando volvía a mi hotel, me sentaba a leer a Lamartine en el salón melancólico, decorado en un pompadour provinciano.

—¿Qué lees? —me dijo Sarah Melbourne cuando me vio abrir el libro.

Era una edición antigua, encuadernada en piel verde. Un sol tímido animaba la melancolía de las hortensias lilas. Apenas había otra nota de color en la acuarela delicada y friolenta del lago.

—¿Le Lac…, Alphonse de Lamartine? —leyó lentamente y se llevó los dedos a los labios simulando un gesto de aburrimiento—. ¿Lac, lac… no habría sido más adecuado titularlo lack of interest?

En Aix-en-Savoie se amaron también madame de Staël y Benjamin Constant. La reina de Holanda, la reina de España, la princesa de Suecia… todas las reinas tomaban las aguas en Saboya. Y en este balneario de la fertilidad fue donde, en 1810, Josefina intentó olvidar a Napoleón: una historia curiosa, porque la emperatriz había sido ya repudiada por «estéril», mientras que era María Luisa de Austria la que —sin más ayuda que la pasión del emperador en la carroza que los llevaba a Compiègne— se había quedado embarazada al primer asalto.

Francia tuvo siempre balnearios muy famosos, pero creo que ninguno tan pintoresco como Passy. Sin alejarse de París, los incroyables y las merveilleuses, podían someterse a un tratamiento fertilizante que consistía en beber las aguas, y pasear luego dando saltitos, haciendo una pirueta cada cinco pasos. Como libro de cabecera, los curistas leían El arte de fabricar niños, o Nuevo cuadro del amor conyugal, publicado en Londres por el doctor Tissot, un médico genial que había descubierto que los hombres tienen dos glándulas genitales: una para hacer niños y otra para fabricar niñas. La mujer, por su parte, tiene dos ovarios con similares funciones. El problema estriba en identificar el izquierdo y el derecho con su función precisa. Y el doctor Tissot sugería las mejores combinaciones —izquierdo, derecho, izquierdo, derecho— y diferentes posturas para acertar siempre con el sexo de los hijos.

UN PIANO QUE SUENA… DAS DING DINGT

Maulbronn, en la ruta de los balnearios de la Selva Negra, tiene una misteriosa historia. El astrónomo Kepler estudió en el monasterio de Maulbronn. Y Hölderlin residió en Maulbronn como seminarista, hasta que se enamoró de la hija del guardián del monasterio. Para olvidar su pasión se fue a Tübingen, donde, presa ya del delirio, tocaba un piano con las cuerdas cortadas. Como tenía las uñas largas, aquel concierto enloquecido debía de sonar a metamúsica, puro Heidegger: «Das Ding dingt», «Das Ding dingt».

En Maulbronn se aprenden sabidurías esotéricas y misterios cósmicos. Pero el ángel vuela entre nubes. Y así los pintaba Leonardo, con los rizos agitados, entre espigas vibrantes o arroyos temblorosos.

Malwida von Meysenbug leía a Hölderlin en los baños de Homburg. Ella —volaba como una golondrina y, sin embargo, le costaba ser esnob— estaba cansada de la falsa aureola del gran mundo. Y se iba al parque a pasear sola y a leer al poeta de «la belleza exquisita». En las páginas de Hypérion nació probablemente su helenismo que la llevaría a ponerse de parte de los héroes de la independencia de Grecia; pero, sobre todo, su idea tan griega de que en la Estética se oculta el secreto de la elevación moral.

En mis tiempos de explorador de ríos anduve por Tübingen, a orillas del Neckar, donde vivió Hölderlin durante treinta y seis años: loco o haciéndose pasar por loco, como el príncipe Hamlet. La casa del carpintero que le hospedaba tiene una torre amarilla y se levanta todavía en las riberas del Neckar.

Me gustaba contemplar la silueta de las casas en el reflejo trémulo de las aguas. Me sentaba en el césped a tocar la flauta, junto al viejo puente, rodeado por un grupo de muchachas hippies que vivían en unas barcazas y habían elegido este espejo verdeguay para su cuento de hadas. Recuerdo que sus cabecitas inquietas y sus faldas estampadas se movían bajo los sauces como guirnaldas de flores. Un golpe de remo o la simple caída de una hoja bastaban para romper la geometría de estas casitas burguesas en la acuarela del Neckar. Era muy fácil sentirse loco o, al menos, concebir el proyecto de serlo en este bellísimo juego de luces. Parecía que los cisnes habían enloquecido y le daban besos apasionados al agua, metiendo la cabeza en el río y estremeciéndose hasta la cola.

También Hermann Hesse, que escribió muchas narraciones en los balnearios, fue seminarista en Maulbronn y utilizó el decorado gótico de la abadía en Bajo la rueda y en Narciso y Goldmundo. Y yo diría que las escuelas iniciáticas de El juego de los abalorios se parecen siempre a Maulbronn.

Un observador superficial podría pensar que estos lugares están muertos. Pero ocurre, por el contrario, que la vida se ha transformado en ellos hasta convertirse en puro espíritu, en pura metáfora. Canta el agua en el brollador de las fuentes y la sombra de un hombre parece asustar a la serpiente dormida de la calle soleada. No recordamos ni una fecha, ni el nombre de un rey, ni el momento de una batalla, ni ninguna de esas cosas que muchos consideran propias de la historia. Se pierde la cuenta de la vida, como si los objetos estuvieran palpitando en otra misteriosa y remota biología. Y andamos casi en vuelo para que los caminos puedan seguir escuchando los pasos de sus recuerdos.

Maulbronn inspiró a Jean-Paul Richter en 1807 una novela fantástica: El viaje al balneario del doctor Katzenberger. Y no hay lugar mejor que un balneario para encontrarnos con nuestro propio doble, nuestro Doppelgänger. Fue un tema literario que me apasionó desde mi juventud, cuando cayó en mis manos Siebenkäs, novela que cuenta la historia de un personaje que se casa con una muchacha y se enamora enseguida de otra. Y, para resolver el enredo, hace correr la voz de que ha muerto, adoptando otra personalidad. Me empeñé en hacer una película con esta trama que me parecía digna de Hitchcock, pero nunca encontré un productor. Y, andando los años, descubrí en un periódico del siglo XIX la historia real de un personaje que completó la intriga de mi guión:

En el siglo XIX vivió en Londres un millonario excéntrico, llamado Howe, que estaba convencido de que todas las esposas acaban siendo infieles. A pesar de sus teorías se casó con una tal miss Mallet. Y en el mismo almuerzo de bodas pidió permiso a su mujer para salir de viaje. Nunca más oyeron hablar de él, y todo el mundo pensó que había desaparecido. En realidad se había instalado en una casa cercana a la de su mujer y se sentaba cada día en un café para vigilarla. Como nadie le conocía en aquel barrio de Londres pudo pasar desapercibido. Al cabo de tres años su mujer heredó sus bienes y, una década más tarde, vendió la casa para instalarse en un hotel que pertenecía a un amigo de Howe. Este no reaccionó, cedió sus propiedades como si estuviese muerto, y continuó espiándola. Hasta que un día, el dueño del hotel donde se hospedaba la mujer, fue a ver a Howe y le sugirió amistosamente que buscase una buena esposa y abandonase su recalcitrante soltería. Y, como ejemplo de mujer honrada, admirada por su virtud en todo Londres, le dio precisamente el nombre de mistress Howe. Al cabo de unos días ella recibió una sorpresa terrible. Recibió un billete con la letra del marido que creía desaparecido, proponiéndole una cita… Howe —para no romper el misterio— le rogó que no le pidiese aquella noche una explicación de su comportamiento. La besó con ternura, y consumó el matrimonio, diecisiete años después del almuerzo de bodas.

En Badenweiler, otro balneario de la Selva Negra, vivió Chéjov con su joven esposa Olga Knipper. Le habían dicho que se asomase al balcón, porque el aire de los Vosgos mejoraría su tuberculosis, pero él se pasaba el día en la estación, consultando los horarios de los trenes. Ni las aguas termales, ni la luz de plata de los vinos alemanes curaron su melancolía. Tenía miedo de no poder regresar nunca más a su querida Rusia y, efectivamente, murió en Badenweiler el 15 de julio de 1904. Sus restos llegaron a Moscú en un vagón de mercancías, en un cajón expedido como «transporte de ostras».

El rito de las aguas se mantiene afortunadamente vivo en los países de Europa. En las termas italianas se recuerda a Gabriele D’Annunzio y a Leoncavallo. En Aquisgrán se rememora todavía a Carlomagno. En Baden-Baden, en Homburg y en Wiesbaden se lee a Dostoievski. En Teplitz se escucha a Wagner. En Bath he hablado con ancianas que conocieron a Stefan Zweig. En Marienbad se evoca la memoria del viejo Goethe, enamorado de la joven Ulrike. Y en algunos rincones de España se recuerda aún a los hermanos Bécquer, el poeta y el pintor, que acudían desde el monasterio de Veruela a los baños de Fitero. Fue en este balneario navarro —famoso por sus aguas, que curaban el reumatismo y las enfermedades pulmonares— donde Gustavo Adolfo escribió algunas inolvidables leyendas, como El miserere y la Cueva de la Mora. Adoraba estos lugares apartados y solitarios de la abadía de Fitero y le gustaba pasar las horas en su antigua biblioteca, buscando misereres y partituras olvidadas.

Yo no sé música —escribía Bécquer— pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderlo, suelo tomar a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves.

Bécquer imaginó la historia de un músico que componía misereres en una abadía donde todo se convierte en prodigio. Y allí mismo, en Fitero, se inspiró para escribir la leyenda de la Cueva de la Mora. Le gustaba dar paseos solitarios, y todas las tardes subía hasta «unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe», donde se pasaba «las horas y las horas, escarbando el suelo por observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros».

Es fácil seguir todavía las huellas de Bécquer hasta la ermita de la Soledad o la Cruz de la Atalaya, remontando el cauce del Alhama hasta el balneario de Fitero o el monasterio cisterciense.

EL ESPECTRO DE LA ROSA

Todo recuerda en los balnearios que «aquí se ha amado»: el viento que gime, los juncos que suspiran, los olores ligeros del aire perfumado, todo lo que se oye, se ve y se respira… La vieja Europa vive y sueña todavía en sus fuentes milagrosas. En la mañana tibia del domingo, la orquesta interpreta los alegres compases de un vals. Y algunas muchachas románticas —sólo para no desentonar— se pasean cubiertas con sus pamelas celestes, igual que sus abuelas se pasearon por estas avenidas llevando en la garganta, bordadas, las rosas del primer amor.

Hace ya muchos años vi representar en Baden-Baden El espectro de la rosa. Me acompañaba mi padre, que tenía entonces más de ochenta años pero conservaba una increíble energía física y espiritual. No paraba de evocar los tiempos dorados del ballet, los decorados de Bakst, los triunfos de Nijinski y la Karsavina, las coreografías de Fokine y los delirios de Diághilev. Me hablaba de Venecia, de los discursos eruditos de Miomandre, de las representaciones de La Fenice y las horas felices de su juventud. Emocionado por sus propios recuerdos me habló de un amor lejano, compró una rosa pálida y, aplastándola entre las páginas, la guardó en unas partituras encuadernadas de Weber y Berlioz que llevaba en la mano.

En la música de El espectro de la rosa, en los vuelos del vals, yo sentía aquella mañana, como nunca, la presencia de Europa, de nuestra vieja Europa que se fue deshaciendo como una flor marchita en nuestro cuaderno de historia. «Je suis le spectre d’une rose que tu portais hier au bal…»

Me llevé la rosa, la conservé después de la muerte de mi padre y hasta ayer guardé dos pétalos entre las páginas de las partituras de Berlioz. Pero esta mañana, sin acordarme de esta historia, llevé la partitura al concierto en la explanada del Kurhaus. Y, cuando el director de la orquesta levantó la batuta para comenzar, abrí el cuaderno para seguir la música y, arrastrados por una ráfaga de viento, los pétalos volaron. Se alejaron flotando lentamente en el aire, como si Fokine les hubiese dibujado una coreografía. La rosa muerta parecía haber despertado en la primavera. Los pétalos se movían ingrávidos, como si buscasen una pareja para un pas à deux. Uno de ellos se posó en una pamela, rozó el hombro de una muchacha, aleteó sobre un echarpe de seda blanca y, al final, fue a detenerse en el pecho de una abuela que se había dormido, cansada de esperar no se qué en la primavera. Sus ojos se abrieron dulcemente y, esta vez, me parecieron los de una muchacha joven. No me levanté a buscar la flor, porque pensé que el espectro de mi rosa había encontrado su lugar de reposo y que todos los reyes de las fábulas podían estar celosos de esta historia de amor.