Blues doliente para golondrina y ropa tendida

ÚLTIMO ADIÓS A VENECIA

Mágica y abandonada, como las lunas de nuestra primera juventud, Venecia se me apareció siempre como una reencarnación inesperada de las cosas más hondas, románticas y olvidadas de mi vida. Entre esos recuerdos se encuentran los cafés de Piazza San Marco —el Florian, el Lavena, el Quadri— y los viejos amigos que nos reuníamos en sus terrazas o en sus salones a sentir el chapotear indolente de la vida veneciana.

Nací en noviembre, cuando sopla la bora sobre Venecia y comienza la temporada de los esnobs en el Gran Canal. Venecia se desnuda y respira: su cuerpo huele a yodo, a sal y a mar. Y una luz clara —profunda como un psicoanálisis— deja ver los arrepentimientos en los cuadros de la Accademia.

Me gustaba llegar a Venecia por la Brenta, siguiendo la carretera estrecha por las orillas del río. A veces veía pasar el Burchiello por las esclusas, como en los tiempos de Goethe y de Montaigne: igual que en el cuadro de Tiepolo. Ahora es un barco turístico. Y también algunos pequeños palacios se han convertido en hoteles. Pero entonces me detenía siempre en la Malcontenta para hartarme del Palladio, aburrirme de la simetría neoclásica y aprovechar así mejor, con más ganas, el gótico enloquecedor y romántico de Venecia.

Cada vez que se cierra un piano me parece que, en el lamento de la madera negra, algo se va para siempre, bogando en las sombras donde se mueven los remos de las góndolas. Cada vez que suena la música en la ominosa siesta de los cafés, me parece que —en la velada del Martes de Carnaval— se hunde, se acaba, se apaga Venecia. Las golondrinas anidaban en los tejados de mi casa. Y yo les dejaba ramitas en mi ventana para que se hiciesen también una góndola. Mis amigos franceses llamaban a los vaporetti, golondrinas… hirondelles.

Bajo su apariencia soñolienta y tranquila, Venecia es el decorado ideal para las intrigas del amor y del vino, del juego y del café. Ninguna otra ciudad del mundo puede ofrecer a un espíritu delicado y viciable tantas tentaciones oscuras, tantas horas de contrición, tantos paseos malditos, tantos pensamientos amargos.

La he querido como es, bella, romántica y desastrosa. Y cada vez que vuelvo a Venecia me asomo a la ventana donde nos despedimos, enfadados, la última vez y pienso que voy a discutir nuevamente con ella.

Algunos dicen que es frívola, que pierde la cabeza por las sedas y los abalorios de vidrio, se arruina comprando cuadros y libros antiguos, y malvende los retratos de sus antepasados pintados por el Tiziano. Presume de que los cubiertos de su mesa los diseñó Sansovino y, cuando da una fiesta, invita a tantos esnobs —los Pisani, los Giustinian, los Contarini— y recibe a tantos extranjeros que su casa, más que un palacio, parece una hostería. La mitad de sus antepasados acabaron en la cárcel, como los Foscari, acusados de crímenes que no cometieron; porque despertaban la envidia y la maledicencia, como otros seres despiertan —también sin merecerlo— el servilismo y la adulación.

Pero yo entiendo sus locuras, cuando se disfraza de hombre y llena las islas de humo fumando sus dulces cigarros turcos, o cuando se deja abiertos los grifos del baño para que se inunde la Piazza y se asusten las palomas y vuelen en bandadas blancas sobre el acqua alta… Tiene gusto y sensibilidad para la literatura y un espíritu más despierto y rápido que el del Aretino. Ella inventó todos los vicios: los espejos, las cuentas de vidrio, la lotería, los impuestos y la censura. Duerme sobre plumas blancas. No se le puede decir que es bella, porque nació ya mirándose en el espejo de sus canales. Es como una niña, caprichosa y malcriada. En italiano decimos viziata. Pero nadie más elegante que ella cuando se viste con las sedas que trajeron sus comerciantes de Oriente o se pone los pendientes de las islas jónicas donde reinaban sus abuelos. Y, todavía a mis años, sólo por verla celosa, regreso a casa de madrugada. Ya no tengo aventuras pero, para que se me haga tarde, me entretengo rezándole a las Vírgenes de las esquinas. Sé que me espera con los brazos en jarra —una tía suya fue vendedora en la Pescheria—, y que formará un escándalo amenazándome con arrojarse al canal si vuelvo otra vez a esas horas. Lleva toda su vida diciendo que se ahogará en el río, pero ella sabe mejor que nadie que los canales no tienen agua bastante para cubrirla.

—¿Que te has entretenido rezando a la Madonna? —me dijo una de sus noches de celos—, recuerda que cuando yo te espero en casa soy tu dona y tu madona.

Dejo siempre la corbata en las patine de nuestra casa, porque tengo miedo de que me acabe de apretar el nudo al cuello. Tiene un collar con un puñalito de plata que le regaló George Sand y, a la luz de la luna, le brilla en el pecho entre las perlas de su pasión.

BLANCAS GATAS PARA UN BALLET

Cuando la hoz de la luna se columpia en el cielo parece una góndola. Las aguas se encalman y es el momento de subir a la barca y salir a pasear. Luna sentàda, marinèr in piè.

Hay una Venecia melancólica de invierno y del acqua alta y otra alegre que sueña al sol en las plazas. Pero las dos aman la vida fácil: cuando llega el calor siempre hay un vendedor de helados a la entrada de la Accademia, nunca falta un cojín en las góndolas, una persiana que deja pasar la brisa en la hora de la siesta, un vaso de agua fresca para acompañar el café, un sinfín de vinos y cichéti en las tabernas, un casino de verano y otro de invierno; siempre hay un rincón en sombra en el claustro de San Francesco della Vigna y unas orquestas en la Piazza que cambian su repertorio según la hora del día: música ligera en el aperitivo, romántica en el crepúsculo y lenta, para un cheek to cheek, cuando sólo quedan en la plaza los dos últimos enamorados y las estrellas.

Venecia necesita sus islas, como las pinturas exigen sus armonías. La isla de San Giorgio es el complemento de las cinco cúpulas de la basílica de San Marcos, de las ojivas del palacio ducal y del campanile. Un contrapunto de la Riva Schiavoni, ayer envuelta en humo de carbón, es el Lido con su clara línea de playas. Y la melancolía decadente de Cannareggio, que parece un barrio poblado sólo por gondoleros y pescadores de ostras, se refleja tanto en la isla fúnebre de San Michele como en las brumas de Burano.

Algunos días me hago llevar hasta la isla de San Lazzaro y me quedo en el claustro del convento armenio, a la sombra de las magnolias. Creo que no hay lugar en el mundo donde la religión y la cultura estén tan unidas. El Vaticano es mucho más grande, pero tiene ya una dimensión gubernativa y estatal que le quita romanticismo.

Los monjes armenios de San Lazzaro tienen, en su pequeña república estudiosa, un tesoro en manuscritos, en porcelanas, en momias, en objetos rituales de plata. Son ellos —amantes del misterio— los que trajeron los gatos de angora hasta Occidente. Pero me gusta sobre todo oír su Misa. Es el único rito cristiano, que yo sepa, que tiene el detalle de esconder al oficiante detrás de una cortina de terciopelo, como hacían los judíos en el Santo de los Santos. Los musulmanes le tapan el rostro a Dios. Pero los mequitaristas han llegado más lejos y ocultan a los sacerdotes para que puedan hablar, sin vergüenza, de Dios. Creo que, después de acercarme a tantas religiones buscando piedad para mi corazón, he encontrado paz en este convento de San Lazzaro. Y cuando ellos cantan el Himno de la luz de la Trinidad hasta mis pobres diablos, vestidos de terciopelo negro, sueñan con ser esclavos remeros para llevar a Dios en su góndola.

Hay un Río de la Madonnetta donde a veces me paro a rezar, no quiero decir por qué. Y también en la Accademia encuentro un lugar de paz, junto a la niña con un aura de oro que pintó Tiziano en la Presentación de María en el Templo. Es una fanciulletta ingenua que sube las escaleras levantándose el borde del vestido. Intento ver en ella los rasgos de la abuela que me ofreció agua, tierra y vino en Éfeso. Pero mi vieja no tenía un nimbo de oro, sino de plata. Quizá fue el dolor —cosas de la vida—, pero la abuela de Éfeso era más para el pincel antiguo y traslunado de Carpaccio. Él sabía dibujar como nadie la curva de los párpados cerrados y la habría pintado dormida —¡abuela mía, Pietà cansada!— como aún la recuerdo en la puerta de su casa.

No hay nada como las madrugadas de Venecia cuando llegan las barcas a los mercados. Se diría que las frutas navegan, que los huertos se mecen, que los prados flotan. Hay islas de sandías y melones, naranjas y granadas. Hay barcos cargados de verduras. Hay tanto pescado fresco en la Pescheria que las últimas góndolas de la madrugada huelen a marisco. Y en los mercados no hay más que mujeres bellas.

En el muelle de las Fondamente Nuove me parece ver todavía a mi padre cuando me llevaba hacia San Michele para dejar unas flores en la tumba de Diághilev. Recuerdo que las postales de amaneceres que comprábamos entonces estaban coloreadas en tonos rosas, igual que los polvos que se ponía mi madre discretamente en sus mejillas pálidas. En mis oídos suena todavía una música lenta que, como el bogar de la góndola, me hace pensar en Satie. Y veo la laguna convertida en una acuarela de Turner. Yo era un niño, pero me habían envuelto en un abriguito de pieles y no sentía el frío de la niebla. Los muros rosas parecían grises. Mi padre me contaba cómo mi abuelo había ayudado a aquel genio ruso para que sus ballets pudiesen representarse en San Sebastián. Serguéi Diághilev se había gastado su fortuna en el arte, porque buscaba siempre cosas bellas: los decorados de Bakst, el genio de Nijinski, o los dibujos que había hecho Beardsley para Salomé. En 1918, exiliado en el Palace de Madrid, le contaba sus infortunios a quien quisiera escucharle. Clemenceau, el tigre, le había cerrado la frontera de Francia, a él que era una pantera. Había poca gente en el mundo capaz de comprender a estos hombres que parecían ángeles caídos. Por su gusto y por su inteligencia secreta, estos pobres diablos eran los monjes de una secta iluminada, los reyes de la caballería errante de los happy few.

Diághilev era también oscuro como su leyenda negra: corrompía y se dejaba corromper, inventaba naufragios falsos para buscar ayudas, falsificaba visados, no tenía quizás otra virtud que saber elegir siempre los mejores. Le había querido pagar a Oscar Wilde unos derechos, sólo para ayudarle en sus últimos días. Pero cuando él mismo murió no dejó más que unos gemelos de oro. En el último acto de este triste ballet, Boris Kochno y Serge Lifar se pegaron como dos niños caprichosos delante de su cadáver, disputándose este recuerdo.

Coco Chanel y Misia Sert organizaron su funeral en la iglesia ortodoxa de Venecia y su entierro en San Michele. Ellas dos, vestidas de blanco, acompañaron a la góndola fúnebre en aquel día de paz, después de una víspera de viento y tormenta. De pie en la proa, entre los ángeles dorados, parecían sacerdotisas, blancas gatas de angora. Y no sé si mucha gente sabe que Misia había empeñado su collar de platino con tres hileras de diamantes para darle al mago el entierro que merecía. Misia llamaba a este collar «mis noches de amor», porque se lo había regalado uno de sus maridos millonarios. Ella era peligrosa, pero también loca y tierna como las mujeres de La Bohème, como la pequeña Musetta que vende sus pendientes para comprarle medicinas a Mimí.

Coco y Misia tenían experiencia en estos lances, porque aparecían siempre como golondrinas donde se las necesitaba. También habían pagado el entierro de Raymond Radiguet, aquel niño genial que escribió El diablo en el cuerpo cuando sólo tenía diecisiete años. Coco le ingresó en una clínica cuando se enteró de que tenía el tifus. Y, luego, cuando ya no hubo nada que hacer, organizó sus funerales: una carroza blanca de niño, tirada por dos caballos que parecían pintados por Paolo Uccello. La iglesia estaba llena de flores blancas y una orquesta de negros tocaba blues…

Diághilev había vivido todos estos momentos de arte y delirio, cuando presentaba sus ballets decorados por Bakst o con telones de Picasso y figurines de Coco Chanel. Murió en el Hotel des Bains, en plena temporada de agosto. Y, a pesar del calor bochornoso del Lido, se puso el esmoquin en la cama, porque tenía frío. Toda la habitación olía a Mitsouko de Guerlain, a naranjas y a flores, sobre un fondo de musgo de roble. Estaba hinchado y envejecido por la diabetes y sólo soñaba con ver a Coco y a Misia junto a su cama, vestidas de blanco. Fue la suya una muerte de La Muerte en Venecia, mucho más verdadera que la que Thomas Mann imaginó en este mismo hotel. Y yo creo que Visconti debería haberle teñido a Dirk Bogarde las mechas blancas de Diághilev. Pero Visconti era así, inesperable e imprevisible. Y también cambió el color de las flores el día que murió Coco. En medio de todas las coronas blancas, recuerdo las rosas y camelias rojas que él había enviado.

El último sucesor de aquellos espíritus dorados fue Carlos de Beistegui, que compró el palacio Labia y organizó un baile de máscaras tan fastuoso que todavía hoy se recuerda como la «soirée du siècle». Los invitados se paseaban entre los frescos del Tiépolo con vestidos diseñados por Dalí.

El nombre de Venecia tiene para mí una sensualidad misteriosa, como las palabras manuscritas. Yo lo escribiría siempre en cursiva, como la letra del Petrarca o como los textos bizantinos. Fue en Venecia donde el impresor Aldo Manuzio publicó en 1500 el primer libro en que se utilizaron caracteres cursivos.

Pero en esta ciudad de los milagros ronda también el diablo. Y fue en Piazza San Marco donde se encendió en 1553 la primera hoguera en la que fueron quemados los libros judíos editados hasta aquella fecha.

Ya desaparecieron muchas de las librerías que hubo en los alrededores de San Marco; más de cincuenta en el siglo XVIII. Algunos de aquellos buenos libreros eran también impresores, como el Stagnino que se hizo enterrar bajo una lápida que dice: LIBRORUM MERCATOR (vendedor de libros). Pero los turistas se interesan hoy poco por los libreros. Todo acabará convirtiéndose en una pizzería.

La mejor biblioteca de Venecia es la de San Marcos, verdadero tesoro de la cultura europea, repleta de códices, manuscritos y libros venerables. Para alojarla construyó Iacopo Sansovino un bellísimo palacete a los pies del campanile.

Penetrar en el recinto de la Biblioteca Marciana es como perderse en un sueño de oro. El Sansovino quiso levantar una bóveda tan aérea y tan monumental que, en medio de una tormenta de invierno, se le vino abajo. Y, aunque le condenaron a prisión por este fracaso, consiguió al fin crear una obra maestra. Las paredes están cubiertas de pinturas geniales —Tintoretto, Veronese, Tiziano— y los medallones del techo fueron realizados por los mejores artistas del manierismo.

En la Zecca, la antigua fábrica de monedas, se instalaron más tarde las salas de lectura de la Biblioteca. Es un edificio de piedra, más severo —«rústico y dórico», lo llamó el Aretino— porque servía como industria de fundición. Y allí, entre los libros editados por los Manuzio, encontraba las Rime del Tasso y las Epístolas de Cicerón.

Había también algunos libros que me interesaban: sobre todo, diferentes ediciones de la Historia naturalis de Plinio y, entre ellas, una que es un fetiche sagrado, porque dicen que perteneció a Pico della Mirandola. Pretendía hacer entonces un pequeño trabajo sobre libros «sagrados» y quería comparar esta edición con otra que había tenido en mis manos en Sevilla y que había pertenecido a Cristóbal Colón.

Leer a Plinio es una delicia, porque —como suele ocurrir con los genios— tenía las cosas tan claras que podía llegar a extremos increíbles de fe: «Los mirlos nacen blancos solamente en Cilene de Arcadia, y en ninguna otra parte». Fue, por eso, un verdadero sabio, ya que no alimentó en su espíritu esa desconfianza que vuelve a algunos seres humanos recelosos y, en consecuencia, cerrados a las maravillas del estudio y a la revelación.

Plinio tuvo una muerte digna de su genio curioso, valiente y confiado. Durante la erupción del Vesubio en Pompeya, decidió aproximarse al volcán para poder estudiarlo mejor y cayó abrasado por las cenizas. Si se escribiese un libro de los mártires de la ciencia, Gaius Plinius Secundus el Viejo sería uno de los patriarcas.

Algunas horas mágicas, aleccionadoras y muy divertidas se me fueron en la lectura de la Historia Natural de Plinio, editada por Manuzio: «Los cadáveres de los hombres flotan sobre la espalda, y los de las mujeres sobre el vientre; como si, después de la muerte, la naturaleza quisiera aún preservar su pudor».

Todos los libros editados por Aldo Manuzio llevan su emblema con un delfín y un ancla. Y entre ellos hay una edición de los Adagia de Erasmo, corregida en Venecia por el propio humanista. Vivía cerca del puente de Rialto y acudía diariamente al taller de su impresor. A pesar de que la artritis comenzaba a martirizar sus dedos, escribía en medio del fragor de la imprenta y corregía sus textos sobre la marcha, porque los originales le parecían siempre farragosos e incompletos.

El delfín y el ancla —festina lente— podrían ser también los símbolos de Venecia, reina de los mares, primer puerto europeo en la ruta de Oriente. Los dogos establecieron alianzas con todos los pueblos del Este: los fatimíes de Egipto, los abasíes de Siria, los emperadores de Bizancio, los sultanes otomanos, el khan de los tártaros, los emperadores de China…

Cuando James Fenimore Cooper llegó a Venecia en 1830 la encontró «llena de musulmanes». Y se sorprendió de ver que todos estos árabes conservaban el turbante pero habían adoptado las costumbres cristianas. Le llamó la atención que «cruzan una pierna sobre la rodilla de la otra y mantienen alguna otra actitud grotesca». Se ve que todas las comodidades, desde el colchón hasta la costumbre de cruzar las piernas, nos vinieron de Oriente.

Al acabar mi trabajo me sentaba en las escalinatas de la Biblioteca para contemplar la basílica de San Marcos bajo el vuelo de las campanas. Después de pasar tantas horas encerrado en el cofre de las antigüedades necesitaba sentir en mi cuerpo el aire libre, fresco y nuevo.

Había una niña que me recordaba a mi pequeña Biondi. Su madre la vestía de negro, un poco anticuada, le ponía una pamela de paja y la llevaba a dar de comer a las palomas de San Marco. Ella se llenaba de grano los bolsillos de su vestidito y lo iba repartiendo a puñados en un revuelo de alas y plumas. Y luego se quedaba desconsolada en mitad de la plaza, llorando con las manitas vacías, cuando las palomas volaban hacia otra parte y no tenía ya nada que darles.

Pero, en la hora más sola de la madrugada, parecíame delicado alejarme de este lugar, porque en Venecia siempre hay parejas que prefieren amarse en la fría luz de muerte de las escaleras de mármol.

UNA CAMISA QUE VUELA SOBRE EL VACÍO

Marco Polo fue enterrado en San Lorenzo. Y este convento, donde profesaban las hijas de las familias nobles, acabó convirtiéndose en asilo de las monjas más intrigantes, corruptas y divertidas de Venecia, Todo el mundo estaba al tanto de los enredos de estas incorregibles muchachas.

Las monjas cumplieron las disposiciones del testamento de Marco Polo y cuidaron de que hubiese siempre cirios encendidos en su monumento fúnebre. Pero cuando la invasión napoleónica acabó con el monasterio, desaparecieron también los restos del explorador.

Sigo las huellas de Marco Polo por las callejas sinuosas, bellas como letras en cursiva: por la calle Larga dei Proverbi —chi semina spine non vadi descalzo—, por la iglesia de San Francesco della Vigna en uno de los rincones más bellos de Venecia, por el Arsenale de las galeras, por el Museo de Arte Oriental —porcelanas, jades, marfiles—, por el delicioso barrio de Cannareggio donde se conservan los restos de la casa de los Polo, por el ponte de Rialto, sin olvidarme de la Antica Drogheria Mascari que, desde hace más de un siglo, vende especias exóticas.

Como si hubiera metido mis manos en el equipaje de Marco Polo, mis dedos huelen a clavo de las Molucas, a pimienta y jengibre de Malabar, a canela de Ceilán, a incienso de Arabia y alcanfor de Borneo. Y, en las calles, veo tiendas antiguas que deben vender diamantes de la India, sándalo del Timor, muselinas de Mosul y espadas de Damasco.

En el puente del gueto me entretengo observando la ropa tendida: pañuelos que, a veces, se quedan colgados de una punta y parece que dicen adiós; camisas que se agarran al alambre con una desesperación de funámbulos caídos; y pijamas que deben amarse con los camisones de sus vecinas, porque se mecen bajo la brisa con la manga en la manga. Hay faldas de colores estridentes que forman disonancias rebeldes, como el jazz de Harlem. Son la alegre venganza de las lavanderas en todas las ventanas sin paisaje: blues sincopados que buscan el swing del viento en los barrios de la marginación: ropa tendida, palomas, colores que un niño sin pompas de jabón derrama por las ventanas del gueto; telas de mil colores, servilletas, manteles, gospels de la última cena en la última Pascua.

Ando sin rumbo, porque tengo una cita muy tarde, a la hora en que su echarpe blanco se ve mejor desde el puente, cuando ella ha quedado a venir a recogerme con su góndola. Un artesano me ofrece una máscara y la compro, porque sé que las colecciona y quiero hacerle un regalo. Me explica que tiene un valor especial y que no es una máscara de Carnaval sino el antifaz que se ponían los médicos durante las epidemias, tan temibles en la antigua Venecia.

Mientras tomaba el té —escribe Thomas Mann en La Muerte en Venecia— sentado en el velador de hierro del lado sombreado de la plaza, sintió de improviso en el aire un olor peculiar, que ahora le parecía haber sentido ya otros días sin prestarle particular atención. Un olor dulzón de medicamentos que le hacía pensar en miseria, llagas y una higiene dudosa…

Los gatos de Venecia, entre palomas y ratones, se alimentan mejor que Heliogábalo. Fueron siempre mimados por los venecianos que los consideraban el mejor remedio contra las epidemias. Forman como una república rebelde que vive ajena a las aguas. Ignoran las góndolas, andan siempre lejos de los canales y viven en los campos de piedra de la ciudad seca, porque aman más el misterio de los pozos que la melancolía de las mareas. Muchos de ellos habitan en el Lido, como los esnobs.

En una calleja de Rialto encuentro una vieja farmacia, decorada con preciosas tallas de madera, albarelos de Delft, vasos de vidrio de Murano, valiosos libros —viejas ediciones de Ambrosius Paré y Dioscórides—, morteros de mármol y metal, alambiques, retortas, una maceta con áloes y algunos objetos intrigantes: un camaleón disecado, un cuerno de rinoceronte y una tortuga.

Las farmacias venecianas eran, no más ayer, el lugar de reunión de los poetas. Stendhal frecuentaba la rebotica de Ancillo. Y también George Sand se encontraba aquí con su amante, el médico Pagello. La pobre tenía los pies hinchados porque la piel de los zapatos venecianos le resultaba muy dura. Y se quejaba de no encontrar en Venecia su papel para escribir.

El boticario me deja mirar el Hortulus, a ver si encuentro medicamentos antiguos: los remedios de Ibn el-Baytar (el ruibarbo, el ámbar, el alcanfor, el sándalo), las drogas del armarium pigmentorium, ungüentos, y el aqua mirabilis del papa Juan XXI. Le pregunto si, entre los remedios de tiempos de Marco Polo, tiene el corazón de hiena que se recetaba contra los espasmos. Y, a la luz de una palmatoria, me lleva a una habitación húmeda donde guarda las prensas para extraer el jugo de las plantas, las espátulas y los pesos. Y, buscando en las estanterías ruinosas unos tarros oscuros me enseña, al trasluz de la vela, un corazón de hiena y un corazón de ciervo para los cardíacos.

Hablamos de Marco Polo y de los tiempos en que al tabaco le llamaban «Hierba Santa» o «Hierba Divina». No sé porqué Marco Polo, que era tan observador, no comprendió que la imprenta que utilizaban los chinos para estampar vestidos o imprimir libros, podía utilizarse también en Europa, mucho antes de que Gutenberg y Aldo Manuzio perfeccionasen sus técnicas.

—Tampoco se interesó por la Gran Muralla —comenta con gesto escéptico el farmacéutico.

Me ofrece un café de Arabia, molido en un almirez de mármol: oscuro como un corazón de hiena.

Siempre hay algo que uno debería ver y no ve. O que uno no quiere contarle a nadie. Por ejemplo, la columna de mármol verde que hay en una iglesia antiquísima —cuyo nombre nunca revelaré— y que es el monumento mágico más maravilloso de Venecia. La descubrí una tarde cuando, en los días de nuestro primer encuentro, buscaba sus secretos: los ríos ocultos y enterrados, un campanil —ya sólo medio, porque en parte estaba derrumbado— donde alquilaban habitaciones, la primera casa de los Tasso en el Rio de Ca’ Dolce, las misteriosas figuras de los reyes que se abrazan en un ángulo de la puerta de la Carta, el lugar de Cannareggio donde estaba la vivienda y el jardín del Tiziano, los casinos y conventos de Casanova, campos históricos como el de San Polo que se convirtieron en cines al aire libre… Pero nunca quise llevar a mis amigos a ver la columna verde, porque me parecía traicionarla a ella.

LAS HORAS DEL CAFÉ Y LOS CAFÉS DE LAS HORAS

En tiempos de los Dogos, los venecianos tenían su propio calendario. El año comenzaba en marzo y la primera hora del día se contaba a partir del momento de la puesta del sol. También los cafés de Venecia tienen un horario diferente. Por la mañana el primer aire fresco sopla en las terrazas de los cafés de Riva Schiavoni, madrugadores y alegres. En las horas de calor es mejor el lado umbrío y fresco del Campo San Giovanni e Paolo, frente a la estatua del Colleoni. Y, desde el crepúsculo, los cafés de Piazza San Marco.

En mis tiempos de Viena me acostumbré a leer en los cafés. Los cafés vieneses son maravillosos para la literatura, el estudio, la tertulia y el psicoanálisis. Pero el espectáculo de la vida veneciana, vista desde el café, es otra cosa: prensa ilustrada.

—¿Quiere que le traiga la prensa? —me dice el camarero del Florian.

—No, gracias. Hoy la Piazza está llena de grandes titulares.

La primera bottega del café se instaló en los soportales de la Piazza San Marco en 1681. Y, pronto, proliferaron los garitos en los callejones oscuros, en los muelles húmedos, en los pórticos ruinosos. Estas tabernas, que a menudo llevaban nombres exóticos (Imperatrice della Russia, Tamerlano, Bottega dell’Arabo) vendían lo mismo café que vino y, ya entonces, los parroquianos debían conocer las especialidades de cada baccaro, especialmente los que servían las mejores malvasías. Y había un café de la Colomba, porque las palomas son las reinas de Venecia, las princesas caprichosas de la muerte y, cuando se sienten morir, vuelan hacia Oriente y se pierden en un lugar desconocido del cielo. El amor en Venecia se confunde siempre con un malentendido. Y los gatos persiguen a las palomas porque no quieren que se vayan a Oriente.

Los cafés tenían una doble vida, como la mitad de la población de Venecia: pacíficos durante el día, tumultuosos durante la noche. Y muchos garitos ofrecían a sus clientes salones particulares, donde no se respetaban las severas leyes de la Muy Cristiana y Dominadora República. Todo estaba reglamentado en Venecia: desde el tamaño mínimo de una sardina (siete centímetros) y una dorada (doce centímetros) en el mercado de la Pescheria, hasta las tarifas de las honorate cortigiane, catalogadas en un libro. La famosa Verónica Franco cobraba dos escudos.

Cuando Montaigne llegó a Venecia ya Verónica se había retirado de su oficio. Le envió al sabio francés un librito de cartas que había escrito. Debía de ser una mujer con mucha clase, porque tuvo el detalle de cobrar también dos escudos por su literatura, como «donativo».

Los burócratas de la Inquisición contribuían a la mala fama de los cafés, ya que ejercían en ellos su papel de «confidentes», delatando a los revoltosos, espiando a los extranjeros, escuchando las conversaciones y manteniendo siempre sus redes de corrupción y miedo. Sólo en determinadas fechas —los días de Carnaval— se detenía la infame maquinaria de las delaciones para que el pueblo pudiese celebrar sus fiestas.

En Pascua mi vieja sirvienta, la Maddalena, que sabía tantos refranes —L’ánema a Dio, el corpo a la tera, e’l bus del cul al diavolo per tabachiera (el alma a Dios, el cuerpo a la tierra y el agujero del culo al diablo, para tabaquera)— me traía de la taberna una focaccia y dos botellas de vino dulce. Por Navidades, una caja de almendrados. Por Difuntos, un saquito de habas dulces. Por San Martín, unas castañas. Y, el 25 de abril, día de San Marcos, tiraba los ovillos de lana —donde se esconde un diablillo que ella llamaba babao—, guardaba los peines embrujados, retiraba las imágenes de los santos, escondía la Biblia que yo tenía en mi mesita de noche, y nos regalaba un capullo —il bocolo— de rosa.

Maddalena aceptaba de mala gana que yo anduviese tras las huellas de Casanova. Soportaba de mala manera a mi amiga Cecilia Roggendorff, quien —además de tener unos ojos bellos como zafiros— presumía de ser descendiente de la última amante del famoso libertino. Nos preparaba, sin embargo, una deliciosa cena en la que nunca faltaba la dulce zuca baruca (calabaza asada en el horno). Pero me tenía prohibido gastarle bromas sobre el diablo y pronunciar en su presencia el nombre de Giuliano Capella. Anduve buscando huellas de este personaje que se había presentado en París en 1870 diciendo que era el diablo, pero recorrí todas las tabernas sin éxito, sin encontrar a nadie que hubiese oído hablar de él. Sólo mi vieja Maddalena debía de saber algo, porque un día me regaló un pañuelo bordado con un pentagrama…

Ya no quedan muchas huellas de las viejas tabernas venecianas, como una famosa que había en la calle de los Due Mori y que ofrecía a sus clientes una bebida llamada «alfabeto», a cinco sueldos el vaso. Pienso que debía de ser como un elixir inventado por Leonardo da Vinci, cuyos ingredientes secretos tenían que mezclarse en el almirez, nombrándolos en sentido inverso de la Z a la A —zafferano, violetta, ulivafiga (en presencia de las mujeres no se dice figa sino catapan), erba felice, dattero, corna, basílico, amarena—, removiéndolos de izquierda a derecha, y destilándolos luego en la luna llena.

Las langostas son también mejores cuando se pescan en la luna llena, porque comen más en las noches de plenilunio y, al moverse sin cesar, tienen la carne más mollar, más sabrosa, más crujiente. De esta opinión era Hemingway, que sólo mentía cuando estaba cansado. Pero en cuanto se bebía un carpano y conquistaba una posición fuerte en el Harry’s Bar decía cosas geniales, como que las langostas tienen los ojos saltones e inexpresivos como Georgie Patton, o que Santa Maria Zobenigo es una iglesia «magnífica para ser aerotransportada», o que los pescadores de Burano hacen bambini cuando no cazan patos. Y, cuando le servían el queso, miraba los agujeros del Emmenthal y comenzaba a hablar del desembarco de Normandía, metiendo el cuchillo por los túneles y las brechas que abría en las filas del enemigo.

Sartre se pasó una noche sin dormir en Venecia, obsesionado, creyendo que le perseguían langostas. Seguramente eran langostas a la Beauvoir: langostas con melones.

Las venecianas —me dijo un pescador de las islas— se vuelven también más bellas con la luna llena. Pero hay que invitarlas a pasear en góndola, llevando discretamente una manta, a la hora que, en el fondo de las aguas del Adriático, las langostas buscan estrellas.

«El viento era muy frío y azotaba sus rostros —escribió Hemingway—, pero bajo la manta no había viento ni nada; solamente su mano lastimada que buscaba la isla en el gran río de altas orillas escarpadas.»

De niños sólo pensamos en comer. Y cada vez que nos amamos y nos besamos con pasión, volvemos a ser como niños.

UNA PLUMA BLANCA PARA UNA PÁGINA NEGRA

La primera vez que llegamos a Venecia pensamos ingenuamente que era la ciudad de las aguas, la reina de las lagunas, la novia del mar. Desembarcamos en las alfombras rojas del Hotel Danieli, como ingleses húmedos, como espárragos perdidos en una copa de champán. Y, temerosos de haber cruzado el río del olvido, nos asomábamos una y otra vez a la terraza para contemplar la silueta negra de nuestro barco que arrojaba sobre la tranquila laguna bocanadas calientes de humo y carbón. Pero, quacia quacia, quatto quatto, descubrimos también la Venecia de los patios secos, de los soportales oscuros, de las escaleras sombrías y los pozos cerrados. Y dejamos el Danieli y la sombra de sus amantes infieles para aventurarnos en los hoteles del Gran Canal: el Bauer, el Gritti, el Monaco… Hasta que, al fin, encontramos nuestro pequeño refugio en el romántico Hotel Flora y en su diminuto patio donde las mortecinas hortensias cabalgan sobre una fuente de piedra, mordida y quebrada por los dedos del tiempo.

En las noches de luna, Venecia se nos fue apareciendo como una maravillosa ciudad malsana. Y fuimos dejando en ella buena parte de nuestra juventud, gastando el corazón en los posos amargos del café, perdiendo a veces la cabeza en los tapetes del casino, y abandonándonos luego al placer morboso de recorrer la laguna en nuestra góndola, contemplando los espectrales palacios y las torres dormidas que cabeceaban en el reflejo de las aguas como bellos cuerpos ahogados.

A mí, Venecia me pareció siempre una ciudad peligrosa para la literatura, como esas mujeres que, en una mala noche de vino, nos hacen escribir, con pluma blanca, una página negra.

También es verdad que los escritores hemos sucumbido siempre a los cafés, a las góndolas y a esas caras pálidas de la noche mal dormida que nunca acaban de entonar sus maquillajes con los colores de Venecia.

El más célebre de los cafés de la Piazza San Marco sigue siendo el Florian. Su fundador, Floriano Francesconi, lo creó con un propósito honesto: abrir un café para la clientela seria.

El espectáculo de la piazza dio vida al café. Se veían pasar tipos pintorescos de todas las nacionalidades (griegos de ojos cavilosos y oscuros, turcos de borrascosa barba, armenios, catalanes, borgoñones). Se oían los gritos de los vendedores, de los adivinos y de los albaneses que vendían cacahuetes tostados (bagigi); el sorteo de la tómbola y de la lotería; el pregón de los dentistas, los escribanos y los vendedores de hierbas… Y a la puerta del café se levantan dos de las maravillas del mundo: la mezquita cristiana de San Marcos y el palacio donde los dogos reinaron como crueles tiranos orientales, acostándose cada noche sobre las prisiones y los pozos en los que encerraban a sus enemigos.

Ninguna ciudad del mundo puede presumir de joyas tan bellas, porque los locos que la inventaron no pensaron, seguramente, en nada práctico. Unos pescadores oyeron un día un canto de gaviotas y de sirenas, vieron como sus barcas se convertían en escorpiones negros, se olvidaron de sus casas y de sus mujeres y se quedaron para siempre en este rincón del Adriático. Levantaron palacios góticos y construyeron un jardín encantado donde no hay árboles, sino fanales, chimeneas, columnas y espejos. Y tampoco se olvidaron de encender lámparas a cada una de esas pequeñas madonnine de piedra que buscan sus niños rotos por las esquinas.

Esclavos de la reina de las sirenas, construyeron una ciudad mágica. Cuando le regalaron una basílica de oro, ella la abrió como si fuera un cofre y lloró porque estaba vacía. Por eso los pobres pescadores se convirtieron en piratas y, para que su basílica fuese más grande que ninguna otra iglesia de la cristiandad, robaron en Alejandría el cuerpo de san Marcos. Transportaron la momia en un barco lleno de cerdos, para que los musulmanes no descubriesen la sagrada reliquia.

Ella es así: colecciona iglesias, palacios y joyas. Sus amantes le regalaron oro, mármoles, mosaicos, pinturas, caballos de bronce, puentes de media luna y esas góndolas negras que son como tacones altos para que sus vestidos no se mojen en los canales.

«Barca xé casa» (la barca es la casa), dice un viejo refrán veneciano. Como una casa flotante, la góndola se convirtió casi en un mueble de lujo.

Es posible que el nombre de «góndola» haga referencia a su forma de concha (conchula). Sin embargo, el lujo barroco de la góndola resultaba sospechoso para los severos inquisidores, que prohibieron los adornos dorados, las figuras talladas y las pinturas ostentosas. Y así fue cómo la góndola se vistió de negro. Pero este color no sugirió nunca a los venecianos la idea de la muerte, ya que en Venecia los colores del luto eran el verde oscuro, el azul o el marrón rojizo.

La Venecia que ensombreció de amor y celos los días de mi juventud, vestida de negro como una viuda, era rubia al sol, morena al claro de luna. La he visto mil veces teñirse los cabellos con acqua blonda y secárselos en la terraza de su casa. Tenía sobre el tejado una altana de madera, que era como un palomar de Oriente y que ella utilizaba para tomar el sol. Recortaba un sombrero de paja, conservando sólo las alas para cubrirse la cara, y dejaba caer su pelo largo a través del agujero. Así debía de gustarle más al Aretino, aquel poeta que convertía en famosas a sus amantes. Y se cuenta que algún marido, como el arquitecto Sebastiano Serlio, le permitía a su mujer los caprichos de la mala vida, sólo para que «mereciera la gloria de figurar en los versos del Aretino».

Mi Venecia tiene algo de aquella Desdémona que enloqueció a Otello. A la hora dorada y santa del crepúsculo me gustaba acercarme, atravesando un bosque negro de góndolas, a la casa donde ella había vivido en el Canal Grande, en un minúsculo palacio que llaman Contarini-Fasan:

Una casita con dos ventanas góticas y la fachada también de puro estilo gótico —escribió Balzac—, Cada día me he hecho dejar delante, emocionándome a menudo hasta las lágrimas. He imaginado la gran felicidad que podían encontrar aquí dos personas, habitando ajenas a todo el mundo.

Balzac no era muy bien visto en los salones venecianos, porque no perdía ocasión de rebajar la memoria de Manzini y de comentar que la Piazza San Marco era una imitación de la plaza del Palais Royal. Adoraba esas discusiones interminables en las que, al final, nadie le llevaba la contraria y hablaba solo durante media hora.

Cada palacio tiene su historia, cada isla su leyenda, cada calle su secreto. En el Gran Canal vivían los Pisani, ricos banqueros que se hacían construir sus casas por Palladio. En Ca’ da Mosto —adornada con grandes aros como las cortesanas de Venecia— habitó en el siglo XV Alvise da Mosto, explorador de paraísos que se reservó en la carta del mundo las islas más bellas: Cabo Verde y Canarias. En el palacio Giustinian Lolin vivía el rico mecenas Ugo Levi que coleccionaba partituras y organizaba en su casa los mejores conciertos de Venecia. Y en la Ca’ d’Oro —no sé por qué no la llamaron Ca’ d’Aria, casa de aire— vivió Maria Taglioni que enloqueció a los zares y a los poetas. Dicen que fue la primera bailarina que se vistió de sílfide con un tutú de seda blanca. Como el trabajo de musculación de las piernas no era entonces muy delicado, las muchachas desarrollaban unos muslos grandes, más propios de una campeona ciclista que de una prima ballerina. La pobre Taglioni murió en la pobreza, porque su padre —que la había hecho trabajar despiadadamente— la arruinó también con torpes especulaciones.

Hay palacios de una belleza melancólica y arruinada, vestidos ya de un marrón franciscano. Hay fachadas llenas de figuras de estuco, como una pesadilla. Hay balcones de mármol blanco con una simetría monótona, hay grietas amenazantes de arriba abajo, chimeneas que parecen recoger la lluvia en su embudo, hay paredes húmedas con frescos de Tiziano, hay casas tan hundidas que sus escaleras ya no sirven para subir sino para bajar al fondo de los canales. Y hay ventanas en ángulo que son como las esquinas de un biombo al doblarse.

Yo fui también esclavo de mis diablos en este jardín encantado. Y, si no perdí la fe, tuve miedo de perderla entre estos pozos y canales donde me esperaban los dos ángeles bizantinos de Venecia: trasnochadores, narcisos, enmascarados y malditos. Sobre el oro del crepúsculo parecen góndolas, palomas negras, siluetas de tinta china. Y ella se los ponía cada noche en sus pendientes y bailaba, como Salomé, hasta que sus ángeles sombríos me ahogaban entre sus alas.

ELEONORA, TE AMÉ COMO UNA ESTATUA ENCADENADA

Me gustaba también atravesar la Piazza San Marco en los días de acqua alta para llegar al Florian con los pies mojados. En la dudosa luz de las quimeras el ángel dorado del campanile, impulsado por el siroco, volvía sus ojos hacia la basílica de San Marcos. Las palomas buscaban un puerto en las calles inundadas, mientras los sumideros zureaban —palomos en celo—, rebosando torrentes de agua. Y me sentía así, dandi maldito, como si fuese a batirme en duelo con Gabriele D’Annunzio.

D’Annunzio me impresionó siempre porque llevaba tapado su ojo tuerto. Era un héroe nacional, manejaba como nadie las lanchas torpederas, pero yo le tenía ganas porque era un fascista. Y un día —sin duda mal aconsejado por ella— quise matarle. Conté los pasos en el agua pero, en el momento en que iba a volverme para retarle a muerte, oí a mis espaldas su voz que recitaba los versos de una «tarde de junio después de la lluvia»:

O nere e bianche rondini, tra notte

e alba, tra vespro e notte, o bianche e nere

ospiti lungo l’Affrico notturno!

Seguramente Eleonora Duse también había oído la canción de las golondrinas. Y no vendría ya a mi cita.

Bogaban las góndolas, «golondrinas, entre noche y alba, entre tarde y noche»… Pero Eleonora se había ido a la Casa Rossa, donde él —herido por la metralla, convaleciente, convertido en el héroe de Notturno— la esperaba para tomar el té con las sombras de Rilke, Henri de Régnier y Hugo von Hofmannsthal. A lo lejos se oía el concierto vienés de la artillería austríaca, temblaban las lámparas y, detrás de las cortinas de seda verde, estallaban los vidrios de las ventanas cuando las explosiones encendían el cielo.

La Piazza estaba inundada —escribió D’Annunzio— como un lago en un recinto porticado, reflejando el cielo que se descubría tras la fuga de las nubes, coloreado por el crepúsculo verde amarillento. Más viva, la Basílica de oro, como si se reanimase al contacto del agua… resplandecía con alas y aureolas en las luces extremas; y las cruces de sus mitras se vislumbraban en el fondo del espejo tenebroso, como la cima de otra basílica sumergida.

Chapoteando en el agua y caminando en la niebla, atravesé la plaza, hasta los soportales del Florian. Hacía frío, como el día en que el Verrocchio cogió en Piazza San Marco el resfriado que le llevó a la tumba. La esperé cien años, pero Eleonora Duse nunca acudió a mi cita.

Eleonora y yo fuimos siempre como las estatuas que se miran de lejos —encadenadas— en los muros de los palacios, a orillas de los canales. La busqué inútilmente en las siluetas fugitivas de las góndolas, pensando que vería volar su echarpe blanco. La esperé en el café, bajo las pinturas orientales y los espejos; solo entre luces amarillentas y las mesas vacías. No era la primera vez que me había dejado plantado. Seguramente porque quiso enseñarme la senda de amor de los pies descalzos.

Rilke, cuando la conoció —castigada ya por los amores ingratos— dijo que había engordado mucho, pero su sonrisa maravillosa no había cambiado. Me quedé esperándola con los pies mojados, rompiendo con rabia mis versos y acariciando entre mis manos un pequeño broche de vidrio —un moretto negro como un Otelo con un turbante de chispas brillantes— que me había costado una fortuna en Nardi.

El acqua alta produce un vapor de niebla, extravía los pasos, confunde las manecillas de los relojes en una hora lejana. Y menos mal que las campanadas de la Torre dell’Orologio nos permiten contar las horas —las seis, las siete, las ocho—, aunque nunca sabemos de qué año.

Sobre la mesa se me derramaron dos gotas de café y dibujaron dos islas, oscuras y amargas como los ojos de Eleonora. Seguía lloviendo y, mientras esperaba que amainase, me entretuve leyendo a Ugo Foscolo:

«Regreso a casa sin haberte vuelto a ver… he andado de aquí para allá en vano… pude verte en el café pero no te encontré… Amame, si no como yo te amo, al menos tanto como te amo…»

Entraron algunas personas en el café. Los espejos se animaron. Y la bandeja del camarero que se movía de mesa en mesa parecía la paleta del Tiziano: un sorbete blanco de limón, un misterioso licor de oro, una azucarera de plata, un vaso de agua fría y una taza de chocolate que humeaba como la niebla.

Venecia tiene el color de sus pintores: los oros y los rojos del Tiziano, las veladuras del Tintoretto y los cielos de Canaletto y de Turner. Y hay también un terciopelo rojo de los divanes del Florian que debe estar pintado por Francesco Guardi. A menudo se le veía en el café, cuando andaba corto de dinero y se paseaba entre las mesas, envuelto en su capa, intentando vender sus cuadros. Pero las familias ricas preferían ser retratadas por Longhi, quizá porque era… un magnífico pintor de máscaras y animales.

Venecia tuvo también buenos pintores de animales, como el Bassano. Y cuentan que el Tintoretto era muy lento pintando retratos, porque se entretenía mucho en los vestidos, en las joyas y en los detalles. Pero a los clientes impacientes les decía:

—Pues id a que os pinte il Bassan

El pequeño salón donde tanto tiempo la esperé, brillaba como un cofre, dorado por la luz de icono que se filtraba por las ventanas. Las manecillas del viejo reloj, colgado sobre la puerta, parecían plumillas: escribían números negros sobre la esfera de porcelana blanca.

Antes de irme le compré una flor blanca a la Teresa dei Fiori. Venía cada día a verme y me daba a elegir entre gardenias y camelias. Le pedí una gardenia, enfundé mi pluma, cerré los libros, guardé el moretto y el reloj en el bolsillo del chaleco, me calé el sombrero, cogí los guantes, y pedí al camarero mi abrigo y mi bufanda. Dejé en la mesa el verso roto y sólo ella se dio cuenta de que también dejaría olvidada la flor. Se llamaba Teresa Bistelli, pero la llamábamos la Teresa dei Fiori. Le hice una señal, antes de irme, para pedirle que recogiese lo que había dejado en mi mesa. Y en la piedad de sus ojos limpios de niña vi que había hecho, mucho antes que yo, la senda de amor de los pies descalzos.

LAS NOCHES BLANCAS —NOCHES EN BLANCO— DE VENECIA

En Piazza San Marco y sus alrededores nacieron otros cafés. El Aurora —el eterno vecino desconocido del Florian— era, probablemente, el más elegante, con su cubertería de plata, su magnífica vajilla, y su refinado mobiliario.

En el café Alla Minerva se dejaba ver, de tarde en tarde, el sabio e intrigante Giacomo Casanova, que tenía gustos gastronómicos muy exigentes. Viajaba siempre con un molinillo para prepararse su propio chocolate —naturalmente, turinés— y sólo bebía café expresso, en una época en que los cafeteros dejaban reposar el café de un día para otro.

Venecia era una ciudad apasionante para los aventureros, porque los conventos estaban llenos de monjas rebeldes, como sor Arcangela Tarabotti que escribió unos libros de títulos deliciosos que he buscado por todas las bibliotecas del mundo: Semplicità ingannata, Tirannia paterna y … Inferno monacale.

Pero no todas las monjas de Venecia eran tan frívolas. Y en el mismo convento de Santa Anna donde dejó su loca leyenda sor Arcangela, profesaron dos hijas piadosas del Tintoretto. En sus horas de labor reprodujeron en un bordado la Crucifixión que había pintado su padre. Y una de ellas perdió la vista en su primoroso trabajo.

Al morir Floriano Francesconi, su sobrino Valentino heredó el histórico café Florian. Era inquieto y progresista, joven estudioso y de litteras non paucas. Cuando el estrépito de las revoluciones conmovía a media Europa, organizó un viaje por Francia e Inglaterra para conocer las nuevas ideas, los acontecimientos y los adelantos. Precursor de los corresponsales de prensa, publicó sus impresiones en la Gazzetta.

La hojilla que editaba el Florian se convirtió también en un tablón de anuncios por palabras muy cotizado en Venecia. «Quien haya encontrado un perrito de aguas de España color tabaco, perdido en el barrio de San Moisé, que lo lleve al café Florian y recibirá un cequí de propina.» «Se busca palafrenero de honesta conducta que sepa peinar bien, hacer el café, el chocolate, limonadas y preparar como es debido una mesa. Tendrá una mensualidad de cuarenta liras en dinero, sopa, pan y lo que necesite a diario: librea entera, camisa, calzones, gabán y sombrero.»…

El genial Valentino se había adelantado a los acontecimientos que estaban por venir. El 12 de mayo de 1797 fue depuesto el último dogo: Ludovico Manin. Y los parroquianos del café Florian vieron cómo ardían en la plaza los símbolos ducales. Los invasores franceses quemaron el Libro de Oro donde figuraban los nombres de todas las familias nobles de Venecia en las que podía recaer la corona.

Los soldados de Bonaparte plantaron en mitad de Piazza San Marco un «árbol de la libertad», en torno al cual invasores y venecianos, en confusa camaradería, bailaron la Carmagnole.

Dansons la Carmagnole

Vive le son du canon!

En Corfú he encontrado algunos títulos nobiliarios —quizá falsos, pero evocadores— que llevan todavía las viejas familias que emigraron de Venecia. Son ellos los que plantaron los bosques de olivos de la isla, porque pagaban sus impuestos con aceite.

Valentino ayudaba también a los artistas y protegió a Canova. Padecía gota y le pidió al escultor que hiciese un molde de su pierna para que los zapateros pudiesen confeccionarle las botas apropiadas. Pero Canova aprovechó luego la pierna y se la colocó al Teseo vencedor del Centauro. Desde que conocí esta historia me ha quedado la inquietud de saber a quién pertenecen los bellísimos pechos que le puso a la Paolina Borghese.

—Da lo mismo —me comentó uno de los cuidadores de la Gallería Borghese—. Pero da gusto pasar el paño del polvo sobre queste tette, porque el Canova enceraba siempre sus estatuas.

—Meglio siliconate al Testerno…

El marido de Paolina se sentía celoso cuando oía comentarios sobre la celebradísima estatua y acabó arrinconándola en uno de sus palacios. La misma Paolina, que había jugado tanto con el escándalo, no se sentía ya cómoda en esta postura triunfante, después de Waterloo.

Napoleón regaló Venecia a los austríacos y se quedó sólo las obras de arte que le interesaban. Y, a partir de aquel momento, los cafés se convirtieron en una escuela de ideas liberales, centro de reunión de los carbonarios y de los «patriotas» que luchaban contra la dominación austríaca.

En el Florian se enteró Stendhal de que Napoleón había sido derrotado en Waterloo y de que los reyes volvían a «envilecer» la historia de Francia.

También Venecia había cambiado. Sus aventureros alegres e irreverentes se habían convertido, a la luz del Romanticismo, en diablos.

El perverso William Thomas Beckford se movía por los soportales de San Marco, fugitivo como un rayuelo de luna. Pensaba que vivir la noche en Venecia era como fumarse una pipa de opio en Oriente. Nadie dormía en la ciudad de la laguna, porque siempre había un jaleo de guitarra, una sala de juegos abierta o una mujer desvelada en la puerta del café. Y Beckford, diablo pálido, parecía un guante inglés perdido en la banqueta de terciopelo del Florian.

Téophile Gautier también andaba en 1850 por estos canales siguiendo al siniestro Melmoth: el diablo depravado que creó Charles Robert Maturin. Tenía visiones goyescas e imaginaba las calles llenas de penitentes con hábitos negros. Se le amontonaban en la cabeza las historias de los Tres Inquisidores, el Puente de los Suspiros, los horrores de la Cárcel de los Plomos y las ejecuciones del canal Orfano.

A Chateaubriand nunca le agradó Venecia, porque le enervaba tener que embarcarse para andar por las calles, y odiaba esos pasadizos oscuros que parecen corredores. Pero, en el crepúsculo de Venecia, se dio cuenta de que no había aprendido a envejecer. Se había vuelto tan monárquico que manchaba los pañuelos de azul cuando, al toser, se los acercaba a la boca. Ya tarde comenzó a interesarse por aquellas luces del crepúsculo veneciano que le recordaban los colores del Tiziano. Paseaba por el bellísimo cementerio de la isla de San Michele y por los misteriosos mausoleos judíos del Lido, que son uno de los rincones más románticos del mundo. Y andaba muy interesado por saber cosas de Byron, sobre todo cuando Isabella Albrizzi le explicaba cómo había conocido al jovencito inglés y cómo le había visto caminar disimulando su cojera, muchas veces paseando solo —embozado en una capa—, a la luz de la luna.

«Byron era un actor nato —escribe Chateaubriand, recordando las palabras que le había oído a Isabella Albrizzi— y no hacía nada como los demás… Mantenía la pose para suscitar efecto y estupor… siempre en escena… incluso cuando comía una calabaza asada.»

Byron era un esnob, porque el esnobismo es un producto estelar de la aristocracia, igual que el nuevo rico es un subproducto de la burguesía. Hubo reyes esnobs —como Jorge IV, inventor del ponche al marrasquino, el pabellón chino, la ropa suelta y otras atrocidades— pero no puede haber reyes nuevos ricos.

Creo que Chateaubriand no fue justo con Byron, probablemente porque consideraba que la crítica había sido más generosa con Childe Harold que con René. Las vidas de los dos poetas fueron, en su juventud, casi paralelas; porque Chateaubriand —exiliado en Londres— había pasado también inolvidables momentos de ocio bajo el viejo olmo de Harrows donde Byron escribió Hours of idleness. Los dos coincidieron en aquella misma sombra, sin encontrarse nunca. Los dos se habían criado en viejas mansiones ruinosas —Chateaubriand en el castillo de Combourg y Byron en Newstead— y eran hijos de una nobleza rancia y desheredada. Los dos eran románticos y viajeros, pero Byron tuvo la suerte de morir joven y no manchó su leyenda revolucionaria con una carrera política atormentada.

Byron frecuentaba en Venecia el palacio Albrizzi donde era recibido por la rica viuda que había heredado la mansión, al morir su marido. Isabella era una griega enamorada de la escultura y, a la luz de las velas, podía mostrar en sus salones algunas de las mejores obras de Canova, como la Cabeza de Elena o la excitante Hebe que escanciaba el vino a los dioses mostrando, bajo su blanco velo, la pelusa naciente de la primera hoja de parra.

Los Albrizzi, enriquecidos con el comercio de telas y aceites, compraron un palacio sobre el Rio de San Cassiano. El exterior —desprovisto de los frescos que decoraban la fachada— tiene una elegancia simétrica y discreta. Pero el interior conserva sus salones policromados, sus estucos, sus colecciones de cuadros, un pórtico en blanco y oro donde se daban conciertos, y techos decorados con deliciosas pinturas de Antonio Pellegrini.

Isabella Albrizzi —que había sido amante de Ugo Foscolo, «sincero como el espejo que no engaña»— admiraba también a Byron. En los Ritratti evocó la imagen del joven poeta inglés: sus «finísimos cabellos de color castaño», sus ojos «azul cielo», sus dientes «como perlas», las mejillas «del color de una rosa pálida» y un cuello blanquísimo que «parecía modelado al torno». Byron, siempre cínico, la recordaba como «una muchacha de Corfú, casada con un veneciano muerto, o sea, muerto apenas casado».

INÚTIL VENECIA, MARAVILLOSO DESASTRE

En 1839, los clientes del Florian vieron, con gran escándalo, cómo en la Piazza San Marco se instalaban modernas lámparas de gas. Con los guiños de la luz de aceite pasaron, mal leídas, las páginas de cuento del pasado. Y, en el susulto de las hojas, quedáronse las sombras dormidas.

Una luz, brillante y sin secretos, iluminó la vieja plaza donde antaño se dieran cita las maravillas: los extraños animales que trajo Marco Polo de sus viajes a Oriente, las esclavas negras que vendían los mercaderes de Levante, las corridas de toros, los torneos caballerescos a los que asistió Francesco Petrarca, los animados espectáculos de la Fiera della Sensa que todavía se celebraban en mis tiempos de juventud, la insólita figura del feroz Barbarroja que se arrodilló delante del papa, los castillos o torres humanas que llamaban forze d’Ercole, o el globo aerostático en el que el conde Zambeccari sobrevoló la ciudad en 1784. Sin olvidar el milagroso desplome de la inmensa mole del campanile que se vino abajo en la mañana del 14 de julio de 1902, llenando la plaza de escombros y sin matar ni siquiera una paloma. Una copa que se guardaba en una habitación de la torre quedó incluso intacta.

Nada se escatimó para ennoblecer estas bomboneras que me recuerdan todavía los más lujosos departamentos del Orient Express: los divanes de terciopelo rojo, las mesitas de mármol, las puertas de caoba, las artísticas lámparas —sostenidas por bacantes y ángeles de amor—, los espejos y el parquet de nogal con sus finas marqueterías…

El Risorgimento se drogó con cafeína, se estimulaba con puros habanos, se entretenía con el billar y escribió su historia heroica en los cafés, entre ramos de rosas. Una nueva clientela acudía al Florian: Charles Dickens, John Ruskin, Emilio Castelar…

De todos ellos creo que Ruskin es el que mejor comprendió Venecia, porque amaba las cosas inútiles, a diferencia de muchos burgueses que no comprenden el arte porque le buscan a todo un sentido práctico. Viajero snob and fashionable, Ruskin sacó un billete de tren desde Charing Cross a Venecia y regresó ya definitivamente loco, con el seso comido por el Decorated Style. Debió haberse apeado en Ruán —ciudad que también adoraba— donde habría enseñado Historia del Arte a la pobre Emma Bovary. Y ella, al conocer mejor la «lección moral de Giotto», habría dedicado su vida a las obras de caridad.

Sólo la Asunción del Tiziano —la «perfección» la llamó Dickens, «el cuadro de los cuadros» para Hermann Hesse— vale más que el Florian. No me extraña que Carlos V se inclinase para recogerle los pinceles cuando el pintor le hacía sus retratos.

Ésa fue la Venecia que frecuentaron, en la época de nuestros abuelos, Proust y Verdi, Ibsen y D’Annunzio, Liszt, Richard Strauss, Thomas Mann y Stefan Zweig.

A Proust le costaba mucho colocar en las revistas sus crónicas de Venecia. Pocos le aceptaban entonces como escritor y, menos que nadie, los que se las daban de entendidos. Se sentaba en la terraza del Hotel Europa, a ver la puesta de sol. Le agradaba contemplar el paisaje y escuchar a un barquero que pasaba cantando O sole mio por el canal. A veces iba a visitar a Mariano Fortuny, el joven decorador y escenógrafo español, cuya madre —la señora Madrazo— era la perfecta anfitriona. Vivían en el histórico palacio Pesaro, en una casa gótica, que yo recuerdo en ruinas. Pero en tiempos de los Fortuny había sido una mansión lujosa, en la que los invitados eran recibidos en torno a una mesa vestida con maravillosas sedas, con platos de cobre repujado llenos de frutas y dulces que la señora Madrazo presentaba en bandejas con faralaes de cartón dorado, espolvoreado de azúcar. Las sedas que diseñaba Fortuny, inspirándose en los brocados florentinos y venecianos del siglo XVI o en los encajes de Brujas, fueron el sueño de las mujeres más interesantes de la belle époque, como Isadora Ducan, Sarah Bernhardt y Eleonora Duse.

Recuerdo haber visto en exposiciones y colecciones algunos de estos tejidos, como un manto forrado de pieles que parecía sacado de una pintura florentina, chilabas orientales elegantísimas, túnicas de seda plisada como el peplos griego, un precioso albornoz de terciopelo toscano, y bolsos de seda y perlas que luego he visto copiar mil veces a otros diseñadores modernos. Creo que todos los grandes modistas de nuestro tiempo, desde Coco Chanel a Valentino, le deben algo a Mariano Fortuny.

Las sedas de Fortuny las encontré también en las páginas de Proust, sobre todo en la Prisionera, cuando Albertine desfila como una modelo, llevando uno de esos vestidos «únicos», que confieren a una mujer «una importancia extraordinaria».

Otros días Proust iba a ver los cuadros de la Accademia o de San Giorgio degli Schiavoni y buscaba los colores de los vestidos de Albertine en las pinturas del Carpaccio, o paseaba con maman por la basílica de San Marcos, observando pequeños detalles: el colosal evangelio encuadernado en cordobán, los mosaicos de mármol y vidrio del suelo del baptisterio y los pájaros que beben en las urnas de mármol de los capiteles bizantinos. Le gustaba perderse por los pequeños campi y los ríos abandonados. Quería ver en su trabajo a la gente del pueblo: los artesanos del «vidrio o del encaje y las pequeñas operarias con grandes chales negros de rayas».

Alguien me dijo que Proust había tenido una disputa muy seria con su madre en Venecia. Algo de eso se adivina en La Fugitiva. Él era así y no podía vivir sin su mamá. La tenía incluso retratada en el comedor de su casa en París. Y, cuando Wilde fue a visitarle —se había puesto una corbata gris tórtola para la ocasión—, salió corriendo, disculpándose: «No puedo soportar estos muebles burgueses y estos retratos de familia. Me falta el valor. Adiós, querido monsieur Proust, adiós».

NADIE DUERME EN LA CAMA DE BYRON

Tenía la costumbre de sentarme a la hora del crepúsculo, a orillas del Canal Grande, frente a la casa donde había vivido Lord Byron. Había allí justamente un traghetto donde las mujeres esperaban, con las cestas de la compra, para pasar al otro lado del canal. Y, mientras veía bogar a los gondoleros en las aguas doradas, llevando en sus barcas a tantas muchachas bellas, me venía a la memoria el Lagunen-Walzer de Strauss: «Ach, wie so herrlich zu schaun, sind all’ die liebchen Frau’n».

«Ahora —escribió Hemingway, en Al otro lado del río— nadie duerme en la cama de Byron, ni en la otra cama, dos pisos más abajo, donde se acostaba con la mujer del gondolero.»

El joven Byron había alquilado una planta en la parte más moderna del palacio Mocenigo. Pero no sabía que los fantasmas más interesantes se ocultaban en la casa vecchia, porque en esas habitaciones húmedas vivió en 1595 Giordano Bruno. Fue precisamente el propietario de este palacio, Giovanni Mocenigo, quien le invitó a su casa para que «le enseñase los secretos de la memoria y otras cosas maravillosas». Pero, luego, le acusó ante los inquisidores por haber sostenido herejías contra el sacramento de la Comunión y contra la Virgen. Y de allí le condujeron a la cárcel y luego a Roma, donde —después de analizar su obra, línea por línea, con una paranoia criminal— le asaron en la hoguera.

Cuando el matrimonio Shelley llegó al palacio Mocenigo en 1818, el gondolero ya comenzó a contarles historias escandalosas de Lord Byron, el «jovencito inglés, con un nombre extravagante, que vivía en el mayor lujo gastando muchísimo dinero». Le veían salir cada mañana a nado hasta el Lido —donde le esperaban sus caballos— o hasta la isla de San Lazzaro, donde aprendía armenio con los frailes. Traducía al inglés la Epístola a los Corintios. Su maestro era el padre Paschal Auger y Byron contribuyó a la publicación del Diccionario inglés-armenio en la imprenta del convento. Pero, en el fondo, esa vida esnob y frívola que era su disfraz estético, ocultaba una laboriosidad constante. Y en la biblioteca de los frailes documentaba algunos temas que utilizaría en el Manfredo, incluyendo algunas referencias a Zoroastro.

Le gustaba tanto nadar que, a veces, regresaba por las noches a su casa a nado, sosteniendo un farol en la mano izquierda para iluminarse y evitar que le abordasen los gondoleros.

Al regresar al palacio Mocenigo tenía siempre miedo de encontrarse a su amiga Margherita Cogni —la mujer del panadero—, que le esperaba en las escalinatas gritándole:

—Ah! Can’ della Madonna, xe esto il tempo per andar’ al Lido?

Los gondoleros se detenían a ver la escena porque las peleas de los dos amantes formaban ya parte de la leyenda romántica de Venecia. La fornarina estaba bellísima con los largos cabellos mojados por la lluvia y su mirada feroz relampagueando entre las lágrimas. Era una ragazza de veintitrés años, formidable, altísima, con fascinantes ojos negros y unos andares de princesa. También era orgullosa y celosa, hasta el extremo que no dejaba entrar en la casa a ninguna otra mujer, exceptuando «las brujas horrendas» que contrataba para el servicio.

Las peleas de Byron con sus amantes fueron célebres en Venecia. Y, cuando vivía en la Frezzeria, en casa de un vendedor de telas, se entendía a la vez con la mujer del comerciante y con su cuñada, situación que llevaba a las dos mujeres a repartirse bofetones «que dolían con sólo oírlos».

Una amiga veneciana me abrió las puertas del Palazzo Mocenigo. En una pequeña estancia se encontraba el escritorio donde Byron compuso los primeros cantos del Don Juan y del Mazeppa. No sé por qué Robert Browning, cuando visitó la casa en 1881, cometió la estupidez de poner su firma en la mesa. En tiempos de Byron, las paredes tapizadas de seda, las cariátides de madera y las vigas doradas debían de formar un bello conjunto. Me impresionó el gran salón, con su piano y sus muebles del siglo XVIII. Pero debía de estar algo más descuidado cuando los animales de Byron —pavos reales, perros, gatos, loros, monos y un cuervo— y el horrible matrimonio Shelley se paseaban por las habitaciones, tirando las cáscaras de naranja por los suelos y dejándolo todo en desorden como si estuvieran en la selva.

Cuando uno se asoma al portego del palacio Mocenigo divisa, en la otra orilla del Canal Grande, una de las más bellas fachadas de Venecia. Es la casa donde vivieron Francesco Foscari —el dogo más joven que tuvo Venecia— y su hijo Jacopo. Los dos fueron víctimas de las intrigas políticas que inspiraron a Byron su tragedia The Two Foscari.

En el palacio Querini, a orillas del Gran Canal, tuvo también la rubita Marina Benzon uno de los más famosos salones literarios del siglo XVIII, mejor que los de París, si hemos de creer a Stendhal. Sólo Chateaubriand se aburrió en el palacio de «aquella dama negra con ojos de serpiente». Pero los jóvenes románticos —Byron, Thomas Moore, Antonio Lamberti, Ugo Foscolo— se enamoraron de la exuberante y escandalosa biondina en la hora mágica de su decadencia, escribiéndole muchos versos galantes: «La biondina in gondoleta, l’altra sera g’ò menà».

De ella se decía, como de tantas otras mujeres bellas, que elegía a los jóvenes en la calle y les invitaba a su palacio. Pero en su vejez estaba ya tan gorda que la llamaban, con toda crueldad, «stramazzo despontà» (el colchón descosido). Y vivió sus últimos días, zozobrante, descosida, pintada, y vestida de negro, como las góndolas que comenzaban ya a escribir su leyenda fúnebre, al gusto romántico. Debía de tener una enorme colección de perritos, como la dulce millonaria americana Peggy Guggenheim, que les construyó un cementerio en su casa de Venecia. Los enterró junto a su lápida negra, entre petunias blancas. Les llamaba my beloved babies, pero algunos de ellos tenían nombres de chulos: Cappucino o Toro.

La famosa mezzo María Malibrán —la hermana de Paulina Viardot— protagonizó el primer escándalo cuando llegó a Venecia para estrenar el Otello de Rossini y se negó a subir a una góndola y «sepultarse viva en estos ataúdes negros». Era una muchacha apasionada y genial, quizá la primera cantante que fue también célebre como actriz, porque se entregaba a sus personajes. Su padre, el tenor Manuel García, había educado a sus tres hijos con una disciplina feroz, sin ahorrarle a la pobre María algunos arrebatos de violencia. Y dicen que, en cierta ocasión, representando el papel de Desdémona junto a su padre, el público se quedó sobrecogido al verla correr por la escena, gritando desesperada: «¡Me matará de verdad, me persigue para matarme de verdad!».

Era capaz de representar todos los papeles femeninos del Don Giovanni: doña Ana, doña Elvira, Zerlina… porque en su voz —misterio de las grandes divas— fascinaba siempre el color…, lo mismo si interpretaba el papel de doña Ana, con su frase larga, o atacaba el la agudo de doña Elvira en el trío del segundo acto, encendiendo las luces del la mayor que fue siempre la tonalidad del amor voluptuoso en Mozart, antes de que su dulce melancolía se abatiese sobre los últimos conciertos para clarinete

Musset se enamoró de María Malibrán viéndola interpretar Otello, tocando el arpa en la Romanza del Sauce: «Assisa a’piè d’un salice, immersa nel dolore, gemea traffita Isaura dal più crudele amore: L’aura tra i rami flebile ne ripeteva il suon».

María Malibrán fue la cantante de Venecia, la reina de sus canales, la voz morena y grave de sus tragedias. Cuando entraba en su palacio, los negros de ébano de las escaleras parecían, a la luz inflamada de sus antorchas, amantes enloquecidos de celos. Dejó una leyenda de amor tan romántica que, cuando pienso en ella, recuerdo todavía a María Callas. Las dos eran hijas del sufrimiento, de la tragedia, de la poesía, de esa voz de Dios que sólo algunos místicos, como Mendelssohn, se atrevieron a identificar con una mujer o, quizás, un niño.

María Malibrán era imperfecta y distinta, brillante hasta el exceso; sobre todo cuando, llevada por la fuerza de su pasión, desafinaba, poniendo en pie a sus partidarios y a sus detractores… Divino misterio del error, tan parecido a la creación del mundo y a los conmovedores fracasos de Dios.

Hay muchas estrellas, pero los románticos amamos especialmente las fugaces, porque duran un segundo, que es —para los que no somos agnósticos— un instante de la eternidad.

María murió a los veintiocho años al caerse de un caballo —sin haber llevado a la escena el papel que Bellini le había escrito en I Puritani—, pero dejó un recuerdo inmortal, como si se hubiese ahogado en una góndola.

Hace años, cuantió el teatro donde ella interpretó La Sonnanbula se caía ya a trozos, me venía a ver aquí concursos de canto y comedias. Luego el local se convirtió en un cine y, en las tardes frías de enero, me refugiaba en su patio de butacas y —como las películas me aburrían— me quedaba dormido en el calor de la sala.

El pintor Léopold Robert, después de exponer en San Marco los Pescadores de Chioggia, se suicidó entre las góndolas para que el mundo recordase siempre sus desgraciados amores con Carlota Bonaparte, princesa de Francia e infanta de España. Era un muchacho exaltado y romántico, genial en las escenas de género y pintaba en todos sus cuadros intrigantes personajes que parecían muertos o dormidos. Entre muchas maravillas pintó el rostro de una vieja gitana ciega que aparece en otros cuadros del romanticismo: una de las obsesiones más misteriosas de la historia de la pintura.

George Sand, que vivía enfrente de su casa, le veía pasar cada día «en una barca que conducía remando él mismo. Vestido con una blusa de terciopelo negro y con una boina igual, recordaba los pintores del Renacimiento. Tenía un aspecto pálido y triste, una voz áspera y estridente…, era considerado un maníaco entre los más melancólicos».

Carlota Bonaparte —recién enviudada— era enfermosa, tímida, delicada y tenía ciertas dotes para el dibujo. Había sido incluso confidente de Leopardi, pero no podía cargar en el pesado baúl de su exilio las locuras del pobre Léopold Robert.

«Le encontraron —refiere Louise Colet— sentado en un baúl, con el cuello cortado…, había tenido el detalle singular de enjugar la navaja y guardarla en su estuche.» Es difícil comprender cómo en la alegría de su paleta y sus luminosos colores de Italia se ocultaban tantas sombras.

En Corte Minelli 1861 hay una casa discreta y estrecha que se asoma sobre el puente del Rio dei Barcarolli. Pienso que es aquí donde George Sand vivió con el médico Pagello, después de separarse de Musset. Trabajaba sin descanso, como era habitual en ella, cosiendo cortinas, cortando fundas para las sillas, arreglando muebles y escribiendo de todo: André, Jacques, Mattea y las primeras Lettres d’un voyageur.

El tiempo —comienza Mattea— se volvía cada vez más amenazante y el agua, teñida de un color de mal augurio que los marineros conocían bien, comenzaba a batir violentamente los muelles y a entrechocar las góndolas amarradas a los escalones de mármol blanco de la Piazetta.

Los ruiseñores enjaulados que cantaban en los balcones le alegraban la vida, mientras escribía envuelta en el humo de su larga pipa, animada por los «veinticinco mil francos de café» que consumía. Y su estornino domesticado compartía las tazas, igual que bebía la tinta y se comía el tabaco de la pipa.

Musset, antes de partir definitivamente, le escribió una carta desde el Florian diciéndole: «Adiós, criatura mía…, creo que he merecido perderte». Y ella, preocupada todavía por su salud, le respondió con una nota temblorosa, escrita a lápiz en una góndola: «No te vayas así…, aún no estás curado». Pero a él le gustaban más las muchachas ingenuas, como Bernerette y Mimi Pinson, que regaban las flores asomadas a las ventanas. Y a ella le gustaba dormir en el suelo, en las escaleras que descienden de los Giardinetti al Canal Grande. Se hacía llevar por una góndola hasta allí a la hora del crepúsculo, cuando los escalones todavía guardan el calor del sol.

VEINTICUATRO MUJERES Y NINGÚN SOMBRERO DE BUEN GUSTO

Cuando el nuevo café Florian se inauguró en 1858, los militares austríacos interpretaban todavía en la plaza la mejor música alemana. La magnífica acústica de la Piazza también sirvió para representar algunas óperas, como Cavalleria Rusticana y Pagliacci. Wagner escuchó, desde los salones del primer piso, las oberturas de Rienzi y Tannhäuser. Pero los alemanes preferían los cafés del otro lado de la plaza.

La competencia del Florian era el Quadri, donde se reunían los moderados. Bajo la dominación austríaca se había llamado café Civil y Militar, con un rótulo en alemán que decía KAFFEEHAUS.

Después de la revolución y la independencia, el Quadri tuvo que disimular su turbio pasado cambiando frecuentemente de nombre: Caffè della Guardia Civica, Caffè dei Lombardi, Caffè della Guardia Civile… Para acallar las malas lenguas, el propietario mandó colocar sobre la puerta un gran retrato del rey Víctor Manuel, rodeado de guirnaldas de flores.

El Quadri fue decorado también con alegorías, exotismos y fantasías moriscas. Adoro este café, porque es como un delirio de espejos donde todo se refleja en todo. Es muy fácil enamorarse de la mujer del prójimo cuando uno, entre falsas tapicerías y mármoles, se deja llevar por la ilusión del trompe l’oeil.

En uno de los salones superiores del Quadri, Stendhal escuchó al célebre tenor Giambattista Velluti, que cantaba entonces en La Fenice la Muta di Portici. Con su estilo inconfundible, anotó que a la audición asistieron «veinticuatro mujeres, pero ningún sombrero de buen gusto». Hacía poco que había publicado El rojo y el negro, pero le gustaba vivir en su discreto anonimato: «No digáis a nadie que estoy aquí… Os escribo desde el café Quadri».

Stendhal era cónsul en Trieste y, por eso, venía a menudo a Venecia, donde podía conversar con Rossini y asistir a los estrenos del San Benedetto y de La Fenice. Iba al teatro tres veces por semana y se desplazaba siempre en góndola. Sentado en la terraza del café, vio pasar a Lord Byron con su última amante, la condesa Guiccioli, que «llevaba zapatos de seda roja».

Alejandro Dumas se sentaba también en el Quadri, rodeado por una corte de admiradores a los que divertía con crueles epigramas dirigidos contra sus colegas y con el relato de sus hazañas, porque estaba muy orgulloso de su triunfo con La Dama de las Camelias. El éxito fue tan grande que Verdi compuso La Traviata, inspirándose en este tema. Sin embargo, el estreno de la ópera en La Fenice, el 6 de marzo de 1853, no fue precisamente un laurel.

Nietzsche llevaba al café las cuentas de su maltrecha economía: «Bistecca, 45 pf.– Rissotto, 38,5 pf.– Maccheroni, 24 pf.– Arrosto de ternera en salsa picante, 38 pf.– Due uova, 10 pf.».

El Quadri fue el café preferido de Cocteau, de Braque, de Dalí, y de todos los disidentes. Siempre me hizo gracia pensar que, en la estética de los escritores, la imagen es un reflejo del alma. Para Hemingway las góndolas eran «caballos de carrera». Para Cocteau los gondoleros tocaban el arpa cuando movían los remos.

UN REY DE ARMAS DEL VICIO

El más original de todos los locos que anduvieron por Venecia fue, sin duda, Frederick Rolfe, más conocido con su seudónimo de Barón Corvo. Digno sucesor de Casanova, tuvo una vida aventurera y maldita, enloquecida y depravada, desde el seminario hasta Venecia. Se paseaba con un cuervo sobre los hombros, recordándole al mundo su nevermore. Cuando le expulsaron del seminario, adivinando que podría llegar a ser un papa del Renacimiento —había imaginado un Vaticano con una guardia suiza de gimnastas desnudos—, decidió irse a vivir a una góndola. Era como un rey de armas del vicio, heredero de los Borgia, gondolero de la noche oscura. Aprendió a manejar el remo y a escribir empapado, agazapado en su barca negra, en medio de la niebla de la laguna. Cuando hacía una mala maniobra y caía al agua, seguía fumando su pipa de cara al cielo «para no perder de vista las estrellas». Y esperaba pacientemente que su criado, que le seguía en otra góndola, le trajese ropa nueva y seca. En verano dormía en la playa del Lido, y, en las pesadillas, hacía fotografías submarinas. Y, cuando se despertaba, seguía navegando en el amanecer, recitando a Shakespeare («Full many a glorious morning have I seen… Gilding pale streams with heavenly alchemy») soñando en «un mundo crepuscular, con un cielo sin nubes y un mar en absoluta calma, hecho de cálidas, líquidas, límpidas esfumaturas de color heliotropo, violeta y lavanda; con franjas de bronce pulido engastado con esmeraldas».

El Cafe Lavena conserva todavía una lápida dedicada al más fiel de sus clientes: Richard Wagner. El músico frecuentó este local durante sus largas estancias en Venecia: primero, huyendo de un matrimonio desgraciado y de un amor desesperado con Matilde Wesendonk; y, más tarde, acompañado por Cósima Liszt. Dejaba siempre mujeres ofendidas, hilando rencores, apartadas en bandos.

La primera vez que llegó a Venecia se hospedó en uno de los palacios Giustinian, sobre el Gran Canal. Su piano sonaba maravillosamente en la acústica de las habitaciones góticas que él hizo tapizar de terciopelo rojo. Pero el estudio de Schopenhauer y Buda le sumía en un estado melancólico. Allí escuchó por primera vez el canto de los gondoleros, tan doliente y huérfano cuando se oye en la bruma de la noche. Y en él se inspiró para componer los lamentos del tercer acto del Tristán. Los remeros voceaban su contraseña «como un profundo gemido que culminaba con un grito in crescendo: ¡oh… Venezia!».

Después del triunfo del Parsifal, Wagner regresó a Venecia y alquiló veinte habitaciones en el palacio Vendramin. Ningún lugar mejor para los últimos sueños de un iniciado que este espléndido palacio del Renacimiento donde se siente la presencia turbadora de Dioniso. En una de las puertas que conduce a la antigua bodega hay una inscripción que dice: «Bacchus Dulce Venenum». Y por las ventanas entra a raudales la luz ebria y órfica del Gran Canal, fantasmal y blanca como una pluma.

Wagner se sentía ya viejo, encanecido por la vida de músico y herido por la enfermedad. Pero aún tuvo fuerzas para acudir al Lavena con Cósima, con Franz Liszt y sus amigos. Se celebraba la despedida del Carnaval. Y allí se unió a las máscaras que bailaban en torno a un farolillo agonizante, cantando en coro la última y más triste canción del Carnaval: El va! El va! [¡se acaba, se acaba!].

El amor y el riesgo siempre van juntos en Venecia. Y quizá por eso los apartamentos y nidos de amor reciben aquí el nombre de casinos. Para los juegos de azar se utiliza exclusivamente la palabra francesa, con su acento fonético agudo: casinó. El Lido, con sus bellos jardines, es el casinó de las noches de verano. Pero en las frías madrugadas del invierno veneciano resulta más acogedor el elegante Palazzo Vendramin Calergi que fue el último castillo de Richard Wagner. Allí murió un día tormentoso de 1883, sobre el terciopelo rojo de un sofá, en un día 13, «noir; impair et manque»…

Como una premonición, Liszt acababa de componer en estas mismas habitaciones La Lúgubre Góndola: una de las piezas más bellas de aquel genial concertista que, despojado de todo, se alejaba también de Venecia, errabundo, disonante, fantasmagórico, vagaroso, suspendido en sus huesos, vestido de franciscano.

La góndola le recordaba a Thomas Mann «el último y silencioso viaje». Y, por eso, escribió en el Hotel des Bains una novela inquietante, La Muerte en Venecia, que era una iniciación a los tabúes de la muerte y de la ambigüedad de la belleza.

En las angustias de un verano de calor y cólera, Gustav Aschenbach —el protagonista de la novela— se alejaba para siempre de la ciudad, ahora maldita y desierta:

La atmósfera de la ciudad, aquel olor un poco marchito de mares y lagunas del que había querido huir tan deprisa, ahora lo respiraba en profundidad, con dulces y dolorosas bocanadas. ¿Era posible que él no hubiese sabido, que no hubiese recordado cómo su corazón estaba unido a todo esto? … Lo que le parecía más penoso, a veces del todo insoportable, era el pensamiento de que no volvería más a ver Venecia, que aquello era un adiós para siempre.

ÚLTIMO ADIÓS A VENECIA

Los viejos gatos de la bohemia aprendimos en los tejados muchas cosas que no se aprenden a ras de tierra. Y, en aquellas noches de escalofrío y lluvia, cuando las chaquetas de pana se nos iban convirtiendo en terciopelo, descubríamos los principios ignorados de la astrología de las ciudades —la oposición de las sombras en los patios, el sextil de las farolas reflejadas en la plaza— y adivinábamos la física del tiempo, la nueva dimensión del silencio, la mecánica del insomnio, la bioquímica del café, el cálculo casi tensorial de las facturas, la embriaguez de las lágrimas y la geometría de las esquinas. Descubrimos con asombro que hay esquinas de las ciudades —bocas de metro, edificios traumatizados, alrededores de comisarías, aledaños de ministerios y de juzgados, rascacielos de oficinas— donde uno se siente deprimido y cansado, viejo, arruinado y marchito. Pero hay también rincones mágicos donde todavía me detengo a soñar, en las horas deprimidas, para volver a sentirme lord Snoblington. Byron sólo paseaba de noche por Piazza San Marco porque estaba convencido de que la luz de la luna que tanto embellece los soportales favorecía también el misterio de sus andares de cojo pálido Hasta una corbata vieja, entristecida por una mala noche de amor, puede brillar con luces nuevas en la esquina apropiada, delante de un tilo llorado por la lluvia o en los reflejos temblorosos de una terraza vacía donde se adivinan ausencias o se presiente una cita deseada pero no querida.

Pero también hay ciudades que adornan. Pasear por Estambul es tan romántico como cenar en el Orient Express con una lady dulce y melancólica, abandonada en el desconsuelo por la traición de su mejor amiga. Un chaparrón en los jardines de la Alhambra vale tanto como una nevada en Kyoto o como despertar desnudo en Capri; o quizá como extraviarse, arrepentido y confuso, en una noche blanca de San Petersburgo… Y nada como una cita en Venecia delante de la cancela de un jardín diminuto y abandonado, casi ahogado por las aguas. Recuerdo que la pesada llave no abría la cerradura oxidada. Y nos amamos con pasión en la noche húmeda, separados por los barrotes de una verja.

¡Oh, Señor! ¿Qué hicimos de tu agrado

o qué fuimos, en un tiempo ya lejano,

para merecer el premio

de amarnos separados

por cadenas de hierro,

como estatuas de mármol en un canal veneciano?

¿Qué hicimos, ¡oh Dios!, para estar muertos

en un jardín solitario,

y sentir tan vivos nuestros cuerpos?

Tuyo también es el palacio

oscuro del Infierno

y tuyo fue el deseo

de premiar a tus hijos errados

con un perdón secreto:

dejándoles amarse húmedos, atados,

a la fuerza puros, como ángeles eternos,

intentando cogerse, noche y día, de las manos.

Venecia, tan vestida de luto —satén satán—, tuvo siempre para mí un morboso atractivo. Y muchas veces me perdí en sus ríos, en sus campos, en sus pozos y en su Piazza, acompañado por las góndolas: zapatos negros de charol y tacón alto que fueron siempre mi perdición.

Durante muchos años fui aprendiendo a dejarme ver tímidamente cogido del brazo de Venecia, convertido en su amigo, en su amante y al fin —ya sin vergüenza— en el chulo de su otoño flamante y generoso. Puntual la visitaba en las primeras soirées de La Fenice y en las primeras fresas del Lido. Conozco el ruido de sus pasos en los callejones desiertos, el perfume ligeramente oriental —como el narciso negro— que se pone cada noche allá donde comienza el río blanco de sus pechos, la frontera del olvido, el jardín de sus naranjas. Y por amarla en su decadencia esplendorosa ella me regalaba —¡qué vergüenza confesarlo!— esa literatura de la que yo vivía, lindamente, después de chulearla.

Fueron muchos años de amor para despedirse, pacíficamente, sin rencor y sin tragedia. Y ahora me dicen que Venecia ha decidido pensar en el futuro, que cualquier día cambiará de vida y se convertirá en capital de una Exposición Universal o, aún peor, de alguna Olimpiada.

¡Mi pobre Venecia, convertida en ciudad de ejecutivos, asesinada por la infantil osadía de ciertos arquitectos y por la codicia de los ayuntamientos en celo! Venecia convertida en una urbe, en una urbe de estructuras modernas. Venecia acostándose a las tantas de la madrugada, ensordecida por la música de los altavoces y abrillantada por la plata dudosa de unas monedas traidoras que no valen el precio de su perfume de nardo.

Los inversores venecianos —aquellos que no creyeron nunca en «il milione Marco Polo»— enloquecen ahora calculando millones de turistas, millones de dólares, millones de pizzas. Y los codiciosos ediles anunciarán grandes obras que transformarán a Venecia en la Cincinatti del Adriático: el sueño de las cheerleaders de los Pistons, el eslogan de todas las camisetas, la locura de los alcaldes de Daganzo.

Algún genio de las ferias tendrá la feliz idea de asfaltar el Canal Grande y construir un metro para Venecia y un restaurante giratorio en el Campanile, o montar una carpa en la Piazza y unos grandes almacenes en la Mercería (¡vaya negocio un tapis roulant que haga el recorrido de los turistas!). Mientras, el ruido siniestro de las excavadoras hará temblar las lágrimas de Ca Rezzonico y se abrirán las plazas desiertas, dejando aflorar sus secretos: las blasfemias de maese Pietro Aretino, los harapos de Marco Polo, las películas del Tintoretto —¿quién dijo que pintaba películas?—, las noches de Gabriele D’Annunzio, los cuernos de Alfred de Musset, las intrigas de Casanova, las sombrías pasiones de Wagner, los dibujos de Goethe, la liberty reprimida de Thomas Mann…

Hay gente que no conoce los rencores de Venecia: esos odios doloridos que esconde celosamente cada noche, antes de dormirse, en los abanicos de sus pestañas amadas. Pero yo he conocido esos rencores, esos celos, esas pasiones ocultas que mojan su almohada cuando parece dormida, quieta, agradecida, entregada al capricho de morir olvidada.

Hablaba siempre en su ingenuo y tierno dialecto, más terciopelo que seda, casi más español que italiano: compraba las medicinas en el spisièr (el especiero), al viento de siroco lo llamaba el sirocàl, decía savòr y no sapore, si se acortaba un vestido lo scurtava y cuando exprimía las naranjas las strucava (como el español estrujar). Le regalé una Z de pequeños brillantes que parecía el río tortuoso del Gran Canal: un zogelo, le llamaba ella a las joyas, y una zogia a la alegría. Zovenoto mio me llamaba cuando no estaba celosa, porque cuando perdía la cabeza intentaba hacer zozobrar la góndola balanceándola y facendo le marezele (agitando las aguas), mientras me insultaba y gritaba: Fiol d’un can!

La primera vez que nos amamos lo hicimos con la ventana abierta. Y por el río del Duca que pasaba a los pies de mi casa, se oía el grito de los gondoleros en las sombras, estridente como el canto de las gaviotas: oii, oii, aooe… ¡Cuidado, cuidado!… ya era tarde para mí, demasiado tarde para salvarme de ella. Me sentía náufrago en sus canales, capricho de las olas de su pasión —quebradas, convulsas, rotas—, fascinado por su mirada de niebla, herido de muerte por los escalofríos que estremecen su cuerpo cada madrugada… Es una sirena viciosa, una medusa, un hada maldita y cuando ama no perdona, odia y ama: te deja imagà.

La he amado tanto que renuncié, por amor, a conocer sus secretos. Y la he amado tanto que adiviné también sus misterios y me dejé embrujar por sus rencores. Pero ahora sé que no he podido salvarla.

Esta noche o mañana, un día cualquiera, se levantará convertida en la capital de una Exposición Universal o de una Olimpíada. Siempre tuvo esas debilidades fenicias, porque antes de que sus abuelos fueran dogos, sus bisabuelos fueron tenderos en un zoco. Por eso le gustan las baratijas, los polvos de arroz, las medias francesas y los camisones cortos, que eran su debilidad en las rebajas de enero. Esos tonos de las fachadas venecianas… Se maquilló siempre de rosa, de carmín, de azafrán y de tierras cálidas, que son sus colores. Pero a veces se le iba la mano y me parecía ver en ella una sombra de color atún.

—Si vuelves a hacer eso —le decía— me pondré mis zapatillas de gondolero.

Odiaba las alpargatas de terciopelo con suelas de cuerdas trenzadas que yo me compraba en el mercado de Rialto.

Hablaba muy rápido, como si su madre le hubiese enseñado en la cuna una lengua mágica para llevar siempre la razón y que los hombres no pudiésemos negarle nada. Y sabía elegir el momento preciso para ofrecerme la malvasía de Chipre que guardaba —entre libros prohibidos, jarras de bello cristal bizantino, estaños franceses y toneles decorados con figuras de ángeles— en una habitación húmeda de la planta baja de su palacio, iluminada sólo por cuatro velas que ardían delante de la Madonna.

A veces en la noche, cuando pasaba bajo la imagen —una Virgen con un rostro de cera, vestida de terciopelo— me arrodillaba para pedirle que me curase la fiebre de mi locura.

Me parecía entonces que la Madonna lloraba, que su mano se posaba sobre mi cabeza y murmuraba con la voz de mi madre:

Figlio mio, lasciala stare [Hijo mío, déjala]…

Pero cuando oía su voz que me llamaba desde la alcoba, subía corriendo las escaleras con el alma llena de versos apasionados que a mi madre le habrían parecido oraciones blasfemas.

Yo te pido, Señor, ser condenado,

si he de encontrarla a ella en el infierno.

Seré su gondolero,

y, a oscuras y descalzos,

nos amaremos a tientas, como ciegos,

en el canal de las Sombras sin Reflejo.

Aún regresaré este año a entregarle mis narcisos negros. Escucharemos juntos el sonido de las campanas, dulce como el satén satán de sus vestidos. Al llegar la madrugada —sólo por acariciar su nuca— caeré una vez más en la trampa de deshacer las vueltas de su trenza, recogiendo una a una sus agujas de plata. Me vencerá su ruego. Pero, al irme de su lado, le dejaré el último adiós en la copa, mal apurada, del último beso. Y no volveré a oler el perfume maldito y embriagante de sus jardines secretos, ni miraré sus ojos cuando se quite la máscara, ni volveré a aceptar sus alianzas de oro, ni me dejaré arrastrar por sus sobornos de vino dulce, de dolor y de deshonra. Y así me alejaré de su pañuelo; ayer estúpido gigoló y hoy —ya tarde, vencido por amor— poeta viejo.