Golondrinas para una Virgen flamenca
ACUARELA DE BRUJAS
En la colección de pintura de mi familia había algunas tablas y lienzos de maestros flamencos. Eran los restos de una buena galería —Memling, Quintín Metzys, Rogier van der Weyden— que, en gran parte, se habían vendido nuestros antepasados y de la que ya sólo conservamos pequeñas muestras.
Entre esas pinturas, había una Virgen con unas golondrinas. Porque las golondrinas se consideran, en algunos pueblos de Europa, los pájaros de la Virgen. Y le van bien a Memling, a las madonne de frente curva y cuello largo, y a las iglesias góticas.
Mi padre pasaba horas restaurando sus cuadros, cometiendo a veces pifias, pero cuidando y venerando aquellas reliquias sagradas. Así se salvaron esas obras de arte durante generaciones, obligando a nuestra familia a muchos desvelos: esconderlos durante las guerras, protegerlos de la luz excesiva, sanear las tablas, evitar la oxidación de los cobres, reentelar los lienzos, y también documentar las pinturas desde los tiempos en que se habían adquirido en el siglo XVIII, algunas de ellas en la subasta Julienne o en la subasta Gaignat.
Me gustaría escribir la pequeña historia de los objetos de arte, perdidos, robados, destruidos por la barbarie y las guerras. Todavía hoy no se conoce el paradero de muchos cuadros robados por los nazis, ni se han desenterrado las joyas de la orfebrería francesa que duermen, sepultadas, en las minas de sal de Austria.
«Hay dos clases de coleccionistas —decía Sacha Guitry—, los que esconden su tesoro en un armario y los que lo muestran en una vitrina.» Sacha era una vitrina, siempre dispuesto a compartir su ingenio y sus colecciones maravillosas: la botella de tinta azul de Víctor Hugo, la bata de Flaubert, los puños de encaje de Rousseau, o el pincel de Monet.
Conservar los objetos y proteger a los artesanos es una forma de dar sentido a la vida. Fue, para nosotros los europeos, el fundamento de nuestra cultura y de nuestra educación. Las ciudades de la vieja Europa estaban llenas de personas que practicaban, con modestia y abnegación, los pequeños oficios: cesteros, zapateros, serenos, deshollinadores, cocheros, floristas, afiladores, recaderos, vendedores de helados y de periódicos… Habían creado corporaciones para defender sus derechos, aunque tenían que celebrar a veces sus asambleas en plena calle. Y se distinguían por sus sombreros, sus delantales, sus herramientas y hasta sus pregones: ¡Serenoo!, ¡Afiladoor!, ¡El lañaoor, se lañan perolas, calderas, sartenes!, Violets, two bunches a Penny!, Voiture… m’sieu… voiture, o Carrozzella mosió L’artichaut… pour avoir le cul chaud.
Para llegar a ser orfebre había que trabajar ocho años y para ser marmolista se exigía en los gremios una labor de siete años. Una joven florista —como lo fue Christiane Vulpius, antes de conocer a Goethe— debía servir durante cuatro años en el taller de sus maestras.
Jacques Fouquières, el paisajista francés, dejó de pintar cuando le comunicaron que Luis XIII le había ennoblecido. Y prefirió morir miserablemente, pero con su título nobiliario. Un mal negocio, porque un artista siempre puede añadir un título a su obra.
Me gusta más la figura de Valère, el último cochero de Brujas, que eligió justamente lo contrario: la dignidad de su oficio. Recuerdo que en mi infancia había todavía coches de caballos. A las señoras se les daba la mano izquierda para ayudarlas a subir al estribo. Y los cocheros colocaban su mano derecha sobre la rueda embarrada para que las mujeres no se manchasen las faldas.
Valère se retiró cuando desaparecieron las calesas, porque nunca quiso conducir un taxi. En sus últimos años se le veía deambular por Brujas, siempre vestido de cochero, con cuello alto, sombrero hongo y los botines que le había regalado un conde. Saludaba a todo el mundo, agitando su mano en el aire, conduciendo todavía su caballo desde el pescante de sus recuerdos. Pasaba muchas horas sentado en la taberna pero, a veces, conseguía una chapuza en alguna cuadra, porque nadie como él sabía pasar la almohaza y cuidar con aceite los cascos de los caballos. Tenía en su dormitorio sus guantes, una fusta y dos grabados de caza, como un duque en el exilio. Y murió en el museo de sombras de su pobreza como algunos arqueólogos se pierden un día en las ruinas que intentan salvar del olvido.
Los personajes de los cuentos infantiles de Grimm, de Perrault o de Andersen son hilanderas, vendedoras de cerillas, leñadores, carpinteros, zapateros… y también cocheros. Las princesas hilan y bordan, porque la dignidad de rey o reina es también —en el mundo de los niños— un pequeño oficio.
Mi padre era como un pequeño artesano: sabía dorar los marcos, desmontaba y cepillaba cuidadosamente las molduras de bronce del escritorio de mi madre, barnizaba con la muñequilla algunos muebles, limpiaba los marfiles y, al regresar de sus clases, disfrutaba practicando en casa estos pequeños oficios. Sólo más tarde comprendí que tenía también un empleo que la gente consideraba socialmente más importante: era un filólogo y un profesor. Pero para mí fue siempre un «maestro de artes» y todavía siento por él un respeto y una admiración de aprendiz. Recuerdo un proverbio oriental que él repetía a menudo, cuando quería hacernos apreciar una cosa sencilla: «No es la rosa, pero ha vivido con ella». Hay cosas pequeñas que son grandes porque han vivido una bella existencia. «Usurpadores de fama», llamaba Zweig a los personajes que alcanzan la inmortalidad por haber estado un segundo al lado de los dioses. Algunos son despreciables, como Pilatos; pero otros se llevan la luz de la gloria en un pañuelo, como la Verónica. No era la rosa, pero se acercó a las espinas…
EL CAMINO DE LOS TRONCOS INCLINADOS
Lo primero que hice cuando llegué a Brujas fue comprarme un álbum de papel d’Arches para mis acuarelas. Era una carpeta negra que se cerraba con una goma.
Me gustaba entonces hacer algunas fotografías en blanco y negro, pero también aprendía a mirar y a ver los colores pintando acuarelas. No me arrepiento de haber perdido así mi tiempo en Brujas, porque no creo que haya manera mejor de penetrar en los secretos y en los colores de esta ciudad de agua.
Leonardo nos enseñó a mirar: a interesarnos por las formas de las nubes, el vuelo de las golondrinas, el movimiento de los ríos, la posición de las sombras o el ángulo con que cae y rebota en el suelo el agua de la lluvia. Ruskin nos enseña también a observar la forma de las ramas que salen del tronco como «impulsadas por un surtidor». Un árbol parece más bello cuando, al mirarlo, sentimos la fuerza vital de la savia que tiene dentro.
En Brujas es más fácil ser pintor que escritor. En las calles hay tantas vírgenes —conté más de quinientas— que, entre una y otra, no me daba tiempo a decir Ave María. Son rubias como las bellísimas muchachas flamencas que se ven en los mercados y en las panaderías. Si uno quiere ser pintor en Brujas sólo tiene que colocar estas mujeres rubias a la luz de una vidriera y pedirles que pongan las manos en un gesto cabalístico con los dedos unidos, como las pintaba Memling y Jan van Eyck. Pei:o si uno quiere ser escritor en Brujas tiene que irse al otro lado de la vida y hablar el lenguaje lunario, tenebroso y entristecido de los románticos. Aquí los cuentos comienzan con un desaparecido, con un redoble de campanas o un temblor de carillones, con una barca en un canal sombrío, con un murciélago que vuela en una iglesia cerrada o con el canto de un cisne bajo un puente de piedra. «No hay sin duda ninguna otra ciudad que simbolice con tanta fuerza como Brujas la tragedia de la muerte y, más terrible aún: la agonía», escribió Stefan Zweig.
Los árboles crecen inclinados en el camino de Zeebrugge a Brujas, porque el viento dominante sopla siempre desde el mar. Sería capaz de llegar a Brujas, a ciegas, preguntando sólo hacia qué punto del horizonte se inclinan los troncos. Hago memoria y veo dibujarse el camino en una tabla antigua, amarilla y desnuda. Veo las flores malvas junto al dique, las dunas de las playas, las altas torres de las iglesias. Recuerdo bien los nombres de aquellos pueblos campesinos que parecen dormidos, misteriosos y casi vegetales, en la llanura flamenca: Termuyden, Ostkerke, Lissewe, Lisseweghe y, finalmente, Damme.
En la catedral de Damme se casó Margarita de York con el príncipe Carlos el Temerario. Algunos dicen que fue asesinado por un condottiero al que había reprendido duramente, porque Carlos tenía un carácter colérico. A la mañana siguiente los lobos habían devorado buena parte de sus restos. Y una lavandera y un paje le reconocieron por el anillo que llevaba en el dedo.
Cuando Rilke vio en Brujas su mausoleo, quedó fascinado por la figura de este monarca que dejó una leyenda caballeresca. Desde aquel día, Carlos el Temerario figuró entre sus ángeles, entre esos mensajeros del mundo oculto que vuelan en sus poemas. Brujas es una ciudad para leer a Rilke, porque los reflejos son, en las acuarelas y en los cuentos, más verdaderos que los objetos.
Los escandinavos construyeron en el siglo IX un pequeño puerto al que llamaron bryggja, «desembarcadero». Los españoles se inventaron el nombre de Brujas —un bautizo surrealista— y no creo que exista una ficción que le cuadre mejor a esta ciudad de fábula. Pero los verdaderos fundadores de Brujas fueron los piratas del mar del Norte, que, en sus barcos cóncavos, arribaron a todos los puertos de Europa.
Nada como llegar a estas costas en barco, sobre todo en los días de otoño cuando los faros parecen cirios encendidos y los colores del mar brumoso se confunden con las llanuras húmedas. Hay una luz extraña, de vidriera o de acuarela.
«J’entre dans ton amour comme dans une église», escribió Georges Rodenbach. Uno comienza a comprender Brujas cuando, andando por sus canales, queda de repente cautivo y se pregunta si está en una ciudad sumergida. Nadie repara aquí en los extranjeros, porque hay una misteriosa frontera entre los seres vulgares que no hemos nacido en una fábula y los habitantes de Brujas. Ellos son inmortales, cantan, ríen y viven felices donde los extraños sólo sentimos un silencio profundo de cementerio marino, interrumpido por los carillones.
La historia de Brujas es la de una larga decadencia, desde los tiempos medievales en los que era un fabuloso mercado y su puerto —rebosante de veleros y mercancías— rivalizaba con los de Hamburgo, Londres o Lübeck. La riqueza de sus burgueses despertaba la admiración de los reyes. A sus muelles acudían los mercaderes para proveerse de estaño. La industria textil exportaba sus productos a todo el mundo y, con sus 25.000 habitantes, era una de las ciudades más pobladas de Europa. En Alemania y en Rusia se cotizaba la calidad de los vestidos de Brujas. Y en Brujas se creó la primera bolsa financiera de Europa.
Las rencillas, las guerras y las epidemias ensombrecieron este cuento feliz. Incluso el mar fue retrocediendo, hasta que el puerto quedó cubierto por el fango. Vinieron los años de crisis, perdieron sus encargos los artesanos, los telares mecánicos dejaron en paro a los obreros y se cuenta que los burgueses vivían aterrorizados con los ladrones que merodeaban por los caminos. Sus cisnes podrían ser el último trapo roto de los veleros que desaparecieron en este melancólico cuento.
CIUDAD DORMIDA, BELLA DURMIENTE
Erase una vez una ciudad dormida. A la luz de gas navegaban las barcas en sus canales. Sólo sus habitantes sabían entender los trazos cabalísticos que dibujan los cisnes en las aguas. Se amaban por las noches en el silencio de sus casas después de compartir el pan y el vino en una cena que parecía siempre la última. Luego volvían a su encantamiento y soñaban con alcanzar un día la inmovilidad majestuosa de los reyes y las reinas, porque todo se gobernaba allí desde los mausoleos. A las madres embarazadas las vestían con un velo, como si la maternidad fuese otra virginidad. Era inquietante para los extranjeros andar por las calles de esta ciudad dormida, entre los olmos y las casas cubiertas de hiedra, sin saber qué hora sonaba en los carillones de las torres, porque allí el tiempo se cuenta de forma distinta.
A Brujas no hemos sido capaces de desacreditarla ni los peores poetas del mundo. Entré en ella lleno de reparos, porque no quería caer en su belleza malsana, después de haber enfermado ya en Venecia. Pero, desde el primer momento, decidí olvidar mis manías de esnob y aceptar su juego, dispuesto a todo, incluso a dejarme retratar con dos palomas. El silencio de Brujas tiene algo de esa poesía de la muerte que no puede escribirse. A lo mejor, porque la poesía de la muerte es, sencillamente, la historia.
La llanura que atravesamos para acercarnos a Brujas es el Zwyn, un golfo ya desecado. En sus orillas los campanarios y las luces guiaban a los veleros. Pero, desde que el mar se ha retirado, las ciudades duermen un sueño dulce y silencioso. Y, algunos días, me parece oír las campanas de una ciudad sumergida en estas brumas de misterio.
Al pasar al dominio de los duques de Borgoña, Brujas acrecentó su renombre y se convirtió en el centro artístico de los Países Bajos.
Aquí encontraron asilo los humanistas heterodoxos, como Simon Stevin, que se atrevió a escribir: «un milagro no es nada milagroso». O el teólogo valenciano Luis Vives, perseguido por la inquisición, que dejó fama de sabiduría y de desprendimiento. Auténtico europeo, renunció a la cátedra que le ofrecieron en Alcalá, porque se sentía tan flamenco como español.
Quizá la historia de Flandes y de España habría cambiado si este sabio Vives hubiese sido el preceptor del duque de Alba como estaba previsto. Se necesitaban dos maestros para un noble: un ayo, que le educaba en los modales caballerescos, y un preceptor, que se ocupaba de la enseñanza superior. Como ayo se había elegido inmejorablemente al poeta catalán Juan Boscán. Pero el azar quiso que no fuera Luis Vives sino un fraile intrigante quien ocupara el cargo de preceptor del duque.
A pesar de que veía con serenidad humanista el conflicto del luteranismo, Luis Vives fracasó en su intento de evitar las guerras. No pocas de sus páginas muestran la amargura de ver a los europeos divididos y al papa y a Carlos V cometiendo en Italia tropelías atroces, mientras los turcos amenazaban las fronteras de Hungría. Era, sin embargo, puritano y cerrado en sus gustos literarios, hasta el punto de que habría condenado por licenciosos a todos los poetas, empezando por Homero. Aceptaba la Celestina, porque encontraba en el castigo final un valor moralizante. Dicen que Ignacio de Loyola se entrevistó con él en Brujas, cuando preparaba la edición de sus Ejercidos Espirituales. Y el gran Erasmo, que le consideraba su discípulo preferido, venía a visitarle, compartiendo con él en esta ciudad mágica la dulzura de los momentos de estudio.
Brujas fue, así, el corazón de la filosofía europea. Y yo diría que hay en Cervantes algunas huellas del pensamiento de Vives, sobre todo su rebelión contra la literatura caballeresca. Y de Brujas le vino, quizás, al Quijote ese último rayo crepuscular que fue siempre tan importante para los genios de España, ya que Cervantes agotó la luz del Renacimiento cuando la literatura europea acometía otros caminos.
Pero Brujas fue aún más sobresaliente en la pintura, no sólo por la presencia de Memling, sino porque Felipe III el Bueno trajo a Flandes a Jan van Eyck, que era el mejor retratista de su tiempo y que le sirvió con la fidelidad de un criado. La presencia de la pintura es tan viva en Brujas que se me ocurrió la idea de escribir una novela de intriga con coleccionistas y pinturas perdidas. Entre tantos proyectos inacabados como se amontonan en la vida de un escritor inicié este borrador, a la vez que iba documentando una guía de Brujas que me habían encargado mis editores barceloneses de aquella época.
En el Museo Groeninge me dieron la dirección de un estudioso, indicándome que era el único que podía conocer ciertos datos que yo buscaba sobre Van Eyck. Me interesaban sus retratos, sus madonnas, sus desproporciones, sus juegos ópticos y, sobre todo, El matrimonio Arnolfini. Sabía que esta valiosa tabla había sufrido un sinfín de avalares hasta llegar a la National Gallery de Londres, donde hoy se expone. Y ése me parecía un buen tema para centrar la intriga de mi novela.
La posición de los pintores en las cortes antiguas no era muy sobresaliente, ya que estaban asimilados a los sastres, zapateros y sombrereros del rey. Realizaban las mascarillas fúnebres, trabajaban como decoradores y camareros, y organizaban fiestas y torneos. Leonardo y Miguel Ángel cobraban por mensualidades y se les descontaba el tiempo perdido cuando faltaban al trabajo. A pesar de todo, Miguel Ángel llegó a cobrar verdaderas fortunas por sus encargos y fue, probablemente, el artista mejor pagado de todos los tiempos. Mantegna tenía que acompañar al cardenal de Gonzaga al baño para que, con su amena conversación, el príncipe no se dejase vencer por el sueño. Botticelli tuvo que pintar por encargo la Conjura de los Pazzi, como un cartel de propaganda política. Lucas Cranach sobrevivía gracias a su farmacia y a su comercio de vinos. Y, siguiendo los pasos de Alberto Durero desde Núremberg hasta Venecia, desde Bamberg hasta Amberes, me di cuenta de que este fabuloso genio que —juntamente con Leonardo— podría ser el símbolo de la cultura europea, sobrevivió vendiendo joyas, contando siempre hasta el último céntimo, porque la vida estaba cara y «una lavativa para su mujer» le costaba 24 sueldos. Por ese precio, podía comprar lápices negros y carboncillos para todo un año. Y por 31 sueldos le vendían una estupenda camisa de color ladrillo cocido. Dos cristales para sus gafas le costaron cuatro sueldos y, por algo más, pudo conseguir sus fetiches favoritos: una calavera y algunos cuernos de búfalo.
Durero tuvo también el capricho de comprar en Brujas dos sueldos de mejillones. En realidad no necesitaba gastar mucho en comer, porque, como artista reconocido, le invitaban a todas las fiestas. Visitó también en sus talleres a Quintin Metzys y a Patinir. Pero su experiencia más inolvidable fue asistir a una exposición de objetos de México, recién llegados de un mundo hasta entonces desconocido que le dejó para siempre fascinado. Para esta ocasión se vistió con la capa española que le había regalado Erasmo: un detalle dandi y esnob.
Hasta ahora no había visto nada que de tal modo alegrara mi corazón —escribió en su Diario—. He visto las cosas que fueron traídas al rey desde la nueva tierra del oro… un sol enteramente de oro, de una braza entera de ancho; así mismo, una luna de plata, igualmente ancha… también dos aposentos llenos de toda suerte de armas y maravillosas armaduras, de aspecto que no es para descrito… Estas cosas son tan preciosas que se estiman en cien mil florines; vi que entre ellas había objetos artísticos que me han dejado atónito ante el talento de esas gentes de tierras lejanas.
Más modestamente, como simple lacayo, Jan van Eyck viajó por toda Europa para retratar a las princesas —la hija del conde de Urgel, Isabel de Portugal— que podían agradar a su rey. Quizás en esa galería de rostros Felipe el Bueno encontró algunas de las treinta mujeres que, a lo largo de su reinado, compartieron su lecho.
Gracias a los retratos meticulosos y realistas que realizaba Jan van Eyck, el rey flamenco pudo elegir a Isabel de Portugal, estableciendo en Brujas una corte muy elegante en la que se reunían —como en la Tabla Redonda— los caballeros del Toisón de Oro. Nunca supe por qué Felipe el Bueno eligió el símbolo místico del cordero para el collar de la Orden, porque la verdad es que le tuvo siempre más cariño a su león domesticado, al que la ciudad tenía que sacrificar cada año trescientas ovejas. Pero el Toisón se convirtió en la distinción más apreciada por los reyes. Carlos V lo lucía en todos los retratos. Y se sabe que el elegante y apuesto Francisco I, cuando se lo concedieron, no se lo quitó del cuello durante tres días.
A Felipe el Bueno sucedió en el trono de Flandes su hijo Carlos el Temerario, que fue aún más dado a los fastos. Cuando celebró su boda con Margarita de York organizó en Brujas un «paso de armas» con el símbolo caballeresco del Arbol de Oro. Y, para embellecer la ciudad, ordenó en esta ocasión que los árboles fuesen revestidos de oro, adornando además las fachadas con colgaduras de seda. Todavía se celebran en Brujas, cada cinco años, unas fiestas que conmemoran el histórico «Cortejo del Arbol de Oro».
Además de Antonio, Gran Bastardo de Borgoña que se enfrentó a los mejores caballeros de su tiempo, no debieron de faltar en las justas algunos gamberros, porque en estas fiestas nobles se congregaban muchos imbéciles. Como en los bailes de salvajes que organizaba Carlos VI, auténtico demente que se disfrazaba con plumas y arrojaba antorchas encendidas sobre los invitados. O las recepciones de Felipe el Hermoso de Francia, con sus autómatas de madera que flagelaban a los asistentes, mientras ocho conductos de agua iban remojando los bajos de las damas, lanzándoles un chorro entre las piernas… Un auténtico Disneyland de la monarquía.
El emperador Carlos V heredó las posesiones de sus abuelos, incluyendo el labio inferior de los Austrias y la mandíbula prominente de los duques de Borgoña. Heredó también el nombre y el valor de aquel bisabuelo al que llamaban Temerario. De su madre, la infeliz Juana, recibió, con los reinos de España, una melancolía delicada y enfermiza que le hacía, a veces, sombrío, difícil y taciturno. Comentaban sus allegados que en un año hablaba menos que el fraile Lutero en un día.
La canción preferida del emperador era Mille regretz, mil penas, y le gustaba tanto que se la hacía cantar cada día. También disfrutaba con la melancólica dulzura de Il bianco e dolce cigno, una bella canción que se escuchaba en la corte de Flandes. Era ésa el alma de las ciudades flamencas, donde el pequeño Carlos se había criado con su madrina Margarita de Austria. Ella fue realmente como una madre para él y sus hermanas. Los que la conocieron en la soledad de su viudez dicen que era delicada y tierna, graciosa de cara —tenía la nariz respingona de las mujeres de su familia— pero era más avara que nadie, malpagaba a los orfebres que trabajaban para ella y Durero no consiguió cobrarle nunca un encargo.
El recuerdo de aquellas ciudades del norte nunca se borró de la memoria del emperador Carlos V, desde el día en que salió de Flandes para España hasta la hora en que abdicó en Gante, arrancando lágrimas en los que le oyeron hablar. Había envejecido prematuramente y, a los cincuenta y cinco años, hablaba ya como un hombre enfermo, desfallecido y cansado de batallar. Mientras pronunció su discurso de abdicación se mantuvo de pie, pero todo el tiempo apoyaba una mano en el hombro del joven príncipe de Orange. Recordó sus viajes (nueve a Alemania, seis a España, siete a Italia, diez a Flandes, cuatro a Francia, dos a Inglaterra y otros dos a África) y tuvo que sentarse, quebrantado por la emoción, interrumpiendo la cuenta de sus cuarenta años de reinado. Su hijo Felipe le escuchó sereno y, cuando se dirigió a la corte, pidió excusas por no hablar bien la lengua francesa, cedió la palabra al obispo de Arrás y procedió a prestar fríamente los juramentos que se le exigían como heredero. No es extraño que despertase desconfianza entre los flamencos.
En uno de los museos de Brujas se conserva una terracota del joven Carlos. Parece mentira que este niño de aspecto melancólico e idealista, conde del pequeño reino de Flandes, llegara a ser el césar que pintó su amigo Tiziano. No le faltaba el vigor sexual y la primera empresa que acometió este jovencito de diecisiete años al llegar a Valladolid fue hacerle una hija a su abuelastra Germana de Foix. Resolvió así el problema que había matado a su abuelo Fernando el Católico, porque el bravo aragonés murió tomando hierbas para tener descendencia con esta bella moza.
Alberto Durero se encontró un día con la comitiva del joven emperador Carlos V que recorría triunfalmente las ciudades de Flandes. El pintor llamaba la atención, porque era elegante, guapo y esnob: se paseaba con un loro verde que le había regalado el cónsul de Portugal. Pero el emperador le robó en aquella ocasión todo el protagonismo, porque iba acompañado por un cortejo de mujeres casi desnudas. Era una costumbre flamenca y las jóvenes no sólo se sentían orgullosas de formar parte de la escolta imperial sino que recibían un diploma al acabar el desfile.
En Brujas es fácil encontrarse estas caras antiguas: Felipe el Bueno, Carlos el Temerario, Felipe el Hermoso, María de Borgoña o Margarita, la tía de Carlos V. Los reyes parecen siempre más fuertes de lo que fueron. Y las reinas aparentan ser más delicadas, como niñas enfermas.
Son caras que hemos visto mil veces en los libros de historia: esas miradas altivas, esas mandíbulas prominentes, esos ojos de bon vivants, esos títulos de grandes duques de Occidente, duques de Brabante, condes de Holanda, emperador Germánico, rey de España, rey de Nápoles, rey de Portugal, porque lo acapararon todo. Están en los museos, en las estatuas, en los mausoleos de las iglesias. Son las reliquias de los años de oro de Brujas, porque cuando estos reyes extranjeros se fueron comenzó el calvario de las guerras de religión, la soledad, el olvido.
«Chose espagnole abandonnée en pleine Flandre» (cosa española abandonada en plena Flandes), la llamó Ernest Raynaud. Carlos V puso en el corazón de los españoles estas perlas flamencas. Eran, sin duda, el adorno de su corona y, por eso, las encomendó a la persona en que más confiaba: su madrina Margarita. Y en la lucha sin tregua que enfrentó a Francisco I y a Carlos V, los dos rivales tuvieron sus damas. La del elegante Francisco de Valois fue Milán y la del melancólico emperador español era Flandes. Yo diría que el ajedrez de Europa se jugó, a veces, entre estas dos piezas.
Brujas fue el hogar del erasmismo español. Y, de la misma forma que los judíos portugueses tenían sus negocios en Amberes, los conversos de Burgos se establecían en Brujas, porque la lana de Castilla se vendía muy bien en los mercados de Flandes. Por eso, cuando los flamencos de Carlos V tomaron posesión de España, la influencia de Brujas fue considerable. El orgullo católico del emperador debía tanto a los borgoñones, a los austríacos y a sus antepasados de España como a estos piadosos flamencos. Y muchos humanistas españoles, como Diego de Astudillo, Alonso de Valdés o Hernando Colón pasaron por las escuelas de Brujas, donde brillaba la luz intelectual de Luis Vives.
No es fácil comprender el lenguaje sabio que hablan los olmos majestuosos de Brujas, sus fachadas cubiertas de verdín, el oro viejo de sus canales y sus puentes curvados en una postura de oración. Y nadie se acuerda ya de que la Biblioteca de Saint-Donatien tenía los más antiguos manuscritos de la Vulgata.
Brujas se arruinó definitivamente en el siglo XVII, cuando el Tratado de Münster declaró cerrado el Zwyn. Los grandes veleros ya no podían penetrar en el puerto, las gabarras de pesca encallaban en sus bajíos y el comercio marítimo se desvió hacia Amberes. Parece mentira que una ciudad entera pueda desaparecer en las aguas. Pero se abatieron entonces sobre Brujas todos los males de la ignorancia y de la oscuridad. La gente tenía miedo de perder el alma en un bostezo y, cuando un parroquiano aburrido abría la boca, sus amigos exclamaban asustados: ¡Jesús! Echaban a volar las campanas para espantar a los espectros. Encendían cada mañana velas contra los diablos. Y los antiguos viajeros cuentan que el humo formaba una nube sombría en el cielo de Brujas.
Georges Rodenbach la llamó Brujas la muerta. Pero también es verdad que la muerte fue, para Brujas, un tránsito a la inmortalidad. Ahora sueña como esas vírgenes de Memling que parecen iluminadas por luz lunar, dulce como sus párpados cerrados.
El tiempo le ha ido dando su medida a Brujas, como la edad nos moldea a los hombres. Sus casonas aparecen ahora enmarcadas por la hiedra. Los conventos, en un tiempo austeros y rígidos, se ven ahora pobres y despoblados. Sus monjitas se han escondido para siempre en los retablos medievales. Diríase que tienen la vida organizada por un pintor de miniaturas. Manejan resignadamente los bolillos de sus encajes. Y en la puerta del Hospital encontraba cada noche un perro vagabundo que debía salir sólo a aliviarse, porque me parece que vivía en un cuadro de Memling.
MARIPOSAS AMARILLAS EN BRUJAS
En el café Vlissinghe conocí a una muchacha. Estaba sentada en el banco de madera que hay junto a la chimenea y leía un libro de Marguerite Yourcenar cuyo título me fascinó enseguida: L’Oeuvre au noir. La muchacha tenía cara de cuento antiguo. Y quedé al momento cautivo de sus ojos claros porque imaginé que estaba aprendiendo en aquellas páginas el pecado de las ciencias ocultas.
No me fue difícil encontrar un pretexto para hablar, porque en esta ciudad de silencio se ligan fácilmente las conversaciones. Pensé que ella podía enseñarme la forma de pronunciar algunos nombres en flamenco, porque no soporto vivir en un lugar sin conocer algo de su lengua. Creo incluso que los nombres propios tienen su magia y quien los traduce o los pronuncia malamente estropea su misterio. Hay un idioma riguroso y notarial, que es el de los pueblos nuevos, el de los imperios nacientes, el de las palabras que definen, tasan, ordenan y sojuzgan. Y ya luego, en la luz crepuscular de todos los siglos de oro, los poetas deshacen los idiomas, rompen las palabras y descubren su poder cabalístico. Por eso la mística y la rosa erótica de todos los Renacimientos aparecen siempre después de la ascética. Y por eso la poesía es subversiva, porque nace cuando se rompen las tablas de la Ley y los mandamientos se convierten en obra de gracia.
Sentada en el banco, a la luz de los quinqués, parecía una pintura de Memling. No quise decirle que era escritor para mantener entre nosotros el juego de los pequeños engaños. Y ella me dijo que se llamaba Anna y vendía antigüedades. Le conté que era español, que tenía amigos que tocaban la guitarra y que me ganaba la vida pintando acuarelas. Nos contábamos mentiras y creo que ella debió de adivinar enseguida que un tipo tan fantasioso sólo podía ser escritor.
Comenzamos a vernos a menudo y, para estrechar el cerco, le pregunté si quería posar para un cuadro. Me la imaginaba en mi pequeña buhardilla de estudiante donde había tan pocas cosas que, cuando me acostaba a dormir en el sofá ruinoso, sólo podía imaginar desnudos. Le dije que le haría un retrato prerrafaelita, como una belleza flandesca, entre madreselvas y con una mariposa amarilla. A ella le divertían estas cosas, tanto como mis esfuerzos por pronunciar el flamenco. Nos sentábamos en un rincón y pedíamos una jarra de cerveza. En cuanto se ponía alegre se reía como una niña diciéndome que posaría para mi retrato cuando le llevase la mariposa amarilla.
Adriaan Isenbrandt buscaba también en Brujas modelos para sus pinturas piadosas. Y, entre los inquisidores, corrió pronto la voz de que las contrataba en las cervecerías. No es difícil convertir en mártir a una muchacha alegre, más fácil que ofrecerle una vida alegre a una pobre mártir.
Algunos artistas del Renacimiento mantenían un harén de muchachas a las que educaban, a cambio de utilizarlas como modelos. En Inglaterra la ley determinaba que las modelos no podían ser vistas por menores de veinte años. Y tampoco era raro que un pintor frecuentase las tabernas donde podían encontrarse y dibujarse curiosos tipos humanos: caras de apóstoles con la cabeza tonsurada, imágenes de ancianos campesinos con unos ojos impulsivos y apasionados que podrían haber sido los de Pedro, miradas esquivas que se posaban en unas monedas con un gesto inquietante, muchachos ingenuos que, entre las mofas de sus vecinos, bebían una taza de leche, esperando a una abuela que había venido a vender pan. Seguramente, desde los tiempos de la Ultima Cena, no había una colección más variada de seres humanos para sentar en torno a una mesa. Y, a veces, los papeles se cambiaban diabólicamente y aquel joven que ayer acompañaba a su abuela y podía haber sido el discípulo amado, al cabo de los años se sentaba en la sombra —disimulando el rictus cínico de su boca—, para contar las monedas que había ganado posando como apóstol traidor.
Muchos poetas (Rodenbach, Mallarmé, Longfellow, Guido Gezelle) han pintado los misterios de Brujas, dibujando la imagen decadente y húmeda de la bella durmiente.
Naturalezas muertas llaman los pintores a ciertos cuadros de objetos inanimados que recogen lo más vivo y tierno del mundo que nos rodea. Los alemanes, con una palabra más precisa, llaman a sus bodegones Stilleben: vida del silencio. Silencio vivo el de Brujas. Silencio que, desde que se fue de nuestro lado, nos dejó Guido Gezelle mientras le esperamos en el banco vacío que hay junto a su casa. Silencio sólo roto por los pasos del hombre y la canción de cuna de las barcas en los canales.
También el café Vlissinghe donde me esperaba Anna es naturaleza muerta, vida del silencio. Tiene viejas sillas de cuero, una chimenea de ladrillos y madera tallada, y oscuros retratos de poetas simbolistas decoran las paredes.
La torre fortificada del Béffroi es el campanario mayor de Brujas. Me acuerdo de Verlaine, que murió diciendo a sus amigos: «Siento la nostalgia de Brujas y de sus campanas con su sonido amortiguado». Después de esta acuarela vendría ya el fascismo. Y cuando Maurice Barrès pronunció el discurso fúnebre de Verlaine declaró, insolentemente, que al decadentismo le había llegado su última hora. A los lirios modernistas y a las acuarelas de Brujas vendrían a sustituirles el horrible logotipo del fascio, el realismo social de la hoz y el martillo y los cartelones nazis que eran una traducción pervertida y vulgar de la Ética alemana. Me gustaría escribir algo sobre la deconstrucción del lirio en haz de espigas que es tan letal para el arte. Prefiero la «estética» de Wilde, aunque tengo miedo también de que algunos listos la traduzcan…
«The earth was gray, the sky was white», escribió Dante Gabriel Rossetti en lo alto de esta torre gótica. La tierra era gris, el cielo blanco…, pero yo andaba buscando mariposas amarillas para pintar un cuadro como los suyos.
Desde lo alto de la torre, Brujas parece un cuadro antiguo, con sus tejados rojos, sus molinos lejanos y las casas de las corporaciones medievales que reciben como un insulto el humo de los automóviles. El retablo tiene los colores de los primitivos flamencos: el ocre oscuro de las iglesias, el ladrillo viejo, el marfil de las ventanas, el gris plomo de los aleros, carmín, naranja, los verdes oxidados y una pincelada rosa que reflejan las nubes del amanecer en todos los blancos.
Las ciudades de agua tienen una característica única, porque en ellas nadie puede sentirse solo. Todo tiene un reflejo en los canales, cada forma tiene su sombra, las luces su contrapunto y no se sabe dónde comienza el cielo y acaba la tierra. Ahora que cuento mis recuerdos de Brujas tengo miedo de que todo, metido en literatura, parezca un engañoso sueño, como una existencia indolente y despreocupada que nunca fue la mía. Pero ése es también el milagro de la poesía, que hace desaparecer el precio de los sueños. Por eso en estos años, ya entrados, de mi existencia estoy convencido de que hay que mirar la vida con un espejo —invirtiéndola de izquierda a derecha— porque no conocemos nuestro verdadero rostro, sino sólo su reflejo. Dios creó la horrible prosa de los negocios para este mundo y se reservó el arte, la fantasía y la fábula para el suyo.
Me habría gustado encontrarme entonces a Marguerite Yourcenar, pero nunca conseguí atraparla en su vuelo de mariposa. También yo había comenzado a interesarme por el reflejo de la vida y había descubierto como el viejo pintor de sus Cuentos orientales que el reino más bello es el de las cosas que no poseemos.
Los serios burgueses de Brujas debían pensar que estaba loco cuando me veían parado en un puente, delante de un santo de piedra. Pero, si hubiesen mirado la imagen que se reflejaba en los canales, habrían visto cómo la estatua me hablaba y cómo sus brazos se movían en las aguas inquietas. Me compré en la feria de anticuarios una foto en blanco y negro con un marco ovalado. Compro, a veces, retratos antiguos que se me parecen y son como era yo en los tiempos de mi abuelo.
Cada tarde volvía al café Vlissinghe a charlar con Anna. No sé por qué me esperaba, porque en aquella ciudad dormida, silenciosa y decente, sólo podíamos aburrirnos juntos o dar un escándalo monumental. Creo que se había acostumbrado a pasar un rato cada día dentro de mis fantasías. Porque ella no era anticuaria. Tenía una panadería y, sin duda, pensaba que un hombre que pintaba acuarelas con mariposas amarillas podía ser un entretenimiento: una forma de olvidarse un rato del pan. Pero, a veces, me dejaba llevar por el diablo de nuestra juventud y cuando la veía tan rubia, mostrando sus magnolias prósperas en la ventana gótica de su cuello de encajes, le decía cosas que la hacían ruborizarse, impropias —según ella— de un pintor de mariposas.
A LA SOMBRA DE LOS CASTAÑOS
Casi todas las religiones han soñado paraísos en el cielo. Pero Brujas los dibujó en el agua. Oyendo el murmullo de las hojas de los castaños, pienso que, en la melancolía de la tarde de Brujas, Dios ha escrito un libro.
Por la mañana temprano, en Balstraat, la calle más bella de Brujas, a los pies de la torre de la iglesia de Jerusalén, veía pasar a Anna que corría para llegar a la primera misa. La recuerdo todavía, fundida en las flores y en los colores de Brujas: magnolias en Pascua, parras con uvas a fines del verano y crisantemos en octubre. Me gustaría conservar mis ingenuas acuarelas de invierno, pintadas en días helados, cuando las acacias pierden sus hojas y se miran en los canales con infinita tristeza, como ancianas en su taza de té. En algunas calles desiertas, las cortinas de las casas filtraban una luz interior que parecía la mirada clara de Anna.
Nadie diría que los flamencos se rebelaron contra todo y contra todos, contra Felipe el Bueno, contra Maximiliano y contra Felipe II, contra los borgoñones, los españoles y los franceses. Es un signo común a otras ciudades europeas que hoy parecen dormidas en su leyenda y que, sin embargo, fueron rebeldes y levantiscas, como Toledo.
Podría pintarse una acuarela de los rincones malditos de Brujas —pocas veces citados por los poetas— que están llenos de espectros y poblados de personajes diabólicos, porque esta bella durmiente tiene también su leyenda de azufre. Hay que asomarse a la hora precisa —la hora de la Salve vespertina— a esos canales por donde corre, buscando el olor de incienso, la serpiente de Satanás.
En los días de invierno, cuando los canales tienen el color azul del hielo, me gustaba refugiarme en una taberna que parecía una estampa medieval. Habría jurado que nada había cambiado en ella desde los tiempos en que la ciudad trabajaba con un horario artesano, marcado por el sonido de la campana municipal.
En aquel lugar me citaba con el erudito que me explicaba la historia de los cuadros de Van Eyck. Debía de ser pariente del Doctor Fausto, porque lo sabía todo y, en su memoria, podía retroceder hasta tiempos remotos y anochecidos. Era también un personaje de otros tiempos, porque hablaba lo mismo el latín que el italiano y tan bien el francés como su lengua flamenca, que sonaba a mis oídos como los bronces de un escudo caballeresco. Me llamaba mijn zoon, mi hijo, con una ternura no exenta de suficiencia, porque me consideraba un pobre aprendiz que no había traspasado el primer umbral del estudio. Pero yo disfrutaba con ese tono paternalista, porque siempre me gustó y me sigue gustando que mis maestros se mantengan a distancia. Cuando me presenté, explicándole mi proyecto, me respondió secamente en latín, sin quitarse la boina:
—Hic Josephus Cohen [soy José Cohen],
Le iba maravillosamente aquel nombre de judío medieval. Conocía cuentos antiguos en los que se mezclaban almas en pena, robos de cuadros, milagros y leyendas que sonaban como el rumor de las aguas de los canales, entre verdad y reflejo. Y sabía —ése era el tema que me había llevado hasta él— la historia completa de aquella pintura famosa que había pintado Van Eyck en Brujas: El comerciante Arnolfini y su esposa. Siempre me intrigó este cuadro, porque en la escena se ve un espejo convexo en el que se reflejan los personajes, incluyendo el propio pintor.
—Después de permanecer muchos años en la corte flamenca —me explicó José Cohen, bajándose la boina sobre la frente—, este cuadro acabó en manos de un peluquero de nuestra ciudad: un alcahuete intrigante que había hecho fortuna con sus tercerías.
Viéndole hablar se me ocurría pensar que José Cohen era el viejo Zenon de L’oeuvre au noir. Tenía algo de aquel sabio iniciado que había conocido el olor de azufre de los conventos de Brujas. Tenía también una mirada sombría y su voz sonaba cortante mientras me iba contando cómo la pintura perdida de Van Eyck pasó de mano en mano, de país en país, hasta llegar a España, donde unos soldados franceses la robaron durante la Guerra de la Independencia.
—Al fin, un viajero belga —puntualizó— consiguió comprarlo a los franceses por pocas monedas.
Se entretuvo un rato evocando todos los detalles del cuadro, con pormenores tan intrigantes como la composición de los pigmentos. Porque, según él, los rojos estaban hechos con una mezcla de mercurio y su complemento alquímico, el azufre. Y todo lo contaba en una jerga afectadamente antigua, como si sus palabras no tuviesen una traducción vulgar.
Un día me trajo una magnífica reproducción litográfica de la pintura de Van Eyck y fue comentando los aspectos psicológicos de los personajes, aunque siempre en su tono magistral, utilizando expresiones arcaicas y llamando a la boca «el pórtico del alma».
—Observe, mijn zoon —seguía llamándome «hijo mío», aunque nunca me tuteó—, que la boca lo dice todo: igual que la puerta de una casa permite adivinar cómo son los que viven en ella.
Josephus Cohen era tan prolijo en sus detalles como Van Eyck en sus pinturas. Poco a poco llegué a conocer toda la historia del cuadro. Porque quiso la casualidad que el viajero belga que había comprado aquella obra de arte albergara en su casa a un general inglés, herido en Waterloo. Y éste fue quien se llevó finalmente —sin pagar nada, como regalo— la pintura que hoy se encuentra en la National Gallery de Londres.
José Cohen sabía otras muchas historias y, recompensándole con cerveza, me contaba los secretos de todas las falsificaciones, de todos los fraudes, de todas las transacciones curiosas de los anticuarios y del mundo del arte. Conocía la alquimia y la religión, la filosofía y la medicina, y me explicó que también sabía componer pigmentos y venenos.
Uno de los temas de conversación de mi amigo era que Hubert van Eyck y Jan van Eyck eran la misma persona. Los críticos modernos los consideran dos pintores bien diferentes, aunque no estén claros muchos detalles de la vida de ambos. Pero José Cohen estaba convencido de que Jan van Eyck se había llamado primero Hubert van Eyck. Se cambió el nombre en edad madura, considerando que nunca más podría volver a la perfección que había alcanzado en su juventud. Fue él mismo quien, en un delirio magnífico de esquizofrenia, mató al joven que había sido y llamó a Hubert van Eyck: major quo nemo repertus, (mayor que cualquier otro conocido)… Es verdad que la pintura maestra de Jan carece de la ingenuidad poética y angélica de Hubert y, a su lado, denota ya el maleficio humano de la experiencia y del desengaño.
Brujas está llena de cosas fugitivas, de aguas que parecen sensibles, de arrepentimientos y de luces indecisas que se mueven como las luciérnagas en la noche. Y los carillones son la música que acompaña el temblor de las cosas de Brujas.
Cohen conocía al detalle la historia de las obras de arte. Sabía rastrear su pasado en libros y códices antiguos. Pero, sobre todo, tenía una imaginación genial cuando descubría una «intriga» en el mundo fantástico de las obras de arte.
Josephus —pues decidí llamarle con el nombre que él mismo se daba en latín— me contó la increíble aventura de un chamarilero que compró un armario en casa de un rico alemán.
—Al desmontarlo para el transporte —explicó hablando con parsimonia, porque la cerveza le alteraba un poco el sentido—, descubrieron en su interior un muñeco de acero, articulado.
—Un bonito juguete —comenté, sirviéndole otra cerveza.
—¡Más que bonito, porque aquel mismo muñeco aparece en un grabado de Burgkmair, el discípulo de Durero, en el que se ve a Carlos V y Fernando I, los hijos de Juana la Loca, jugando a torneos!
Más tarde supe que un coleccionista francés tenía la pareja de este juguete y, al final de todo, pudieron reunir a los dos muñecos en el Museo de Múnich. Siempre me fascinaron estas coincidencias que, a través de los años y los azares, reúnen a los seres y a los objetos en un momento inesperado. Y a ellas dediqué mi Libro de réquiems.
Las tropas napoleónicas se apoderaron de todas las obras de arte de Europa. Y, al caer la monarquía, los museos franceses se enriquecieron con obras de Austria, de Alemania, de Italia, de España y de Flandes. Entre ellas se cuenta el Cordero místico de Van Eyck. La misma Josefina Bonaparte se atrevió a pedir prestados al Louvre algunos cuadros que nunca devolvería.
El último día que nos encontramos Josephus Cohen me contó también la historia macabra del abad Van Haecke, capellán de la iglesia de la Saint-Sang de Brujas, que viajaba a París para reunirse con un grupo de ocultistas. El capellán y sus amigos se reunían en un apartamento para celebrar misas negras. Y la célebre Chantelouve —la modelo del escultor Clésinger— tuvo que salir corriendo, desnuda, de este antro de la calle del Marécage 36 donde se reunían esos diablos.
Josephus Cohen, ya bien cargado de cerveza, comenzó a recrearse en algunos pormenores sucios de esta historia. Me sentía incómodo, como si aquel antro donde nos reuníamos oliese a azufre. El hielo había escarchado las ventanas y, en un trasluz de pintor flamenco, se dibujaban en los vidrios figuras que a mí me parecían signos cabalísticos. Mi sabio compañero se quitó al fin la boina y se quedó adormilado sobre la mesa de la taberna, tarareando una canción de Jacques Brel: «Burgerij manne van het jaar nul, les bourgeois c’est comme les cochons… plus ça devient vieux, plus ça deviene couillon».
Pagué la ronda y me alejé por las calles de Brujas hacia mi refugio en el café Vlissinghe, donde me esperaba Anna. No se creyó ninguna de las historias que le conté aquel día, sobre todo cuando le dije que había cazado la mariposa.
—Tú sabes que se mueren cuando las atrapas.
Me quedé pensativo, recordando las Iolana iolas que me acompañaban por los viñedos del Ródano. Pero nunca cacé ninguna.
—Es verdad —le respondí, avergonzado—. Nosotros sólo somos capaces de admirarlas cuando se detienen y paran de volar. Por eso las cazamos. Pero ellas son más bellas aún para sus parejas, porque se aman cuando vuelan.
Y volví solo a mi estudio, pisando el crepúsculo y nombrando las palabras melancólicas que me sugería el camino: silencio, reflejos, paredes blancas, monjas, barcas, puente roto, luz de gas; desvanecerse, apagar y encenderse, bordar, llorar y esconderse, amarse, esperar y perderse.
Es ésta, sin duda, la Brujas mística y sensual, la Ofelia desnuda que se baña en la muerte, la ciudad de aquellos artistas flamencos que pintaban cuerpos transparentes con terciopelos de púrpura, cerezas maduras en manos de santas.
Al fin Anna accedió a posar. Vino una tarde a mi estudio, más rubia que nunca, como sus cocas de pan caliente. Para componer el cuadro le pedí que se tendiese en el sofá, con la blusa ligeramente abierta, y ella cruzó rápidamente los brazos sobre sus pechos en una compostura tímida. Noté que, mientras intentaba pintarla, parecía esforzarse por leer las páginas que yo había ido amontonando sobre la mesa de mi estudio. No podía entenderlas porque estaban escritas en español. Pero estoy seguro de que ella también comprendió por qué algunas palabras no deben traducirse. Y una mariposa que andaba perdida en los visillos —debió olvidársela hace un siglo Dante Gabriel Rossetti— se posó sobre el papel, convirtiendo mi torpe acuarela en un cuadro prerafaelita.
HUELE A ROPA BLANCA EN EL HOSPITAL DE SAN JUAN
Para el Hospital de San Juan pintó el flamenco Hans Memling algunas obras casi divinas: La adoración de los Magos, Los esponsales místicos de Santa Catalina, la Madonna de la manzana y el Relicario de Santa Úrsula.
Memling es el pintor que mejor podría simbolizar el alma de Brujas, a veces misterioso como Leonardo, a veces loco como el Bosco, a veces distante como Rafael. Profeta y precursor de todos, pintor humanista que revela la vida del paisaje, convirtiendo la muerte en promesa inaccesible, transmutando los pigmentos en rostros, los gestos en signos, las flores y las frutas en vírgenes. Mago capaz de captar las vibraciones aéreas: la transparencia de la frente de una madonna, la sombra que baña una ventana, los pasos perdidos en una calle. Acostumbrado a la luz de Brujas pintaba con pinceladas primorosas y diminutas. A veces se recreaba tanto pintando a la Virgen que el Niño se le volvía un poco viejo.
Una leyenda poética —tan indemostrable y castigada que debe ser verdadera— cuenta que Memling cayó herido en la batalla de Nancy y regaló sus obras al hospital, en agradecimiento a los cuidados que en él le prestaron. Quizás hay que estar herido para imaginar esta Virgen de la Manzana, tan bella. Y, como en el campo de batalla de Nancy hacía tanto frío, a Ella se le helaron los labios.
Otros dicen que Memling fue, en verdad, un burgués bien aposentado de la villa de Brujas. Debió ser entonces eso lo que le causó las heridas.
Jardines interiores orlados de boje, salas de enfermos, lejanas todas, en las que se habla en voz baja. Algunas religiosas pasan, ahuyentando apenas un poco de silencio, como los cisnes de los canales desplazan apenas un poco del agua que surcan. Flota en el ambiente un olor de ropa blanca húmeda, de cofias que se han deslustrado con la lluvia, de paños de altar recién salidos de viejos armarios.
Con estas palabras describe Rodenbach la atmósfera del Hospital de San Juan, hogar de enfermos y asilo, convento y jardín de caridad.
La vieja farmacia conserva sus muebles tallados, los albarelos de barro y cerámica, y los grandes morteros de metal donde se preparaban las fórmulas secretas.
Por la luz del sol, ya oblicua, podrían ser las cinco de la tarde. Por el color de las calles y la música que se oye en una ventana abierta podría ser una hora antigua.
En aquellos años de mi juventud había en Brujas algunas casas en ruinas, y los andamios permanecían mucho tiempo en las fachadas, hasta que había dinero para restaurarlas.
«Melancolía gris de las calles de Brujas, en las que todos los días tienen el aire de Todos los Santos», escribió Rodenbach.
Mis acuarelas ya se han perdido, como las escobas de las limpiadoras, como las abuelas que pasaban envueltas en largos abrigos, como nuestras bicicletas en las calles empedradas. En este libro he dejado restos de mi novela, que nunca llegué a terminar.
Huele a manzana y arcones húmedos. Se oyen voces que rezan un rosario —es un rosario largo y lento— en la capilla negra del Hospital de San Juan. Me parece oír entre ellas la voz de Anna: Heiliger Maria moeder van God. Rezar el rosario es como perderse en las calles de Brujas, volviendo diez veces a la misma esquina. Pero no quiero preguntar a nadie qué hora es, porque tengo miedo de que sea una hora demasiado, demasiado antigua.
LÁGRIMA MÍSTICA, LAGO DE AMOR
En el Beaterio de las Beguinas —habitado hoy por monjas benedictinas— podrían buscarse ilustraciones para un cuento de hadas.
El convento se levanta junto al Minnewater (Lago de Amor) que no es un lago, sino un ensanchamiento del canal de Gante: un rincón umbrío y delicioso, con su exclusa edificada según modelos góticos, su viejo puente de piedra, y su venerable torre medieval que parece un guardián dormido. Aquí desembarcó el zar Pedro el Grande, porque era en su tiempo el puerto donde atracaban las barcazas.
Me gustaba pasear bajo los árboles añosos, escuchando el sonido de las campanas, el murmullo de los cisnes al surcar los canales, y el latín de las misas que se decían en la iglesia. Me sentaba a meditar en las sillas del coro —oír el latín siempre fue, para mí, rezar— contemplando a un ángel que leía un libro. Parecía que las velas encendidas temblaban porque las voces de las monjas volaban en aquella nave desde tiempos remotos, mariposas negras, nubes de gasa, ofrendas de incienso en el harén de los ángeles de la cara velada.
Para mí era una iglesia especial, porque tiene en el altar una tela de Jacob van Oost con la imagen de Santa Isabel de Hungría, a quien llamaban la «reina pobre». Fiel a mis hadas fui buscando en Europa, desde Marburgo hasta Brujas, las huellas de esta santa. En Marburgo me contaron que en el sepulcro dorado de santa Isabel de Hungría no estaban sus restos, porque un margrave los había escondido para alejar a los peregrinos que acudían de todas partes de Europa. Y ésa era una razón de más para que yo la amase, porque me fascinan los santos que no dejan huella.
Recuerdo un libro de Montalembert en el que la dulce Isabel aparece descrita como un hada. Se le llenaban las faldas de rosas cada vez que la acusaban de robar los panes de palacio para llevarlos a los niños que protegía.
Santa de días fríos, como mis otoños de Brujas, tenía Isabel de Hungría catorce años cuando la casaron con un príncipe alemán. A los veinte años quedó viuda y, abandonando la corte, vivió desde entonces en una cabaña. Pero tenía el poder mágico de transformar las perlas de su corona en sacos de trigo para los pobres. Y, cuando se quedó sin joyas, hilaba para mantener a su gente, dedicando todas las horas del día a su trabajo, esforzándose en una labor preciosista y entregada que seguramente parecía inútil a quienes no comprenden que no abriga un manto más que el amor. Siempre quise aprender a escribir como ella hilaba, porque dicen que era torpe en el oficio. Pero no era consciente de sus limitaciones y —en su ignorancia— trabajaba la lana basta con el mismo primor con que se hacen los encajes de lino.
Rilke evocó, en Neue Gedichte, las sombras de las monjas en el beaterío, arrodilladas y cubiertas con velos, todas iguales, multiplicadas en su canto. Se saludaban con reverencias al cruzarse en el coro. Humedecían sus dedos en agua bendita y, al santiguarse, quedaban convertidas en estatuas, en óleos, en figuras de cera.
Las beguinas nacieron en la Edad Media, al amparo de ciertos movimientos místicos que buscaban una vida evangélica, fundamentada en la sencillez y la caridad. Aunque vestían y vivían como monjas, no se comprometían con votos perpetuos y podían abandonar el monasterio cuando no querían compartir las reglas de la comunidad. La mayor parte de las novicias eran muchachas del pueblo que lavaban la lana para los tejedores, en las aguas del Reie. Pero, como la orden no les exigía voto de pobreza, la comunidad fue creciendo con la llegada de otras jóvenes de todas las clases sociales, que se dedicaron a la vida mística bajo la dirección de una superiora, a la que llamaban la Gran Dama. Las más ricas se hacían construir incluso sus propias casas en el jardín, cada una en estilo diferente, pero tenían que ayudar con sus rentas a la administración de este refugio. Y así, bajo la apariencia ingenua de estas casas de muñecas, nació el primer movimiento de emancipación femenina que existiera en Europa, porque daba asilo a mujeres independientes que querían apartarse de las servidumbres del matrimonio o de la mancebía.
Me quedaba a veces contemplando el órgano barroco de la iglesia, porque me parecía mágico. Hasta que un día, un sacerdote muy amable me invitó a sentarme en la banqueta. No lo pensé dos veces y, acariciando las teclas para buscar una quinta armónica, descubrí que palpitaba como un animal entre mis dedos, que estaba lleno de música y sonaba solo. Se abrían misteriosamente las celosías de las arcas de ecos, llevándose las notas al infinito, corrían los pedales, arrancando voces oscuras al ultramundo, multiplicando armónicos (3 sol, 5 mi, 7 si bemol, quinta, tercera, séptima disminuida), sonando cornetas, inventando suspiros. Seleccionaba caprichosamente los sonidos en las palancas, en las lenguas de gato, en los tiradores, componiendo la polifonía de mi ignorancia que parecía repetir en mis oídos el nombre de la reina pobre que hilaba la lana como lino. Y —cuando se acoplaban— las teclas se movían solas.
En aquellos días las casas estaban renegridas por fuera, aunque eran, en su interior, de una limpieza inmaculada. Y las misteriosas viejecitas que las habitaban hilaban diligentemente con sus bolillos; siluetas perdidas, a la hora del encantamiento, en un cuento de hadas.
Mis amigas de Topkapi sabían hacer encajes «a hilos sacados»; es decir, entresacando los hilos de una tela hasta formar un dibujo. Pero las artesanas de Flandes trabajan con una técnica primorosa, apoyando la almohadilla y el bastidor sobre su falda y cruzando los bolillos —con un ruido rítmico que suena como un baile de marionetas— hasta crear un laberinto que acaba convirtiéndose en un encaje. Moviendo los finísimos hilos con misteriosa habilidad las viejas encajeras de Brujas formaban prodigiosos dibujos que eran como telas de araña donde se quedaban prendidas las horas de su vejez, los amores de su juventud, las últimas memorias de todas las vidas humanas.
Silba el viento. Y las monjas parecen juguetes en estas casas de muñecas, cuando se mueven atareadamente entre la cocina, el salón, el comedor, el dormitorio y la galería abovedada con un jardincito y un pozo.
Recuerdo un día de invierno. La nieve caía en los cristales con la monotonía de una oración de niñas. Los copos menudos flotaban entre las ramas y los tejados, llenando el paisaje de algodón y cisnes.
Cuando salí del convento, la estatua de Maurits Sabbe parecía dormida en un cuento infantil: De nachtegalen van het Minnewater, el ruiseñor del Lago de Amor.
LA HORA DE LAS PROCESIONES ROSAS
Para comprender Brujas hay que tener ojos de pintor antiguo, esa mirada capaz de penetrar en los secretos de la naturaleza: aquí una buharda que refleja un rayo de sol, más allá un rótulo de hierro, un pozo y una cadena que se hunde en las aguas del canal. Hasta los nombres de las calles son poéticos: quai de la Mano de Oro, quai del Espejo, calle del Girasol, de la Cigüeña, del Asno Ciego…
En la periferia de la ciudad, bordeando los límites de las antiguas murallas, los molinos de viento escriben su biografía de aire y silencio.
Incluso los cisnes son, en Brujas, un monumento: se deslizan por las aguas de los canales, se posan majestuosamente en las orillas y son —a diferencia de las góndolas de Venecia, barcas negras en una ciudad alegre— barcas blancas en una melancólica acuarela. Es un bello lugar para un perro vagabundo, un rincón donde no me importaría reposar.
«Les cygnes vont comme du songe entre les quais», escribió Rodenbach. Son islas desiertas, poetas antiguos escondidos en sus plumas. A veces se reúnen para componer el teclado de un piano y se agitan —blancos y negros— como un trémolo en las aguas del lago.
Mientras escribo se han consumido los últimos troncos de la chimenea en el viejo café Vlissinghe y los retratos de mis poetas simbolistas se han vuelto turbios. Todo ha regresado a la oscuridad sagrada y primitiva en este reino despótico del silencio. Las jóvenes que me rodeaban se han convertido en viejas damas y, maquilladas con su color de tierra, se han perdido en las porcelanas que decoran el café.
Cuando le enseñé mi pintura a Anna, la miró con una sonrisa triste y me dijo:
—Es bonita, pero no me entusiasman las acuarelas. Prefiero tus versos. Parecen complicados como un tapiz.
Anna era así: ingenua cuando decía sus verdades espontáneas, juiciosa como las amas de casa, dulce como su piedad de rosario y pan bendito. Cada día llevaba el pan sobrante de su horno a un asilo y, un día que me la encontré en el camino, intentó pasar desapercibida. Llevaba dos cestas llenas, cubiertas por un paño blanco y almidonado, como una ofrenda para la iglesia. Y sus mejillas parecían rosas: rosas rojas, avergonzadas de que alguien pudiera verlas amar.
Me pidió que le regalase mis versos. Y puso sus manos blancas en una actitud de súplica, como si fuese a llorar. Ahora pienso que se llevó el recuerdo de nuestro amor ingenuo a una Pasión antigua, porque, cuando apretaba sus manos una contra otra y echaba atrás su cabeza, se le caía el pelo sobre la espalda como un velo de seda y parecía la Magdalena de Memling.
He vuelto, al cabo de los años, al café Vlissinghe. Por un momento he creído que el viejo Zenon está a mi lado elaborando en un mortero la fórmula alquímica de la «obra al negro»: azufre, plata líquida y sal. Y el camarero viene a apagar mi lámpara, porque debe pensar que me he quedado muerto o dormido.
Ah! Cette passion qui toujours recommence!
Ce ciel que l’ombre ceint d’épines chaque soir!
Los versos de Rodenbach suenan —música de órgano— en estas calles que cierran ahora los párpados de sus ventanas y se quedan traspuestas en un sueño. Me acuerdo de una lejana avenida del Père Lachaise, donde había una estatua de bronce con una rosa en la mano. No quiero abrir los ojos, porque alguien debe estar encendiendo un cirio del color de la sangre en una iglesia.
El más romántico de los mausoleos del Père Lachaise es, para mi gusto, el de Georges Rodenbach. Era un hombre elegante como sus versos, melancólico como su caligrafía de vaga pluma. Había vivido en Gante, como los emperadores, se enamoró de Brujas y murió en París, lejos de esta ciudad de los canales a la que había regalado su corazón. Espero que los jóvenes románticos no olviden nunca a este poeta que, como los violinistas de las esquinas, vistió de melancolía las calles de nuestra vieja Europa. Entre todas las ciudades del mundo, Brujas la muerta es la más bella, porque sólo existe en la geografía del alma.
Bajo la apariencia de un virtuosismo fácil, Georges Rodenbach mantuvo el rigor de la prosodia clásica y esa tensión de la cuerda que es, para el poeta clásico, lo contrario del vacuo tecnicismo moderno. Una figura de bronce —ostentosa y lánguida como un verso simbolista— sale del interior de su tumba, rompiendo la piedra sepulcral para levantar en su mano una rosa. En la piedra hay unos versos, ya gastados por el tiempo, que son el réquiem más bello que conozco:
Seigneur, donnez moi donc cet espoir de revivre
dans la mélancolique éternité du livre.
El aire está lleno de procesiones rosas que dejan un olor de incienso. Hay rosas rojas, avergonzadas de que alguien pueda verlas amar.