9
Como la Voz había asegurado a Verminaard, La Jaula se hallaba al oeste, en un campamento instalado en medio de un bosque de banderas verdes.
El joven se arrastró hacia allí, casi hasta las mismísimas banderas, desde donde oía el resuello y la tos de un centinela asmático. Aglaca lo siguió valerosamente, agachado entre las sombras de un gran pabellón verde, y observó la prisión de Neraka, que se erguía al otro lado del campamento.
—Nunca había visto nada parecido —se maravilló Aglaca—. La prisión es un ser vivo.
Sin lugar a dudas, La Jaula estaba viva y crecía: era un apretado círculo de árboles de estrecho tronco, tan próximos unos a otros que sólo un ratón habría podido pasar entre ellos, y a duras penas. Sus ramas se prolongaban y entrelazaban, formando un dosel entretejido que protegía de la lluvia, como mínimo, y casi por completo del sol. Los centinelas patrullaban cerca de la angosta entrada y el aire parecía crepitar eléctricamente ante ellos.
Aglaca sonrió.
—Será más fácil de lo que esperaba.
Verninaard le dirigió una mirada de desconcierto.
—Ésos son árboles drasil —explicó el joven solámnico—. ¿Recuerdas los que había encima de la caverna, en las montañas?
Verminaard no los recordaba.
Con un suspiro, Aglaca continuó, retrocediendo hasta las sombras.
—Como te conté, crecen sobre las cuevas. Ésa es la cuestión. Toda esta zona debe de asentarse sobre una caverna, tal vez incluso un sistema entero de galerías. Cuando localicemos una entrada, el resto será sencillo. Nos situaremos debajo de La Jaula y cavaremos un túnel para liberar a la chica.
—¿No será demasiado arduo, abrirse paso a través de toda esa roca subterránea? —Verminaard seguía sin comprender.
—Los árboles nos han ahorrado ese trabajo —replicó Aglaca, entusiasmado—. Apuesto a que el sistema de raíces la ha fragmentado hasta convertirla en suelo poco compacto. Entre los dos, excavando un par de horas con la espada y el cuchillo podemos abrir un boquete lo bastante grande para sacar a la chica con su séquito incluido, si es necesario. Luego sólo habrá que volver al lugar donde dejamos los caballos y regresar a Nidus antes de que los nerakianos se den cuenta de que han sido… socavados.
Les resultó extremadamente fácil encontrar las cuevas.
Y Aglaca tenía razón: la meseta entera estaba horadada por túneles y fisuras. Los túneles se dividían y multiplicaban, formando una intrincada red que se extendía más o menos hacia el oeste, en dirección a las murallas de Neraka, el centro de la ciudad y el propio templo.
Aglaca iba delante. Avanzaba serpenteando en la oscuridad, como si poseyera el especial sentido de los enanos para orientarse bajo tierra, por el desconcertante sistema de túneles, con las manos extendidas al frente. Descartaba los pasadizos sin salida casi por instinto, palpando una abertura, sacudiendo la cabeza y siguiendo su camino.
Tras internarse un buen trecho por aquel laberinto, Aglaca extrajo una caja de yesca y una lámpara de aceite de la bolsa que pendía de su cinturón. Se agachó, veloz y repentinamente, de modo que Verminaard casi tropezó con él en la penumbra. Encendió la lámpara con mano diestra y la sostuvo en alto.
La oscuridad retrocedió ligeramente. En medio del desorden y la suciedad, entre pedruscos caídos y excrementos de aves, unos extraños grillos translúcidos chirriaban y acechaban, ciegos, sobre las relucientes paredes de piedra y las antiguas vigas cubiertas de telarañas que apuntalaban los largos túneles.
—No tenía ni idea de que fueran… —empezó a decir Verminaard, pero la profundidad y la extensión de las cavernas lo aturrullaban.
Otro sonido, agudo y melodioso, llegó hasta los jóvenes como un coro de un millar de voces lejanas, con armonías tan intrincadas que la propia música se tambaleaba al borde del caos. Por hermoso que fuera, el sonido era perturbador y Verminaard se tapó los oídos.
—¿Qué es eso? —susurró, pero Aglaca se limitó a encogerse de hombros.
—Tú deberías saberlo. Es el sonido de la hechicería —explicó el más joven—. Algo rodea La Jaula, un escudo de energía o de luz. Como no podemos rodearlo ni atravesarlo, pasaremos por debajo hasta llegar a la chica y entonces subiremos.
—¿Cómo lo sabes, Aglaca? —Verminaard se introdujo apretadamente en una celosía de gruesas raíces—. Nunca haces caso cuando se trata de magia.
—No hago caso a Cerestes —corrigió crípticamente Aglaca, y tendió la lámpara a su compañero.
A pesar de hallarse completamente perdido para entonces, extraviado en los túneles, y aunque cada pasadizo era idéntico al anterior, Verminaard sabía que, lenta pero inexorablemente, Aglaca lo conducía a alguna parte. Sostuvo la lámpara en alto con despecho, proporcionando al muchacho más bajo la luz necesaria para ver el camino.
El rescate había sido idea de Verminaard, después de todo. Lo había planeado consultando las runas y sus presentimientos en las oscuras noches del alcázar de Nidus, y ahora este entrometido —este rehén— le arrebataba el mando con su astucia y su experiencia.
«No soy ningún oráculo —pensó—. Y sin embargo veo el final de este túnel, cómo se contará esta aventura cuando llegue a oídos de mis compatriotas y a quién se atribuirá el mérito del rescate».
Fulminó con la mirada a Aglaca, que torció por un túnel, asintió y apremió por señas a Verminaard para que se acercara, presa de una gran agitación.
—¡Es aquí! —susurró. Sus ojos azules reflejaron por unos instantes la luz de la lámpara y en ellos titiló un inexplicable resplandor rojo vivo—. Raíces de drasil. Parecen formar un círculo, como un corro de setas. Estamos justo debajo de La Jaula, diría yo. Ya sólo tenemos que perforar y subir en línea recta desde aquí, Verminaard. Coloca la lámpara donde proyecte más luz.
La hostilidad de Verminaard se desvaneció con la noticia. Los recuerdos de la chica regresaron como una fresca ráfaga de aire en la húmeda caverna cubierta de musgo. Verminaard introdujo la lámpara en una rendija de la pared del túnel, rajada por una de las raíces de drasil en su ciego descenso vertical a través del techo y del suelo de la cueva. Desenfundando su espada, se situó dócilmente a su lado, dispuesto a golpear, a cavar y a luchar contra todo lo que se interpusiera entre él y la joven cautiva.
¡Qué cerca de convertir en realidad sus ensoñaciones diurnas! Ella sería una belleza de incomparable virtud. Verminaard había tenido tratos con sirvientas y lecheras, pero ninguna de ellas sería como esta criatura. Sus ojos serían estrellas de color azul claro y su sedoso cabello, del color del lino. Ella lo reconocería en el acto como el forjador y el impulsor del rescate y le estaría eternamente agradecida…, tan agradecida que jamás desearía volver a hablar con otro hombre. Su forma de pronunciar el nombre de su salvador sería…
—¡Verminaard! ¡He dicho que puedes empezar cuando quieras! ¿Dónde estabas?
—No lo entenderías. Y no te pongas exigente conmigo.
Fue sólo cuestión de minutos que encontraran por encima de ellos una tupida malla de raíces gruesas como cuerdas, como dedos, tentáculos que entorpecían el uso sus armas, haciendo inútil su filo en una enloquecedora red de fibras. Verminaard golpeaba con su espada inútilmente la maraña de raíces, tierra y roca que parecía separarse por encima de él y engullirlo a medida que ascendía entre las raíces más delgadas hasta llegar a monstruosidades gruesas como su tobillo, como su pierna, que perforaban la roca por encima y por debajo de su posición, buscando ciegamente aire, agua y apoyo.
Lentamente, el entramado de raíces rodeó a los muchachos. Parecían hallarse en una especie de prisión subterránea, una imagen invertida de La Jaula que tenían justo encima.
—Podemos trabajar como leñadores durante una semana aquí abajo —masculló Aglaca— y no estar más cerca de conseguir que esos hombros tuyos pasen por una abertura en este embrollo.
Verminaard resolló para recuperar el aliento y se secó la frente cubierta de tierra y sudor. Entre el polvo y su esfuerzo, el aire de la caverna le parecía cada vez más irrespirable.
—Volveremos a la superficie y nos abriremos paso por la fuerza —dijo Verminaard, retrocediendo por donde había subido.
—Tonterías —replicó Aglaca—. Ya has visto cuántos son. Y también hay ogros; he percibido su hedor entre la niebla. Apuesto a que están encerrados cerca de aquí, sin duda retenidos mediante hechizos con el fin de que construyan la muralla que rodea el templo. Sean prisioneros o no, lucharán a favor de los bandoleros antes que ayudarnos. No, entre los bandidos y sus servidores, ésta sigue siendo la mejor de las entradas.
Verminaard dio un respingo y extrajo el pie de debajo de un largo zarcillo vegetal.
Aglaca sonrió tímidamente.
—Escucha. He hablado de leñadores —dijo—, no de ladrones.
Verminaard frunció el ceño. Lo estaba haciendo otra vez. Aquel cerebro solámnico sabelotodo estaba alumbrando un nuevo plan, algo complejo y rebuscado, por supuesto, repleto de giros insospechados e ilusiones, de apariencias engañosas y ambigüedades. Envainó su espada con manos todavía entumecidas por la lucha contra las raíces y se sentó en el suelo de la caverna resignado a escuchar una larga explicación.
Para su sorpresa, fue muy simple.
Pero no le gustó ni pizca.
Y sus pensamientos volvieron a la mujer que permanecía encerrada más arriba, sobre su cabeza, y a los encantos y las falsedades imaginarias de Aglaca Dragonbane.
Hagalaz e Isa, dos jóvenes bandoleros, montaban guardia en la estrecha entrada de La Jaula. No era más que un angosto hueco entre los árboles drasil, cubierto a última hora con una cortina por su obsequioso sargento, que respetaba la dignidad y el pudor de la cautiva.
Éste era el momento en que mayor servicio le prestaba la cortina a la chica, cuando las sirvientas traían barreños de agua caliente, la vertían en la bañera de la rehén y se retiraban cortésmente del cercado viviente, con la cabeza gacha y los barreños vacíos. Al poco rato, los hombres oían los movimientos de la joven al otro lado del grueso lienzo. Ella mascullaba para sí misma y daba la impresión de que hubiera dos voces en La Jaula, como una conversación mantenida en susurros, pero eso no era nada nuevo. Judyth de Solanthus siempre hablaba sola, o murmuraba encantamientos, o rezaba a sus dioses extranjeros.
Los guardias no tenían la mente ocupada precisamente con las oraciones de la mujer. En cambio, discutían sobre qué llevaba lady Judyth debajo de aquella capa morada y de la túnica de montar, y ambos centinelas se invitaban mutuamente a apartar la cortina y espiar a la chica mientras se desvestía para el baño.
La discusión era meramente cultural, se decían a sí mismos. Podía tener algún interés para las esposas y madres nerakianas saber cómo vestía una joven solámnica acaudalada, en especial si era oriunda de una de las ciudades más antiguas y respetadas de todo el territorio occidental.
El interés era académico, se decían, al menos por el momento, mientras las órdenes del sargento fueran estrictas.
Los clérigos del templo le habían ordenado que nadie pusiera una mano encima de la chica. No hasta que Takhisis les indicara de algún modo cuál iba a ser su destino.
De modo que intercambiaron un guiño al más docto estilo, conteniendo el aliento mientras atisbaban en silencio a través de la cortina. Era un trabajo mucho más agradable que custodiar a una apestosa banda de cincuenta ogros.
Aglaca trepó a mayor altura entre las duras raíces entremezcladas, apartando con las manos rugosas raíces, restos de guano, légamo y terrones de tierra gruesa. Finalmente, manteniéndose en equilibrio a unos cuatro metros por encima de Verminaard, no pudo seguir avanzando. El techo de la cueva formaba un buzamiento justo sobre él, y el sonido de las ahogadas palabras de la joven le llegó a través de una fina capa de tierra y roca.
Hizo rechinar los dientes y empezó a cavar, lenta y cautelosamente al principio, pero con creciente ansiedad a partir de que el murmullo cesó y oyó la voz de la chica claramente por primera vez:
—En el nombre de Branchala, ¿qué…?
De pronto vio la luz y el borde roto de una bañera de madera cerniéndose sobre su cabeza. El agua salpicaba y se escurría por encima de él, pero su cuerpo permanecía seco.
—¡Por Paladine! —consiguió articular.
El agua se acumulaba, retenida por una extraña tensión que reverberaba en el aire. Era como contemplar una tormenta a través de cristal o hielo, y por un momento Aglaca creó que, en efecto, había un cristal encima de él. Se balanceó unos instantes en su escalera de nudosas raíces, buscando a tientas un punto de apoyo en la interrumpida oscuridad.
—¿Quién…, quién eres tú? —susurró la chica, escrutando a través del charco de agua. Aglaca reconoció el rostro, la tela malva que aferraba contra su pecho, los brillantes ojos de color azul y malva.
—Tu… ¡Tu salvador, por la gracia de Paladine! Somos dos. El otro espera abajo —masculló triunfalmente, y se impulsó para salir a la luz.
Fue entonces cuando descubrió el escudo mágico que lo separaba de la atónita chica. El aire cargado de hechizos rodeó su cuerpo y lo repelió. Aglaca volvió a caer sobre las raíces con gran estrépito y soltó una maldición, contemplando estúpidamente a la chica. De sus manos brotaron chispas cuando se apoyó para recuperar el equilibrio, y tenía todo el cabello de punta.
—¿Crees que una simple hilera de árboles podría retenerme? —siseó la muchacha a Aglaca—. ¿O mantener a los guardias fuera, si se les antojaba importunarme? Los sacerdotes de este templo han embrujado La Jaula con un glifo de custodia.
—¿Un glifo de custodia?
—Se trata de un antiguo signo. Se carga de conjuros chamánicos solámnicos cuando sale la luna llena.
Aglaca tragó saliva, Esta rehén conocía una magia muy superior a la de sus sueños más descabellados.
—¿Cómo vamos a…? —empezó a decir, pero un brusco ademán de la joven lo instó a guardar silencio.
—Conozco el contramaleficio —susurró—. No me interné cándidamente en las montañas, pero necesito otra voz para pronunciarlo.
—¿Otra voz? ¿Por qué?
—No hay tiempo. Repite lo que yo diga. Luego retírate. Hay una gran grieta en esta bañera. Una parte está encima de ti.
Sonrojándose, Aglaca desvió la mirada, introdujo las piernas en el caos de raíces, esperó a que Judyth se vistiera y luego repitió la incomprensible retahíla de frases en lengua élfica que ella le fue apuntando. Era un poema corto, cuyas vocales danzaban en sutiles combinaciones, y en dos ocasiones la muchacha tuvo que interrumpirlo, corregirlo y darle de nuevo el pie para proseguir el extraño encantamiento.
Pero a la tercera vez, lo hizo correctamente.
Triunfante y aliviado, Aglaca repitió el último verso, y el aire se estremeció y restalló por encima de él. Un diluvio de agua con jabón se precipitó por el boquete de la bañera y Judyth, ahora completamente vestida con su túnica malva, se deslizó a través del húmedo orificio y abrazó a su rescatador por la cintura.
—¡Deprisa! —ordenó apretando los dientes, al tiempo que liberaba su manga de una raíz suelta—. Has liberado a alguien más que a una damisela en apuros.
Verminaard aguardaba taciturno en la caverna, comprimiéndose una herida abierta en su hombro al retroceder y clavarse una raíz rota puntiaguda. De pronto oyó la voz de la chica —susurrante, cantarina y grave, no la aguda música de lira que imaginaba—, pero pronto quedó ahogada por un rumor procedente de las alturas, un tumultuoso griterío acompañado por el ruido de edificios y cobertizos que se sacudían y desmoronaban.
Judyth descendió rápidamente hasta la cueva iluminada por la lámpara; Aglaca la ayudó cuidadosamente a sortear la celosía de raíces. Ambos estaban empapados de agua con jabón y transcurriría mucho tiempo antes de que Verminaard averiguase la razón.
Verminaard dio un paso atrás, indignado.
El plan era tuyo, insinuó la Voz. Tu plan, y no era malo, concebido con nobleza…, con la madera del heroísmo, todo… La Voz se interrumpió unos instantes y titubeó, como si buscara una palabra impronunciable. Enseguida continuó: Todo Huma, y lanzas, y gloriosa victoria. La idea y su ejecución eran tuyas ¿y quién se lleva a la chica? ¿Y por qué se la lleva él?
La Voz repitió las preguntas una y otra vez, con mayor suavidad en cada ocasión, hasta que se fusionaron por completo con las pensamientos de Verminaard y el muchacho se olvidó de la Voz y siguió preguntándoselo él mismo, mientras tendía la mano a la joven a través de los últimos nudos de raíces entrelazadas.
—Gracias —dijo ella entre jadeos, y se echó hacia atrás la capucha.
Detrás de ella, una estalactita se estrelló contra el suelo de la caverna.
Por primera vez, Verminaard miró directamente el rostro de la muchacha con quien había soñado y a quien tanto había deseado durante dos estaciones del año. Su cabello oscuro brillaba como la obsidiana a la mortecina luz de la lámpara; no era rubio y fino como él había imaginado. Y aunque su piel era inmaculada y el tacto de su mano recordaba a la fina seda o el terciopelo, esa mano era muy morena, no de porcelana o alabastro como le habían asegurado los poemas, como deberían ser.
Y los ojos. Oscuros y de color malva, con un extraño tono azul, brillantes e insondables. Como el ojo de aquella azucena.
No era en absoluto la chica que él se había imaginado.
Detrás de ella, un desprendimiento de rocas rajó el techo de la caverna, abriendo paso a una nebulosa luz cenital. La chica empujó a Verminaard hacia la entrada de la cueva y gritó, al verlo recular trastabillando por el asombro.
—¡No te quedes ahí como un pasmarote o todos moriremos aplastados! ¡Sácanos de aquí!
Salieron de la caverna en el preciso instante en que el techo se hundía a sus espaldas. Verminaard giró en redondo, boquiabierto, cuando el pasadizo que acababan de dejar atrás se desplomaba con gran estruendo levantando una nube de polvo; toda la meseta se vino abajo, y la depresión resultante se extendió a partir del centro hasta el pie de las murallas de Neraka, engullendo en cuestión de segundos tiendas de campaña, cobertizos y barracas improvisadas.
Verminaard consiguió hablar a duras penas. Su orden de que corrieran a recuperar los caballos sonó como un seco croar en un paisaje dominado por un ruido ensordecedor. Se apresuraron a alcanzar la loma cubierta de bosque donde Orlog y la yegua aguardaban con nerviosismo y no volvieron la vista atrás hasta que la mismísima torre se estremeció y se declararon los primeros incendios en la ciudad de Neraka.
No miraron atrás, pero no muy lejos del campamento verde, otro cobertizo —éste construido en madera y piedra— se derrumbó cuando los ogros lo derribaron a empellones. Eran dos docenas, liberados del encantamiento por el cántico de Judyth y Aglaca, y a ellos se unieron otros treinta cuyas cadenas habían sido arrancadas de los andamios adosados al muro del templo. Con movimientos torpes como si acabaran de despertar, los monstruos anduvieron lentamente entre las tiendas caídas, recogiendo antorchas a su paso con las que describían peligrosos círculos e incendiaban rápidamente más techumbres y maderos. A la luz de las teas aparecían oscuros y voluminosos, envueltos en pieles y cueros, entre los que resplandecía su propio pellejo cetrino y su melena negroazulada debido a las crecientes llamas, a medida que el fuego se propagaba por todo el campamento.
Siguiendo un oscuro instinto, los ogros se dirigieron al punto donde se había entonado el cántico, donde el conjuro que los mantenía presos había empezado a quebrarse. Llegaron a La Jaula y se agolparon, mirándose boquiabiertos, arrancando postes de tiendas y mamparas de mimbre en su obtuso desconcierto.
De pronto, uno de ellos —con el pelaje grisáceo y muy pequeño para lo habitual en su raza— alzó el mentón y olisqueó el viento cambiante.
—¡Caballos! —gritó, y su boca partida salivaba ante la perspectiva de comer—. Caballos… ¡y jóvenes humanos!
Con un exultante y prolongado berrido, el anciano ogro se precipitó hacia las banderas verdes y el resto de los monstruos lo siguió.
Ember oyó vociferar a los centinelas —y el nombre de «Judyth» elevándose como una alarma entre el humo— y agitó sus alas con satisfacción, redoblando así la niebla mágica que cubría la ciudad y las llanuras, mezclada con el humo, y sumergiendo la población en una oscuridad densa y permanente.
Ya la tenían, Ember estaba seguro. Y necesitarían una cobertura de sombras y nubes que borrase su rastro cuando se dirigieran al oeste por las montañas.
El dragón se desperezó y ronroneó. Había hecho cuanto había podido. Sólo tenía que regresar al alcázar de Nidus y esperar la llegada de los jóvenes. Allí sería nuevamente Cerestes, atractivo, ingenioso e instruido por el bien de la joven cautiva. Encandilaría a la portadora de la runa y la escudriñaría igual que a la runa perdida, hurgaría en los intrincados pensamientos y planes de la joven hasta que ella le contara todo lo que había aprendido a los pies de los druidas.
La escamotearía de la vigilancia de los jóvenes humanos.
Y cuando lo supiera todo sobre ella, también conocería el corazón de todas las runas.
El dragón remontó el vuelo pesadamente, se elevó por encima del laberinto de niebla hasta el transparente aire de la montaña y dirigió sus ojos dorados hacia el noroeste y el alcázar de Nidus, que bullía de rumores sobre desapariciones.
A los dos días de la partida de los muchachos, su ausencia había resultado insoportable para el senescal Robert. Insistió, aduló y finalmente imploró al Señor del castillo. Lord Daeghrefn, perdido en sus recuerdos de traición e invierno, reaccionó al fin a las duras palabras de su servidor y reparó en que los dos jóvenes habían desaparecido efectivamente.
—¿Dónde irían a caballo para tanto tiempo, Robert? —bramó, mientras registraba los corredores del castillo que conducían a la entrada, el patio de armas y el establo del otro lado. Con un gruñido, arrancó de un manotazo una antorcha sujeta por una abrazadera incrustada en la pared. La tea cayó al suelo, chisporroteó y se apagó, y Robert tosió detrás de su Señor.
—Dos días es mucho tiempo en la silla de montar, si vas de caza, mi Señor. Me temo lo peor, que hayan decidido hacerse los héroes, como tienden a hacer los jóvenes, y que se hayan dirigido a Neraka con algún elevado propósito en mente.
—¡Entonces la culpa es de Verminaard! —tronó Daeghrefn, girando sobre sus talones para enfrentarse a Robert ante la puerta de salida al patio de armas, iluminada por el sol—. ¿Y si le sucede algo a Aglaca?
—¿Señor?
—Si Aglaca sucumbe en una huida atolondrada, ¡Abelaard será condenado a muerte!
Robert titubeó.
—Entiendo que ésas son las reglas del gebo-naud, pero no creo…
—¿Dónde está el idiota que los ayudó con los caballos? —gritó Daeghrefn, y se dirigió al lejano establo.
Frith llevaba un buen rato ausente cuando Daeghrefn cruzó en tromba las puertas del establo.
Lo veía venir desde hacía una o dos horas. Los jóvenes Señores aún no habían regresado, aunque lord Verminaard le había jurado que sólo necesitaban los caballos por una noche. Se produjo un gran revuelo en la fortaleza, y la voz más airada era la del viejo Daeghrefn: lord Cuervo de la Tormenta en persona.
Al cabo, el padre de Frith había sido convocado a la sala de audiencias. Eso sólo podía significar una cosa.
—No llaman a un caballerizo para consultarle asuntos de estado —masculló Prith para sí mismo, envolviendo un queso y una hogaza de pan en su otro par de calcetines limpios—. Su objetivo es el castigo, el castigo y el culpable, y se darán cuenta antes de preguntarle siquiera que mi padre no sabe nada de nada, pero que yo sí.
Se colocó el fardo de lana bajo el brazo. El queso ya empezaba a apestar.
—¡Puaj! —exclamó Frith, desplazando su carga al instante—. ¡Que el Gran Reorx les impida acordarse de los sabuesos!
Salió furtivamente del establo a lomos de un veloz caballo tordo, calculando que Daeghrefn sólo podía matarlo una vez. Al atravesar las puertas, hizo virar su montura hacia el norte, hacia el refugio de los pasos de montaña, hacia la lejana Gargath. El castillo fue menguando a sus espaldas y Frith regresó a él, nunca supo que los muchachos regresaron finalmente sanos y salvos, con una misteriosa chica a rastras, y que la ira de Daeghrefn se extinguió al cabo de una semana.
Tampoco se enteró el joven Frith, hasta que fue mucho mayor y el transcurso de veinte inviernos suavizó las noticias lejanas, que su padre fue sentenciado a muerte por un furioso Daeghrefn, acusado del horrendo delito de no conocer el paradero de su hijo.
Pero en el momento en que Aglaca reveló su plan a Verminaard, antes de que los guardias de Neraka descubrieran que la chica se había evadido y de que Ember se elevara por encima de la niebla, casi en el preciso instante en que Frith, el hijo del caballerizo, decidía huir del alcázar de Nidus, el mayor de todos planes se desarrollaba en las profundidades del Abismo.
Takhisis lo observaba todo, incluso lo predecía en parte, con su ojo dorado, pasando ociosamente de un guardia a un dragón, de un muchacho en plena búsqueda a un caballerizo, y sus pensamientos repasaban a una velocidad de espanto actos y palabras que explicaran lo que iba a ocurrir a continuación.
«Son como runas —decidió—: Aglaca, Verminaard, la joven cautiva, Daeghrefn y el dragón. Por alguna razón, todos convergen aquí, todos participan en este anecdótico rescate».
Takhisis sonrió. Le correspondía a ella interpretar las convergencias. Lo que fue. Lo que era. Lo que podía llegar a ser.
Daeghrefn era simple. Encarnaba el salvaje e inmutable poder de la ira. Siempre que intervenía en la situación, la convertía en algo volátil…, explosivo.
El dragón era justo lo contrario a Daeghrefn. En todo momento tranquilo y aparentemente sereno, diligente y participativo, Ember dirigía siempre sus pensamientos hacia ellos mismos, entretejiéndolos y enredándolos hasta que acababa sospechando de sus propias sospechas, embaucado por sus propias mentiras.
Los muchachos también eran opuestos. Cuando se medían con la mirada —por enfado, por rivalidad o en las raras ocasiones en que coincidían—, era como si se contemplaran en un espejo, pues cada uno era la viva imagen del otro. «Como todos los hermanos», pensó la diosa afectuosamente. Pero cuando Verminaard alzaba la mano izquierda, le respondía la derecha de Aglaca, de modo que cada uno era el inverso del otro.
Y en la tradición rúnica, según recordaba la Señora de la Tinieblas, el signo invertido es también su opuesto. La runa del Sol invertida presagia oscuridad, la runa de la Cosecha invertida predice una larga sequía.
Equilibrio. Todo era cuestión de equilibrio. Ella lo sabía desde hacía diez mil años, y las insignificantes tribulaciones de los mortales obedecían el mismo esquema a gran escala.
Pero la chica era diferente. Sin igual, incomparable y hasta el momento indescifrable, había venido del oeste, guiada y apremiada por la mano de Paladine. Takhisis no conseguía leer su interior, todavía no lograba descubrir su misterio o su opuesto.
Tal vez fuera ella la runa en blanco.
La magia chamánica que rodeaba La Jaula era en realidad una prueba para la joven: un conjuro primitivo, que un mago y también un clérigo podrían anular con facilidad, si quedaran clérigos para intentarlo, pero como lo había hecho la muchacha, eso significaba que escondía más de lo que Takhisis imaginaba.
Por el momento, Takhisis se limitaría a observar. La joven le resultaba más útil viva y en libertad. Si ella era la runa en blanco —¿y cuando se había equivocado la Señora de las Tinieblas?—, Judyth conduciría a Takhisis hasta L’Indasha Yman, hasta el secreto del oráculo.
La chica era la avefría, el cebo que atraería a la druida y la haría salir de su escondrijo.
Habría que aplicar esta estrategia con cuidado. En cuanto Judyth llegara al alcázar de Nidus, Takhisis instruiría al mago para que arrojase un hechizo protector mucho más fuerte que el que antes rodeaba La jaula de Neraka. Ella participaría en la preparación, insuflaría poder en las despreciables habilidades de Cerestes, de modo que ningún encantador —ni siquiera la experta L’Indasha Yman— pudiera atravesar el conjuro sin ser detectado.
No, la druida no alteraría estos planes. Tarde o temprano, Judyth acudiría a ella, y cuando llegara ese momento, los espías de Takhisis la seguirían. Encontraría a la druida, descifraría la runa y, por medio de las profecías recuperadas, hallaría una piedra más —una Joya Verde de un valor incalculable que llevaba casi dos siglos perdida— que completaría el círculo de su templo, que daría vida a las torres prometidas en sus sueños más profundos.
Viró de nuevo con el cálido viento negro, observando y esperando.