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—Haré honor a vuestra amistad, maese Verminaard —declaró diplomáticamente Aglaca, observando al otro muchacho con precavida curiosidad. Desplazó su peso de un pie al otro, a la espera de la respuesta educada, del recibimiento solámnico que tradicionalmente seguía a un ofrecimiento de servicio y buena voluntad.

Verminaard no dijo nada.

Su juvenil rostro permaneció tan inescrutable como la dura piedra de la montaña desdibujada por la niebla y la distancia. A pesar de los insistentes codazos de Robert, se negó a hablar con el huésped. Se empecinó en su silencio incluso cuando la comitiva de Daeghrefn regresó por la sinuosa pista de montaña que comunicaba el paso de Jelek con el este, donde aguardaba el alcázar de Nidus.

Por el camino, Aglaca intentó razonar consigo mismo. La familia de Daeghrefn no hacía las cosas como la suya. No había Medida, y eran parcos en ceremonias. Tal vez fuera como decía su padre: que la guarnición de Nidus vivía casi en la barbarie, no mucho mejor que los nerakianos. O tal vez Verminaard estaba resentido por la pérdida de su hermano. Eso podía entenderlo. Aglaca deseaba hallarse también de vuelta en casa, con sus amigos y sus perros. Deseó que no le hubiera sido impuesto esta nueva y abrumadora obligación.

Luego estaba también la visión que había tenido Aglaca en el puente de Dreed: el joven pálido y musculoso…, la maza que golpeaba…

Así será, a menos que tomes las riendas en este asunto, Aglaca Dragonbane, lo incitó la Voz, lenta y seductora, ni masculina ni femenina.

Se presentó a él como siempre, con turbias promesas y amenazas terribles. Y, como siempre, Aglaca hizo caso omiso de su insistencia.

Pero sí meditó hasta última hora de la noche, después de la larga cena que constituyó su incómoda bienvenida al este, a las montañas Khalkist y a su nueva familia.

Daeghrefn fue el primero en ocupar su asiento, como tenía por costumbre. Sin prestar atención a sus invitados —el reducido grupo de parientes, criados y cortesanos—, que permanecían en pie, el caballero se dejó caer pesadamente sobre el enorme asiento de roble que ocupaba la cabecera de la mesa. Se distrajo con la danza de las llamas en el hogar y con la algarabía de las palomas en el entramado de vigas que sostenía el techo de la sala.

Se hallaban en una estancia destartalada, polvorienta y en desorden, abocada a la decadencia. El Señor de Nidus sólo mantenía un reducido grupo de criados y se dedicaba más a sus halcones y al licor que al buen gobierno de su casa y sus tierras.

El vino, escanciado por el mayordomo en una copa de cristal tallado en múltiples facetas, era una reserva de la cosecha de hacía doce veranos. La copa era la última del juego, un regalo de bodas para Daeghrefn, de parte de lord Gunthar Uth Wistan; sus nueve compañeras se habían roto por negligencia a lo largo de los doce años transcurridos desde la muerte de la esposa de Daeghrefn. Era la última y, cuando el caballero la levantó y la luz del fuego se reflejó en sus facetas y chispeó en el ambarino líquido, Daeghrefn recordó una noche, más de doce años atrás. Una noche de fuego y vino y un centenar de facetas reflectantes…

Fue espantoso desde el principio. Se percibía el olor de la ventisca al pie de las montañas, y el frío disuadiría a cualquier viajero, excepto a los más audaces. La esposa de Laca, un poco más adelantada en su embarazo que la de Daeghrefn, se hallaba en sus aposentos, asistida por comadronas y médicos mientras el esperado día se iba acercando. Daeghrefn se había alegrado de prolongar su visita, de disfrutar de la cálida habitación de invitados del castillo de Laca, de las reuniones con su viejo amigo, tras varios meses de ausencia, y de la avidez con que ambos hombres aguardaban el nacimiento de sus respectivos hijos, sobre todo el del primogénito de Laca.

En el transcurso de la cena, acompañada de abundante vino y amena conversación, Daeghrefn casi olvidó el inquietante clima exterior, el viento y la extraña desorganización que aquejaba a los servidores del castillo.

Abelaard, que ya había cumplido cuatro años, se sentaba a horcajadas sobre la rodilla del hombre a quien llamaba «tío Laca». La mujer de Daeghrefn se mostraba discreta y reservada, como siempre que se hallaba en compañía de los locuaces solámnicos, y esperaba su segundo hijo, al que su marido pretendía consagrar al culto a Paladine. Después de unas cuantas copas, la conversación se había tornado ociosa. Laca especulaba acerca de que, en algunas familias, el cabello y los ojos «jugaban malas pasadas», que a pesar del moreno de Daeghrefn y los ojos negros de su esposa, el hijo que esperaba podía ser «rubio como… un alto elfo…».

—Rubio como el propio Laca.

Daeghrefn se había echado a reír, señalando el cabello oscuro y los ojos castaños de Abelaard.

—Supongo que eso es una mala pasada —bromeó, y Abelaard lo miró con extrañeza, pues su rostro era el vivo retrato del de su padre.

Pero Laca no cambió de tema, habló de los rubios de ojos claros y de «malas pasadas», una y otra vez, hasta que el vino y la combinación de ideas fueron conduciendo a Daeghrefn hasta la única conclusión que las taimadas y provocativas palabras ya no podían seguir ocultando.

—¿Qué estás insinuando, Laca? —preguntó finalmente, sin alterarse, sabiendo perfectamente que el caballero no podía responderle con sinceridad.

—Sólo estamos hablando de generaciones —murmuró Laca, pero sus ojos claros y su fingida sonrisa se dirigieron un breve instante a la aterrorizada esposa de Daeghrefn.

Daeghrefn se puso en pie de un salto, derribando el sillón y su copa de vino. El dorado líquido se derramó generosamente sobre la mesa, sobre la mujer y sobre Laca, y un lacayo se apresuró a traer agua y un paño. Laca también se incorporó, más despacio, con las manos abiertas y el desconcierto pintado en el rostro.

—¿Qué conclusión errónea has sacado de… mi frívola charla, Daeghrefn? —preguntó Laca, pero el aludido no prestó oídos a retractaciones o a razones e insistió en la pregunta una y otra vez mientras desenvainaba su espada.

—¿Qué estás insinuando, Laca?

Los criados de Laca irrumpieron de improviso en la estancia, avisados sin duda por el lacayo que había abandonado la sala. Un mar de Caballeros de Solamnia resueltos se interpuso entre los amigos, en ese momento convertidos en adversarios. Daeghrefn descargó su espada en vano sobre un fornido individuo ataviado con la armadura completa, mientras la marea de servidores lo separaba más y más del hombre que lo había injuriado, que había insinuado…, no, que se había jactado de su hazaña, ahora que lo pensaba mejor.

Daeghrefn miró entonces a su mujer. Había agachado la cabeza, y la palidez de su rostro confirmaba que lo que Laca había reconocido, lo que había proclamado ante todos los presentes —incluido el pequeño Abelaard—, era verdad.

Después, la nieve cegó sus ojos, recordaba Daeghrefn. Los guardias de las puertas del castillo de Laca no escatimaron súplicas para que se quedara al calor y amparo del alcázar. Pero él no estaba dispuesto a aceptar comodidad alguna de un falso amigo. Después de todo, si hacía siete meses de su infidelidad, debió perpetrarla en Nidus, en el seno de la hospitalidad sincera de Daeghrefn. Bajo su techo protector. Tal vez en su propio dormitorio. Recordó que, una mañana, Laca había declinado la invitación de salir a cazar, alegando que debía dedicarse a su devoción.

Pues claro.

Presa de un arrebato de justa ira, obligó a su familia a abandonar el castillo de Laca. Ése era el resultado del exceso de confianza en los amigos, del exceso de confianza en el Código.

Daeghrefn menospreció los cinco días de viaje por el camino que habían tomado a la ida, bordeando las Khalkist. En su lugar decidió tomar un atajo que, incluso con tiempo despejado, requeriría toda una larga jornada de ascensión en línea recta por las montañas. Pero ahora estaba desorientado a causa de la nieve y la rabia cegadora. Gradualmente, los pasos de su esposa se hicieron más lentos y la infeliz tropezó. Abelaard, con sólo cuatro años, todavía encandilado por las mentiras y estratagemas de su madre, se detuvo para ayudarla. Y los tres se alejaron sin darse cuenta de la rocosa calzada de Nidus para internarse en una nueva tormenta de nieve.

Daeghrefn los habría conducido directamente a casa esa misma última noche. Quizá la mujer hubiera sucumbido en las montañas, incluso a la vista de las murallas de la fortaleza, pero de todos modos estaba condenada, condenada siete meses atrás por los Febriles anhelos de su sangre. Si no hubiera aparecido la druida, pronto sólo hubieran sido dos —Abelaard y él—, y no habría quedado rastro alguno de aquella traición.

Excepto esta copa tallada que ahora hacía girar en su mano.

Daeghrefn sacudió la cabeza, engulló otro trago de vino y se sumergió de nuevo en sus recuerdos.

Verminaard siempre estaba presente, justo en el límite de su visión, donde su presencia constituía un burlón recuerdo de aquella distante primavera, de las crudas revelaciones de aquella lejana noche de invierno. Sólo por amor a Abelaard toleraba al bastardo. Por Abelaard y por un extraño impulso que lo aguijoneaba desde los confines de su mente, una razón que no lograba expresar con palabras. Pero sabía que lastimar al pequeño o abandonarlo le acarrearía pavorosas consecuencias.

En verdad, Verminaard era una espina clavada en el costado de Daeghrefn, un tormento y un escarnio. El gebo-naud le había parecido una justa retribución por los doce años pasados con el niño. Hallándose los nerakianos en las montañas y obligado por ello a firmar una alianza con su antiguo enemigo, contemplaba el gebo-naud como deseaba verlo. «Hijo por hijo» significaba que podía entregar a Verminaard a los solámnicos a cambio de Aglaca, sellar la alianza, librarse de Verminaard y devolver al muchacho a su lugar de origen, todo en un solo gesto. Y Abelaard lo habría entendido. Con el tiempo.

Sin embargo había desaprovechado la ocasión de conseguirlo, el gebo-naud había concluido y el único descendiente de Daeghrefn había sido objeto del intercambio. La ira de Daeghrefn no había remitido. Se acordó de su hijo, de Abelaard acampado en algún lugar del vasto oeste, y descargó un puñetazo sobre la mesa. La cristalería y la vajilla tintinearon; la copa tallada que había despertado sus recuerdos se ladeó precariamente al borde de la mesa. Robert, levantando la vista de su venado con antelación suficiente para advertirlo, atrapó el delicado objeto antes de que cayera y lo depositó, casi con reverencia, junto a la mano extendida de su Señor.

—La druida —masculló con expresión ausente Daeghrefn, mirando fijamente las llamas del hogar—. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Qué dijo?

Robert palideció mientras retiraba la mano de la copa.

También recordaba a la druida: cuando el Señor de Nidus regresó con Abelaard y el bebé, mandó al propio Robert a las montañas.

Fue incapaz de hacer lo que Daeghrefn le había ordenado. Encontró a la druida en cuclillas entre la vegetación invernal, sacudiendo la nieve de las ramas. Su túnica verde y su cabello castaño rojizo resplandecían ante la impersonal blancura de los ventisqueros. Estaba encantadora, una cálida vela en el frío crepúsculo.

El hombre se había deslizado por detrás de una roca, desenvainando su arma mientras daba un rodeo. Pero ella ya lo había visto, ya sabía que estaba allí desde el principio. Lo llamó y conversaron brevemente, con palabras intercaladas entre circunspectos silencios. Su corazón se le derritió en el pecho y, por primera vez en toda su vida, Robert desobedeció a su amo y Señor.

Aunque la druida le prometió guardar silencio y le garantizó que nadie más que estuviera al servicio de Daeghrefn volvería a verla jamás, recordaba a la mujer con inquietud cuando en el alcázar se planteaba el tema del druidismo, o cuando la nieve se depositaba pesadamente sobre los enebros y las aeternas azules.

Con ojos desorbitados, muy tenso contra el respaldo de su asiento, Aglaca observó al pálido senescal salvar la copa. Este comedor le sugería las fauces de Hiddukel: todos los hombres que se sentaban a la mesa estaban malditos y condenados, atrapados en sus propios temores y sombríos pensamientos. Nadie más pareció percatarse del repentino estallido de Daeghrefn, y todos los ojos y rostros se concentraban en la luz de las velas, en el pan con queso y el venado de días atrás con el mismo fervor que si no hubiera nada más que comer en toda la fortaleza.

Su padre lo había animado a ser valiente, pues la guerra contra Neraka sólo se prolongaría unos meses. Pero él sólo tenía doce años y el tiempo prometido de estancia en Nidus se extendía ante el como un desierto interminable.

¿Qué sería de él en este lugar?

Murmuró una oración dedicada a Paladine sin haber probado bocado. La infantil invocación resultó casi audible por encima del tintineo de la cubertería y el arrullo de las palomas en la cornisa.

Cerestes no oyó rezar al muchacho, pero sintió un intenso ardor en los dedos cuando las palabras fueron pronunciadas, y el cuchillo que sostenía empezó a temblar en su larga y pálida mano.

Problemático, Aglaca sería problemático, con su entrenamiento solámnico y sus fantasías sobre Paladine, Huma y Kiri-Jolith.

El otro era una cuestión completamente diferente. Verminaard siempre había residido en el corazón de estas montañas, huérfano de madre y virtualmente sin tutela alguna, pues su padre se había apartado de la Orden y ya no creía en el Código y la Medida…, o siquiera en los propios dioses.

Y sin embargo, lo más fácil no siempre era lo preferible. La Señora de las Tinieblas le había enseñado esa verdad. Era mejor abstenerse y observar, y esperar su oportunidad. La «desafortunada» caída de Speratus y la llegada de Aglaca habían proporcionado a Cerestes todo el tiempo que necesitaba.

Se arrellanó en su asiento, saboreando el vino dorado. Inclinando la copa, espió a través del cristal al joven Verminaard, quien le devolvió la mirada con expresión ausente entre las titilantes velas y las distorsiones del vino.

Pero Verminaard, como solía hacer cuando alguien nuevo llegaba a la fortaleza, estaba calibrando a los presentes, siguiendo el intrincado baile de miradas y gestos con la esperanza de que le revelaran algo, que asomara algún secreto tras una ojeada de soslayo o de un sutil gesto de una mano.

Había aprendido a ser tan precavido largo tiempo atrás, en el castillo de Daeghrefn, donde el genio violento, casi explosivo del caballero resultaba tan impredecible como el tiempo en la montaña. Daeghrefn enfurecido era una fuerza que había que esquivar, que evitar por completo, si estaba en su mano. En las estancias había recovecos donde Verminaard podía refugiarse de las siniestras procesiones de armaduras, antorchas y miradas iracundas; también estaban los aposentos de Robert, donde podía encontrar cierta protección entre los trofeos de batalla pulcramente ordenados del viejo senescal, donde el aire olía a cuero engrasado y vino afrutado. Pero, ante todo, el muchacho había aprendido a fiarse de su instinto: en ocasiones, justo un instante antes de que se alzara una voz o descendiera una mano, algo indefinible aparecía o desaparecía del rostro de su padre. Era su percepción de este hecho lo que salvaba al muchacho de los castigos y las palizas cuando Daeghrefn montaba en cólera.

Verminaard intuyó la llegada del arrebato como si captara la tensión de las montañas antes de un alud, cuando un rumor imperceptible, en el límite de la vegetación aumenta por debajo de la capacidad de audición hasta que se percibe únicamente como una sensación en los huesos. Cuando Daeghrefn golpeó la mesa, Verminaard ya se había preparado y observaba atentamente a los demás, explorando territorios desconocidos.

Era el muchacho solámnico quien más se delataba. A pesar de que el entrenamiento de la Orden ocultaba su temor, el miedo estaba allí de todos modos. Los claros ojos se habían abierto más aún; un tenue olor a sal impregnó el aire.

Oh, sí, Aglaca estaba asustado. Y Verminaard tomó nota de ello, pues en un castillo donde la incertidumbre era la reina y señora, el miedo era la moneda de cambio oficial.

Verminaard observó con mucha atención a su padre y luego otra vez a Aglaca. Por el casi imperceptible encogimiento del hombro del recién llegado, Verminaard supo que todavía no había abierto la mano derecha, que mantenía crispada en un puño.

La cena finalizó bruscamente cuando Daeghrefn se levantó de la mesa, se dirigió al hogar y apuró el vino de la copa que aferraba en su mano cubierta de cicatrices de combate. Se desplomó sobre una silla baja de caoba con el respaldo recto. Los perros se alejaron de él a hurtadillas y las palomas de las vigas enmudecieron.

Fue la señal para que Robert se pusiera en pie y condujera a Aglaca al piso superior, a su nuevo alojamiento. El corazón de Verminaard se animó al ver que el anciano guiaba al noble muchacho hasta la cama asignada, pues la escalera que eligieron para subir conducía a un único grupo de habitaciones, altas en la torre occidental del alcázar: a la habitación de Verminaard. Si su padre había decidido instalar a Aglaca en esas dependencias, los aposentos de Abelaard, ahora desocupados, correspondían a Verminaard por derecho.

¡La habitación es tuya!, lo incitó la Voz, modulada en una siniestra melodía en tonos menores, surgiendo de la nada, como si le hablara la propia mesa. Tuya por derecho, por ser el mayor. ¿Acaso no te lo avisé? Pregúntale; pregúntale…

Era una pequeña victoria y Verminaard lo sabía. No comprendía por qué sentía tamaño regocijo, por qué se le empañaba y aclaraba la vista alternativamente y su mano temblaba al pensar en aquella perspectiva.

Buscó al mago con la mirada, pero Cerestes se había ausentado de la habitación; se había desvanecido repentinamente, como si hubiera atravesado en silencio una puerta abierta en pleno aire. En la estancia sólo permanecían Verminaard y su padre.

Daeghrefn contemplaba absorto el fuego mortecino.

Por un momento, Verminaard titubeó, aferrándose vacilante al respaldo de su silla para levantarse de la mesa. Despacio, más por dilación que por diligencia, recogió su plato y sus cubiertos y luego sopló para apagar la vela que se consumía junto a su copa. El primer paso en dirección a su padre le costó tanto como si tuviera que avanzar hundido en la nieve hasta la cintura, pero el segundo le resultó más fácil y pronto, casi enseguida, se plantó junto al hogar.

—¿Padre? —preguntó. Lentamente, reluciendo con un antiguo rencor, los oscuros ojos de Daeghrefn se apartaron del fuego para fijarse en algún punto situado más allá del rostro de Verminaard. A continuación, sin desviar la mirada ni un milímetro, el caballero arrojó la centelleante copa tallada al fuego moribundo.

En la vigas estalló un frenético batir de alas, mezclado con los aterrorizados chillidos de las aves. Verminaard se encogió cuando varias esquirlas de cristal atravesaron sus calzones y cortaron sus tobillos. Se estremeció de miedo, de dolor, mientras la sangre salpicaba la tela desgarrada.

—¿Qué? —preguntó a su vez Daeghrefn en tono veladamente amenazador, y pareció que el fuego que ardía ante ellos jadeara, se sofocara y disminuyera más aún, hasta que la habitación se redujo a un tembloroso círculo de luz. Por primera vez en muchas horas, Daeghrefn hablaba con su segundo hijo.

—La… la habitación, Señor —empezó a decir Verminaard pero, intimidado por su balbuceo, guardó silencio.

—¿Qué habitación? —La voz de Daeghrefn era monótona y desagradable.

Verminaard se arropó en su manto para serenarse. Los tobillos le solían y escocían. Empezó a sudar de pronto, mareado, y le faltó la voz una, dos veces, antes de encontrar las palabras.

—Los aposentos de Abelaard, Señor. Me… Me parece que si Aglaca…

Daeghrefn se enderezó aún más en su asiento; la débil luz del fuego agrandaba su silueta, proyectando una sombra gigantesca en la pared opuesta.

—Sé lo que pretendes —dijo el caballero—. Y dormirás y te alojarás donde siempre has dormido y te has alojado. Abelaard se ha ido y sus aposentos aguardarán su regreso.

Subió los peldaños de dos en dos, con los tobillos sangrantes e hinchados, y cada paso era un doloroso reproche a su osadía. A su espalda, la Voz lo regañaba, suave e insinuante, hablando desde la terrible oscuridad que reinaba al pie de las escaleras.

Así es y así será en este país devorador; donde otea la rapaz y acecha la pantera… ¿Qué esperabas de él, después de este vano lamento? Aprende de mí… de la pantera y la rapaz…

Se detuvo a mitad de la escalera, con la mente girando como un torbellino. Sintió en su interior una gran ira y aporreó el muro de piedra del rellano feroz y metódicamente. Le dolía el puño con cada golpe que daba y luchó por reprimir un súbito acceso de llanto. Mientras golpeaba la pared pensó en Daeghrefn. En sus fríos ojos oscuros y en la copa hecha añicos.

No estaba bien. No debía pensar así de su propio padre.

Lentamente, casi tropezando con la ira que afloraba de raíz, Verminaard remontó el último tramo de escalones, maldiciendo las piedras y la oscuridad y las estrellas que asomaban por los ventanales de la galería. Llegó al pasillo y abrió la puerta de sus aposentos.

Aglaca se hallaba sentado en la litera superior, reclinado sobre el alféizar de la ventana. Por un instante, los pensamientos de Verminaard fueron violentos y la voz de sus representaciones mentales se confundió con la voz de las estrellas…

Si algo le ocurriera a Aglaca, su padre no tendría más remedio que aplicar las reglas del gebo-naud. Cualquier cosa que le ocurra a este muchacho… le ocurrirá también a Abelaard.

Y entonces Daeghrefn se lamentaría de verdad.

Verminaard se reprimió, aterrorizado por la amplitud y el poder de sus especulaciones. Dirigió una funesta mirada a Aglaca, quien le devolvió otra llena de interés y curiosidad.

—No creas que mis pertenencias son tuyas también —amenazó Verminaard, irguiéndose en toda su estatura y esforzándose al máximo por cubrir la puerta que había dejado atrás—. Aquí no eres más que un advenedizo. Nadie te quiere; estás aquí a causa del pacto y sólo por esa razón. Mi hermano se ha ido.

Dio un largo paso hacia Aglaca. El muchacho miró por la ventana y luego, con calma y de igual a igual, a su nuevo antagonista.

—Si eres capaz de recordar algo, solámnico —prosiguió Verminaard, plantándose en el centro de la habitación y aferrando el respaldo de su única silla como si Aglaca pretendiera arrebatársela también—, recuerda esto: en mi presencia, eres un rehén. No eres mi invitado.

—Te ha gritado, ¿verdad? —preguntó Aglaca, en voz baja y no exenta de calidez—. Me refiero a Daeghrefn…

—Eso no es asunto tuyo, solámnico —replicó Verminaard, titubeante y con la mirada esquiva, y empezó a tamborilear nerviosamente con los dedos sobre el respaldo de la silla—. He dicho que eres un rehén…

—Lo sé —lo interrumpió Aglaca—. Aquí soy un advenedizo. Ya me lo has dicho. No puedo ocupar el lugar de Abelaard. Pero puedo ser tu amigo, Verminaard.

Verminaard retrocedió hasta la puerta y la cerró. Algo se apagó en su interior al presenciar la inesperada amabilidad del muchacho. Sintió un desagradable hormigueo en las manos y se volvió sin mucha convicción hacia la litera y el muchacho que se sentaba en ella y que lo observaba a su vez con curiosidad.

—Pues… no cojas ni toques nada que sea mío.

—No lo haré, Verminaard.

—Júralo —insistió Verminaard, tendiéndole la mano y buscando con la mirada los ojos de Aglaca.

Aglaca no rechazó su mano ni su mirada.

—Lo juro. Estamos unidos el uno al otro, Verminaard. El gebo-naud nos liga con la misma firmeza que a nuestros padres. Y yo creo que a nosotros nos une mucho más. Lo sé, y tú lo sabes también.

Verminaard desvió la mirada, confuso e incomodado. Recordó al joven de su visión: el gesto, la muda letanía, la pérdida de energía…

Miró nuevamente a Aglaca, horrorizado.

«¡Eres tú!», pensó.

Pero en lugar de visiones y engañosa magia, el muchacho le ofrecía un cuchillo sosteniéndolo por la hoja. Verminaard asió la empuñadura repleta de joyas engastadas y examinó el filo atentamente.

—Es tuyo —declaró Aglaca—, como muestra de mi confianza.

—Es… ¡es maravilloso! —exclamó Verminaard. Sus párpados se entornaron—. ¿Y qué pides por él?

—Tuyo es —insistió Aglaca—. No quiero nada a cambio.

Verminaard danzó jubilosamente por el centro de la habitación, blandiendo el puñal como si fuera una espada y ensartando enemigos imaginarios.

—¡No es un simple puñal, Verminaard! —protestó el muchacho solámnico—. Es un cuchillo de trazador de runas. Me lo regaló mi padre. Su mago dice que protege a su dueño de todo mal.

Verminaard arremetió contra la chimenea y hendió con la hoja el frío aire de la habitación. No prestaba atención.

—Sé que no es la lanza de Huma —se disculpó Aglaca—. Es pequeño y su magia también es reducida. Pero no es un juguete. Es…, es…

—Es un buen cuchillo —dijo Verminaard. Estudió a Aglaca con cautela—. Gracias —añadió con brusquedad.

Aglaca sonrió.

—Ahora ven a mirar por la ventana. Si te asomas un poco y fuerzas la vista cuanto puedas hacia el oeste… ¿Cómo se llama ese desfiladero?

—Eira Goch. Significa «nieve roja» en la antigua lengua.

—¿En serio? —preguntó Aglaca, extendiendo la mano una vez más—. Bueno, pues si miras hacia la entrada de ese desfiladero, verás las hogueras de campaña de mi padre. Dame la mano y te ayudaré a subir a la litera de arriba.

Verminaard observó con desconfianza al otro muchacho. Era la primera vez que alguien, aparte de Abelaard, le tendía una mano. Pero, a pesar de sus serios recelos, aceptó el asidero que se le ofrecía. Durante unos momentos, antes de izarse hasta la litera, arriesgándose a sufrir una caída y una ofensa a su dignidad por las sospechosas intenciones de su rehén, puso a prueba la fuerza del muchacho, tirando de Aglaca hacia el borde de la cama.

Con los dientes rechinando, Aglaca tiró a su vez y recuperó el terreno justo cuando se balanceaba peligrosamente sobre el muchacho más corpulento, quien lo devolvió a la cama de un suave empujón.

«Bien —pensó Verminaard—. Soy más fuerte que él».

Acto seguido, tras inspirar profundamente, se encaramó a la litera superior, ayudado por su nuevo compañero. Juntos se asomaron por la ventana a la ininterrumpida oscuridad y divisaron a lo lejos un resplandor de antorchas. Verminaard fue quien más habló, identificando para Aglaca los accidentes del paisaje visibles desde las alturas del alcázar de Nidus.

Quince metros más abajo, al otro lado del patio del castillo, entre las sombras de las almenas del este, el siniestro mago Cerestes se apoyó en la antigua muralla y arrimó la oreja a la piedra. La conversación de los muchachos —una conversación inocente, pero que para ellos nadie conocía ni escuchaba— atravesó el mortero y la piedra, y por arte de magia penetró en las oscuras cámaras de la mente del mago Cerestes.