8

—¿De qué color son sus ojos? —lo presionó Verminaard mientras él y Aglaca conducían los caballos por un estrecho sendero ascendente que discurría al pie de un risco, en busca de un refugio elevado donde resguardarse de la noche y sus depredadores, animales y humanos.

—Es difícil explicarlo, Verminaard —respondió el muchacho—. Eh, mira, hay una especie de cueva. Me lo imaginaba. En la cima de esa meseta abundan los árboles drasil, y nunca he visto un atajo que no conduzca directamente a alguna parte.

—¿Una cueva, has dicho? —Verminaard se olvidó de todo ante la perspectiva—. ¿Qué clase de…?

—Murciélagos, seguro —interrumpió Aglaca—, arañas cerca de la entrada y esos extraños grillos ciegos que habitan en la oscuridad, si uno se adentra lo suficiente a partir de la boca. Incluso puede que un oso. —Miró de hito en hito a Verminaard con miedo fingido—. Aunque eso es poco probable, con las contorsiones que tendría que hacer para caminar por ese laberinto de raíces. Pero si nos sale un oso, por lo menos esta vez seremos dos.

«¿Esta vez? —pensó Verminaard, mientras su mente regresaba a toda velocidad al vergonzoso encuentro con los bandoleros en el puente—. ¿Qué sabe él? ¿Qué sospecha?».

De no haber sido por los murciélagos que salían en tropel a la montaña y al atardecer, la cueva habría resultado cómoda, incluso agradable. En la entrada crecían unos cuantos juncos dispersos, y su ocupante la había abandonado no hacía mucho con la intención de regresar, a juzgar por la ausencia de polvo y telarañas, la fresca y olorosa paja y las escobas pulcramente alineadas a un lado de la abertura.

—Entremos —instó Verminaard, dirigiéndose a la cornisa rocosa.

—Aquí vive alguien —objetó Aglaca, escrutando las tinieblas.

—Pues duerme fuera, si quieres —replicó fríamente Verminaard. Entró en la cueva y buscó algo apropiado con que encender un fuego. Aglaca permaneció indeciso junto a la entrada; finalmente escaló el risco hasta una zona más elevada en busca de un buen punto de observación.

Mientras, Verminaard rebuscaba entre la paja y la loza apilada. Cogió una jarra y la examinó con una creciente e incómoda sensación de que ya había estado antes aquí, o por lo menos ya había visto antes estos objetos.

—¡Mira, Verminaard! —exclamó Aglaca desde el exterior—. ¡Zanahorias y rábanos! Hay un pequeño jardín un poco más arriba. No le da el sol, es imposible con la sombra de los árboles drasil, pero es una tierra sorprendentemente fértil, en este paraje roqueño. No sé cómo lo han hecho, a esta altitud. También hay tomates tardíos, y toda la parcela está bordeada de azucenas. ¡Algunas están en flor! Deberías subir a verlo. Hay una con cara…

—¿Has encontrado algo para encender fuego?, preguntó lacónicamente Verminaard, con la atención fija de nuevo en las piedras del suelo de cueva. Aglaca lo humillaba con tantos conocimientos sobre plantas, hierbas y flores… Era algo impropio de él. Desdeñó a su compañero con un hosco ademán. Era mejor quemar la madera que encontrase en la caverna —sillas, quizás, o el balde de roble— que esperar mientras Aglaca perdía el tiempo otra vez metiendo la nariz entre las azucenas.

Su mirada regresó al balde. Era, en cierto modo, el centro de la cueva, el punto focal de la extraña familiaridad que le suscitaba este lugar. Se acercó a él cautelosamente. Podía tratarse de la vivienda de un mago, y se sabía que los magos cargaban los objetos de fuego, veneno o conjuros destructivos, y cuando una mano desprevenida los tocaba, las llamas la atravesaban hasta el hueso y el veneno recorría todas las venas.

Mil años después de la marcha o la muerte de un mago, el conjuro se manifestaría para incinerar o corromper.

Este balde presentaba todos los signos. Una línea de muescas irregulares alrededor del borde, no debidas al desgaste o las desconchaduras, sino a la talla intencionada de una mano experta.

Verminaard prestó atención, intentando oír la Voz. Fuera cual fuese su origen, sin duda poseía un acervo de conocimientos y magia.

Pero una vez más, la Voz permaneció muda.

Verminaard lanzó un quedo reniego y atisbó el fondo del balde. Parpadeó y volvió a mirar.

Había algo en la curvatura de las fibras de la madera del fondo del balde que parecía reverberar y mutar. En un momento era una espiral, un remolino y, de repente, parecía el centro geométrico de una telaraña, como la runa hagall, que prometía desventura y crisis.

De pronto, como si escrutase el corazón de los proverbiales cristales y orbes de la Torre de la Alta Hechicería, creyó ver un paisaje rocoso, como las Khalkist pero más lúgubre, más riguroso, y una mano que surgía de las profundidades de la madera en movimiento, intentando agarrarlo a él y fallando…

Verminaard sacudió la cabeza y volvió a mirar. La mano y la telaraña, las rocas y la runa habían desaparecido, y en la madera del balde manchada por el agua sólo quedaba un mero hilito de luz. Aglaca lo llamó de nuevo desde el exterior para comentarle algo sobre la aguileña.

Pero Verminaard se sentía atraído por el fondo de la cueva. Un pequeño montículo ocupaba un oscuro rincón, más humilde y menos misterioso que el balde, pero muy cautivador.

En silencio, tras echar una fugaz mirada por encima de su hombro, se deslizó hacia las sombras y la extraña elevación.

Tierra y piedras. Aquí había alguien enterrado.

Una insondable tristeza recorrió al joven cuando se arrodilló junto a la tumba. Algo se agitaba justo al borde de su memoria: una calidez y una débil y frágil paz…

—¡Verminaard! —gritó Aglaca por tercera vez, y sus pensamientos se esfumaron repentinamente. Con un gruñido de impaciencia, Verminaard decidió salir para reunirse con él.

Cuando se dirigía hacia la entrada de la cueva, un reflejo entre la paja atrajo su atención. Se arrodilló y recogió un pequeño medallón con una cadena de plata rota y una centelleante joya del tamaño de su pulgar. Al frotar la gema con el borde de su túnica, Verminaard se maravilló de su color morado como la medianoche, a medio camino entre el violeta y el azul. El medallón no le produjo sensación alguna de magia o maleficio, pero podría reportarle una pequeña fortuna si algún cortesano de Nidus…

O ser un regalo para una misteriosa joven.

Reflexionó un poco más acerca del objeto y acabó guardándolo en la bolsa que contenía las piedras rúnicas. El suave rumor que produjo su roce contra ellas sonó como si alguien hubiera abierto una puerta oculta en las profundidades de la caverna. Verminaard se encogió de hombros y se apresuró a remontar el sendero en dirección al jardín, donde encontró a Aglaca acuclillado junto a una planta en forma de abanico, con la mirada prendida en la solitaria flor que descollaba en su bohordo.

—¿Ves esto? —preguntó Aglaca con una sonrisa de oreja a oreja, acunando delicadamente en su mano la aislada flor. Indicó por señas a Verminaard que se acercara.

—Encantador —declaró el joven más corpulento, aburrido y mirando en todas las demás direcciones, atento a la amenaza de cualquier depredador o bandolero.

—Tiene un bello color melocotón, y la parte central es un curioso ojo morado…, y esta mancha es la cara, o quizá se parece más a una máscara. Y los pétalos forman un triángulo perfecto —insistió Aglaca, pero Verminaard no le prestaba atención.

—Tiene que haber un sitio mejor donde pasar la noche, Aglaca. Deberíamos marcharnos antes de que oscurezca.

—No te comprendo, Verminaard.

«Esta cueva me da mala espina —quiso decir—. Noto… una presencia. No sé si es amistosa u hostil, pero ese balde de ahí…».

No se lo digas, apremió la Voz, saliendo de la cueva como si le hablara la negra y refulgente montaña. Ya sabes cómo se mofan los ignorantes de tu acervo popular, tus runas y símbolos. Habla de defensas. De la profundidad de la cueva…

—Esta cueva no parece tener fin —dijo Verminaard obedientemente—. Apostaría a que está excavada en la montaña y que tiene innumerables ramificaciones, cámaras y pasadizos. En esas profundidades podría ocultarse algún peligro y no pienso arriesgar de nuevo tu seguridad.

Dedicó una forzada sonrisa a su compañero, quien le sonrió a su vez.

—Ese peligro es muy remoto, Verminaard. Las raíces del árbol drasil alcanzan los treinta metros de profundidad, quizá más. Crecen sobre las cuevas para…, bueno, supongo que para alimentarse, o algo así, para obtener algún tipo de nutrientes que necesitan del aire de la caverna. Han aprendido a crecer perforando la roca, pero no saben detenerse. El fondo de esa cueva probablemente sea una maraña de raíces, como una jaula o una pantalla. Nada mayor que un hombre podría atravesarla, y tendría que ser menudo, no alguien como tú.

—Pero podría haber algo más —dijo Verminaard—. Algo ajeno a tu botánica. Escorpiones, tal vez, o alguna especie de víbora de las cuevas.

Aglaca frunció el entrecejo.

—Está oscureciendo. Y hay…

Verminaard no esperó más.

—Nos iremos enseguida. Después de todo, estás bajo mi responsabilidad.

Casi se había convencido a sí mismo con sus excusas.

Pero la caverna y el pequeño jardín seguían obsesionándolo cuando él y Aglaca subieron a sus monturas y cabalgaron hacia el sur, y la oscuridad se desvaneció por encima de sus hombros con la inquietante tonalidad rojiza del ocaso en las Khalkist. Aquel lugar lo obsesionaba todavía cuando se calentaban al fuego de campaña, cuya luz había sido amortiguada diestramente por Aglaca para ocultarla de la vista de bandoleros o algo peor.

Lo obsesionó a lo largo de la mañana siguiente, mientras cruzaban el límite sur del bosque de Neraka, el llamado soto Sangriento, donde se contaba que los bandidos colgaban a sus víctimas, desecadas y ennegrecidas como uvas no vendimiadas, y los felinos salvajes correteaban por los senderos de la espesura en expediciones con fines aún más abominables.

Oscuro y profundo, canturreó la Voz, que parecía llamarlo desde la umbría espesura. Oscuro y profundo, y los lúgubres secretos en descomposición, relegado; al olvido… ¿A que es un punto final para los enemigos, para los padres incapaces de amar e indigna; de amor?

Verminaard prestó oídos a la Voz, a su infinita capacidad de seducción. Se imaginó vívidamente a Daeghrefn balanceándose lentamente, colgado de las negras ramas de un árbol aeterna lánguido y medio podrido, el aire hirviendo de milanos, de aves carroñeras…

—¡No! —exclamó, forzando su mente a regresar a la luz del sol, a la respiración, a las frías llanuras de Neraka y las inmensas praderas. Dirigiéndose a Aglaca, que cabalgaba a su lado en la yegua y ahora lo miraba con alarma y preocupación, masculló—: No pasa nada. Debo de haberme quedado dormido. No te preocupes.

—Es una voz, ¿verdad? —preguntó calmosamente Aglaca, inclinándose sobre la silla de montar.

—¿Una voz? No digas tonterías. —Su propia respuesta le sonó demasiado estridente, aterrada.

Aglaca tiró de las riendas de su yegua y la obligó a detenerse. Verminaard lanzó un reniego en voz baja, refrenó su corcel y lo hizo dar media vuelta hasta el lugar donde Aglaca esperaba con rostro grave y sombrío.

—A ti puede parecerte una tontería, Verminaard —dijo Aglaca en voz anormalmente queda—, pero a veces yo oigo una voz; quizá se me ha reblandecido un poco el cerebro por mirar la luna roja demasiado tiempo, pero esa voz me dice cosas que no deberían contarse. Y que tampoco deberían escucharse.

—Entonces no la escuches —espetó Verminaard. Pero enseguida, en voz más baja y cauteloso, preguntó—: ¿Qué te dice?

—Que soy excepcional —respondió Aglaca, esbozando una extraña sonrisa— y de un modo que nadie más lo es. Es un vino embriagador, el que escancia la Voz, asegurando que sólo me habla a mí y que cierta configuración del tiempo y el espacio me ha situado, a mí y a nadie más que a mí, en una elevada posición. Además dice otras cosas más siniestras: que mi padre me ha abandonado, que él y tu padre sólo me consideran un peón en su larga partida política; pero no me importa lo que diga la Voz, porque he decidido no creerlo. Creo lo que me dijo mi padre antes de mi marcha: que me querría ocurriera lo que ocurriese.

Verminaard resopló y aguijoneó a Orlog para que se pusiera al trote en dirección al sur por las llanuras de Neraka.

Pero sus pensamientos regresaron a un túnel sin salida, al final del cual yacía la Voz, enroscada en las profundidades de su memoria, y las codiciadas palabras que pronunciaba eran más profundas y más dulces que el pertinaz escepticismo de Aglaca.

Él también podía decidir no creerlas, pero prefería no creer a Aglaca. Y por eso cambió radicalmente el tema de conversación.

—¿De qué color son sus ojos, por última vez?

Aglaca buscó en su mente una imagen, nombres de brillos y matices, hasta que los encontró.

—Son exactamente del color del ojo de esa azucena —dijo jubilosamente.

Verminaard hizo rechinar los dientes y condenó a Aglaca silenciosamente a muerte en nombre de todos los dioses de la oscuridad. Acto seguido, espoleó salvajemente a Orlog.

—¡Espérame! —gritó Aglaca, azuzando a su yegua a emprender el galope—. ¡Espérame, Verminaard!

Pero Verminaard ya cruzaba a la carrera la planicie de la meseta de Neraka.

La ciudad de Neraka era un lugar de paso, improvisado y sucio.

Las honradas gentes montañesas que la habitaron al principio, pastores de cabras y agricultores humildes e ingeniosos, habían sido expulsados a lo largo de los años por la llegada constante de bandidos, salteadores de caminos, asesinos y otros malhechores de todos los países y razas. Tal habría sido el fin de la población, extinguirse progresivamente cuando los beneficios del saqueo empezaron a menguar, de no haber sido por el edificio que brotó en su centro.

Porque Takhisis había elegido el sitio como siempre lo hacía: en silencio y en secreto, en un punto donde los cimientos de obsidiana negra del templo no alarmaran a nadie. Pues cuando ella regresara al mundo y restaurara su dominación, Neraka sería el corazón de su imperio.

Y ese corazón ya había empezado a latir.

Cuando Aglaca y Verminaard se aproximaron por el norte, cruzando la monótona llanura volcánica, el chapitel del templo fue lo primero que vieron. Nudoso como un viejo roble en el corazón de la ciudad, se retorcía entre las murallas casi terminadas, ocultando el cielo por el sur con su masa y con el extraño halo reverberante de oscuridad que la rodeaba.

Frente a los muros del templo, los andamios de los albañiles y los destartalados barracones militares, un centenar de hogueras diseminadas por las casas próximas escupían el negro humo de fraguas y cocinas, que se entremezclaba con el fétido hedor de la curtiduría y el matadero. Más allá de la ciudad propiamente dicha, en las llanuras circundantes, se observaban decenas de tiendas de campaña negras y achaparradas, esparcidas casi al azar, coronadas por una variada colección de banderas y estandartes, blancos y negros cerca de donde se hallaba Verminaard, pero azules, rojos y verdes a lo lejos, todos adornados con la ceñuda cara de un dragón, todos ondeando al caprichoso viento de las montañas.

Los dos jóvenes desmontaron a menos de cincuenta metros del campamento situado más al norte. Allí, ocultos por la alta hierba, comieron frugalmente algunas hortalizas que Aglaca había recolectado previsoramente en el jardín cercano a la cueva.

—Me siento como un conejo —masculló Verminaard—: escondido entre la hierba y comiendo rábanos.

Aglaca soltó una risita nasal y meneó la cabeza. A continuación, incorporándose para atisbar por encima de la hierba, estudió con aire de gravedad el ejército de banderas.

—No imaginaba que los bandoleros fueran tan numerosos —declaró—. No me extraña que Daeghrefn no haya conseguido aún acabar con todos.

—Olvídate de los bandoleros. ¿Adónde vamos ahora? —preguntó Verminaard—. ¿Dónde está la chica?

Aglaca lo observó con curiosidad.

—No lo sé, entre tantas banderas y con tanta agitación. Tendremos que ir a averiguarlo, guardando las distancias y sin perder la calma, con los ojos y los oídos bien abiertos. Ni siquiera los bandoleros pueden esconderla de nuestra vista eternamente.

Pero el tiempo pareció alargarse para los muchachos que bordeaban los campamentos de la periferia.

En cuanto empezaron a avanzar hacia el oeste, describiendo un amplio círculo alrededor de la ciudad, su presencia quedó disimulada por una nueva y tupida niebla que se materializó como por ensalmo y cubrió Neraka hasta que sólo las torres del templo fueron visibles entre la bruma. Los colores de las banderas se alteraron, y palidecieron bajo una docena de capas de gris.

No era una pandilla heterogénea de bandoleros lo que sorteaban, ni una desorganizada banda de asesinos. Alrededor de Neraka se estaba congregando todo un ejército y, a juzgar por las lenguas, los dialectos y los acentos que llegaban hasta ellos transportados por la niebla, sus integrantes procedían de tierras lejanas y exóticas: de Sanction y Estwilde, pero también de Kern y de otros puntos donde hablaban con acentos aún más extraños. No estaban ni por asomo alerta, y mucho menos preparados, pero sus filas eran muy nutridas y seguían creciendo.

—¿Ves? —susurró Aglaca—. Algunos apenas han empezado a montar sus tiendas. Está claro que se están reuniendo, pero para qué se reúnen es un misterio.

—Sea lo que sea —comentó Verminaard—, mi padre debería saberlo. No tolerará a un gran ejército nerakiano a las puertas de su casa.

—Ni ellos lo tolerarán a él, me imagino —coincidió Aglaca—. Tal vez la chica pueda informarnos.

—Si llegamos a encontrarla —masculló lúgubremente Verminaard—. Quizá todo este asunto haya sido una imprudencia.

De pronto se le presentó la Voz, con sus inflexiones suaves y misteriosas como la propia niebla, con sus tonos melodiosos más femeninos que nunca.

¿Imprudencia? Por supuesto que no. Has llegado hasta aquí la mar de bien, y la prisión está a tu alcance. La jaula, la llaman; se encuentra en la zona oeste, en medio del campamento verde. Déjate guiar por mí. A pesar de la niebla, los centinelas y los peligros que te aguardan, he venido a ayudarte.

—Pero son demasiados —protestó Verminaard en voz alta, fina y chillona por el brumoso aire. Aglaca lo miró rápidamente, alarmado, y le indicó por señas que callara.

Llegará el día, continuó la Voz, calmosa y seductoramente, en que agradezcas que sean tantos. Tú regresarás aquí, Verminaard de Nidus, y te daré todo este poder; y la gloria que conlleva, pues me fue otorgado en el pasado remoto, junto con la facultad de cederlo a quien me plazca…

—Quédate detrás de mí —susurró Aglaca secamente—. ¡Y sigue agachado, si sabes lo que te conviene!

Verminaard parpadeó, desconcertado hasta que el aviso de su compañero arrancó sus pensamientos del laberinto de la Voz. Se encontró erguido en toda su estatura entre la hierba, que apenas le llegaba a la cintura; habría ofrecido un fácil blanco sólo con que la niebla hubiese sido menos densa y los centinelas hubieran estado más atentos.

Al instante se dejó caer en cuclillas, pero la Voz no había terminado con él.

Déjate guiar por mí, canturreó. Todo esto es mío y puedo dártelo a cambio de un insignificante favor. Te lo demostraré en las horas venideras.

—No —dijo Aglaca escuetamente, a nadie y a nada, dando la espalda a Verminaard. El muchacho de mayor edad se volvió hacia él, estupefacto, y al mirar por encima de su hombro, Aglaca le sonrió, avergonzado—. No es más que esa voz de nuevo, Verminaard —confesó—. Me venía con otra sarta de mentiras. Supongo que me olvidé de todo durante la discusión.

—Basta de voces —declaró Verminaard—. Tenemos que encontrar a la chica. Esta niebla no puede ser eterna.

«Sí puede, si la esgrime un dragón», pensó Ember, acurrucado a menos de cien metros de los dos jóvenes, protegiendo su mente de cualquier intrusión y agitando las alas lenta, regularmente, abanicando la niebla que él mismo había conjurado por arte de magia y que se extendía por todo el paisaje, oscureciéndose y espesándose.

Las órdenes de Takhisis eran oportunas, reflexionó el dragón. ¿Qué mejor modo de apresar a la chica que lograr que Verminaard y Aglaca lo hicieran por él?

Sonrió, dejando al descubierto sus numerosas hileras de largos dientes. Sus ojos dorados centelleaban mientras escrutaba la niebla, hasta que encontró de nuevo a Verminaard y Aglaca encorvados entre la hierba y esperando. No tardarían mucho en descubrir La Jaula.

Una onda roja y dorada recorrió sus escamas con feroz anticipación. Todo iba encajando en su sitio.

Sólo esta voz lo preocupaba. Aglaca hablaba de ella libremente y con frecuencia y, al oírlo, cabría pensar que discutían a diario. Podía sufrir alucinaciones, fruto de su soledad en el alcázar de Nidus, pero Ember sospechaba que no era eso.

Podía ser lo que Aglaca había apuntado cuando, bajo la apariencia del mago Cerestes, Ember le propuso enseñarle magia. Quizás esa voz impelió a Aglaca a rechazar los estudios.

El otro joven parecía no reparar en la persuasión de esta voz, de cualquier voz. Pero por otra parte era obtuso y obstinado, no de los que se conquistan con palabras y argumentos. Aglaca poseía el cerebro y Verminaard los músculos de esta empresa y, gracias a esta niebla mágica, no transcurriría mucho tiempo antes de que la chica estuviera en sus manos. Después, en la seguridad de Nidus, con la confianza en sus rescatadores, los labios de la joven se abrirían a un solícito mago oscuro llamado Cerestes. Ella le hablaría de druidas y runas y estrategias magníficas, sin imaginar nunca que pronunciaba tales palabras al oído de un dragón.

Él se enteraría antes que ellos. Antes que Verminaard y Daeghrefn, eso seguro, pero también antes que Aglaca. Y por lo tanto, antes que los espías de Laca y que el propio Laca…

Y antes que Takhisis. Antes de que lo supiera la Reina de la Oscuridad y encontrara la tuna desaparecida, y la Joya, y la llave de su reino terrenal.

Interrogaría a la chica y descifraría la runa, espiaría a los muchachos y el recinto del templo que tenía enfrente, oscuro en medio de la niebla de su creación. Los estudiaría a todos y, cuando la misión de la Reina de los Dragones fracasara a las puertas de su templo, él sería el amo de las montañas y los territorios que se extendían más allá. Los clérigos responderían ante él y sería su voz imperiosa la que llegaría a oídos de los ricos y los poderosos, no un leve e insinuante balbuceo en la mente de un solitario muchacho solámnico.

El dragón ronroneó, un rumor grave y persistente que los muchachos y los centinelas del templo confundieron con un trueno de la tormenta que arreciaba procedente del norte.

«Es una comedia de espejos», pensó la diosa, reclinándose en los cálidos y turbulentos vientos nocturnos del Abismo.

A su alrededor se acumulaba la oscuridad en sucesivas capas de negrura, hasta que los lugares que la luz había abandonado por completo parecían nebulosos, casi luminosos, comparados con los puntos aún más oscuros que los rodeaban, con un resplandor compuesto no sólo de sombras, sino también de espíritus.

Pero Takhisis ahora reía, y sus graves y melodiosas carcajadas resonaban en el inmenso vacío circundante. Una comedia de espejos, donde un personaje observa a otro, que a su vez observa a un tercero que observa a un cuarto, y todos ellos son observados por el público que se encuentra fuera del pequeño mundo de espías e intrusos de la obra.

Ember ignoraba que ella lo espiaba, mientras se agazapaba en las brumosas praderas, como un estúpido, sin volar. Le permitiría acercarse a su templo y ver lo que había dentro.

Vencería ella, con independencia de lo que él viese.

En cuanto a los muchachos, sólo la conocían superficialmente, cuando lo que ellos llamaban «la Voz» hacía su aparición y les contaba cosas siniestras e inimaginables. Uno sería suyo, mudado de su alto linaje a sus deseos y designios.

No había sitio para el otro.

Girando en la negrura perpetua y agitando suavemente sus alas, descendió en picado diez mil brazas, cayendo a plomo, soñando, hasta que al cabo flotó en medio de un enloquecido bullicio cósmico de sonidos prodigiosos, de voces incorpóreas en absoluta confusión, en movimiento por la vacua oscuridad. Takhisis se echó a reír en pleno caos sonoro y pensó en Laca.

Su reputado linaje, que se remontaba a la Era de la Luz, finalizaría con un hijo traicionero. Sería la última gota de la sangre de Huma, pensó Takhisis. En uno de los dos —en Verminaard o en Aglaca, no le importaba cuál, aunque empezaba a sospechar de quién se trataría—, el linaje se extinguiría.

Se estremeció al recordar a Huma. Recordó la brillante lanza penetrando en su pecho, el remolino incandescente de oscuridad y el crepitar del firmamento cuando la lanza la empujó al plano negativo de la oscuridad y el caos, de los vientos nocturnos que aullaban a su alrededor, zarandeándola y azotándola, y de los constantes gemidos de aquellas voces estridentes al límite de la nada; el histérico lamento de los condenados.

Takhisis destruyó a Huma en el combate, pero al precio de tres mil años de destierro. Lo destruyó, y como el humano no tenía hermanos ni herederos, durante siglos ella creyó haber aplastado aquel linaje en la última batalla, al final de la Segunda Guerra de los Dragones.

Pero quedaban los primos, y los primos tuvieron hijos. Laca fue el último. Lejano en la línea sucesoria y en la sangre, pero aun así del linaje de Huma. Y luego estaba Aglaca.

Y junto con Aglaca, estaba la visita de Laca a Nidus, bajo el techo de su viejo amigo Daeghrefn, con cuya bien parecida esposa olvidó toda lealtad, todo honor, todo Código y Medida, aunque sólo fuera una radiante mañana…

Y además de Aglaca estaba el pequeño Verminaard, de cabello claro y ojos azules, en absoluto como Daeghrefn, sino el vivo retrato de su verdadero padre.

Así, el linaje de Huma había vuelto a ramificarse. Casi como si se hubiera dispersado para desviar la atención de Takhisis, para distraerla de su búsqueda que ya se prolongaba tres milenios. Pero los había localizado a ambos —a los dos hijos de Laca—, y el tiempo, las circunstancias y los recursos dedicados los habían conducido finalmente hasta ella.

Y antes de que eligiera a uno —o mejor dicho, antes de que uno de ellos la escogiera a ella—, estaba el asunto de la chica.

Durante un tiempo, Takhisis había permitido que los nerakianos retuvieran a la joven, convencida de que aquella miserable de tierno corazón llamada L’Indasha saldría de su escondite y acudiría al rescate… en un territorio hostil, donde los velos que Paladine había arrojado sobre su paradero ya no la protegerían.

Pero transcurrían las semanas y la druida no daba señales de vida. Por eso Takhisis se había volcado en los hijos de Laca: ellos le traerían a la chica, ellos y aquel intrigante esbirro suyo que abanicaba la niebla distraídamente, ocultando los movimientos de los jóvenes a los guardias nerakianos.

En cuento condujeran a la chica a Nidus, empezaría la revelación. La mente de la joven se resistía de algún modo a toda tentativa de intromisión y sus sueños eran inescrutables.

Sin duda, Paladine los mantenía ocultos también.

Pero la chica abandonaría Nidus tarde o temprano y su camino la conduciría hasta L’Indasha Yman, hasta el secreto de la runa en blanco. Entonces todos los elementos encajarían en su sitio: la misteriosa Judyth de Solamnia, la druida inmortal y el último descendiente de Huma.

El último descendiente de Huma. Con independencia del papel que desempeñara. Ella lo reclamaría pronto, lo atraería a la oscuridad en el momento que más le conviniera. Oh, sí. Los elementos estaban todos. Todo cobraría sentido cuando Takhisis los reuniera. De eso estaba convencida.

Las voces parlotearon a su alrededor en una cacofonía de lamentaciones. Takhisis desplegó sus negras alas.

Llegaría el momento en que la runa ya no estuviera en blanco, sino grabada con sus símbolos opuestos largo tiempo perdidos, y cuando la última runa se añadiera a las demás, sus poderes oraculares serían perfectos. Entonces encontraría la Joya Verde, la piedra angular del templo, pues las runas recuperadas penetrarían en todo, a través de siglos de piedra y a través del nebuloso caos de la historia. Las runas encerraban conocimiento, y con ese conocimiento, Takhisis abriría los Portales del mundo. Y regresaría para gobernarlo.

Extendió las alas y viró para aprovechar un cálido y seco viento que la elevó hasta el borde del Abismo, hasta el vidrioso firmamento divisor que no podía atravesar. Su aspecto era ominoso, misterioso, como grueso hielo en un estanque insondable. Allí, en el corazón de la nada, Takhisis viró y planeó en la cúspide de la racheada corriente, meditando sus lúgubres estrategias.