13

Era costumbre en las montañas, una costumbre respetada desde la Era del Poder, que la victoria en combate fuera seguida por una noche de banquete y celebración, pero también por la ceremonia de la Recapitulación, en el transcurso de la cual se narraba la crónica dela victoria, se lloraba a los caídos, se honraba a los valientes y la historia de la batalla se grababa en la mente de aquellos que no la habían presenciado. Fuera cual fuese su rango o su posición, todo el mundo tenía derecho a hablar.

Así se hacía en otros castillos a lo largo de todo Taman Busuk, en Jelek y Estwilde, por todas las montañas Khalkist y la cordillera de la Muerte, e incluso en las llanuras de Neraka.

No así, empero, en el alcázar de Nidus. Daeghrefn había impuesto aquí la norma de dirigir personalmente la Recapitulación.

En lugar de permitir que sus hombres relataran su versión de los acontecimientos de la jornada, el Señor de Nidus ordenaba formar a sus tropas y hablaba brevemente de las bajas que había sufrido su casa ese día, de su heroísmo y de su tragedia. Y así concluía la ceremonia: cumplida, a fin de no irritar a los tradicionalistas, pero gris, lánguida y, en conjunto, deprimente. Las palabras flotaban a la deriva entre las oscuras vigas de la gran sala.

Tras la inesperada y casi desastrosa batalla con los ogros, en las llanuras próximas a Nidus, muchos de los hombres se preguntaban si la ceremonia era oportuna, si lo ocurrido aquella noche justo enfrente de las murallas no había sido más una derrota que una victoria.

Y no obstante, a la noche siguiente, después de que las heridas hubieran sido suturadas y las contusiones aliviadas con ungüentos, los tableros de las mesas se combaron ostensiblemente por el peso de las aves y el venado. El vino espumaba y se derramaba, y los sirvientes se afanaban a servir, escanciar y disponer sal, pan y agua cerca de cada asiento. Y la música empezó a la puesta de sol, una fina y grácil trompeta que anunciaba que el Señor de Nidus requería el placer de la compañía de sus soldados durante la cena.

En los preparativos y el prólogo, la Recapitulación empezó como la docena aproximada de veces que había tenido lugar en Nidus desde la reanudación de las guerras de Neraka. Y, sin embargo, casi antes de que el sonido de la trompeta se extinguiera, todos los que habían sido convocados —desde los parientes del Señor hasta su noble huésped, desde los veteranos soldados de caballería que habían regresado con él el día anterior hasta el último y más joven de los sirvientes— eran conscientes de que esta noche iba a ser diferente, que no sería como ninguna otra.

Como siempre, Daeghrefn fue el último en asistir a la ceremonia. Flanqueado por dos soldados, se dirigió a la larga mesa, a su asiento habitual en el sillón de alto respaldo guarnecido con las armas de Nidus: Cuervo sobre campo de gules, el cuervo de tormenta de antigua alcurnia, el símbolo de su casa, honrado perpetua e inmutablemente.

Y aun así, algo había cambiado en el ambiente de la sala. La docena de sillas contiguas al asiento del Señor, al trono, se hallaban vacías esta noche, vacías de pedigüeños y aduladores serviles. Los caballeros y vasallos que solían sentarse a la mesa del Señor se habían trasladado hoy a otra, montada en el extremo opuesto de la estancia. El sitio, cercano a la chimenea, era donde ahora sonaban risas y la primera canción, pues los hombres de la gran sala se habían congregado alrededor de lord Verminaard.

Daeghrefn los observó, ceñudo, desde su alejada posición. Golpeó sobre la mesa una vez, dos veces, pero sólo Juventus y Onnozel, dos de los soldados de infantería más jóvenes que aún no habían estado en combate, miraron brevemente en su dirección.

Con soltura y confianza, Verminaard peroraba entre los hombres. Alzando una negra maza, un arma en la que parecía reverberar y remolinear el reflejo de la luz del fuego, Verminaard dio comienzo a los festejos como se esperaba del héroe —o, en ausencia de un único héroe, del amo del castillo—, con el aguerrido y ceremonioso lenguaje de los montañeses.

Permaneced junto a mí, soldados,

hermanados por la batalla,

las piedras, la montaña, el mar y el río,

ante quienes el fuego se apartó, se aparta,

y se apartará en las horas postreras.

Permaneced junto a mí, soldados,

y sea la crónica de la tarde,

de lo que aconteció en el país de los ogros,

en honor a los Nueve de las Regiones de la Noche,

un canto fúnebre para la Señora que mora en las tinieblas,

una canción para Takhisis, una canción para la Reina…

Daeghrefn se echó hacia atrás, estupefacto. ¿Dónde había aprendido Verminaard esas canciones? Esta clase de locuras nunca recibían atención en el alcázar de Nidus; eran demasiado sentimentales y extravagantes, tenían el regusto de las tabernuchas nerakianas y los bares portuarios de Sanction.

Se hallaban en una estancia seria, después de una batalla seria. Habían muerto hombres. Algunos no habían regresado. Y este…, este maldito usurpador…

Daeghrefn se cansó de escuchar. Con un grito, se puso en pie y se plantó a grandes zancadas en el centro de la sala, disimulando la cojera que le había producido la herida del ogro. Los largos desgarrones estriados habían sido suturados prolijamente por aquella chica, Judyth, la misma cuyo rescate había desencadenado los calamitosos y atolondrados viajes de los últimos días. Entumecido y dolorido, Daeghrefn se irguió ante toda la guarnición, se cruzó de brazos y lanzó una funesta mirada al joven que pensaba sustituirlo a la cabecera de la mesa, que pretendía convertir la solemne ocasión en un púlpito para ordinarias leyendas y ebria jactancia.

Todas las miradas se volvieron hacia el Señor del castillo y, por un momento, reinó el silencio en la sala. Una paloma aleteó en la cornisa y un solitario can arrancó blandos ecos de las losas del suelo en su camino hacia un rincón, en sombras, más seguro.

El viejo Graaf fue el primero en incorporarse para iniciar su relato, como le correspondía por edad y posición.

Daeghrefn sonrió. Un leal servidor. Un hombre que sabía lo que le convenía en las filas de Nidus.

Lentamente, con una recia voz en la que ni el tiempo ni las heridas recibidas al servicio de su Señor habían hecho mella, Graaf se volvió hacia el joven que ocupaba la cabecera de la nueva mesa.

—Maese Verminaard —empezó a decir, con humildad pero no exento de convicción—, no conozco los poemas de la alta aristocracia ni las canciones de tiempos pasados, cuando los hombres como mi abuelo hablaban en verso.

Daeghrefn contempló con enojo a Verminaard, quien aguantó su mirada sin pestañear. El primero de los oradores había roto el protocolo, se había dirigido a su suplantador, en lugar de al legítimo Señor de Nidus.

Los claros ojos del joven se encontraron con los oscuros ojos del hombre. Daeghrefn sintió un escalofrío que recorría su espalda y se estremeció involuntariamente. La persona que contemplaba podía ser perfectamente su antiguo amigo —su viejo enemigo— Laca Dragonbane.

Graaf prosiguió, y su voz fue adquiriendo resonancia y fuerza.

—Y, en efecto, no habrá música de lira esta noche, las áureas cuerdas y el celestial sonido que alegran incluso la voz más áspera con su canto. No habrá música de lira porque el senescal Robert no regresó del bosque de Neraka.

Daeghrefn dio un respingo. Siempre era Robert quien tañía la lira durante la ceremonia de la Recapitulación, y con un talento sorprendente, pues el viejo y rudo soldado la tocaba como un bardo.

—Pero así es como lo recuerda vuestro siervo —anunció Graaf. Su voz aumentó en potencia y confianza tras alejarse unos pasos de la mesa—. Como mejor sabe relatarlo, esto es lo que recuerda.

El canoso sargento alzó su copa en la ceremoniosa postura delos rapsodas y los narradores, de los custodios del recuerdo.

—Íbamos en busca de Verminaard, Hijo del Cuervo de la Tormenta —empezó—. Íbamos en busca de Aglaca, Hijo del Oeste. Los buscábamos al sur del bosque, donde las víctimas de los bandoleros colgaban, resecas y ennegrecidas como uvas sin vendimiar, donde los felinos salvajes recorren los sangrantes bosques, donde los árboles claman de asesinatos y conspiraciones.

Graaf inspiró profundamente y tendió la copa a Tangaard. El joven y musculoso soldado de caballería la apuró hasta el fondo, lanzando una mirada desafiante a lord Daeghrefn. Luego se puso en pie, levantó la copa y prosiguió la narración.

—Fue entonces cuando el fuego del sur nos dio alcance —empezó a decir Tangaard—. Nos sorprendió como a animales en el lindero del bosque donde cayó Fittela. Detrás llegaron los ogros, pisoteadores de campos, devoradores de hombres, que cayeron sobre Thunar, el mejor de los espadachines, y luego sobre Ullr, esgrimidor de mazas, amado por Majere y por el fiero Kiri-Jolith.

La emoción impidió a Tangaard seguir hablando. Los hombres guardaron un respetuoso silencio. Era sabido que Tangaard y Ullr eran viejos e íntimos amigos.

Mudo de dolor y tras una mirada de rabia a Daeghrefn, el joven tendió la copa a Mozer.

Nadie supo de dónde sacó Mozer el valor para intervenir. Era el más delicado de los hombres que habían acompañado a Daeghrefn, el hijo de un aristócrata de Sanction, y lo habían visto gimotear y llorar en medio del bosque en llamas. Sin embargo, algo le había ocurrido en las llanuras devastadas por el fuego. Su mirada era ahora más intensa, extrañamente profunda, y bebía de la copa temblorosamente, con reverencia, como un peregrino ante el altar de algún santuario ancestral.

—Asa el Espléndido, el arquero de Lemish, sucumbió al fuego en una caldera de cedro…

Aglaca, que permanecía en un rincón de la sala oculto en sombras, inclinó la cabeza. Casi había olvidado el amor de Asa por el arco, aquel fornido occidental de dientes separados, siempre dispuesto a lanzar carcajadas y flechas.

—Asa el Espléndido —continuó Mozer— y después de él Reginn, el hijo del herrero y el Martillo de Reorx. Nadie recuerda una mano más fuerte, el enemigo de la roca, destructor de fortalezas. Aniquilado por las llamas, por el fuego arrasador y abandonado en lo más profundo del bosque de Neraka.

Furtivamente, sin mirar al Señor de Nidus, Mozer tendió la copa en dirección a Aglaca, invitándolo por señas a acercarse a la chimenea y la mesa.

Aglaca negó con la cabeza, rechazando la invitación. No podía hablar de lo que había visto.

Había desviado la mirada, o tratado de desviarla hacia los campos asolados al sur de Nidus cuando Verminaard se había ofrecido para cubrirles la retirada. En aquel momento había sabido perfectamente lo que iba a ocurrir, pero los hombres que dependían de él estaban aturdidos y debilitados, y si los ogros se recobraban antes de que Judyth y él consiguieran llevar a los hombres al castillo…

Por eso había permitido que Verminaard protegiera su retirada. No se sentía orgulloso de ello.

De espaldas al campo de batalla, Aglaca había oído el sonido de la maza girando vertiginosamente y rugiendo, abatiéndose sobre los aturdidos e indefensos ogros; escuchando el húmedo y desgarrador sonido del metal al chocar contra el hueso impotente, y los desaforados gritos de Verminaard cada vez que, sin descanso, asestaba un golpe mortal con la negra y reluciente arma.

Aglaca se estremeció y crispó los puños. Había escondido a Judyth discretamente en el jardín ornamental, lejos de la atención de Verminaard, Daeghrefn, Cerestes y todo su malvado séquito. Por el momento estaba oculta, pero en absoluto a salvo. Si algo le ocurría a él, los días de la joven estarían contados en el nido de víboras en que se había convertido Nidus.

Pero, a pesar de todo, no pensaba marcharse, no regresaría a Solamnia. El gebo-naud era un vínculo profundo, y las palabras de su padre regresaban a él a través de los kilómetros y los años: Ningún hijo mío romperá un juramento, Aglaca. Recuerda eso en los salones de Nidus.

Además, después de todo, el hombre que se sentaba a la mesa era su hermano.

La copa había cambiado de manos y pasado a las de Gundling. Este hombre, posiblemente el mejor de los soldados de Daeghrefn, fue en otro tiempo bandolero, y de los buenos, pero rechazó la construcción del templo oscuro en mitad de su pueblo y a los ogros reclutados para erigir las murallas que rodeaban la enorme fortaleza de la Reina de la Oscuridad.

Gundling era hombre de escasas ilusiones y aún menos simpatías. Con todo, era un hombre de honor. Alzó la copa y bebió de ella, sin apartar la vista en ningún momento de lord Daeghrefn. A continuación, lenta y sonoramente, se dispuso a concluir el relato.

—Al salir del bosque a las llanuras del norte, donde el fuego había consumido la mayoría de la espesura, allí perdimos a Aschraf, sin que hubiera figurado nunca todavía en las listas de combatientes. Intrépido como un lobo, cumplidor de sus promesas, cayó al fuego, y el fuego lo consideró digno de él. El senescal Robert, el arpista Robert, el último de los nuestros en caer en la batalla, abandonado en medio del fuego y de los ogros, leal a Nidus en la retaguardia de sus ejércitos. Mientras las puertas del castillo, las puertas de los oídos, se cerraban a sus gritos, el senescal Robert desenvainó la última espada de la pira de los recuerdos.

Todos los hombres guardaron un respetuoso silencio. Gundling ofreció la copa al espacio, a cualquiera que la aceptase, a cualquiera capaz de terminar la narración. Aglaca miró inquisitivamente a los soldados reunidos alrededor de la mesa: ninguno de ellos recordaba las negras alas pasando ante la luna ni el penetrante y paralizante miedo que había recorrido la alta pradera para luego desaparecer, dejándolos aturdidos, acobardados y dispersos.

Es decir, con excepción del propio Aglaca.

Y Verminaard, naturalmente, que en ese momento se sentaba junto al fuego en un escabel, con la mirada fija en las llamas cimbreantes y las manos unidas relajadamente, casi como en una oración, bajo su barbilla. Él no recogería la copa; tradicionalmente era el deber del Señor del castillo.

Cuando Daeghrefn avanzó hacia la copa, uno de los hombres resopló sonoramente, Mozer, tal vez, o Tangaard. Muy despacio, el Señor de Nidus extendió el brazo, tomó la copa con joyas engastadas, bebió los posos del vino…

Y habló, con palabras entrecortadas y desganadas.

Todos sabían que hablaba de oídas, a partir de los rumores que circularon por el castillo la noche anterior, esa mañana y en las horas ya consumidas de la tarde. Pero era tarea suya completar el relato, poner fin a la Recapitulación, una vez llorados los muertos y aclamados los héroes.

—Que no concluya esta velada —dijo Daeghrefn con rencor, sarcásticamente, consciente de que los ojos de todos sus hombres estaban fijos en él— sin un reconocimiento a Verminaard de Nidus, el portador de la maza negra, matador de ogros, azote de las llamas, defensor de almenas, brazo derecho del alcázar.

Empezó a toser y depositó la copa sobre la mesa.

Verminaard se levantó de su asiento junto al fuego. La funesta maza se balanceaba fría y amenazadoramente en su mano enguantada cuando buscó la mirada de Daeghrefn, que esquivó la suya.

—De haber oído yo un discurso semejante años atrás —dijo sin preámbulos y de haberlo dicho tú en serio…, si hubiera oído el principio, el final…, siquiera una sola palabra, incluso la semana pasada, tal vez me habría conmovido.

Se alejó del fuego hacia la entrada de la gran sala, pasó ante los sorprendidos centinelas y cruzó la puerta de la fortaleza.

Daeghrefn permaneció junto a la mesa, sin dejar de escrutar el fondo de la copa manchada de vino. Los hombres empezaron a comer, al principio en silencio; pero luego, entre tímidas conversaciones, en susurros. Levantó la vista una vez, se tropezó con la mirada resentida de Tangaard y volvió a bajar los ojos.

Hasta su encuentro con los ogros y los incendios, Daeghrefn no recordaba haber sentido miedo. El pánico surgió de las sombras como un ladrón, apareciendo entre el humo para robar su temple y su corazón de guerrero. Los muros del castillo se le antojaban ahora estrechos y oscuros, los rincones incómodos y peligrosos. Esa mañana, había vislumbrado su reflejo en la jofaina donde se lavaba la cara, y por un momento —un lóbrego, horripilante momento— creyó ver una figura de pie detrás de él, a la espera…

Una figura de ojos claros y cabello rubio que impedía el paso de la luz del sol.

Y de nuevo tuvo miedo. De los incendios y los ogros, de los hombres de su guarnición.

De Verminaard. Y de algo más que no lograba recordar.

Verminaard salió bruscamente al patio de armas, bañado por la luz de la luna, con un amargo juramento en los labios. Se abrió paso a través de la ipomea, el dondiego de día perenne cuyos sarmentosos vástagos infestaban el castillo y la guarnición, en una especie de intrincada broma cada vez más abundante. Liberándose con esfuerzo de la tenaz planta, el joven dirigió la vista al cielo para maldecir las lunas y las constelaciones; pero dejó que las palabras murieran en su garganta al ver a Cerestes en el adarve, oteando la llanura hacia el sur.

En aquel momento y desde aquella atalaya, bajo la luz combinada de Solinari y Lunitari, las lunas gemelas —plata y rojo—, Verminaard habría jurado que la piel del mago era casi insustancial. Resplandecía tenuemente con una extraña transparencia y cambiaba de color como una irisada niebla luminosa, hasta que Cerestes entero adquirió la apariencia de una nube, después de una sombra y finalmente de una menguante luz negra visible sobre las aspilleras, idéntica a la luz que Verminaard había visto en la cueva donde encontró la maza.

De pronto, Cerestes reapareció, y un fino relámpago de ébano danzó por sus mangas, sus manos, sus dedos…

Y la sombra que proyectaba sobre los muros de la fortaleza era dragontina, enorme, desproporcionada incluso para las almenas deformadas por la engañosa luz de las lunas.

Verminaard jadeó, recordando la sombra que las había tapado.

Y Cerestes recuperó su apariencia habitual, con la oscura túnica que relumbraba débilmente, reducida casi a andrajos bajo la luz de la luna filtrada por las nubes.

«Sólo es una extraña luz —pensó Verminaard—. O el cansancio por mi combate de ayer. O simple magia en una noche encapotada de nubes, quizá un conjuro para dormir, o una consulta a las vacilantes estrellas».

El joven trepó por la escalera para llegar hasta su tutor.

—Justo al límite de la visión —dijo Cerestes, prescindiendo de cualquier saludo, como si supiera desde el principio que Verminaard lo estaba observando— sigue ardiendo un fuego. ¿Lo ves? Si miras el tiempo suficiente hacia la Morrena Sur…

Verminaard inspeccionó la llanura que iba sumiéndose en sombras. No divisaba fuego alguno, pero Cerestes siempre había tenido mejor vista que él.

Inexpresivo, el mago se volvió hacia su pupilo.

—El auténtico valor surgió cuando confiaste en Nightbringer —explicó con calma.

Verminaard frunció el ceño.

—¿Nightbringer?

Cerestes asintió.

—La maza. Nightbringer es el nombre por el que se la conocía en la Morada de los Dioses. Poderosa es, pero ¿cómo ibas a saberlo? ¿Cómo ibas a creer en ella sin valor?

El muchacho acentuó su sonrisa.

—Ya sé a qué te refieres, Cerestes Cuando mi padre se apartó de la Orden, cuando dejó de creer en ella, todos vieron el cambio. No recuerdo cuando fue, pero Abelaard me contó que Daeghrefn perdió algo parecido al arrojo cuando abandonó a los antiguos dioses, y eso a su vez fue… insignificante. Quizá no fuera nada en absoluto. Pero ¿Nightbringer, has dicho? ¿La maza se llama Nightbringer?

Cerestes asintió.

—Llevábamos años oyendo hablar de ella, sabíamos que la hallaría un elegido, alguien especial…

Verminaard sintió un intenso calor en las orejas. Miró hacia el cielo, donde los últimos vestigios del incendio se habían disipado y las nubes se abrían ante Lunitari, la luna roja. Aglaca le había contado algo, hacía mucho tiempo, algo sobre la Voz, sobre por qué se negaba a creer en ella.

Verminaard no lograba acordarse.

—¿Y se supone que soy yo? —preguntó—. ¿Yo soy el elegido?

—Hablaban de ti en la Morada de los Dioses —replicó el mago Cerestes, y su voz reflejaba una extraña profundidad, una resonancia multiplicada, hasta que Verminaard comprendió que eran dos las voces que hablaban: la vieja y familiar voz que hasta esa noche —hasta ese momento— había oído en clase, en la mesa, en las almenas; y otra voz más baja —una Voz incluso más familiar, más íntima y también más grave, musical y femenina—, y juntas lo ensalzaban, lo tranquilizaban.

»Eres el portador de la maza, el elegido. A tus pies se rendirá este castillo, este país y las montañas, desde las colinas de Estwilde hasta los picos de la cordillera de la Muerte y las irrespirables alturas del monte Berkanth.

Cerestes emitía un tenue resplandor mientras hablaba y su piel parecía ondular y cambiar. De repente su figura quedó extrañamente reducida en el intervalo de nubes y luz.

—Tu dominio —dijo con voz seca y fina como la hierba calcinada al pie las murallas del castillo— empieza esta noche. Tu padre no es un padre, sino un ser débil, enajenado y extraviado.

Y Cerestes le contó lo ocurrido aquella noche, tantos años atrás. Los pecados de Laca con la esposa de Daeghrefn… y que el verdadero padre de Verminaard era Laca Dragonbane, Señor de la Marca Oriental.

—Siempre lo he sabido —replicó Verminaard, pero trató de disimular su estupefacción mirando hacia otro lado—. No…, no que mi padre sea Laca. Eso no lo sabía. Pero sí que Daeghrefn no lo era, que no podía serlo.

Ahora fue el turno de sonreír de Cerestes.

—Así pues, también tú eres el protagonista de una profecía, lord Verminaard. Con padre o sin él, Nidus es tuyo, no por derecho de sangre, sino por tu virtud y poder. Pronto habrá mundos que conquistar en otras partes. Pero ahora, a raíz de tu victoria, te aguardan otras conquistas menores y más dulces.

Verminaard lo estudió con curiosidad.

Cerestes le devolvió la mirada y su sonrisa creció hasta convertirse en una mueca burlona.

—Cuando empuñaste esa maza, cambiaste una fémina por otra. Pero la primera sigue allí: los primeros frutos de tu poder, si la consigues. ¡A por ella, muchacho! Si no llegas demasiado tarde, por tu cautela y tu falsa amabilidad, todavía existe una posibilidad de que sea tuya, y esta misma noche. Después de todo, vio a Nightbringer en tu mano victoriosa.

Ése era un aspecto que Verminaard no había tenido en cuenta. Estaba demasiado atareado con rescates, cavernas, ogros y fuegos. Pero ahora la chica parecía la primera y mejor perspectiva. Los ojos de Verminaard empezaron a brillar y el joven echó la cabeza hacia atrás para proferir una sonora carcajada.

Cerestes había observado antes aquella expresión en otros jóvenes: no mozalbetes de galanteo, provistos de flores y sonetos, sino jinetes armados en las fronteras del enemigo, en un terreno desprotegido.

Cuando el primero de los soldados de Daeghrefn empezó a dar cabezadas por el vino y la tardía hora, Aglaca se levantó de la mesa.

Había comido poco y bebido menos. Los sucesos de los últimos días y noches habían sido perturbadores; era hora de disfrutar de la luz de la luna y el aire fresco. Un paseo por el patio de armas despejaría sus sentidos y dejaría atrás el humo y el ruido.

Cruzó en silencio el oscuro patio. La plateada Lira de Branchala, formada por una veintena de estrellas blancas, brillaba en el cielo poblado de nubes. El joven pasó por delante del establo, débilmente iluminado, donde el nuevo caballerizo bregaba con los intranquilos caballos.

A la sombra de la muralla sur, algo se volvió lentamente, una pálida vestimenta sólo a medias iluminada por las lunas. Instintivamente, Aglaca se llevó la mano a la empuñadura de la daga. De pronto, Judyth salió de las sombras y lo miró calmosamente: sus admirables ojos estaban inundados de reflejos de luz de las estrellas. Tras contemplarlos un breve instante conteniendo la respiración, Aglaca vio el azul en las profundidades malva.

—¿Qué vamos a hacer con Verminaard? —empezó preguntando la muchacha—. Yo… lo vi subir hecho una furia a las almenas. Matará a Daeghrefn, si no ahora, con el tiempo. Y entonces ¿qué vamos a…?

Aglaca dio un paso, apoyó un dedo suavemente sobre los labios de la joven y la empujó con suavidad hacia las sombras, fuera de la vista de los centinelas y los rivales peligrosos.

—Nada —susurró—. No podemos hacer nada. Esto es un enfrentamiento entre padre e hijo. Empezó mucho antes de que viniera yo. ¿Quién sabe cuando y cómo terminará?

—Pero ya viste lo que hizo Verminaard.

—Eso y cosas peores —admitió Aglaca—. Pero no podemos hacer nada todavía, excepto guardamos de un mal creciente.

Tendió a Judyth la pequeña daga.

—Pienso en Verminaard llevándose los honores del héroe —musitó la joven, deslizando el arma en el interior de su manga— y luego pienso en ti, dedicándote a acciones piadosas en lugar de a carnicerías. Como cuando ayudaste a aquellos hombres indefensos a montar a caballo, arriesgando tu vida en todo momento. Si hubiera reaccionado algún ogro, si se hubiera levantado…

—Tú hiciste lo mismo, lady Judyth —dijo Aglaca, apartándole de los ojos un mechón de pelo—. Exactamente lo mismo, pese al peligro del mismo incendio y los mismos ogros.

—Pero en los túneles eras tú.

—Y tú me enseñaste a salvar el conjuro de vigilancia.

Ambos rompieron a reír, y Aglaca se alegró de que esta parte del castillo estuviera sumida en sombras, que Judyth no pudiera verlo ruborizándose.

—Supongo que nos hemos ganado los auténticos honores de los héroes —murmuró. Lentamente rodeó con los brazos la cintura de la muchacha y la atrajo hacia sí.

Ella cerró los ojos en la oscuridad y sus labios se entreabrieron…

Cuando descendía de las almenas, Verminaard oyó risas ahogadas entre las sombras del patio.

Se detuvo en las escaleras, pues la curiosidad fue más fuerte que su prudencia. Después de todo, esa clase de ruidos nunca acompañaba a una emboscada, ni a la fuga de un rehén o una prisionera. Quedamente, conteniendo el aliento, se asomó al hueco de la escalera…

Y vio a la pareja besándose, abrazándose, y el oscuro cabello de la chica atrapado en un estrecho rayo de luz de luna.

Cabello oscuro, piel morena…

Se imaginó los ojos de color malva, el tatuaje, y supo quién se hallaba junto a ella en la oscuridad, a la sombra de las murallas. Por un instante, la cabeza le dio vueltas y los pensamientos asesinos que brotaron desde el fondo de su ira fueron siniestros, monstruosos y profundos como las cavernas donde se reproducían.

«No olvidaré esto, Aglaca», pensó, y permaneció allí largo rato, acurrucado en las tinieblas como un cuervo en su nido, hasta que la pareja recorrió el patio en dirección a la fortaleza iluminada por lámparas.