6
Verminaard no podía olvidar a la chica.
Por la noche, en mitad de sus meditaciones, la figura encapuchada y el tatuaje negro de su pierna lo obsesionaban, al igual que su fugaz visión de la joven cuando el caballo que montaba se volvía en el extremo opuesto del puente de piedra y ella se alejaba, atada a su silla y custodiada por bandoleros. Mientras Aglaca estaba ocupado con sus aficiones, Verminaard sacaba las runas Amarach y las volteaba asiduamente sobre la palma de su mano, como si sobre las viejas piedras fuera a aparecer algún nuevo símbolo que le proporcionara alguna pista sobre el nombre de la chica, sobre sus orígenes…
Sobre por qué la habían capturado los bandoleros.
No tenía ni idea de qué lo atraía tanto de ella, pero la recordaba a todas horas del día, y en especial cuando se suponía que debía estar estudiando.
Poco después de la cacería, gracias a la capacidad de persuasión de Cerestes, Daeghrefn nombró al mago tutor oficial de los muchachos. Era más un reconocimiento que un ascenso, pero Cerestes comenzó a instruirlos en serio, con rigurosas clases avanzadas de astronomía, matemáticas y protocolo. Mientras Verminaard bosquejaba sobre pergamino las fases de la luna negra y aprendía conjuros de oscuro poder, Cerestes discutía con Aglaca, que ahora se veía forzado a asistir a las lecciones y por ello se sentaba obstinadamente en un rincón, rehusando todavía entregarse a los nuevos misterios.
En medio de esta nueva presión académica, Verminaard se descubrió divagando mentalmente, ensimismado en largas y arriesgadas fantasías en las que rescataba a la chica de dragones, ogros y otros peligros.
Entonces el mago descargaba una seca palmada sobre la mesa, y la mente de Verminaard regresaba, si bien a regañadientes, a la sala de estudio del castillo, a la soleada aula que su imaginación y los sueños que lo consumían transformaban de repente en un lugar extraño. Aglaca, inmerso en sus tratados de botánica antes que en los libros de hechicería, lo observaba con expresión preocupada, y Cerestes lo regañaba y señalaba el texto. Verminaard prestaba atención con renovadas energías, con nuevas promesas…
Y en cuestión de minutos se perdía una vez más en sus ensoñaciones sobre la chica.
En cierta ocasión, en pleno verano, cuando las imágenes de la joven se volvían insoportables, confesó atolondradamente a Aglaca todo lo que había soñado.
Estaba anocheciendo. Era una de esas noches de verano en las que la propia oscuridad se retrasa, el mundo parece entretenerse en el crepúsculo hasta casi medianoche y los ruiseñores mantienen en vela a los espíritus desasosegados.
Al cabo de unos minutos de ejercitarse en una lenta y grácil patada de defensa personal, Aglaca se apoyó relajadamente contra la almena y le formuló algunas preguntas inquietantes.
¿Había visto los ojos de la chica? ¿Y la expresión de su rostro? ¿De qué color era su cabello?
Sonrió ante el tartamudeo de Verminaard, ante sus respuestas evasivas.
—Pero supongo que tú sí podrías dibujar su rostro —replicó glacialmente Verminaard.
A menos de diez metros de ellos, tres cuervos se posaron ominosamente en el adarve; Aglaca se estremeció y les volvió la espalda.
—Yo vi poco más que tú, Verminaard, aunque apostaría a que sabría identificarla por su forma de montar a caballo.
Dirigió la vista más allá de las almenas, hacia el oeste, progresivamente enrojecido por el sol que se ponía tras el horizonte de Solamnia.
—Estamos de nuevo en verano, Verminaard —prosiguió con voz distante y aún más queda, apenas audible a causa de la infausta algarabía de las aves posadas en el adarve—. Y cuando llega el verano, los sueños se desbordan también durante las horas de vigilia. Mi padre me advirtió que tuviera cuidado con esta época. La describía como «los vapores y espejismos dela canícula, la enfermedad de la luz».
—Tu padre está hecho todo un poeta —refunfuñó Verminaard, que sólo había captado el final de la frase—. Pero ya estoy harto de sus versos y de tus precauciones para esta larga estación.
Aglaca enarcó una ceja. Cuando Verminaard empezaba a rezongar y a pronunciarse, siempre era señal de una temeridad y un desafío: participar en una cacería, tal vez, o escalar un empinado risco. Resultaba de lo más predecible, y aunque el tipo de hazaña podía cambiar, Aglaca sabía que se aproximaba una, que Verminaard estaba ya harto de penumbra y ávido de las emociones de la caza y de la exploración.
Aglaca sonrió para sus adentros y se protegió los ojos de los últimos rayos del rojizo sol.
La hazaña era inminente y no le importaba en absoluto.
Pues la druida se había retirado desde su combate con los nerakianos, alegando que ya le había enseñado cuanto podía. Y ahora, ¿qué le quedaba en Nidus, sino este largo cautiverio y las siniestras lecciones que rehusaba aprender? Eso y sus turbados pensamientos.
—En consecuencia, dejaremos a un lado la poesía —declaró Verminaard, bajando la voz hasta que no fue más que un susurro y atrayendo a Aglaca por el cuello de su camisa con mano firme y autoritaria—. Cuando acabe esta estación y las noches no sean tan condenadamente cortas, iré a Neraka para encontrarla.
Aglaca sonrió con tranquilidad, y su rostro era la viva imagen del de Verminaard.
Verminaard consultó con las runas un plan y una noche propicia. En la soledad de sus aposentos, agachado junto a una mesa débilmente iluminada por velas, estudió el Círculo de Vida, las seis piedras rúnicas colocadas según una distribución aprobada de siglos de antigüedad que reflejaba las energías del pasado y señalaba los retos del futuro.
Que los demás se rieran de él. Que Robert y Daeghrefn, e incluso Aglaca, considerasen las runas infantiles y disparatadas. Sería él quien reiría cuando descubriera la clave de la profecía.
Con gesto solemne, Verminaard distribuyó las piedras ante sí y contempló larga e intensamente las líneas grabadas en su superficie, desterrando cualquier pensamiento sobre la chica, sobre la ira de su padre, sobre los peligros de Neraka.
Pero, una vez más, las piedras permanecieron silenciosas. Recordó amargamente lo que sostenía el antiguo proverbio: que un hombre no puede conocer su propio futuro a través de las runas.
Fue ese proverbio, aquel silencio circundante, lo que condujo a Verminaard hasta Cerestes.
El mago se hallaba reclinado en un blando sillón, con los pies apoyados en el alféizar de la ventana y la mirada fija en la constelación de Hiddukel, que cruzaba oblicuamente el oscuro cielo al otro lado de su ventana.
Verminaard contuvo el aliento al entrar en la habitación. La presencia de Cerestes siempre le resultaba intimidante, y el recto del firmamento ocupado por las estrellas de Takhisis pareció seguirlo como la luz de un faro cuando avanzó lentamente hasta el centro de la estancia. En ese instante, pedirle al mago que le leyera las runas parecía excesivamente audaz e irreverente. El muchacho se detuvo, apoyando el peso en uno y otro pie alternativamente, y dirigió una mirada de turbación hacia la puerta.
El mago suspiró y ladeó un astrolabio para que apuntara a la constelación.
—¿Qué se os ofrece, joven Señor? —preguntó con una voz sinuosa y grave que resonó inesperadamente en la pequeña y atestada habitación, como si Verminaard no la recordara tanto por las clases como por algún lejano sueño casi olvidado.
No sabía ni podía imaginarse cómo había conseguido el mago trepar hasta su actual posición de poder. Después de largos años, tras ser un sustituto de última hora en un precipitado ritual, Cerestes había pasado a convertirse en uno de los principales consejeros de Daeghrefn, en quien el Señor de Nidus depositaba toda la confianza que estaba dispuesto a conceder.
Era además el único hombre de todo el castillo a quien Verminaard podía confiar el plan que había maquinado junto con Aglaca a principios de mes.
—Quisiera que me leyerais las runas, Señor —respondió, dirigiendo una última mirada nostálgica hacia la puerta que tenía a sus espaldas y que se cerró lentamente por voluntad propia.
—¿Otra vez las Amarach? —preguntó el mago, entrecerrando los párpados sobre sus opacos ojos, y Verminaard se preparó para aguantar el sermón: que las runas eran un juego de niños y la desesperada preocupación de los viejos, que las leían temerosos, imaginándose que podían profetizar la fecha de su propia muerte.
«Serán vuestra perdición, maese Verminaard —le decía siempre el mago—. Alejaos de esa tontería propia de clérigos y prestad atención a la caza, al alcázar y a vuestros estudios».
Pero esta vez no fue así. Por alguna razón, la respuesta del mago se mantuvo al margen de los sermones. Cerestes se levantó de su asiento indolentemente, con movimientos lentos, casi de reptil.
—¿Y qué os dirán las runas que no pueda deciros el sentido común? —preguntó, mientras Verminaard desataba de su cinturón la bolsa que contenía las piedras grabadas.
—El sentido común me dice que consulte las runas, Señor.
El mago esbozó una cansina sonrisa. Verminaard abrió la bolsa y abocó las piedras rúnicas en las manos del mago, unidas para formar un cuenco.
—Pensad en la pregunta, maese Verminaard —indicó Cerestes, levantando las piedras por encima de la cabeza del muchacho.
Verminaard asintió solemnemente y, a continuación, con los ojos cerrados, levantó una mano y eligió tres piedras a ciegas. Las depositó en el suelo, una detrás de otra, con cierta brusquedad, casi descuidadamente.
Cerestes se acuclilló junto a las runas y observó atentamente al joven.
—¿Cuál es la pregunta? —preguntó de nuevo al silencio, pues Verminaard se frotaba las manos nerviosamente y miraba por la ventana las estrellas, que parecían temblar y desvanecerse.
El muchacho tomó aliento y confesó su plan.
—Hay una chica…
—A los veintiuno, suele haberla —comentó secamente Cerestes, pero enseguida recordó las palabras de Takhisis—. Proseguid.
—Yo… la vi al final del puente de piedra. El día de la cacería y la emboscada.
Cerestes asintió, y sus ojos dorados miraban de repente fija e intensamente. Alentado, Verminaard barbotó el resto de su secreto.
—Lleva todo el verano presente en mis pensamientos, Señor. Es una prisionera de los bandoleros, seguro, puesto que nadie ata a sus aliados.
—Aglaca podría deciros lo contrario —observó el mago mordazmente, y su mirada perdió intensidad y se tornó vaga y opaca—. O Abelaard. ¿Pero vos queréis rescatara esa chica?
—Leed las runas, Señor. Por favor.
El mago se concentró en las runas que yacían a sus pies y las tocó una por una con la yema de un huesudo dedo, desplazando la mano lentamente de izquierda a derecha.
—Abedul. Trueno. Martillo —murmuró y clavó la vista en el muchacho—. Si este rancio augurio tuviera algún valor, Verminaard, yo me lo tomaría como una perspectiva harto halagüeña. Inspirado por la mujer, emprendéis un viaje iniciático. En el aspecto final se halla el Martillo, símbolo del poder de los gigantes y al mismo tiempo la fuente de ese poder.
Los ojos de Verminaard se abrieron desmesuradamente.
—Es como lo había imaginado. ¡Estoy predestinado a encontrarla!
Cerestes replicó con un gesto de negación.
—Cuidado, joven Señor, cuidado. Recordad la posición de las piedras.
Su mano repitió la configuración, repasándola lentamente de izquierda a derecha y tocando las piedras una tras otra.
—Lo que fue. Lo que es. Lo que todavía ha de ser…, no «lo que ocurrirá con toda seguridad».
—No le contaré a mi padre que me has leído las runas —dijo Verminaard con una ancha sonrisa lobuna.
Cerestes se volvió hacia la ventana, disimulando a su vez una sonrisa similar. La Calavera de Chemosh era en ese momento visible en todo su esplendor, enmarcada por la piedra y la oscuridad y el cielo intensamente purpúreo por occidente. No podía haber sido más fácil.
Así fue como Verminaard de Nidus obtuvo la bendición del mago y la velada guía de las piedras rúnicas. No se entretuvo en los aposentos de Cerestes, pues era ya una hora tardía y tenía mucho que hacer por la mañana. Tras recoger las piedras, se inclinó en una cortés reverencia y salió reculando por la puerta, que se cerró sola lentamente.
El mago permaneció junto a la ventana, estudiando las cambiantes estrellas y los fríos remolinos de viento que regaban de paja y de hojas descoloridas el suelo del patio. La sonrisa de Cerestes se acentuó.
El juego acababa de empezar, y él disfrutaba sobremanera con los juegos. Takhisis ya había puesto en marcha sus planes, oscuros para el mago, por ahora, pero de momento no necesitaba conocer todos los detalles.
La misteriosa chica estaba en camino y con eso bastaba. A pesar de la distancia, el muchacho estaba siendo arrastrado inadvertidamente hacia ella, hacia una figura nebulosa que había visto, o mejor dicho, vislumbrado meses atrás una encapotada tarde en las montañas. Traerían a esa mujer al alcázar de Nidus, y cuando estuviera sana y salva bajo este techo, Cerestes estaba convencido de que tardaría poco tiempo en descubrir su secreto.
Pero el viaje hasta Neraka era largo y azaroso. Atravesaba las elevadas y desoladas praderas que se extendían al sur del castillo y luego torcía hacía el este, a través de un estrecho paso entre las colinas que se erguían al pie del monte Berkanth y el tristemente famoso bosque de Neraka. E incluso entonces, después de muchos kilómetros de peligroso recorrido, el viaje aún no había terminado. Un sendero conducía al viajero hacia el este, entre dos volcanes que ahora humeaban y bullían con renovada vitalidad. Sólo entonces alcanzaría Verminaard los poblados que rodeaban la ciudad, y sólo entonces empezaría en serio su búsqueda de la chica.
En el corazón de Neraka, donde la Reina de la Oscuridad estaba erigiendo un templo secreto.
El mago se apartó de la ventana y se arrellanó en su blando sillón. La noche había llegado a su fin y las estrellas parecían inclinarse y llamarlo por señas, mientras las primeras aves de la mañana despertaban y los sirvientes se levantaban también. El silencio se vio interrumpido por el titubeante canto de un pájaro culebrero que anidaba en algún punto de la galería de almenas, seguido por las solitarias pisadas de un mozo de cuadra que cruzaba el patio de armas arrastrando los pies, en dirección a los establos.
Cerestes cerró los ojos unos momentos, dejándose llevar por la suave desaparición de la noche. Las runas habían animado al muchacho, como Cerestes ya sabía que ocurriría.
Ésa era la razón por la que se había inventado una lectura tan enigmática y esperanzadora, hilvanando una historia a partir de las lisas piedras carentes de sentido.
Se echó a reír desdeñosamente de la necedad humana. Hasta que la runa en blanco fuera revelada, y su símbolo recuperado, un hombre podía consultar perfectamente las uñas de sus dedos en busca de augurios.
Cerestes se levantó del sillón y se situó en el centro de la estancia.
Podría ser como afirmaba Takhisis, pensó, pronunciando un conjuro para ocultar sus pensamientos por si alguien —tal vez incluso la propia Reina de la Oscuridad—, se aprovechaba de la noche y de su sueño para hurgar en su mente. Quizá la chica hubiera sido elegida efectivamente por Paladine para llevar de algún modo el secreto de la runa desaparecida. Si eso fuera cierto, era partícipe de un conocimiento muy poderoso, la clave de un oráculo omnisciente. Armada con ese oráculo, Takhisis lograría encontrar la Joya Verde, la última pieza del Portal que estaba construyendo en Neraka. Era la piedra angular de su templo, y en cuanto la colocara en su lugar, ella podría regresar al mundo de Krynn, al espléndido y luminoso mundo que Takhisis mancilló y emponzoñó una vez y que deseaba cubrir de nuevo con sus tinieblas perpetuas.
Pero el mismo oráculo, en otras manos, podía impedirle la entrada por completo.
E imponer una oscuridad propia.
¿Y qué se podía lograr efectivamente con los dos descendientes de Huma?
Cerestes sonrió y se arrodilló junto al hogar de leña, trazando los dibujos de las runas en las brasas de la chimenea. Abedul. Trueno. Martillo. También podían referirse a él, de hecho mejor que a los venáticos planes de rescate de un mozalbete.
Refrenó su creciente excitación despojándose de sus ropas y tendiéndose frente al hogar como un gato dormido, como una serpiente enroscada.
De nuevo, se dijo, todavía faltaban las caras de la runa en blanco. Y hasta que fueran recuperadas, todos los augurios serían vanos. Y sin embargo, los nítidos símbolos que había interpretado para Verminaard ocupaban sus pensamientos cuando cerró los ojos…
Abedul. Trueno. Martillo.
Se sumió en el profundo sueño de los dragones, que le proporcionaría un buen descanso durante la tarde. Despertaría junto al hogar, con sus vestiduras tiznadas de ceniza, con el corazón resuelto a seguir a Verminaard hasta Neraka. Pues, a fin de cuentas, Verminaard y Aglaca necesitaban la protección de Cerestes, ya que Daeghrefn le pagaba su salario. Sin duda, Takhisis coincidiría en eso.
Y como ella parecía resuelta a probar a los jóvenes permitiéndoles emprender esta aventura, Cerestes no podía atrapar a la chica por sí solo…
Y como uno de los muchachos, sin duda, llegaría a clérigo de la Señora de las Tinieblas, y la Reina de los Dragones le había pagado a él con una moneda más sólida…
Y no olvidaba el asunto de la runa desaparecida. Y tampoco la cuestión de un templo que crecía en Neraka.
Decidió ver ese templo, pero no por el bien de Takhisis. Las piedras de obsidiana de ese lugar contenían secretos tan misteriosos como los que albergaba la decimosexta runa escondida. Pero eran secretos distintos: trataban de la construcción del mundo, de política y poder, y de las estrategias de un centenar de clérigos que esperaban la llegada de su ama.
El ojo de un dragón sabría traducir esos secretos, las simples intrigas de los humanos a quienes la diosa aún no se había manifestado.
Y entonces, con Takhisis prisionera irremediablemente al otro lado del Portal, él desentrañaría las runas, encontraría la Joya Verde y la alejaría para siempre del alcance de la diosa.
Quizá mandaría forjar un anillo de poder con la gema, un símbolo del nuevo orden que instauraría.
Cerestes murmuró unas palabras con lóbrega expectación y un velo de conjuros cubrió su rostro como el humo. Él mismo era una runa, una runa en blanco, pensó, dejando volar la imaginación cada vez más lejos hasta que, por fin, sucumbió al sueño.
Después de todo, era un dragón. Un ser superior. Podía idear una profecía propia y sus deseos se verían cumplidos.
Verminaard repasó su plan una vez más.
El hijo del caballerizo fue oportunamente sobornado, al igual que los centinelas de la puerta oriental.
Dos caballos lo esperaban en el establo —uno para él y otro para la chica a su regreso— y la puerta oriental del castillo permanecería misteriosamente abierta y sin vigilancia hasta una hora después de la medianoche.
Verminaard lo había organizado todo completa y cuidadosamente y, sin embargo, apenas si probó su frugal cena al caer la noche en la silenciosa y tétrica mesa que compartía con Daeghrefn, Aglaca, Robert y el mago. Aguardó nerviosamente ante la comida ya fría, convencido de que todos los ojos estaban pendientes de él, que todas las mentes habían adivinado su secreta empresa.
Se maldijo por haber sido tan insensato como para confiar en los demás. Por voluntad propia, Daeghrefn podía pasarse días, semanas enteras sin hablar con él ni siquiera una vez. Verminaard podía cabalgar hasta el mismísimo Muro de Hielo y volver, un viaje de unos mil quinientos kilómetros en total, con toda la tranquilidad de saber que Daeghrefn no se daría ni cuenta.
Pero tal vez el mago había prevenido al Señor de Nidus. O Aglaca había hablado, naturalmente, cediendo a alguna preocupación por su propia seguridad. Aunque Verminaard no había dado pistas a ninguno de ellos de que ésta era la noche elegida, temía que se hubieran enterado, pues la insinuante Voz, silenciosa durante todo el tiempo que le había llevado preparar su aventura, había vuelto a sugerirle a última hora de la tarde que esta noche —con el cielo casi despejado y los vientos estivales amainando— sería ideal para viajar sin ser visto. ¿Era posible que alguien más oyera la misma Voz, las mismas invitaciones?
Y, sin embargo, todos se mostraban serenos en sus asientos de alto respaldo; la amarilla luz del fuego danzaba en la copa de vino de Cerestes, sobre el reluciente cuchillo que Aglaca clavaba en el venado y retorcía grácilmente, con destreza, con los modales solámnicos que nueve años en el alcázar de Nidus no le habían hecho olvidar.
El mago y Aglaca acabaron de cenar y se excusaron. Verminaard también empujó su silla hacia atrás, ansioso por seguir a Aglaca, pero una mirada glacial de Daeghrefn lo detuvo antes de completar el movimiento de incorporarse. Transcurrió un largo momento hasta que el senescal Robert se puso en pie, musitó algo al Señor de Nidus sobre el diezmo y la paga de los arqueros, y los dos hombres se sentaron a la vera del fuego, con un libro mayor y otra botella de vino entre ambos.
Libre al fin para retirarse de la sala, Verminaard echó un último vistazo a las encanecidas cabezas que se inclinaban sobre las cuentas del alcázar. La luz oblicua ampliaba la sombra de su padre, hasta el punto que Daeghrefn pereció llenar toda la estancia con una tenue oscuridad indefinida, entre la cual acechaban flacos sabuesos, husmeando como carroñeros por debajo de la mesa. La sombra pareció seguir al muchacho por el corredor y luego subiendo las escaleras hasta sus dependencias, donde una figura acurrucada bajo las mantas le indicó que Aglaca ya se había dormido.
En silencio, se echó al hombro su gruesa capa de viaje, se ciñó su espada y su cuchillo y cogió su arco. Además estaba la pequeña daga enjoyada que Aglaca le había regalado tras el gebo-naud. Se necesitaban dos jornadas a caballo para llegar a Neraka, y él había considerado mejor proveerse de comida sobre la marcha que arriesgarse a llamar la atención hacia su persona robando provisiones de las despensas celosamente vigiladas por Robert. Extrajo el saquito de runas de debajo de su jergón, conteniendo el aliento cuando las piedras entrechocaron audiblemente dentro de la bolsa de cuero.
Aglaca no se movió; al contrario, yacía en un silencio plúmbeo, inmerso en un profundo e imperturbable sueño.
Verminaard se acercó al borde de la cama de Aglaca y observó con perplejidad la figura bien arropada por las mantas en una noche razonablemente cálida. Él y el joven solámnico pasaban casi todo el tiempo que permanecían juntos en silencio o discutiendo y rivalizando, tanto en las largas expediciones de aprovisionamiento por las tierras altas como en el transcurso de los combates simulados que regularmente les imponía Robert. Verminaard, con mucho el mayor y más fuerte de los dos, conseguía vapulear a Aglaca en las pruebas que requerían fuerza, y aun así éste se negaba en redondo a competir en las clases de Cerestes, mofándose estoicamente de las instrucciones del siniestro mago.
—No conoces la derrota —murmuró Verminaard, y se interrumpió bruscamente, sorprendido por el respeto que reflejaba su voz. Silenciosa y hoscamente, desenvainó y arrojó la pequeña daga de Aglaca a los pies de la cama.
En los ocho años que había permanecido en posesión de Verminaard, la magia que Aglaca había atribuido al arma aún tenía que manifestarse. ¡Menuda protección contra el mal! Verminaard nunca vio que la hoja realizara su trabajo, nunca la había visto relucir con la fiera y misteriosa luz de las armas verdaderamente encantadas. Si no lo había protegido a él contra los males menores del alcázar de Nidus, ¿qué bien podía hacerle en los oscuros caminos a través de las montañas?
Después de todo, no era más que un pequeño cuchillo, un juguete infantil vistoso. Y él emprendía una misión de hombres: dirigirse hacia el sur, hacia Neraka, en plena noche.
Verminaard se irguió con incomodidad y fue hasta la puerta. El pasillo estaba a oscuras y olía a humedad. El joven se quitó las botas para bajar las escaleras sin hacer ruido, atento a cada sonido del castillo: el reajuste de las vigas, el murmullo de voces graves procedente del piso inferior y los bulliciosos gruñidos de los perros en la sala principal. En dos ocasiones se vio obligado a esperar en los rincones oscuros de los corredores, conteniendo el aliento, a que pasara la ronda. Le pareció que habían transcurrido horas cuando finalmente salió al aire de la noche y cruzó a la carrera el patio de armas en dirección a los establos adosados a la muralla este.
Se despediría de todo ello de buen grado, del alcázar, de la guarnición y especialmente de Daeghrefn. Ante él se extendía una nueva libertad que le infundía terror e inspiración a un tiempo, y Verminaard esperaba ansiosamente el momento de abrazarla mientras se dirigía hacia una solitaria luz que se bamboleaba entre las sombras de la torre oriental.
La puerta del establo estaba abierta y los pesebres débilmente iluminados por aquella solitaria antorcha, como le había prometido el mozo al que había sobornado. Verminaard entró furtivamente y cerró la puerta detrás de él. Sufrió un momentáneo sobresalto al reparar en la figura encapuchada que se hallaba entre los pesebres, ocupada tensando la cincha de la silla de montar de una yegua negra.
Al parecer, el joven Frith estaba decidido a ganarse su ilícita paga. En el pesebre contiguo, Orlog, el corcel negro de Verminaard, ya estaba ensillado y preparado para el inminente viaje.
Verminaard revisó el trabajo del mozo.
—Bien —dijo en voz baja—. Muy bien. Frith, has ensillado un caballo para un caballero. Cuando regrese, me encargaré de que los tuyos mejoren su posición ante mi padre.
—Ocúpate de los tuyos —replicó el encapuchado, y levantó la cabeza con una pícara sonrisa y ojos chispeantes.
—¡Aglaca! —exclamó Verminaard en voz demasiado alta.
Después, agarrando furiosamente al joven por la capucha, lo arrojó sin contemplaciones al suelo del establo.