15

En las semanas que siguieron a la Recapitulación, la lucha por el control del alcázar de Nidus se volvió enrevesada y traicionera. Desde el momento en que Daeghrefn penetró en la sala y fue recibido por hoscas miradas y ariscos reproches, Nidus se había convertido en una vasta e intrincada telaraña y Verminaard era la araña, sentada en su centro.

Cerestes maniobraba en el trasfondo de todas las intrigas.

Inmediatamente después de su regreso de la gruta, el mago había pronunciado el primero de los sortilegios: el que la Reina de la Oscuridad había diseñado para desplazar la lealtad de la guarnición de Daeghrefn a Verminaard.

El mago se sorprendió al comprobar que conocía el sortilegio. Después de todo, nunca lo había oído pronunciar y nunca lo había visto escrito. Las palabras le parecían desconocidas mientras las recitaba, y sólo tras concluir el encantamiento supo Cerestes que su voz ya no le pertenecía, que la propia Takhisis hablaba por sus labios y que su aliento era el aliento de la diosa.

Se apoyó en la almena, temblando de confusión y rabia. Lentamente se fue calmando, contemplando las estrellas ladeadas de Hiddukel, la brillante Balanza Rota que se extendía por el cielo hacia el sur.

No tenía importancia. Sus pensamientos y palabras ya no eran suyos, pero el final del viaje tendría sus recompensas. Takhisis se lo había prometido. Le había prometido que gobernaría y controlaría a través de Verminaard.

Escrutando en silencio la noche cada vez más oscura, Cerestes se preguntó por un instante si merecía la pena el precio que la Señora de las Tinieblas se cobraría a cambio.

Meditaría el asunto a conciencia cuando llegara el momento. Cuando la luna esté nueva, le había dicho la diosa.

Espera a que la luna esté nueva.

Tras haberse librado a duras penas de la rebelión abierta que veía fraguarse en los ojos de su guarnición, Daeghrefn recorría las salas del castillo, extrañamente desiertas, acompañado sólo por el omnipresente Cerestes, quien lo apremiaba para que calmase cualquier recelo y volviera a los quehaceres pendientes. Era imperativo reparar el recinto del alcázar, dañado por el fuego, y efectuar preparativos por si se producía un ataque nerakiano. El enemigo sabía, azuzaba Cerestes, que encontraría sus defensas mermadas.

Parecía un buen consejo, y Daeghrefn se sumergió en el trabajo de reagrupar y reparar. Entonces vio que la insubordinación no había cesado en su castillo, que sus órdenes eran obedecidas hoscamente, a regañadientes o, en la mayoría de los casos, desatendidas por completo.

En cambio, los hombres saltaban a la menor indicación por parte de Verminaard, el extraño que se sentaba a su lado en la mesa, y rivalizaban por llamar su atención. Y el joven los escuchaba, se reía de sus chanzas y echaba una mano personalmente a subir piedras y erigir andamios, capaz con sus anchos hombros de levantar el doble de peso que los demás.

«He ahí un hombre al que siguen los soldados», pensaba Daeghrefn.

Y no sólo los soldados.

Pues el mago Cerestes observaba incansable desde las almenas de la muralla este, con sus oscuras vestiduras flameando al viento como enormes alas. Vigilaba a Verminaard y se reía y disfrutaba a su vez, uniéndose al coro de admiradores que el inquietante joven reclutaba entre los soldados y braceros.

«He aquí un hombre al que todos seguirán. ¿Y a quién mando yo, entonces? —se preguntaba Daeghrefn—. ¿Dónde están mis tropas? ¿Y mis partidarios? ¿Y mis posesiones? Él se quedará con todo, y pronto. ¿Por qué lo soportó? ¿Por qué le permití vivir, cuando no constituía más que un nuevo problema en el mundo?».

Y las palabras de la druida —hacía tanto tiempo, en aquella noche enloquecedoramente fría, a su regreso del castillo del traicionero Laca— retornaron a la memoria de Daeghrefn tan turbias y fragmentadas como el hielo.

Este niño eclipsará tu propia oscuridad. Y su mano borrará tu nombre.

Finalmente, después de tanto tiempo, Daeghrefn la creía.

Daeghrefn no recordaba cómo se había enterado de la existencia de la rebelión.

Sabía que debía recordarlo claramente, que el momento debía estar grabado a fuego en su memoria cada hora del día, la primera noticia de las primeras traiciones. Pero no lograba acordarse. De noche se plantaba ante la ventana de su balcón, devanándose los sesos en busca de nombres de constelaciones olvidadas, y durante la cuarta noche siguiente a la Recapitulación, preocupado por el distanciamiento de sus hombres, olvidó por completo el camino de regreso a sus aposentos y deambuló por los pasillos con embarazoso desvalimiento durante una hora, hasta que se dominó lo suficiente para agarrar por el cuello a un paje que pasaba y ordenar al niño «que le llevara la antorcha a sus habitaciones».

Fue un gesto desesperado y, sin duda, evidente; pero el muchacho había aprendido a no formular preguntas. Daeghrefn siguió la vacilante luz por el pasillo y, cuando el niño abrió la puerta y le devolvió la antorcha, Daeghrefn lo despidió altivamente y se sentó en el borde de la cama, con la antorcha ardiendo en sus manos e inundando la habitación con una luz irregular y esquiva.

Había olvidado el camino a sus propios aposentos.

Eso no era importante ahora. Lo único importante era la incipiente rebelión. ¿Por qué no lograba recordar el origen de su conocimiento del hecho?

Tal vez un comentario indiscreto de los guardias de las puertas, esa noche, cuando se había deslizado con sigilo por el adarve, embozado y enmascarado, para escuchar furtivamente la conversación de los centinelas, las frases que intercambiaban los soldados y sirvientes. Tal vez fuera algo intuido en las idas y venidas desde los nuevos aposentos de Verminaard, en las antiguas habitaciones de Robert, al fondo del patio de armas.

Pero al margen del medio por el cual se hubiera enterado de la existencia de la rebelión, estaba convencido de que la noticia era cierta.

Tan convencido estaba Daeghrefn que convocó a tres de los soldados más veteranos —el sargento Graaf, Tangaard y el arquero Gundling— y pasó una larga tarde en la sala abovedada del consejo, interrogando, amenazando e intimidando mientras el sol otoñal se hundía tras las cumbres de la cordillera de la Muerte. La guarnición esperaba la cena en la sala principal, al otro lado de las puertas atrancadas, y los gritos de lord Daeghrefn les llegaban débilmente, a pesar del grosor del roble.

Los tres hombres escucharon educadamente, impasibles, una sarta de estrafalarias diatribas. Tras amenazarlos con una docena de muertes y una veintena de torturas, al Señor de Nidus se le agotó el aliento y la imaginación, y los observó colérico desde su asiento junto al fuego. Los soldados asintieron cortésmente y desfilaron hasta la puerta, salieron de la fortaleza y cruzaron el patio de armas, directos hacia el joven Verminaard.

—Como él ya está enterado, señoría —propuso Graaf, apoyándose en la estrecha repisa de la chimenea, en otro tiempo de Robert, mientras una docena de soldados se congregaban alrededor de su recién elegido comandante—, y como ya no hay necesidad de mantener el secreto, considerando que ni un sólo hombre está de su parte, ¿por qué no ahora? ¿Por qué no os conducimos a la habitación del Señor y ponemos en fuga al viejo Cuervo de la Tormenta?

Sus compañeros murmuraron su conformidad, cada uno ofreciendo sugerencias cada vez más elaboradas, más truculentas, sobre lo que hacer con el derrocado Señor. Verminaard levantó la mano, y disfrutó de su inmediato silencio.

—Si bien aprecio tu fervor, sargento Graaf, por ahora no pondremos en fuga a nadie. El viejo cuervo diurno sabe que este castillo es mío, y con eso basta. Que conserve sus aposentos. Apostad guardias frente a su puerta para asegurar que pasa el tiempo en su lujoso entorno… y en ningún otro sitio.

Yo soy el Señor de Nidus ahora y él es mi prisionero. Que aprenda lo que es bailar al caprichoso son de los poderosos.

Como Cerestes le había aconsejado aquella noche en las almenas, restaba mucho por hacer todavía hasta que sus ansias de poder se vieran colmadas.

Verminaard tuvo que poner en orden el alcázar de Nidus.

No era sólo la muralla este la que estaba afectada y era vulnerable. También la extraña serie de alianzas, tratados y pactos que Daeghrefn había suscrito con el fin de consolidar su pequeño feudo en las montañas necesitaba replanteamientos y cambios.

Apremiado por esa necesidad, Verminaard citó a Aglaca en los antiguos aposentos del senescal, al fondo del patio de armas. Tratarían asuntos importantes, prometió, y estudiarían las ofertas convenientes para el descendiente de una noble casa.

Reinaría la concordia de los camaradas, afirmó. La conciliación de los hermanos.

En el interior de las dependencias del senescal, Verminaard esperó tamborileando con los dedos sobre la mesa de madera cubierta de arañazos y sin apartar la vista de la puerta cerrada. Lo que Cerestes le había contado era verdad: lo percibía hasta en el tuétano de los huesos y en la yema de los dedos, en el hormigueo intermitente de su mano llena de cicatrices.

Era su hermano, su único pariente en el alcázar de Nidus, quien se acercaba procedente de la torre del homenaje a la que él había puesto vigilancia. Pero Aglaca era más que eso, más que un simple pariente complicado. Era el único espíritu ingobernable, el único hombre a quien no afectaban la fuerza, las amenazas y las manipulaciones de Verminaard.

«Es como yo —pensó Verminaard, escrutando el fuego mortecino—. Recuerdo el día del puente de Dreed, como incluso ese día su cara se parecía a la mía. La sensación, también entonces, de estar ligado a él para siempre. Y ahora, cuando hemos crecido juntos y soportado a ese monstruo de la torre, estoy seguro de que su rostro es mi rostro y sus ojos son mis ojos».

Lentamente, sus dedos abrasados rodearon el mango de la maza y alzaron el arma, en cuya negra cabeza refulgió la engañosa luz del fuego.

«Es como yo en voluntad y también en coraje. Cuando la oscuridad cruzó ante la luna y los ogros huyeron y los soldados se quedaron petrificados, él fue el único hombre, aparte de mí, capaz de moverse, capaz de reaccionar pese a todo».

Nightbringer relució malévolamente en su mano. Verminaard volteó el arma con adoración.

«Y esta maza», pensó. Aunque le prometía elogios y la perspectiva de un hogar, algo opuesto en su interior le impedía aceptarlo. «No puedo moldear a Aglaca o corromperlo, ni doblegarlo a mi gusto. Pero siempre me queda la chica. Ya no significa nada para mí, ahora que la dulce Nightbringer reposa en mi mano, pero es importante para Aglaca. Sí, es un capricho que le gusta a mi hermano. Un oportuno peón que jugar a favor de mi propuesta».

Cerró la mano en un puño y respiró lentamente, estrechando los párpados como un arquero cuando sigue con la mirada la larga asta de su flecha.

«Le ofreceré una oportunidad. Sí, una perspectiva que a un hombre de su astucia (y es astuto, pues ambos lo hemos heredado de nuestro verdadero padre) le entusiasmará hasta imposibilitar cualquier negativa».

Aglaca pasó furtivamente entre los guardias apostados ante las dependencias del desaparecido senescal. La guarnición cuya disciplina constituía el orgullo de Daeghrefn, entrenada de acuerdo con cierta Medida pese a que el Señor de Nidus había abandonado la Orden, había dejado de lado ahora todo su esplendor y su marcialidad en los escasos cinco días transcurridos desde la celebración de la ceremonia de la Recapitulación. Estos hombres estaban al borde del bandolerismo: sucios y sin afeitar, con su lisa armadura despojada de toda insignia. Bajo las órdenes de su nuevo comandante, habían cambiado sus espadas y arcos por armas menos nobles y más crueles: las largas cimitarras de Neraka y las lanzas de púas de Estwilde.

Cuando Aglaca abrió la puerta, de la densa oscuridad surgió un olor a humo de leña y vino y, antes de cerrar los ojos por efecto de los acres vapores, vio a Verminaard sentado ante una sólida y arañada mesa.

—¡Aglaca! Pasa, por favor —animó Verminaard, con una extraña y almibarada cortesía en su voz.

Aglaca se detuvo, reacio, en el umbral de la edificación; pero Verminaard lo instó por señas a entrar, hasta que por fin, inspirando profundamente el fresco aire exterior, el joven penetró en las mal iluminadas dependencias.

—Me alegro de que estés aquí —dijo Verminaard—, pues me parece que tú, más que nadie, has formado parte de mis pensamientos más íntimos a lo largo de los terribles años.

Como las cosas están a punto de cambiar, mi buen Aglaca, he pensado que debías saberlo. Así podrás… participar de la buena fortuna.

El rostro de Aglaca permaneció inescrutable, tan inexpresivo como la mítica runa en blanco.

Verminaard carraspeó y prosiguió.

—En las próximas dos semanas, pretendo viajar a la ciudad de Neraka. Allí me reuniré con Hugin, el capitán de los bandoleros, y le exigiré que me rinda pleitesía, que sirva bajo la bandera roja de Nidus.

—¿Qué te hace pensar que Hugin acogerá tu oferta con los brazos abiertos? —preguntó Aglaca con inquietud—. Después de todo, en el pasado no se ha mostrado muy amigable, precisamente.

—Búrlate si quieres, Aglaca —dijo Verminaard, con una nueva y gélida inflexión en su voz—, pero sabes que, cuando hablo, no lo digo sólo por mí. —Sostuvo la maza ante la luz y la examinó aparatosamente—. Tú estabas en la cueva conmigo. Oíste la Voz cuando Nightbringer llegó a mi mano.

—¿Nightbringer?

Verminaard asintió.

—Ése es el nombre que me viene a la mente. Por lo tanto, es el nombre de la maza. Pero tú también oíste la Voz. Sabes que he sido elegido. —Hizo una pausa y miró hoscamente a Aglaca—. Me complacería que tomaras asiento.

A regañadientes, Aglaca se sentó en una banqueta desocupada.

—Estás hablando de traición, Verminaard. Sabes que los nerakianos son nuestros enemigos desde hace…

—Nueve años. Por eso estás aquí, Aglaca, en caso de que lo hayas olvidado. Pero en Neraka pediré la paz, y Hugin y su pandilla marcharán conmigo.

—¿Marcharán? —Aglaca se revolvió incómodamente—. ¿Adónde vais?

—Hacia el oeste, por supuesto —respondió Verminaard, acariciando con indolencia la cabeza de la maza con su recia mano—. Lo cual me lleva a asuntos más delicados. He anulado el gebo-naud. Los nerakianos ya no representan una amenaza para Nidus. Eres libre.

Aglaca clavó la vista en el suelo mientras pensaba a toda velocidad. ¿Cuánto sabía Verminaard?

—Pero mi padre está en la Marca Oriental, Verminaard —dijo.

Verminaard lanzó un resoplido y agitó la mano izquierda como si espantara una mosca. Su mano derecha asió con más firmeza la maza, hasta que sus nudillos cubiertos de cicatrices se tornaron blancos sobre la negra obsidiana.

—¿Por qué servir a una pequeña casa cuando podrías ser mi capitán?

Aglaca frunció el ceño.

—No comprendo.

Verminaard se levantó de la mesa.

—Cuando las tropas de Hugin se sumen a las mías, necesitaré a un hombre leal para aglutinar mis heterogéneas fuerzas y que responda de todas ellas. Necesito a alguien en quien pueda confiar. Tú eres mi único amigo verdadero, la única persona con quien puedo confesarme, porque somos muy parecidos en dignidad, en soledad y… en más cosas.

—Pero mi hogar es la Marca Oriental, Verminaard. Ésa era la idea hace mucho tiempo. Por eso estoy yo aquí y… y tu hermano muy lejos.

Verminaard asintió, sin apartar la vista ni un instante del centro de la maza.

—Quiero que seas mi capitán.

—No estoy seguro de haberme explicado bien, Verminaard, pero…

—Es muy simple. —Verminaard se irguió en toda su superior estatura, y sus anchos hombros tapaban la luz del fuego, de modo que Aglaca contemplaba una sólida e impenetrable oscuridad—. Si aceptas, puedes quedarte con la chica. Haz con ella lo que te plazca.

—¿Que puedo quedarme con la chica? —preguntó Aglaca con incredulidad—. ¿Qué…? ¿Qué harías si…?

—Judyth es mía y si te niegas, haré con ella lo que me plazca. —Se detuvo para dejar que la atrocidad de esa posibilidad hiciera mella en Aglaca—. No puedes ocultarla en tus habitaciones eternamente. Si reclamo a la chica, es mía. Y la reclamaré cuando la luna roja esté llena. Hasta entonces, os prohíbo a ambos salir del castillo. Pero tú, Aglaca, puedes elegir. Y no habrá rencor, decidas lo que decidas. Después de todo, ¿qué importancia tiene una mozuela de ojos morados, entre hermanos?

—Tu hermano está en la Marca Oriental, Verminaard —insistió Aglaca—, donde debería estar yo, en su lugar.

—Mi hermano está también conmigo ahora, Aglaca —siseó Verminaard—. Lo sabes tan bien como yo. Pero quizá no te has imaginado los pormenores. Permíteme decirte que una noche, hace mucho tiempo, un caballero llamado Daeghrefn hizo un alto en su camino en la Marca Oriental y se alojó en casa de… un amigo.

Aglaca salió al jardín cuando la sombra de la muralla occidental se alargaba hasta cubrir los tejos y las aeternas azules. El soldado designado para vigilarlo aguardaba cortésmente a las puertas del jardín, permitiendo al joven deambular entre los variados árboles de hoja perenne, donde buscaba refugio cuando era niño. Después había sido arrancado de su tierra por una alianza que no comprendía. En ese momento no había mucha diferencia, pensó Aglaca: el fresco olor y el tupido follaje resultaban tranquilizadores al principio, pero después, incómodos. Era más un escondite que un lugar de descanso.

Aglaca repasó mentalmente los acontecimientos de esa noche en las habitaciones del desaparecido senescal, las grotescas ofertas, las provocaciones y las amenazas. Ahora pensaba horrorizado en Verminaard, en su creciente maldad y su fiera obsesión con el fuego y la violencia. Recordó el horror desatado en las llanuras, a Nightbringer subiendo y bajando bajo la luz de la luna velada por el humo, la cabeza de obsidiana resbaladiza de sangre de ogro.

Y ahora esta oferta. Ser su segundo en semejante ignominia.

«Es mi hermano —pensó Aglaca—. Verminaard ha cambiado más allá de lo creíble o deseable, pero sigue siendo mi hermano».

Contempló lúgubremente la roja Lunitari, que iniciaba su lento recorrido hacia la hora señalada.

Daeghrefn se hallaba sentado contemplando el fuego, con una botella de vino sin descorchar a su lado, sobre la mesa. Estaba pálido y demacrado, casi cadavérico: apenas una sombra del vigoroso hombre que se había detenido junto al puente de Dreed nueve años atrás a esperar la llegada de su rehén solámnico. Con los ojos enrojecidos y el cabello alborotado, escrutaba el fuego desconsoladamente, haciendo rodar en su mano una copa de larga caña.

La puerta de la sala se abrió bruscamente y Daeghrefn tardó unos segundos en oír unos pasos aproximándose, fuertes y despreocupados, por el vetusto suelo de piedra.

—¿Querías verme, padre? —preguntó glacialmente Verminaard, y el Señor de Nidus se volvió para enfrentarse a él—. Muy bien. Te concedo audiencia. Después de todo, estas habitaciones son mías. Las ocupas sólo gracias a mi generosidad.

Una amplia y estúpida sonrisa se extendió por el rostro de Daeghrefn. Intentó en vano ponerse en pie, pero vaciló al apoyarse en los brazos de su sillón y desistió. Sentado de nuevo, embotado por el vino, respirando entrecortadamente y con un sonido rasposo, miró colérico al desnaturalizado joven que tenía enfrente y le tapaba la luz de la antorcha.

—¿Audiencia? —preguntó Daeghrefn—. ¿Has dicho…? —Su voz se fue apagando en la estancia abovedada—. Bien. Ya hablaremos de eso luego, Verminaard. Ahora mismo, tengo en mente otro asunto.

Se puso en pie apoyándose otra vez en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio frente a la chimenea, que no paraba de darle vueltas. No conseguía verle el rostro a Verminaard, deformado por la caprichosa luz del fuego. Tras aclararse la garganta, Daeghrefn prosiguió.

—He pensado que no te conozco tan bien como creía. Que no me… he portado bien contigo. Y ahora… Bueno, ahora pretendes arrebatarme todo Nidus. —Daeghrefn suspiró—. Supongo que tu amargura y tu ira están justificadas y que no tengo otra elección que tomármelo de la mejor manera posible.

El Señor de Nidus sirvió vino en una reluciente copa de metal y se la ofreció a Verminaard. El joven la cogió y escudriñó el ambarino interior cóncavo del recipiente mientras Daeghrefn seguía hablando despreocupadamente.

—Ha sido un largo extrañamiento, y poco ha sido obra tuya. Si accedieras a adaptarte a alguna forma de coexistencia, yo…

Verminaard hizo caso omiso de la prédica, pues sus sentidos estaban absortos en el extraño aroma del vino. Cuando se llevó la copa a los labios, empezó a sentir un hormigueo y un cosquilleo en las cicatrices recientes de su mano.

Había aprendido a considerarlo una señal de alarma.

Con precaución, Verminaard espió por encima del borde de la copa y luego devolvió el vino a Daeghrefn.

—Si vamos a llevarnos bien, padre —dijo con una malévola sonrisa—, deberíamos beber de la misma copa.

Lentamente, con mano temblorosa, Daeghrefn alzó el recipiente. Verminaard lo observó con frialdad, mientras el fuego parecía oscilar y estremecerse. En silencio, con un movimiento apenas perceptible de los dedos, el Señor de Nidus dejó caer la copa al suelo, donde rebotó con un ruido metálico y derramó su contenido en una vaharada corrosiva sobre las piedras.

Verminaard lo agarró y lo arrojó contra la chimenea. A continuación, asiéndolo por la pechera de la túnica, lo empujó hacia la pared y lo retuvo allí con fuerza, gruñendo fieramente.

—¡Eres una víbora! —gritó—. ¡Tus colmillos son furtivos y traicioneros, a pesar de que tu veneno se haya secado! ¡Por fin te tengo donde deseaba verte desde hace veinte años: acorralado, contra la pared, sin poder ni veneno! —Alzó a Nightbringer, cuyo negro mango temblaba y vibraba en su mano como si estuviera dotado de vida propia.

—Te dejé vivir —jadeó Daeghrefn—. ¡Te dejé vivir cuando podía haberte matado simplemente marchándome!

La presa que rodeaba su cuello se aflojó.

—¡Estás loco! —refunfuñó Verminaard—. ¿Tú me dejaste vivir? ¿Y qué había en esa copa? ¡No te debo nada, viejo, ni siquiera la oportunidad de regatear!

Daeghrefn contempló aterrorizado la maza que describía un molinete por encima de la cabeza del joven y luego descendía lenta, silenciosamente hasta colgar junto a su costado.

—Mírate. Ya estás muerto —observó Verminaard con voz rebosante de desdén—. Un simple cascarón de hombre, el caparazón de una langosta en un año de plaga. Ni siquiera tienes la decencia de mantenerte en tu sitio.

Daeghrefn temblaba y gimoteaba. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, Verminaard se hallaba a mitad de camino de las puertas de la estancia.

—Pude matarte en una ocasión —susurró—. En la nieve, en un tiempo perdido, antes… Antes de que todo esto…

El resto de sus palabras resultó inaudible entre el chisporroteo del hogar y el estampido de las puertas de roble.