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El estrecho puente de Dreed se arqueaba suavemente de un lado al otro del barranco, como una oscura y nudosa espina dorsal, con el radiante atardecer otoñal de fondo. Era el más septentrional de los tres puentes que cruzaban el barranco. Los del sur estaban construidos con madera de vallenwood y databan de la época del Cataclismo. Pero esta estructura era mucho más antigua, una estrecha pasarela de piedra, de la anchura de un hombre, tendida entre ambos lados del precipicio en un tiempo anterior al que registraban las crónicas y recordaban las leyendas. En su punto más alto, un área llana más ancha proporcionaba un estrado perfecto para la ceremonia que iba a celebrarse.

Con apenas doce años de edad, Verminaard se agitaba nerviosamente en su silla de montar. Por supuesto, había oído hablar mucho de este lugar. De hecho, ya había contemplado en una ocasión el puente de Dreed desde lejos, cuando él y su hermano cazaban cabras montesas en las altas cumbres desde las que se dominaba el castillo de Daeghrefn. Su aspecto era amenazador también entonces: un arco negro y encorvado que comunicaba de este a oeste ambas paredes del barranco. Abelaard se lo había hecho observar mientras lo acompañaba, y él había descendido por la ladera sin dejar de volver la vista atrás para contemplar la vetusta estructura, con la mente rebosante de leyendas sobre la creación del mundo.

Era el dedo del dios Reorx, el Forjador. Un asa para las montañas que la divinidad había erigido en la Era de los Sueños, según la tradición.

Dos años después de aquella cacería, y en ese momento desde mucho más cerca, el puente no parecía menos imponente y precario. Se arqueaba de un extremo del barranco al otro, y desde su centro había una sobrecogedora caída de unos cien metros hasta las abruptas rocas volcánicas del fondo del precipicio. Las rocas estaban cubiertas de matorrales, madera seca y huesos mondos.

Cruzaría aquel estrecho tramo de piedra y se intercambiaría por el hijo de Laca. Viviría en una tierra extraña y aprendería a ser un caballero, pues su padre afirmaba que Laca se mantenía fiel a la Orden.

«Es sin duda el lugar indicado para juramentos solemnes», pensó el muchacho. Y cerró los ojos en medio de la escolta, los hombres armados que lo rodeaban ajenos a su silenciosa plegaria.

Rezó para que su ingreso en la caballería se produjera en otras circunstancias, para que los dos belicosos padres —cuya pendencia se remontaba a la noche anterior a su propio nacimiento reparándolos tanto como el abismo que ahora se abría ante él— solventaran su discordia en consideración a la guerra que se avecinaba. Para que Daeghrefn regresara a la Orden. Con toda seguridad, el bien organizado ejército nerakiano, dirigido desde algún punto del oscuro corazón de las montañas, persuadiría a Laca de la Marca Oriental y a Daeghrefn de Nidus para que cedieran, para que confiaran el uno en el otro finalmente. ¿Acaso no podían unir sus espadas de buena fe, sin el inminente baile de negociaciones y pactos? ¿Acaso no podían posponer el intercambio de hijos hasta que los nerakianos fueran sometidos?

Rezó para que su padre se sintiera orgulloso de él con este intercambio. Pero sabía que sus oraciones se despeñaban como piedras sueltas al abismo que se abría a sus pies, lejos de la rutilante mano de Paladine, lejos de los ojos de Majere y Kiri-Jolith, lejos de los distintos dioses que Daeghrefn respetaba y veneraba en otro tiempo…

Hasta que renegó de ellos y se apartó de la Orden.

Daeghrefn se había colocado detrás de su hijo y forzaba una sonrisa apropiada para la solemnidad del acontecimiento que iba a tener lugar. Era perfecto, este gebo-naud, este intercambio que propiciaba una excelente conjunción de la fortuna, la guerra y la política. A medida que transcurrían los años, el Señor de Nidus experimentaba un creciente temor a que los demás caballeros adivinaran su secreto: cuanto más crecía el joven Verminaard, más se transformaba en el vivo retrato de Laca.

Laca, que se había puesto limpiamente en sus manos con este tratado y el intercambio.

«Me libraré de Verminaard», pensó Daeghrefn con lúgubre satisfacción. Y Laca se encargaría de que su hijo bastardo se llevara su merecido. No podía haberse organizado mejor.

Verminaard soltó un respingo.

Hoy te despedirás de tu hermano, le ordenó la Voz. Oh, sí, despídete, pues no volverás a verlo, por mucho que sea en buena hora. Y entonces serás el mayor; el vástago primordial, el futuro heredero de tu padre.

Aquellas insidiosas sugerencias se presentaban siempre cuando estaba desprevenido. La Voz lo acompañaba desde hacía años, desde que tenía memoria. Melodiosa y perturbadora, en un tono ni masculino ni femenino, se confundía con sus pensamientos y se hacía audible de repente con sugerencias que siempre contenían una mezcla de desesperación y pesar, junto con una extraña y lóbrega añoranza. Nunca había hablado de ello con su padre. Daeghrefn no toleraba a los que oían voces.

«¿Qué significa esto? —se preguntó Verminaard, intrigado, discutiendo como de costumbre las oscuras indicaciones de la Voz—. ¡Es un intercambio de súbditos de alcurnia, no un regalo!».

Y, como de costumbre, la Voz permaneció en silencio cuando él replicó, escabulléndose a algún oscuro retiro, algún recoveco de su memoria, dejándolo que se debatiera a solas entre sus insinuaciones. «¡Volveré!», se prometió Verminaard. Pero la Voz se había esfumado, abandonándolo a sus crecientes temores y recelos.

Abrió los ojos y giró el torso desde su silla de montar. Abelaard, descollando en su posición en medio de la escolta armada, le guiñó un ojo con solemnidad.

«Que acabe pronto —pensó el más joven—. Si el intercambio debe producirse como nuestros padres han jurado por su espada y por su honor, que sea rápido».

—¿Habéis recibido vuestras instrucciones? —indagó una severa voz a su espalda. Abelaard se volvió hacia Daeghrefn y murmuró unas palabras apresuradas y sumisas.

Verminaard desvió la mirada y la clavó en el precipicio, el puente arqueado y la imposible distancia que los separaba de la pared occidental.

Daeghrefn interpuso entre ellos su caballo, que resollaba y olisqueaba el frío aire de la tarde.

—No te acompañará servidor alguno, Verminaard —afirmó el caballero—. Laca no ha llegado tan lejos en sus concesiones.

Verminaard miró de reojo al Señor de Nidus. Daeghrefn presentaba un aspecto realmente imponente: la nariz cincelada, las pobladas cejas oscuras arqueándose por encima de unos ojos inquisitivos. El muchacho entendía por qué los soldados temían a su padre, por qué siguieron su ejemplo cuando abandonó la Orden y se convirtieron en renegados al mismo tiempo que su lúgubre comandante.

Examinó atentamente el rostro de su padre: una aterradora y opaca máscara de instrucción solámnica. Daeghrefn no revelaría nada de sí mismo a Laca esta noche. Pero el muchacho recordaba la sonrisa de Daeghrefn, dos noches atrás, cuando la última versión del tratado le llegó a través de las temblorosas manos de un correo solámnico. Entonces supo por fin Daeghrefn que el Señor de la Marca Oriental aceptaba las condiciones de Nidus para el intercambio. Pero en ese momento contenía la satisfacción del triunfo detrás de una máscara de fría compostura.

—¿Por qué se retrasa? —masculló Daeghrefn, protegiéndose los ojos con el dorso de la mano para contemplar la puesta de sol y los parajes más occidentales que alcanzaba su vista—. Ya deberían estar aquí.

—No creerás que los nerakianos… —empezó a decir Verminaard, mientras un lúgubre pensamiento invadía su mente.

—No te alteres, hermano —susurró Abelaard—. Laca vendrá tan bien armado como nosotros. Los nerakianos no se atreverán a medir sus espadas con una compañía solámnica, ni a cruzarse en su camino.

—Resulta muy reconfortante oírlo, hermano —replicó animadamente Verminaard, pese a que su ánimo decayó tras sus palabras. Naturalmente que las tropas de Laca vendrían armadas, y por centenares, hallándose tan al interior de las montañas. Los nerakianos avanzaban en gran número y con tácticas que ni los más ancianos recordaban ni esperaban.

A lo largo de toda la cordillera de las Khalkist, desde Sanction a Gargath y más al norte todavía, hasta donde las montañas descendían bruscamente para dejar paso a las empinadas colinas de Estwilde, los nerakianos amenazaban las fronteras de territorios más civilizados. Peor aún, los hombres de Estwilde y de Sanction se habían unido a ellos. Las fuerzas que se habían confabulado contra los Caballeros de Solamnia y sus dispersos aliados eran lo bastante cuantiosas y estaban lo bastante bien organizadas para constituir casi un ejército. Incluso goblins y ogros engrosaban las filas de los bandoleros, o al menos de eso informaban los exploradores.

Así, en toda la longitud del descollante espinazo de las Khalkist, los Señores de las marcas fronterizas reaccionaban uniéndose para la mutua defensa. Fueran solámnicos o no, hubieran sido amigos desde hacía tiempo o rivales durante años, comandantes como Daeghrefn y Laca establecían pactos de sangre, honor o necesidad. Era mejor aliarse con un enemigo civilizado que sucumbir a la inexorable y violenta acometida múltiple procedente del este.

Tal era la razón de que los hombres viajaran siempre fuertemente armados por los pasos de montaña; y también la de que, doce años después de la tormentosa noche en que Verminaard nació, estuviera a punto de sellarse la última alianza.

Un mes atrás, después de que los nerakianos asaltaran la Marca Oriental y saquearan hasta las haciendas situadas a un kilómetro y medio del alcázar de Nidus, Daeghrefn y Laca se habían puesto en contacto por primera vez desde aquella aciaga noche para intercambiar información, luego ofertas indefinidas, después veladas garantías…, razones…

Y ahora hijos.

—¡Ahí están! —exclamó Abelaard, señalando los oscuros pendones que serpenteaban a través del paso occidental. La menguante luz roja del sol poniente refulgía sobre las armaduras, y los dos estandartes carmesíes que encabezaban la columna lucían el martín pescador plateado de la Orden.

Daeghrefn se irguió sobre sus estribos, protegiéndose de nuevo los ojos del sol del atardecer.

—Laca es quien monta el caballo tordo, estoy seguro —declaró—. Y el muchacho que está junto a él, montando el otro tordo, debe de ser su hijo.

Lanzó una rápida mirada a Verminaard, quien se afanó a devolvérsela.

Daeghrefn desvió la vista y habló en voz queda con Abelaard mientras la columna solámnica reducía la distancia. Verminaard aguzó el oído para captar la conversación, pero ésta se mantuvo en un tono mortificantemente bajo, demasiado lejos de su alcance.

Hablaban de algo relacionado con la red de información, de correos y signos.

Por fin, su padre volvió a sentarse sobre su silla de montar, con los ojos enrojecidos como si hubiera mirado al sol poniente demasiado rato.

—¿Dónde está el mago? —preguntó al sargento que se hallaba a su lado, trasluciendo su preocupación con voz ronca—. No es menester entretenerse en ceremonias y efectismos.

Verminaard podía verlos ahora: dos jinetes encabezaban la comitiva, flanqueados por los estandartes del martín pescador. Uno era un hombre alto, con la cabeza descubierta en medio de una escolta de yelmos, con el rubio cabello tan claro como el de Verminaard. Su compañero, un joven empequeñecido por su caballo. El muchacho debía de tener unos doce años, pues había nacido minutos después del parto del propio Verminaard, en el calor de su lejano castillo.

Abelaard había comentado que ambos tenían mucho en común.

—¿Dónde está el mago? —repitió Daeghrefn, y el sargento obligó a su montura a caracolear, buscando al hombre en cuestión.

El destacamento de Laca se desplegó a lo largo del borde del precipicio, una formidable columna de caballería compuesta por veteranos curtidos. Su comandante se detuvo en cuanto llegó al puente, a la espera de algún signo en el extremo oriental del barranco, y el jinete más bajo que se hallaba junto a él desmontó sin apresurarse.

Verminaard se sobresaltó al notar el contacto de la mano de Abelaard sobre su hombro. Su hermano lo atrajo hacia sí y lo abrazó.

—Sé fuerte —susurró Abelaard rápidamente—, y recuerda que, ocurra lo que ocurra, cualquier cosa que suceda, yo…

—El muchacho se acerca, Abelaard —interrumpió Daeghrefn—. No hay razón para hacerlo esperar.

Abelaard asintió y dirigió a su hermano menor una larga mirada de ánimo. Verminaard se bajó de un salto de su silla de montar.

Abelaard apartó la vista con expresión inescrutable mientras oía las pisadas de Verminaard sobre la grava del extremo del puente. Se había ocupado de su hermano menor desde el día en que nació. Y en cuanto a Verminaard, era como si su padre se lo hubiera confiado a Abelaard del mismo modo que se regala un caballo o un sabueso.

«Me voy —pensó Verminaard—. Sin excusas, me voy. He de dominarme, no debo perder el control. Mi padre no puede verme temblar, no puede verme…».

—¿Dónde diantre está ese condenado mago? —tronó Daeghrefn.

A sus espaldas se alzó una oleada de susurros apremiantes. De pronto, el mago Cerestes apareció junto a él, tan cerca que el dobladillo de su polvorienta túnica rozó la bota de Daeghrefn. Era joven, moreno y extrañamente atractivo con ojos dorados y cargados párpados siempre entornados.

—¿Dónde está Speratus? —preguntó imperiosamente Daeghrefn. Le agradaban poco los magos, sólo mantenía uno en el alcázar por protección. Pero éste no era su archimago, sino un mero discípulo.

Cerestes le ofreció inmediatamente sus servicios tras una breve explicación: el viejo mago Speratus había sido hallado en el fondo del barranco; sin duda lo habían asaltado cuando se dirigía a solas a preparar la ceremonia. Su túnica roja presentaba muestras de haber sido rasgada por las furtivas dagas curvas de los bandoleros de Neraka.

Un mago era igual que otro, en opinión de Daeghrefn. Este joven Cerestes parecía muy seguro de sí mismo y de su destreza. Cualquier cosa con tal de desembarazarse del muchacho. El mago saludó con solemnidad a su nuevo patrón y condujo ceremoniosamente a Verminaard hasta el largo y estrecho puente.

—Que los dioses te lleven, Verminaard —dijo entrecortadamente Daeghrefn. Su mirada pasó por encima del mago y se posó en el muchacho, que parecía insignificante y solitario al acercarse a la cúspide del descollante arco—. Por fin regresas junto a tu padre.

Abelaard lo miró con el rostro pétreo, tan indescifrable como el escarpado risco, como las rocas diseminadas por el fondo del barranco.

El puente de Dreed era aún más estrecho de lo que parecía desde la seguridad de los riscos que lo sustentaban. En el vértice de su único arco, donde iba a desarrollarse el gebo-naud —el rito solámnico de intercambio—, apenas había espacio para que los dos mozalbetes pasaran uno junto al otro.

Verminaard avanzó con firmeza hacia el centro del puente. El muchacho solámnico no mostraba tanta seguridad. Echó hacia atrás su capucha y caminó apoyando precavidamente un pie delante del otro y balanceándose en su inestabilidad como un equilibrista aficionado. Como se aproximaba por el oeste, los vientos otoñales rizaban sus mangas y el ligero tejido verde de su tabardo blasonado con el escudo de armas familiar.

Cerestes, con paso tan confiado y sinuoso como una de las enormes panteras que amenazaban con la ruina a los pastores de las montañas, seguía a Verminaard. En el último momento, el mago adelantó al muchacho con autoridad y se deslizó hasta el centro del puente. Allí, en pie entre ambos jóvenes, alzó la mano para iniciar las invocaciones del gebo-naud.

De repente se oyó un clamor procedente de la plataforma.

Daeghrefn se rebulló con inquietud, sin dejar de mirar a los dos muchachos.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Abelaard. Lo preguntó de nuevo, una y otra vez, hasta que el senescal de Daeghrefn, un hombre entrado en años llamado Robert, se compadeció de la insistencia del joven.

—Todo irá bien —lo tranquilizó el senescal, inclinándose por encima del cuello de su yegua en dirección al solícito muchacho.

—Calla, Robert —ordenó Daeghrefn—. Empieza la ceremonia.

Pero no empezó. Cerestes dio unos pasos hacia el oeste desde el centro del puente e hizo señas a uno de los servidores de Laca para que se acercara.

Cuando el mago regresó a su anterior posición, indicó al muchacho solámnico que aguardara y condujo al estupefacto Verminaard de regreso a la comitiva de Daeghrefn.

—Lord Daeghrefn —explicó con voz meliflua—, el gebo-naud exige el intercambio del hijo de más edad por el de más edad. Que se adelante Abelaard.

Una carcajada resonó a través de la sima cuando Laca recibió la misma noticia. Daeghrefn apretó los dientes. «¿Abelaard? —pensó—. ¡Eso es ridículo! Yo jamás accedí a esto».

Cerestes indicó por señas a Abelaard que desmontara y siguiera sus pasos.

—¡Alto! —gritó Daeghrefn—. ¡No habrá intercambio del mayor por el mayor! Dejad que Laca ría y luego muera aplastado bajo las botas de los nerakianos. No era mi castillo el que asediaban sus hordas.

Cerestes se volvió y habló en quedos susurros que se mezclaron con el infatigable viento.

—No podéis negaros ahora, lord Daeghrefn. Interrumpir un gebo-naud una vez iniciado equivale a un acto de guerra.

El rostro de Daeghrefn se ensombreció y sus ojos centellearon, inescrutables. Podía derrotar a Laca en una guerra, de eso estaba bastante seguro… y tal vez incluso mantener a raya las hordas nerakianas mientras tanto.

Como si hubiera oído los pensamientos de su Señor, el mago de ojos dorados propuso en un murmullo de complicidad:

—Os resultaría más fácil derrotar a Laca con alianzas que por medio de la guerra, mi Señor.

—¡No permitirás que vaya Abelaard! —protestó repentinamente Verminaard.

—Silencio —gruñó el sombrío caballero, tensando las riendas de su montura con aire meditativo. Daeghrefn irguió la cabeza, desafiante, y masculló algo entre dientes.

Sólo Robert lo oyó.

Con una acerada y relampagueante mirada destinada a Abelaard, el Señor de Nidus habló:

—Ve. —Hizo un vago ademán en dirección al mago que aguardaba, quien tendió una mano al muchacho. Sin traslucir la menor emoción en sus rasgos marmóreos, el joven desmontó y, tras una breve mirada a su padre, siguió al mago.

En unos momentos, las primeras palabras del gebo-naud llegaron hasta ellos flotando en la caprichosa brisa otoñal. El mago Cerestes alzó las manos, y una oscura nube se condensó en el fondo del barranco, a sus pies. Un centenar de luces ondulaba en su superficie, hasta que la nube empezó a girar en remolinos y a refulgir como el azogue.

—Que se enteren las montañas —empezó el mago—. Que todos los aquí reunidos, los capitanes que guardan la Marca Oriental y los del alcázar de Nidus, juren por su espada que ven lo que ven, y que honren el intercambio y el compromiso de sangre entre estas dos casas. Que los hijos intercambiados, Aglaca de la Marca Oriental y Abelaard de Nidus, encuentren refugio y alojamiento, honor y bienestar en su nuevo hogar. Que surja la alianza de la unificación de casas. Y si algún mal acaece a uno de los muchachos, que el mismo mal aflija al otro. En este juramento actúan como fiadores la roca y el aire, el puente que une la sima que separa el mundo.

Daeghrefn se revolvió en su silla de montar. Estos términos, por lo menos, eran tal y como él los reconocía.

A continuación, el mago inició la letanía que sellaría el pacto, que intercambiaría un muchacho por el otro en una endeble alianza.

Vaya hijo por hijo, palabra por tregua,

Haya paz por sangre, si hay fuerza por fuerza.

Por los encumbrados paseos de piedra,

en pos de los tuyos, ¡corazón, regresa!

El muchacho solámnico se adelantó para ceder su lugar a Abelaard. Por un momento estuvo a punto de perder el equilibrio y miró hacia abajo, al tiempo que una repentina ráfaga de viento alborotaba su cabello claro y los pliegues de su liviana toga. La nube negra que Cerestes había conjurado se elevaba ahora bajo el puente, y unos tentáculos de vapor rodearon los tobillos del muchacho, amenazando con arrastrarlo al fondo del abismo.

«Está paralizado de miedo —pensó Verminaard—. Puede que no quiera hacerlo».

El muchacho hizo acopio de valor y reanudó la marcha, animado por su padre a seguir avanzando. Cerestes recitó el segundo verso cuando los jóvenes unieron sus manos por encima del torbellino de niebla.

Lleguen las palabras que hay aquí se citan

hasta los difuntos, que jamás olvidan,

y den testimonio de este nuevo inicio:

tregua por palabra, un hijo por un hijo.

Verminaard se estremeció cuando el poder de las palabras cayó sobre él, comprometiéndolo como comprometía a su padre, a su hermano y a los solámnicos. Este Aglaca era a partir de ese momento su hermano, sangre de su sangre, y estaban atados por un juramento hasta que los nerakianos fueran derrotados.

Estaba convencido de que el muchacho no iba a caerle bien.

De pronto, Verminaard se sintió mareado. Su visión se enturbió, le falló, y sus piernas temblorosas se negaron a sostenerlo. Frente a él, el puente pareció evaporarse, y con él toda la ceremonia, los muchachos y el oficiante de oscura túnica.

Lo único que percibía Verminaard eran sombras y un vacilante punto de luz en el extremo más alejado de la penumbra. Lentamente, la luz aumentó de tamaño y el muchacho distinguió a un joven rubio, erguido en una oscura almena azotada por el viento, una réplica de sí mismo en miniatura, con los ojos azules, pero mayor que él.

«No soy yo —pensó—. Es mi hermano gemelo, mi imagen especular. No es Abelaard, y sin embargo es mi hermano».

El joven de la visión le dedicó un gesto. Sus labios se movieron desesperadamente en una muda invocación, y Verminaard se sintió más débil, advirtió que la energía escapaba de su cuerpo…

Y súbitamente cesó la visión, y dejó paso al frío atardecer y al enrarecido aire de la alta montaña. Cerestes separó las manos de los muchachos que ocupaban el centro del puente y un relámpago negro se formó entre sus brazos.

«¿Qué ha pasado?», se preguntó Verminaard, con las ideas girando confusamente. Buscó con desesperación la Voz, su consejo, sus dulces promesas.

Sólo halló silencio.

Conmocionado, Verminaard miró en derredor. Todas las miradas estaban puestas en el arco del puente. Rezó otra muda plegaria a cualquier dios que estuviera escuchando y concentró de nuevo su atención en Cerestes.

A partir de ese momento, la ceremonia era un ritual de silencio. Los muchachos se volvieron hasta situarse frente a frente y se quitaron el tabardo ornamental que completaba su vestimenta. Con toda solemnidad, intercambiaron sus respectivas prendas, Aglaca se tambaleó nuevamente durante un breve instante de pesadilla. Después, muy despacio, casi reverentemente, ambos iniciaron la labor de ponerse el tabardo del otro.

Llegados a ese punto, Verminaard se concedió un amago de sonrisa. Abelaard era al menos cuatro años mayor que el muchacho solámnico y se había fortalecido con la caza y el clima de las montañas. El tabardo de Aglaca le quedaba demasiado estrecho, de modo que, tras un breve y desapasionado intento, se echó la prenda sobre el hombro y empezó a andar en dirección a la comitiva solámnica que aguardaba en el lado occidental del barranco.

Los caballeros de Laca separaron sus filas a modo de silenciosa bienvenida.

Le llegó el turno de Aglaca. Perdido entre los rojos pliegues del tabardo de Abelaard, el muchacho avanzó por el puente con cuidado, arrastrando el borde del tabardo sobre las piedras de un modo que le hacía parecer un gnomo hechicero o un alquimista cuyas pócimas no hubieran producido el efecto deseado. Un crudo viento abofeteó su rostro y lo impelió a ceñirse más la capucha.

Con firmeza, a pasos cada vez más seguros a medida que se acercaba, Aglaca se dirigió hacia Daeghrefn por la estrecha pasarela. Detrás de él, Cerestes completó el último de los ritos de la ceremonia. Mientras rezaba una oración a Hiddukel, al antiguo dios de los pactos y las transacciones, el mago se arrodilló y dibujó un extraño signo en el suelo con un dedo.

Verminaard forzó la vista al máximo desde su posición. Le resultaba evidente que este mago poseía un gran poder. Pero Cerestes se hallaba demasiado alejado de él, sus gestos eran demasiado intrincados y confusos para distinguirlos claramente. Las nubes del barranco ascendieron hasta cubrir al mago, que por un instante pareció mayor y más sombrío en la niebla cada vez más densa.

Tú podrías hacer también esas cosas, lord Verminaard, dijo tranquilizadora y tentadora la Voz. Levantar nubes y acrecentar y dominar a tu antojo la oscuridad. Podrías rivalizar con los grandes maestros de la hechicería, lord Verminaard, e inscribir tu nombre en ese brumoso torbellino gris metálico de rumores peligrosos…

Verminaard escuchó, inmerso en lúgubres sugerencias, y se sintió casi reconfortado, a pesar de la marcha de Abelaard.

Desde fuera de la niebla, Aglaca se aproximó y el mago surgió de la nube detrás de él, enjuto y encorvado, minúsculo en comparación con la monstruosa sombra que proyectaba cuando la ceremonia tocaba a su fin. Pero Cerestes se mostraba extrañamente descansado, sus dorados ojos centelleaban como el torbellino metálico que había conjurado de las profundidades.

Lo único que pudo hacer Verminaard para apartar la vista del mago fue posarla en el muchacho solámnico.

—Milord Aglaca —anunció Cerestes—, os presento a vuestro… anfitrión, lord Daeghrefn, Señor de Nidus.

El muchacho saludó con una cortés reverencia y Daeghrefn le tendió una mano.

—Que tu presencia nos recuerde… a alguien ausente —declaró el Señor de Nidus con voz enronquecida por la emoción— y a la alianza que su valentía refuerza.

—Pondré todo mi empeño en hacerme digno de este honor y de vuestra gentileza —replicó Aglaca, y se volvió para saludar a Verminaard—. Y tú —dijo, echando hacia atrás su capucha con un rápido gesto— serás mi nuevo hermano en la inminente guerra, la alianza de mi alianza.

Anonadado, Verminaard contempló el rostro del muchacho solámnico. Fue una revelación: sus ojos claros, la delgada nariz, las cejas y los cabellos rubios, casi blancos. Era su propio rostro, su imagen especular.

En algún lugar del corazón de las montañas —si fue al este o al oeste no podían saberlo debido a los ecos—, los oráculos de la Morada de los Dioses empezaron a cuchichear y murmurar, y la druida L’Indasha Yman levantó la vista de su oráculo en el hielo y asintió.