13
Sale el sol.
Desciende la tiniebla.
La bruma se disipó con la llegada del nuevo día. Despuntó una mañana despejada y clara, tanto que Sturm, al recorrer las almenas, vislumbró los prados ahora cubiertos de nieve de su lugar natal, próximo al alcázar de Vinegaard y ahora totalmente bajo el dominio de los ejércitos de los dragones. Los primeros rayos solares iluminaron el estandarte de los Caballeros de Solamnia, un martín pescador que, bajo un corona dorada, sostenía en sus garras una espada decorada con una rosa. El áureo emblema destellaba en la intensa luz. De pronto Sturm oyó unos estridentes clarines.
Provenían de las huestes enemigas que, poco después del alba, iniciaron la marcha hacia la torre.
Los jóvenes caballeros —el centenar que quedaban en la fortaleza— se congregaron en las almenas para contemplar en silencio cómo el numeroso ejército desfilaba por el llano, con la inexorable avidez de una marabunta.
Al principio Sturm no comprendía el sentido de las palabras del moribundo Derek: «Se dieron a la fuga al divisarnos». ¿Por qué habían huido los ejércitos de los dragones? Tras una breve reflexión, no obstante, se hizo la luz en su mente. Las tropas hostiles habían sabido sacar partido de la arrogancia de los caballeros al valerse de una táctica antigua, aunque eficaz: «Finge desmoronarte frente al enemigo, de un modo que no sea demasiado ostensible sino haciendo que la avanzadilla muestre el miedo suficiente para resultar verosímil. Ordena que tus hombres rompan filas como si les atenazara el pánico. El adversario se desplegará y se lanzará a la carga. Cuando esté cerca, tus soldados podrán cerrarse sobre el mismo, rodearlo y despedazarlo sin remedio.»
No precisaba Sturm ver los cadáveres que yacían en la nieve ensangrentada para constatar que estaba en lo cierto. Se hallaban todos en el lugar donde habían tratado de reagruparse a fin de resistir el embate. En cualquier caso, poco importaba cómo habían muerto. Se preguntó quién contemplaría su inerte cuerpo cuando todo hubiese concluido.
Flint se asomó por una grieta del muro.
—Al menos sucumbiré en terreno seco —declaró.
Sturm esbozó una sonrisa, mientras se atusaba el bigote. Al reflexionar sobre la muerte no pudo por menos que otear la región donde naciera, un hogar que apenas había conocido, un padre que casi no recordaba y un país, en suma, que había condenado a su familia al exilio. Estaba a punto de sacrificar su vida para defender este país. ¿Por qué? ¿No sería acaso más lógico abandonarlo y regresar a Palanthas?
Durante toda su existencia había respetado el Código y la Medida de la Orden. Est Sularis oth Mithas, Mi Honor es mi Vida: esta divisa era todo cuanto le quedaba. La Medida se había esfumado, había demostrado ser un completo error. Rígida e inflexible, sus dictados agarrotaron a los caballeros solámnicos en una funda de acero más pesada que sus armaduras. Al verse aislados, luchando para sobrevivir, sus compañeros se habían aferrado a ella en un acto desesperado, sin comprender que era un ancla que los hundía en lugar de sacarlos a flote.
«¿Por qué adopté yo una actitud diferente?», se preguntó. Pero adivinó la respuesta al oír rezongar a Flint. Fue a causa del enano, del kender, del mago, del semielfo… Ellos le habían enseñado a ver el mundo a través de otros ojos, almendrados unos, redondos y saltones los otros, incluso pupilas con forma de relojes de arena. Los caballeros como Derek sólo admitían el blanco y el negro, mientras que él había observado su entorno en su radiante colorido, en los incontables matices del gris.
—Ha llegado la hora —le anunció a Flint, y ambos descendieron del elevado punto de mira en cuanto las primeras flechas enemigas, con sus envenenadas puntas, trazaron su circular trayectoria sobre los muros.
Entre gritos y amenazas, clamores de trompetas, estruendo de escudos y espadas, los ejércitos de los dragones atacaron la torre del Sumo Sacerdote en el instante en que la luz del sol inundaba el cielo.
Al anochecer, el estandarte ondeaba aún en su mástil. La torre estaba incólume, pero la mitad de sus defensores habían muerto.
Durante el día los vivos no tuvieron tiempo de cerrar sus párpados ni de recomponer sus miembros, retorcidos en agónicas posturas. Debían concentrar sus esfuerzos en conservar su propia integridad. Llegó la paz con la penumbra, cuando los ejércitos se retiraron para descansar y esperar un nuevo amanecer.
Sturm caminaba de un lado a otro de las almenas, dolorido su cuerpo tras la agotadora jornada. Pero cada vez que intentaba relajarse sufría violentos calambres, sentía su cerebro a punto de estallar. Reanudaba entonces su deambular con paso lento y mesurado, sin saber que su aparente firmeza borraba de las mentes de los jóvenes caballeros los terribles recuerdos del día. Aquéllos que, en el patio, trasladaban los cadáveres de amigos y compañeros pensando que quizá mañana alguien haría lo mismo con ellos, oían las pisadas de su Comandante y veían aliviarse sus temores.
Lo cierto era que las sonoras pisadas del caballero reconfortaban a todos salvo a él mismo. Sus cavilaciones lo sumían en un auténtico tormento. Presagiaba la derrota y se decía que moriría de una forma innoble, sin honor; recordaba como una tortura el sueño en el que se le apareciera su cuerpo mutilado por las siniestras criaturas que ahora se hallaban acampadas a escasa distancia.
«¿Se hará realidad la pesadilla? ¿Desfallecería al final, incapaz de controlar su miedo? ¿Le decepcionaría el Código como lo había hecho la Medida?», se preguntaba con un estremecimiento.
Un paso, otro, otro más… «¡Ya es suficiente! —se ordenó enfurecido—. No tardarás en volverte loco como el pobre Derek.»
Al girarse repentinamente sobre sus talones, Sturm se tropezó con Laurana. Se entrecruzaron sus miradas, y la luz que de ella dimanaba iluminó sus negros pensamientos. Mientras existieran en el mundo una serenidad y una belleza como las suyas quedaría esperanza. Le sonrió y la muchacha ensanchó también sus labios, borrándose al instante de su rostro los surcos de la fatiga y la preocupación.
—Descansa —dijo Sturm—. Pareces agotada.
—He intentado dormir —contestó la elfa—, pero he tenido espantosas pesadillas. He visto manos aprisionadas en urnas de cristal, enormes dragones que volaban por pasillos de piedra —meneó la cabeza y se sentó, exhausta, en un rincón resguardado de la gélida brisa.
Sturm desvió los ojos hacia Tasslehoff que, tumbado al lado de la joven, dormía profundamente con el cuerpo encogido. El caballero lo miró sonriente. Nada inquietaba a Tas, que había tenido un día glorioso destinado a pervivir para siempre en su memoria.
—Nunca antes tomé parte en un sitio —había oído Sturm, durante la contienda, que le confesaba a Flint cuando este último se disponía a decapitar a un goblin con su hacha guerrera.
—Todos moriremos —refunfuñó el enano, limpiando la sangre que dejara el caído en la hoja de su arma.
—Eso mismo afirmaste en aquella batalla contra un dragón negro en Xak Tsaroth —protestó el kender— y también en Thorbardin, o a bordo de la barca.
—¡Esta vez acertaré en mis predicciones! —le espetó furioso Flint—. Si no lo hace el enemigo, yo mismo acabaré contigo…
«No habían sucumbido, por lo menos, hoy. Veremos qué ocurre mañana», recapacitó Sturm, a la vez que posaba su mirada en el enano. El hombrecillo estaba apoyado en el muro, tallando un grueso leño.
—¿Cuándo arremeterán de nuevo? —preguntó Flint, que había alzado los ojos al sentirse observado..
Sturm lanzó un suspiro y desvió la vista hacia el horizonte.
—Al amanecer —contestó—. Todavía faltan unas horas.
—¿Resistiremos? —La voz del enano no delataba ninguna emoción, la mano con que sostenía el tronco se mantuvo firme.
—Tenemos que hacerlo —explicó el caballero—. El heraldo llegará a Palanthas esta noche. Aunque actúen de inmediato, necesitarán dos días para enviarnos refuerzos. Debemos darles ese tiempo.
—¡Si actúan de inmediato! —repitió el enano con un gruñido.
—En efecto —admitió Sturm—. Creo que sería mejor que regresarais a Palanthas—añadió mirando en dirección a Laurana, quien salió enseguida de su modorra—. Id a Palanthas y convencedlos del peligro.
—Tu mensajero se encargará de hacerlo —replicó la muchacha entre bostezos—. Si él no lo logra, tampoco mis palabras los conmoverán.
—Laurana, escucha…
—No, escucha tú —le interrumpió la princesa—. Quizá me equivoque, pero creo que puedo serte útil aquí.
—Sabes que sí. —Sturm había quedado maravillado durante la refriega de la fortaleza inquebrantable de la elfa, de su valor y de su pericia con el arco.
—En ese caso, me quedaré —se limitó a concluir Laurana, antes de arrebujarse en la manta y cerrar los ojos. Aunque había declarado que no podía conciliar el sueño, su respiración no tardó en tomarse tan regular como la del kender.
Sturm meneó la cabeza, diluyendo el asfixiante nudo de su garganta. Intercambió una mirada con Flint, que suspiró y reemprendió su tarea. Ninguno de ellos habló. Ambos pensaron lo mismo, que su muerte sería atroz si los draconianos penetraban en la torre. Lo que imaginara Laurana podía ser algo más que una pesadilla.
El horizonte comenzaba a iluminarse, augurando la próxima aparición del sol, cuando los caballeros fueron despertados de sus inquietos letargos por un clamor de trompetas. Se apresuraron a levantarse, empuñar sus armas y apostarse en las murallas para escudriñar el aún oscuro llano.
Las fogatas del campamento ardían ya sin llama, desatendidas ante el inminente despuntar del alba. Llegaban a oídos de los caballeros los ecos del ajetreo que reinaba entre las temibles huestes. Todos aferraron sus armas en una tensa espera, pero sucedió lo imprevisto. Los soldados se miraron unos a otros, atónitos.
¡Los ejércitos de los dragones se retiraban! Aunque apenas se les vislumbraba en la media luz, resultaba evidente que la negra marea se alejaba. Sturm observaba la escena desconcertado. Sí, las tropas se diseminaban por el horizonte, pero seguían allí. El caballero lo sabía, lo presentía.
Algunos de los soldados más jóvenes comenzaron a elevar gritos de júbilo.
—¡Silencio! —ordenó Sturm. Aquel griterío desquiciaba sus ya erizados nervios. Laurana se situó a su lado y miró perpleja su rostro, ceniciento y desencajado bajo las antorchas. El caballero cerraba una y otra vez los enguantados puños, apoyados sobre una almena. Sus ojos, convertidos en meras rendijas, oteaban la parte oriental de la planicie.
Al sentir el creciente miedo que invadía a Sturm, la muchacha se puso rígida. Recordó lo que le había dicho a Tas.
—¿Es lo que temíamos? —inquirió, posando la mano en el robusto brazo.
—¡Ojala me equivoque! —exclamó Sturm con voz entrecortada—.
Transcurrieron varios minutos. Nada sucedió. Flint se reunió con los compañeros, aunque tuvo que encaramarse a una fragmentada roca para asomarse al otro lado del muro. Tas despertó al fin, impertérrito.
—¿Cuándo desayunamos? —preguntó. Pero nadie le prestó la menor atención.
Vigilaron, esperaron. Todos los caballeros, presas de un miedo inexplicable, se alinearon en las almenas y contemplaron el horizonte sin saber por qué.
—¿Qué está pasando aquí? —susurró Tas sin atreverse a alzar la voz. Se irguió sobre la roca que sustentaba a Flint y vio cómo el rojizo contorno del sol bañaba el panorama, cubriendo el negro cielo de matizaciones purpúreas y eclipsando a las estrellas.
—¿Qué es lo que miramos? —insistió, pero, de pronto contuvo el aliento—. Sturm…—balbuceó.
—¿Qué quieres? —El caballero se volvió alarmado hacia él.
Tas fijó los ojos en un punto lejano. Sus vecinos lo imitaron aunque no vislumbraron lo que tanto le llamaba la atención, pues su vista no era tan aguda como la del kender.
—Dragones —anunció Tasslehoff—. Dragones azules.
—Eso suponía —confirmó Sturm—. Si las tropas se han replegado es porque los humanos que luchan en su filas no han podido resistir el pánico que inspiran los reptiles. ¿Cuántos hay?
—Tres —contestó Laurana—. Yo también los veo.
—Tres —repitió el caballero con voz anodina.
—Escúchame, Sturm —le rogó Laurana a la vez que ambos se alejaban de las almenas—. No pensaba revelártelo, ya que en principio carecía de importancia. Pero ahora la situación ha cambiado. Tasslehoff y yo sabemos cómo utilizar el Orbe de los Dragones.
—¿El Orbe de los Dragones? —preguntó el caballero, que estaba absorto en sus cavilaciones.
—Sí, el que se encuentra en las entrañas de la torre —insistió la elfa, zarandeándolo para que atendiera a sus palabras —. Me lo mostró Tas. Conducen a él tres vastos pasillos y… —su voz se apagó y visualizó de nuevo, con tanta claridad como lo hiciera su subconsciente la noche anterior, a aquellos dragones que volaban por pétreos corredores.
—¡Sturm! —exclamó nerviosa, sin cesar de agitar sus brazos—. ¡He desentrañado el secreto del Orbe! Sé qué hay que hacer para matar a esos reptiles. Si disponemos de unos minutos, deseo…
Sturm se agarró a ella, cerrando sus fuertes manos sobre los hombros de la muchacha. Aunque se conocían desde hacia tiempo, no recordaba haberla visto nunca tan hermosa. Su rostro, lívido a causa del cansancio, recibía la llama de la excitación en un indecible contraste.
—Habla, deprisa —la apremió.
Laurana inició su relato, describiendo imágenes que adquirían vivacidad a medida que se aclaraban sus ideas. Flint y Tas los observaban apostados detrás de Sturm, espantado el enano, y el kender con la consternación dibujada en el semblante.
—¿Quién utilizará el Orbe? —inquirió Sturm.
—Yo —respondió la elfa.
—Pero Laurana —protestó Tas —, Fizban dijo…
—¡Cállate! —lo imprecó ella con los dientes apretados—. Por favor, Sturm, accede. Es nuestra única esperanza. Quizá las dragonlance y ese objeto nos darán la victoria —le razonó.
El caballero miró de hito en hito a la muchacha y a los reptiles, que avanzaban a gran velocidad por el este.
—De acuerdo —dijo al fin—. Flint y Tas, bajad al patio y agrupad a los hombres. ¡Rápido!
Tras estudiar una última vez el inmutable rostro de Laurana, Tasslehoff bajó de la roca que le servía de atalaya seguido por Flint, más lento de movimientos. El enano, en ademán meditabundo, se dirigió a Sturm cuando se hubo posado en el suelo.
«¿Tienes que hacerlo?», le preguntó sin palabras, hablando con los ojos.
El caballero asintió y esbozó una sonrisa con la mirada fija en la muchacha.
—Yo me encargaré de comunicar a Laurana mi decisión —susurró Sturm—. Cuida del kender, Flint. Adiós, amigo.
El enano tragó saliva y meneó su vieja cabeza. Transfigurada su faz en una máscara de dolor, el enano se enjugó las lágrimas que afloraban bajo sus párpados y dio a Tas un empellón.
—¡Vamos, muévete! —lo espetó.
El kender se volvió perplejo mas, sin proferir ninguna queja, se encogió de hombros y jalonó las almenas impartiendo órdenes a los desprevenidos caballeros.
—¡Acompáñame, Sturm!—le rogó Laurana mientras tiraba de su brazo como un niño ansioso por mostrar a su padre un mágico descubrimiento—. Si quieres, yo misma explicaré el plan a los hombres. Luego dejaré que des las instrucciones pertinentes para la formación de combate.
—Eres tú quien está ahora al mando —la atajó Sturm.
—¿Cómo? —Laurana se detuvo y el temor reemplazó a la esperanza en su ánimo, tan bruscamente que sintió un insoportable dolor.
—Necesitas tiempo para preparar la estrategia —declaró Sturm, ajustándose el cinto en un intento de evitar sus ojos—. Debes organizar a los soldados y concentrarte a fondo, si quieres que el Orbe responda. Yo te proporcionaré ese tiempo —asió un arco y una aljaba llena de flechas.
—¡No, Sturm! —vociferó temblorosa la elfa—. ¡No puedo ponerme al mando ni prescindir de ti! No te hagas eso a ti mismo —sus palabras se redujeron a un quedo susurro —, no me lo hagas a mí.
—Estás capacitada para dirigir la operación —la tranquilizó Sturm, tomando aquel bello rostro entre sus manos y besándolo con ternura—. Adiós, querida muchacha. Tu luz brillará en este mundo. Ha llegado la hora de que se extinga la mía. No te apenes, no llores —añadió a la vez que la estrechaba en un abrazo—. El Señor del Bosque Oscuro nos recomendó que no lamentáramos la pérdida de quien ha cumplido su tarea. La mía ha concluido y ahora apresúrate, Laurana. Cada segundo es vital.
—Por lo menos llévate la dragonlance —le suplicó.
Sturm meneó la cabeza y apoyó la mano en la empuñadura de la antigua espada que perteneciera a su padre.
—No sabría manejarla. Despidámonos, hermosa elfa. Dile a Tanis que… —se interrumpió—. No —añadió melancólico—. Él comprenderá qué sentimientos alberga mi corazón.
—Sturm… —ahogada por las lágrimas, se sumió en el silencio. No acertaba sino a contemplar al caballero en una muda plegaria.
—Vete —ordenó él.
Ciega, a trompicones, la muchacha dio media vuelta y bajó sin saber cómo la escalera hasta llegar al patio. Una vez allí, una mano firme aferró la suya..
—Flint —dijo, entre sollozos, al reconocerlo—. Sturm va a…
—Lo he leído en su rostro, no es preciso que me lo expliques. Creo que ya estaba escrito mucho antes de que lo conociera. Ahora todo depende de ti, no le falles.
La elfa emitió un largo suspiro y se secó las lágrimas que fluían por sus mejillas. Tras respirar hondo, irguió de nuevo la cabeza.
—Estoy preparada —anunció sin permitir que se le quebrara la voz—. ¿Dónde se ha metido Tas?
—Aquí —se apresuró a responder el kender.
—En una ocasión pudiste interpretar las palabras que se arremolinaban en el Orbe. Baja y hazlo otra vez, pero asegúrate de que no te equivocas.
—Sí, Laurana. —Tas tragó saliva y se alejó a todo correr.
—Los caballeros están reunidos —le informó Flint—. Aguardan tus órdenes.
—Mis órdenes —repitió la Princesa con ademán ausente.
Alzó los ojos. Los rojizos rayos de sol se reflejaban en la brillante armadura de Sturm mientras el caballero subía la angosta escalera que conducía a un alto muro, situado cerca de la Torre central. Laurana bajó la mirada hacia el patio, donde le esperaban los soldados.
Inhaló aire de nuevo y avanzó hacia ellos, ondeando el penacho de su yelmo, reluciendo su áureo cabello en la luz matutina.
El sol, tibio y frágil, tiñó el cielo de unos tonos sanguinolentos que se intensificaron al mezclarse con el aterciopelado azul de la moribunda noche. La torre se erguía todavía entre sombras, aunque los rayos del astro hacían destellar los dorados hilos del estandarte.
Sturm alcanzó la cúspide del muro. La torre se erguía sobre él, y el parapeto en el que se había instalado se extendía unos cien pies a su izquierda. Su superficie de piedra era lisa, carente de nichos o rincones donde cobijarse.
Al mirar hacia el este, vio a los dragones.
Eran reptiles azules, y a lomos del cabecilla de la formación cabalgaba un Señor del Dragón revestido de una armadura de escamas que refulgía a la luz del sol. Podía distinguir la espantosa máscara y la capa negra ondeando en torno a sus hombros. Otros dos animales, con sus respectivos jinetes, seguían al primero. Sturm los observó desdeñoso. Nada le importaban, con quien debía librar su batalla; era con el comandante.
El caballero bajó los ojos hacia el lejano patio, por cuyas, paredes comenzaban a encaramarse los haces luminosos del día. Vio cómo éstos se reflejaban en tonalidades rojizas sobre las puntas de las dragonlance que empuñaban los hombres, y cómo se enmarañaban en el áureo cabello de Laurana. Algunos de los soldados alzaron la cabeza hacia donde él se encontraba y, aferrando su espada, la blandió en el aire. Refulgió la tallada hoja entre purpúreos destellos.
Sonriéndole, aunque apenas lo vislumbraba a través de las lágrimas, Laurana levantó su lanza en señal de saludo, en señal de despedida.
Reconfortado por el ánimo que ella le transmitía, Sturm dio media vuelta dispuesto a enfrentarse al enemigo.
Se situó en el centro del parapeto. Era, apenas, una pequeña figura entre la tierra y el cielo. Los dragones podían planear sobre él o trazar círculos en su derredor, pero no era eso lo que deseaba. Tenían que verlo como una amenaza y tomarse un tiempo antes de arremeter.
Tras envainar el acero, ajustó una flecha a su tenso arco y apuntó al animal que encabezaba la escuadra. Esperó paciente, conteniendo el aliento.
«No puedo echarlo todo a perder. Debo aguardar», se decía.
El dragón se puso a tiro. La flecha de Sturm surcó certera la refulgente atmósfera matutina, para golpear el cuello de su diana. Sin casi lastimarle el proyectil, rebotó contra las azuladas escamas, pero el reptil levantó la cabeza a causa del molesto aguijonazo. La sorpresa y la irritación hicieron que aminorase la marcha, justo lo que su agresor deseaba. Disparó de nuevo, esta vez al dragón que volaba detrás del cabecilla.
La flecha desgarró la membrana de un ala, y el herido lanzó un bramido de rabia. Sturm reanudó su ataque, Si bien en esta ocasión el jinete logró esquivar el dardo. No importaba, el caballero había logrado su propósito: llamar su atención, demostrar que era un reto, obligarlos a embestir. Oyó ecos de pisadas en el patio, sucedidos por el agudo chirriar de los manubrios que izaban los rastrillos.
El Señor del Dragón se puso en pie sobre la silla. Confeccionada como una cuadriga, ésta podía sostener a su jinete en pie sin que corriera el riesgo de caer. El dignatario portaba una lanza, que sujetaba con la mano enguantada. Sturm se deshizo del arco y, desenvainando la espada, se mantuvo firme mientras veía acercarse a la fiera de furibundos ojos ígneos y brillantes colmillos blancos.
En lontananza sonó el clamor de una trompeta, gélida su música como el aire de las nevadas montañas que albergaban su olvidado hogar. Las puras y agudas notas de la llamada le traspasaron el corazón al elevarse majestuosas por encima de la muerte y la desesperanza que lo rodeaban.
Sturm respondió al clarín con un salvaje grito de guerra. Empuñó su acero, dejando que el sol iluminase de nuevo su hoja. El dragón dibujó una pirueta hacia él.
Sonó de nuevo la trompeta, y, de nuevo, contestó el caballero. Alzó la voz cuanto pudo, pero no alcanzó el timbre deseado porque, de pronto, comprendió que había oído antes aquellos acordes. ¡El sueño!
Se detuvo, cerrando en torno a la empuñadura unos dedos que sudaban bajo el guante. El dragón se cernía sobre él, cabalgado por un ser siniestro cuya córnea máscara se teñía de púrpura. La lanza del enemigo, en posición horizontal, parecía presta a ensartarlo.
El miedo atenazó el vientre de Sturm, su piel se heló. Por tercera vez hendió el aire el clamor de la trompeta. Igual que en el sueño; si sus augurios se cumplían no tardaría en caer. El pánico hizo presa en su ánimo. «¡Escapa!, le ordenaba su instinto.»
¡Escapar! Los dragones se abalanzarían sobre el patio. Quizá los caballeros aún no estaban preparados y morirían en el acto, así como Laurana, Flint y Tas. La torre se desmoronaría.
Sturm logró dominarse. Todo lo demás se había diluido en la nada: sus ideales, sus ambiciones, sus sueños. La Orden se hallaba al borde de la destrucción, la Medida había fracasado. Su vida entera carecía de sentido. No podía ocurrir lo mismo con su muerte. Daría tiempo a Laurana mediante el sacrificio de su existencia, que era cuanto le quedaba por ofrecer. Perecería según dictaba el Código, era lo único a lo que podía aferrarse.
Alzando su espada dedicó al enemigo el saludo propio de los caballeros solámnicos. Para su sorpresa, su llamada fue respondida con grave dignidad por el adversario. Sin más preliminares el dragón se lanzó en picado, abiertas sus mandíbulas a fin de desgarrar la carne de su víctima entre sus ristras de afilados colmillos. Sturm trazó un agresivo arco, obligando al atacante a retirar la cabeza bajo riesgo de morir decapitado. Abrigaba la esperanza de interrumpir su vuelo, pero las alas de la criatura permanecieron impávidas. El jinete guiaba su montura con mano segura, sosteniendo equilibrada la refulgente lanza en todo momento.
El caballero estaba de cara a levante, tan cegado por el brillo del sol que sólo vislumbraba a su rival como un inmenso punto de negrura. El animal descendió a increíble velocidad hasta situarse por debajo del parapeto, y entonces Sturm se percató de que pretendía absorberlo en sentido opuesto a la vez anterior para que fuera el jinete quien le atacase. Los otros dos dragones se rezagaron, dispuestos a entrar en acción si su jefe precisaba su ayuda llegado el momento de aniquilar a tan insolente individuo.
El cielo se vació durante un momento de criaturas siniestras hasta que el dragón surgió abruptamente por el borde del parapeto, lanzando estruendosos rugidos que hicieron estallar los tímpanos de Sturm. Le mareaba el aliento del reptil, le dolía la cabeza de forma irresistible. Aunque se balanceó un instante, logró mantener el equilibrio y arremeter con su espada. La vetusta hoja abrió un surco en el hocico del animal, del que brotó una cascada de sangre negra. El dragón bramó enfurecido.
El golpe fue certero, pero letal para Sturm. No tuvo tiempo de recobrarse.
El Señor del Dragón empuñó la lanza, brillando su punta bajo los nacientes rayos solares. Se inclinó entonces hacia adelante y embistió. El acero traspasó armadura, carne y hueso.
La luz del caballero se extinguió, su sol se ensombreció.