9

Silvanesti.

Entrada en un sueño.

El tercer día prosiguieron viaje en dirección al este, después de otro frugal desayuno. Aparentemente habían conseguido despistar a los dragones, a pesar de que a Tika, al mirar atrás, le pareció ver unas manchas negras en el horizonte. Esa misma tarde, cuando se ponía el sol, divisaron el río llamado Thon-Thalas —río del Señor—, que dividía a Silvanesti del mundo exterior.

Tanis había oído hablar en numerosas ocasiones de la maravillosa belleza del antiguo hogar de los elfos. De todas formas, los elfos de Qualinesti hablaban de ello sin añoranza, ya que no echaban de menos las excelencias dejadas en Silvanesti, pues éstas se habían convertido en símbolo de las diferencias existentes entre las distintas familias de elfos.

Los elfos de Qualinesti vivían en armonía con la naturaleza, desarrollando y realzando su belleza. Habían edificado las casas entre los álamos, adornando mágicamente sus troncos con oro y plata. Las viviendas estaban construidas en reluciente cuarzo rosa, e invitaban a la naturaleza a convivir con ellos.

En cambio, los elfos de Silvanesti amaban la exclusividad y variedad de cada objeto. Al no encontrar esa exclusividad en la naturaleza, la reformaban, amoldándola a su ideal. Disponían de tiempo y paciencia pues ¿qué podían significar unos pocos siglos para los elfos, cuyas vidas duraban cientos de años? Por tanto rehacían bosques enteros, podando y cavando, haciendo crecer árboles y flores, formando maravillosos jardines de extraordinaria belleza.

No «construían» viviendas, sino que labraban y horadaban las inmensas rocas de mármol que había en sus tierras, dándoles formas tan extrañas y maravillosas quedurante la era anterior a la separación de las razas los enanos artesanos hacían viajes de miles de millas para contemplarlas. Una vez allí lo único que los enanos podían hacer era emocionarse ante belleza tan singular. Se decía incluso que un humano, que paseara por los jardines de Silvanesti, nunca sería capaz de marchar, y se quedaría allí para siempre, embelesado, capturado en un bello sueño.

Desde luego Tanis sabía todo aquello tan sólo a través de la leyenda, pues desde las guerras de Kinslayer, ninguno de los elfos de Qualinesti había pisado su antiguo hogar. A los humanos se les había prohibido la entrada cien años antes de tales guerras —o por lo menos eso decía la tradición.

—¿Qué hay de cierto en las leyendas que hablan sobre humanos atrapados por la belleza de Silvanesti, incapaces de marchar? —le preguntó Tanis a Alhana mientras sobrevolaban un bosque de álamos montados sobre los grifos—. ¿Será bueno que mis amigos entren en estas tierras?

—Sabía que los humanos eran débiles, pero no tanto. Es cierto que no vienen a Silvanesti, pero eso es porque los mantenemos alejados. Desde luego no quisiéramos tener que convivir con ninguno de ellos. Si creyera en la posibilidad de que sucediera algo así, nunca os dejaría entrar en mis tierras.

—¿Ni siquiera a Sturm? —preguntó Tanis con malicia, resentido por el tono punzante empleado por la elfa.

Pero no se hallaba preparado para la respuesta. Alhana se volvió para mirarle, girando tan bruscamente la cabeza que su larga melena negra azotó a Tanis. El rostro de la elfa estaba pálido por la ira, tanto que parecía translúcido, y Tanis podía incluso ver latir las venas bajo su piel.

—¡No vuelvas a hablarme de este asunto en la vida! ¡Nunca vuelvas a nombrarle!

—Pero, ayer noche…

—Ayer noche nunca existió. Me sentía débil, cansada, asustada. Tal como estaba cuando… cuando conocí a Stu… al caballero. Me arrepiento de haberte hablado de él. Me arrepiento de haberte hablado de la joya Estrella.

—¿También te arrepientes de habérsela dado a él?

—Me arrepiento del día en que pisé Tarsis —dijo Alhana en voz baja y apasionada—.

¡Ojalá nunca hubiera estado allá! ¡Nunca! —volvió la cabeza bruscamente, dejando a Tanis envuelto en oscuros pensamientos.

Los compañeros acababan de alcanzar el río y podían ya divisar la alta torre de las Estrellas, reluciendo como una hilera de perlas a la luz del sol, cuando los grifos detuvieron súbitamente su vuelo. Tanis miró al frente y no vio ninguna señal de peligro, pero los grifos continuaron descendiendo a gran velocidad.

Desde luego costaba creer que Silvanesti hubiera sido atacado. No se veían las delgadas columnas de humo de las fogatas de los numerosos campamentos que habría, si los draconianos ocuparan el lugar. Las tierras no estaban chamuscadas ni ennegrecidas. Las verdes hojas de los álamos parecían transparentes a la luz del sol. Los edificios de mármol salpicaban el bosque con su blanco esplendor.

—¡No! ¡Os lo ordeno! —Alhana se dirigió a los grifos en elfo—. ¡Seguid avanzando! ¡Debo llegar a la torre!

Pero los grifos continuaron volando en círculos cada vez , más bajos, ignorando sus órdenes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tanis —. ¿Por qué nos detenemos? Ya se ve la Torre. ¿Qué es lo que sucede? No se ve nada extraño.

—Se niegan a seguir adelante —respondió Alhana preocupada—. No quieren explicarme el motivo, lo único que han dicho es que a partir de aquí deberemos viajar por nuestra cuenta. No lo entiendo.

A Tanis aquello no le gustó. Los grifos eran criaturas fieras e independientes, pero una vez ganada su lealtad, servían a sus señores con eterna devoción. Desde tiempos inmemoriales, la realeza elfa de Silvanesti había domesticado grifos para tenerlos a suservicio. Aunque eran más pequeños que los dragones, su mayor velocidad, sus afiladas garras, su pico desgarrador y sus patas traseras de león, hacían de ellos enemigos muy respetados. Casi no le temían a nada o, por lo menos, eso era lo que Tanis había oído decir. El semielfo recordó que esos mismos grifos habían sobrevolado Tarsis entre enjambres de dragones sin mostrar ningún temor.

En cambio, ahora, los grifos estaban evidentemente asustados. Tomaron tierra a las orillas del río, negándose a obedecer a la furiosa Alhana, quien les ordenaba imperativamente que siguieran adelante. En lugar de ello recompusieron su plumaje malhumorados, negándose obcecadamente a obedecer.

Al final los compañeros se vieron obligados a desmontar de los lomos de los grifos y descargar las provisiones. Una vez hecho esto, las criaturas mitad ave, mitad león, extendieron sus alas con feroz dignidad y alzaron el vuelo.

—Bueno, así son las cosas —dijo Alhana secamente, haciendo caso omiso de las enojadas miradas que los demás le dirigieron—. Tendremos que caminar, eso es todo. No queda muy lejos.

Los compañeros, abandonados a la orilla del río, contemplaron el bosque que había más allá de las relucientes aguas. Ninguno de ellos habló. Todos se sentían tensos, alertas, ansiosos por descubrir cuál era el problema. Pero lo único que veían eran los álamos que brillaban bajo los últimos rayos de sol del atardecer. Sólo se escuchaba el murmullo del río al besar la orilla, y aunque los álamos estuvieran aún verdes, un silencio invernal envolvía el bosque.

—Creí que habías dicho que tu gente había huido porque estaban sitiados —le dijo finalmente Tanis a Alhana rompiendo el silencio.

—¡Si estas tierras están bajo el dominio de los dragones, yo soy un enano gully! —exclamó Caramon.

—¡Estábamos sitiados! —respondió Alhana, escudriñando con la mirada el bosque iluminado por el sol—. Los cielos estaban llenos de dragones, ¡como en Tarsis! Los ejércitos de los Dragones entraron en nuestro amado bosque, arrasándolo, destrozándolo…

Caramon se acercó a Riverwind y susurró:

—¡Esto cada vez se parece más a una misión imposible!

El bárbaro frunció el entrecejo.

—Seremos muy afortunados, si sólo se trata de eso. ¿Por qué nos ha traído aquí? Tal vez sea una trampa.

Caramon consideró la posibilidad durante unos segundos, y después miró con inquietud a su hermano, quien, desde que los grifos hubieran partido, no había abierto la boca, ni se había movido, ni había dejado de mirar fijamente hacia el bosque. El enorme guerrero desató la cinta que anudaba la espada a la vaina y se acercó a Tika. Sus manos se juntaron casi casualmente. Tika miró a Raistlin con temor, pero siguió firmemente asida a Caramon.

El mago seguía con la mirada fija en el bosque.

—¡Tanis! —exclamó de repente Alhana en una explosión de alegría, posando su mano sobre el brazo del semielfo—. ¡Puede que funcionara! ¡Tal vez mi padre los venciera y podamos regresar a casa! ¡Oh, Tanis…! ¡Hemos de cruzar el río y averiguarlo! ¡Vamos! ¡El apeadero del transbordador está tras aquel recodo…!

—¡Alhana, espera! —gritó Tanis, pero la muchacha corría ya por la arenosa orilla con la larga falda revoloteando alrededor de sus tobillos—. ¡Alhana! Maldita sea. Caramon y Riverwind, seguidla. Goldmoon, intenta hacerla entrar en razón.

Riverwind y Caramon intercambiaron miradas de inquietud pero hicieron lo que Tanis ordenaba, corriendo por el margen del río tras Alhana. Goldmoon y Tika los siguieron caminando.

—Quién sabe lo que hay en ese bosque —murmuró Tanis —. Raistlin…

El mago no pareció oírle. Tanis se acercó más a él.

—¿Raistlin…? —repitió, extrañado por la abstraída mirada del mago.

El mago lo contempló inexpresivamente, como si despertase de un sueño. Un segundo después, Raistlin se dio cuenta de que alguien estaba hablándole y bajó la mirada.

—¿Qué ocurre, Raistlin? —preguntó Tanis —. ¿Qué sientes?

—Nada, Tanis.

—¿Nada?

—Es como una niebla impenetrable, una pared desnuda. No veo nada, no siento nada.

Tanis lo miró de hito en hito y súbitamente comprendió que Raistlin estaba mintiendo. Pero, ¿por qué? El mago devolvió al semielfo una mirada ecuánime, aunque con aquella torva sonrisa suya, como si se diera cuenta de que Tanis no lo creía y sin embargo no le importara nada que así fuera.

—Raistlin —dijo Tanis suavemente—, supón que Lorac, el rey elfo, hubiera intentado utilizar el Orbe de los Dragones… ¿qué hubiera ocurrido?.

El mago elevó la mirada para fijarla nuevamente en el bosque.

—¿Lo crees probable?

—Sí —respondió Tanis —, por lo que me dijo Alhana, durante la Prueba en las torres de la Alta Hechicería, uno de los Orbes habló a Lorac, pidiéndole que lo rescatara de un inminente desastre.

—¿Y él le obedeció?

—Sí. Lo trajo a Silvanesti.

—Debe tratarse del Orbe de Istar —susurró Raistlin. Sus ojos se estrecharon y lanzó un suspiro de anhelo —. No sé nada sobre los Orbes de los Dragones —señaló fríamente—, a excepción de lo que ya os dije. Pero lo que sí sé, semielfo, es que ninguno de nosotros saldrá indemne de Silvanesti, y eso en caso de que consigamos salir.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué peligro ves?

—Qué más da lo que yo vea —dijo Raistlin cruzando los brazos bajo las mangas de su túnica roja—. Debemos entrar en Silvanesti. Lo sabes tan bien como yo. ¿O acaso vas a dejar pasar la oportunidad de encontrar uno de esos Orbes?

—Pero si presientes algún peligro ¡Dínoslo! Al menos podremos entrar preparados…

profirió Tanis enojado.

—Entonces preparaos —susurró Raistlin suavemente. Después se volvió y comenzó a caminar lentamente por la arenosa playa en pos de su hermano.

Los compañeros atravesaron el río justo cuando los últimos rayos de sol se filtraban entre las hojas de los álamos de la orilla opuesta. Después, el legendario bosque de Silvanesti fue sumiéndose gradualmente en la oscuridad. Las sombras de la noche fluyeron entre los árboles tal como las oscuras aguas fluían bajo la quilla del pequeño transbordador.

El viaje fue lento. Al principio pensaron que el transbordador —una balsa con ornamentos labrados conectada a ambas orillas por medio de un elaborado sistema de cuerdas y poleas —, estaba en buenas condiciones. Pero tras embarcar y comenzar a atravesar el vetusto río descubrieron que todas las sogas se habían podrido. Comenzaron a mirar el bote con otros ojos, incluso el río parecía distinto. Un agua marrón—rojiza, teñida de un débil olor a sangre, se filtraba por la base de la balsa.

Justo cuando acababan de alcanzar la orilla opuesta y se hallaban descargando el material, las deshilachadas cuerdas se partieron y cedieron. La corriente arrastró al transbordador río abajo rápidamente. Un segundo después la postrera luz de la tarde desapareció, devorada por la noche. Aunque el cielo estaba despejado y no había nube alguna que empañase su oscura superficie, no se veía ninguna estrella. Ni Lunitari ni Solinari aparecieron en el cielo. La única luz provenía del río que parecía centellear con profana brillantez.

—Raistlin, tu bastón —dijo Tanis.

Su voz resonó potentemente en el silencioso bosque. Incluso Caramon tembló.

—Shirak —Raistlin formuló la palabra mágica y la esfera de cristal de su bastón se iluminó. Pero su luz era pálida y fría y lo único que parecía iluminar eran los extraños ojos en forma de relojes de arena de Raistlin.

—Debemos entrar en el bosque —dijo Raistlin con voz temblorosa comenzando a internarse en la oscura espesura.

Ninguno de los demás habló o se movió sino que permanecieron junto a la orilla del río, sobrecogidos de temor. No había razón alguna para sentir tal pavor y, en parte, era tan terrorífico porque era ilógico. El miedo penetraba en ellos desde la tierra, ascendiendo por sus piernas , diluyendo sus intestinos, chupando la fuerza de sus corazones y músculos, devorando sus mentes.

¿Miedo a qué? ¡Allí no había nada, nada! Nada atemorizante y, sin embargo, estaban más aterrorizados que nunca.

—Raistlin tiene razón. Debemos… debemos internamos en el bosque… encontrar algún refugio—Tanis hablaba con gran esfuerzo, le castañeaban los dientes —. S…seguid a Raistlin.

Temblando, comenzó a avanzar sin comprobar si los demás lo seguían, sin importarle siquiera. Tras él oía a Tika gimiendo y a Goldmoon haciendo un esfuerzo por rezar pero sin poder formular palabra. Oyó a Caramon gritar a su hermano que se detuviera y a Riverwind chillar horrorizado, pero no le importó. Tenía que correr, ¡tenía que salir de ahí! Su única guía era la tenue luz que desprendía el bastón de Raistlin.

Desesperado, Tanis se precipitó hacia el bosque tras el mago, pero al llegar a los árboles las fuerzas le fallaron. Se hallaba demasiado aterrorizado para moverse. Tiritando, cayó de rodillas y después se tiró de bruces arañando el suelo con las manos.

—¡Raistlin! —gritó desgarradamente.

Pero el mago no podía ayudarle. Lo último que Tanis pudo ver fue cómo el bastón de Raistlin caía lentamente hacia el suelo, despacio, cada vez más despacio, cuando la flácida y aparentemente inerte mano del mago lo soltó.

Árboles. Los maravillosos árboles de Silvanesti, retocados y manipulados durante siglos en forma de portentosas y hechizantes arboledas, ahora se volvían contra sus señores, tomándose auténticamente terroríficos. Una perniciosa luz verde se filtraba entre las temblorosas hojas.

Tanis los contempló atemorizado. A lo largo de su vida había visto imágenes terribles y extrañas, pero nada comparable a aquello. «Puede que acabe por volverme loco», pensó. Miró frenéticamente hacia uno y otro lado, pero no había forma de escapar. Estaba completamente rodeado de aquellos árboles, horriblemente alterados.

El alma de cada uno de ellos parecía tormentosamente atrapada, prisionera en el interior del tronco. Sus retorcidas ramas eran las extremidades de su espíritu, contorsionándose en agonía. Las raíces se agarraban al suelo intentando inútilmente escapar. La savia manaba de inmensas incisiones en sus troncos. Los crujidos de las hojas eran desgarradores gritos de miedo y dolor. Los árboles de Silvanesti rezumaban sangre.

Tanis no tenía idea de dónde estaba, ni de cuánto tiempo llevaba allí. Recordó haber comenzado a andar hacia la torre de las Estrellas, la cual podía divisar elevando la mirada sobre las copas de los álamos. Había caminado y caminado, y nada lo había detenido. Después, había oído al kender gritar como un pequeño animal que está siendo torturado. Al volverse había visto a Tasslehoff señalando hacia los árboles. Tanis los observó con horror y, de pronto, se dio cuenta de que en realidad Tasslehoff no debía estar allí. Aunque también estaba Sturm, con el rostro ceniciento de temor, Laurana, sollozando desesperada, y Flint, quien contemplaba la escena con los ojos desmesuradamente abiertos.

Tanis abrazó a Laurana; sus brazos ciñeron carne y sangre, pero aún y así, él sabía que ella no estaba allí, y saberlo era terrible.

Mientras se encontraba en aquella arboleda similar a una prisión maldita, los horrores aumentaron. Entre los atormentados árboles comenzaron a aparecer animales que se lanzaron sobre los compañeros.

Tanis desenvainó la espada para defenderse, pero el arma temblaba entre sus manos. Tuvo que apartar la mirada, ya que los animales estaban metamorfoseándose, tomando el espantoso aspecto de muertos vivientes.

Entre las transformadas bestias cabalgaban legiones de guerreros elfos de rasgos cadavéricos, demasiado macabros para ser contemplados. En los vacíos huecos de su rostro no relucían los ojos, y los delgados huesos de sus manos no estaban cubiertos por carne alguna. Cabalgaban entre los compañeros esgrimiendo brillantes y ardientes espadas teñidas con la sangre de los vivos. Pero cuando un arma los golpeaba, desaparecían en la nada.

No obstante, las heridas que los espíritus elfos infligían eran reales. Caramon, que luchaba contra un lobo de cuyo cuerpo salían serpientes, alzó la mirada y vio que uno de los guerreros elfos se abalanzaba hacia él, sosteniendo una brillante espada en su descarnada mano. Caramon llamó a su hermano pidiéndole ayuda.

Raistlin murmuró: Ast kiranann kair Soth-aran/Suh kali Jalaran.

Una esfera en llamas voló de las manos del mago y cayó directamente sobre el elfo, pero no produjo efecto alguno. La espada del espíritu elfo, impulsada por una fuerza increíble, atravesó la cota de mallas de Caramon penetrándole en el hombro y haciéndole caer de rodillas junto a un árbol cercano.

El guerrero elfo retiró el arma. Caramon cayó a tierra y su sangre se mezcló con la del árbol. Raistlin, con una furia sorprendente, sacó una daga de plata de una correa de cuero que llevaba oculta en el brazo y se la lanzó al elfo. La hoja se clavó en el espíritu, el cual se evaporó en la nada con cabalgadura incluida. Pero Caramon quedó tendido en el suelo, con el brazo pendiente del resto del cuerpo tan sólo por una pequeña tira de carne.

Goldmoon se arrodilló junto a él dispuesta a sanarle, pero no atinó a formular sus oraciones, ya que todo era tan terrorífico que la fe le fallaba.

—Ayúdame, Mishakal. Ayúdame a salvar a mi amigo.

La terrible herida se cerró y aunque de ella seguía manando sangre, que se escurría por el brazo de Caramon, la muerte se alejó del guerrero. Raistlin se arrodilló junto a su hermano y comenzó a hablarle.

Pero, de pronto, el mago se quedó callado, mirando hacia los árboles con los ojos abiertos de par en par, como si no pudiera creer lo que veía.

—¡Tú! —exclamó Raistlin.

—¿Quién es? —preguntó débilmente Caramon, percibiendo una vibración de temor en la voz de Raistlin. El guerrero miró con atención hacia la luz verdosa pero no pudo ver nada—. ¿Con quién hablas?

Pero Raistlin, absorto en otra conversación, no le respondió

—Necesito tu ayuda —decía el mago gravemente—. La necesito tanto como entonces…

Caramon vio que su hermano alargaba una mano, como si intentara alcanzar algo, y se sintió completamente aterrorizado sin saber por qué.

—No, Raistlin —gritó presa de pánico, agarrándose a su hermano. El mago dejó caer el brazo.

—Nuestro trato sigue en pie. ¿Qué? ¿Pides más? Raistlin guardó silencio unos instantes, luego suspiró —. ¡Nómbralo!

El mago escuchó absorto durante un largo lapso de tiempo. Caramon, que lo contemplaba con preocupación, vio que el rostro de tinte metálico del mago se tornaba de una palidez mortecina. Raistlin cerró los ojos, tragando saliva, como si estuviera bebiendo la amarga infusión de hierbas. Finalmente asintió con la cabeza.

—Acepto.

Caramon gritó con todas sus fuerzas al ver que la túnica de Raistlin, la roja túnica que definía su neutralidad en el mundo, comenzaba a teñirse de carmesí, poco después se oscurecía y adquiría un tono rojo sangre, y unos segundos más tarde se convertía en… negra.

—Acepto esto —repitió Raistlin con más serenidad—, entendiendo que el futuro puede cambiarse. ¿Qué debemos hacer?

Mientras el mago escuchaba la respuesta, Caramon se agarró a su brazo, gimiendo.

—¿Cómo podemos llegar vivos a la torre? —preguntó Raistlin a su interlocutor invisible. Una vez más atendió absorto a lo que le decían y luego asintió con la cabeza—. ¿Y me será dado lo que necesito? Muy bien. Que los verdaderos dioses te acompañen en tu oscuro viaje, si eso es posible.

Raistlin se puso en pie envuelto en su oscura túnica. Haciendo caso omiso de los sollozos de Caramon y del temeroso respingo de Goldmoon al verle, el mago fue en busca de Tanis. Encontró al semielfo recostado contra un árbol batallando contra una hueste de guerreros elfos.

Calmosamente, Raistlin metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un pequeño pedazo de piel de conejo y una pequeña barra de ámbar. Frotándolos con su mano izquierda, extendió la derecha y murmuró unas palabras: Ast kiranann kair Gadurm Soth-arn/Shkali Jalaran.

De sus dedos surgieron dardos de luz que gayaron la verdosa atmósfera y cayeron sobre los guerreros elfos. Éstos, como la vez anterior, se evaporaban. Tanis cayó hacia atrás, exhausto.

Raistlin quedó en pie en medio de un claro, rodeado por los atormentados y distorsionados árboles.

—¡Venid cerca mío! —ordenó el mago a sus compañeros.

Tanis vaciló. Los guerreros elfos rondaban todavía por los márgenes del claro. De pronto arremetieron hacia adelante, dispuestos a atacar, pero Raistlin levantó una mano y ellos se detuvieron, como si hubieran topado contra un muro invisible.

—¡Acercaos a mí! —los compañeros se quedaron atónitos al oír hablar a Raistlin con voz normal, por primera vez desde que pasara la Prueba—. Apresuraos, ahora no atacarán, me temen. Pero no podré contenerlos durante mucho tiempo.

Tanis avanzó hacia adelante, con la cara pálida bajo la barba pelirroja y sangrando por una herida en la cabeza. Goldmoon ayudó a Caramon a desplazarse. El guerrero se sostenía el brazo sangrante con el rostro contraído por el dolor. Lentamente, uno por uno, el resto de los compañeros fueron acercándose al mago. Finalmente el único que quedó fuera del círculo fue Sturm.

—Siempre supe que ocurriría algo así —dijo pausadamente el caballero—. Antes morir que ponerme bajo tu protección, Raistlin.

Y dicho esto, el caballero se volvió y se internó en el bosque. Tanis vio al jefe de los espíritus elfos hacer un gesto, ordenando a parte de su fantasmagórico grupo que lo siguieran. El semielfo se disponía a moverse cuando sintió que una mano, sorprendentemente fuerte, lo detenía.

—Déjale ir —dijo el mago ceñudo—, o estamos perdidos. Tengo nuevas que comunicaros, y el tiempo del que dispongo es limitado. Debemos atravesar este bosque hasta llegara la torre de las Estrellas. Avanzaremos por el camino de los muertos, pues en él se nos aparecerán, dispuestas a detenernos, todas las terribles criaturas concebidas en los retorcidos y torturados sueños de los mortales. Pero sabed esto, caminamos en un sueño, en la pesadilla de Lorac y también en nuestra propia pesadilla. Pueden surgir visiones del futuro que nos ayuden… o nos detengan. Recordad que, aunque nuestros cuerpos estén despiertos, nuestras mentes están dormidas. La muerte existe únicamente en nuestras mentes… a menos que creamos otra cosa

—¿Entonces por qué no podemos despertar? —preguntó Tanis con furia.

—Porque Lorac cree firmemente en este sueño, mientras tú crees en él muy débilmente. Cuando estés profundamente convencido de que esto es un sueño, cuando no guardes duda alguna, regresarás a la realidad.

—Si esto es así, y tú estás convencido de que es un sueño, ¿por qué no despiertas?

—Tal vez prefiero no hacerlo.

—¡No lo comprendo!

—Lo comprenderás —predijo siniestramente Raistlin—, o morirás. En cuyo caso, ya no tendrá importancia.