8
Escapada de Tarsis.
La historia de los Orbes de los Dragones.
Los dragones batían sus alas coriáceas sobre la consumida ciudad de Tarsis, mientras los ejércitos de draconianos invadían sus calles para tomar posesión de ella. El trabajo de los dragones había concluido. El Señor del Dragón pronto los llamaría de vuelta, manteniéndolos alerta para el próximo ataque. Pero de momento podían relajarse, elevarse sobre las calientes corrientes de aire que ascendían de la ardiente ciudad y disparar a los pocos humanos suficientemente locos para abandonar sus escondites. Los dragones rojos fluctuaban en el cielo, manteniendo el vuelo de formación, planeando y zambulléndose en una rotante danza de muerte.
En esos momentos no existía en Krynn poder alguno capaz de detenerlos. Ellos lo sabían, y se complacían en su victoria. Pero, de vez en cuando, sucedía algo que interrumpía su danza. Por ejemplo, uno de los jefes de vuelo, un joven dragón macho, recibió noticia de una lucha entablada cerca de las ruinas de una posada. Dirigió su vuelo hacia ese lugar, murmurando para sí sobre la ineficacia de los comandantes de tropa. No obstante, ¿qué se podía esperar cuando el Señor del Dragón era un goblin engreído sin suficiente coraje para contemplar la toma de una débil ciudad como Tarsis?
El macho rojo suspiró, recordando aquellos días de gloria en que Verminaard los había conducido personalmente, montado sobre el lomo de Pyros. ¡Él sí que había sido un Señor! El dragón sacudió la cabeza con melancolía, ahí estaba la revuelta. Podía divisar a los contendientes con claridad. Ordenando a su escuadrilla que mantuviese el vuelo, se lanzó hacia abajo para examinarlos mejor.
—¡Detente! ¡Te lo ordeno!
Atónito, el dragón rojo se detuvo y alzó la mirada. La voz era firme y clara, y venía de uno de los Señores del Dragón. ¡Pero, desde luego, no se trataba de Toede! Este Gran Señor, a pesar de llevar una pesada capa y de ir ataviado con la reluciente máscara y la armadura de escamas de dragón de los Grandes Señores, era humano —a juzgar por la voz era imposible que fuera un goblin—. ¿Pero de dónde había salido? ¿Y por qué? Además, para su sorpresa, el dragón rojo vio que el Señor del Dragón montaba un inmenso dragón azul y mandaba varios escuadrones de azules.
—¿ Qué se os ofrece, Señor? —preguntó el Rojo ceñudo—. ¿Y con qué derecho nos detenéis, vos que no tenéis nada que hacer en esta parte de Krynn?
—El destino de la humanidad me incumbe, ya sea en esta parte de Krynn o en otra —respondió el Señor del Dragón—. Y el poder que me otorga mi destreza con la espada me da todo el derecho a deteneros, valiente dragón rojo. Respecto a qué se me ofrece, quiero que capturéis a esos desgraciados humanos, no que los matéis. Se les busca para interrogarles. Traédmelos a mí. Seréis recompensado.
—¡Mirad! —gritó un joven dragón hembra rojo—. ¡Grifos!
El Señor del Dragón lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto. Los dragones bajaron la mirada y divisaron tres grifos entre las nubes de humo. A pesar de ser la mitad de grandes que los dragones rojos, los grifos eran conocidos por su ferocidad. Las tropas de draconianos se dispersaron como cenizas al viento ante las criaturas, quienes, con sus afiladas garras y sus magníficos picos, desgarraban las cabezas de aquellos desafortunados hombres-reptil que se cruzaban en su camino.
El joven macho rojo gruñó de furia y se dispuso a descender con su escuadrilla, pero el Señor del Dragón se interpuso en su camino, obligándole a detenerse.
—¡Os digo que no debéis matarles!
—¡Pero están escapando!
—Déjalos —dijo fríamente el Señor del Dragón—. No irán lejos. Te relevo de tu responsabilidad en este asunto. Regresa con tu escuadrilla. Y si ese idiota de Toede mencionara algo, dile que el secreto de cómo perdió la Vara de Cristal Azul no murió con Verminaard. El recuerdo de Fewmaster Toede sigue vivo en mi mente ¡Y será dado a conocer si osa desafiarme!
El Señor del Dragón saludó e hizo girar al inmenso dragón que montaba para volar rápidamente tras los grifos, cuya tremenda velocidad les había permitido avanzar con sus jinetes más allá de las murallas de la ciudad. Los dragones rojos contemplaron desaparecer a los azules en los cielos nocturnos.
—¿No crees que también nosotros deberíamos perseguirlos? —preguntó la joven dragón hembra.
—No —respondió pensativamente el macho, siguiendo con la mirada la figura del Gran Señor que empequeñecía en la distancia —. ¡No pienso cruzarme en su camino!
—Tu agradecimiento no es necesario, ni siquiera deseado. —Alhana Starbreeze interrumpió las vacilantes y fatigadas palabras de Tanis.
Los compañeros cabalgaban bajo la fustigante lluvia sobre el lomo de los tres grifos, agarrándose a sus plumosos cuellos, mirando aprensivamente abajo, hacia la agonizante ciudad que quedaba cada vez más lejos.
—Y puede que no desees formularlo cuando oigas lo que tengo que decirte —declaró fríamente Alhana, volviendo la cabeza hacia Tanis, quien cabalgaba tras ella—. Os rescaté para mis propios fines. Necesito guerreros que me ayuden a encontrar a mi padre. Volamos hacia Silvanesti.
—¡Pero eso es imposible! ¡Debemos encontrar a nuestros amigos! Volemos hacia las colinas. No podemos ir a Silvanesti, Alhana. ¡Hay demasiado en juego! La única oportunidad que tenemos de destruir a esos repugnantes monstruos y de finalizar la guerra es encontrar los Orbes de los Dragones. Entonces podremos ir a Silvanesti…
—Vamos a ir a Silvanesti ahora. Tu opinión no pesa en absoluto, semielfo. Mis grifos obedecen mis órdenes y sólo las mías. Si se lo mandara, podrían destrozarte, como hicieron con esos draconianos.
—Algún día los elfos despertarán y se darán cuenta de que son miembros de una vasta familia —dijo Tanis con la voz temblorosa por la ira—. No pueden ser tratados por más tiempo como un niño mimado al que se le da todo mientras los demás esperamos las migajas.
—Los dones que recibimos de los dioses nos los hemos ganado. Vosotros, humanos y semihumanos —el tono de sus palabras era más hiriente que el acero— recibisteis esos mismos dones pero con vuestra ambición los echasteis a perder. Nosotros somos capaces de luchar por nuestra supervivencia sin vuestra ayuda.
—¡Ahora, en cambio, pareces bastante deseosa de aceptar nuestro auxilio!
—Por lo cual seréis bien recompensados.
—No hay suficiente acero ni joyas en Silvanesti para pagarnos…
—Buscáis los Orbes de los Dragones —le interrumpió Alhana—. Sé donde está uno de ellos. En Silvanesti.
Tanis parpadeó. Durante un instante no supo qué decir, pues la mención de los Orbe de los Dragones le había hecho pensar en su amigo.
—¿Dónde está Sturm? —le preguntó a Alhana—. La última vez que le vi estaba contigo.
—No lo sé. Nos separamos. El iba a la posada, a buscaros. Yo llamé a mis grifos.
—Si necesitabas guerreros, ¿por qué no le permitiste acompañarte a Silvanesti?
—Ese no es asunto tuyo.
Tanis no respondió, demasiado agotado para pensar con claridad. Entonces escuchó que alguien le gritaba unas palabras que apenas podía oír debido al estruendoso batir de las poderosas alas de los grifos.
Se trataba de Caramon. El guerrero gritaba y señalaba tras él.
«¿Qué ocurrirá ahora?», pensó fatigosamente Tanis.
Habían dejado atrás el humo y las tormentosas nubes que cubrían Tarsis, y volaban en el nítido cielo nocturno. Sobre ellos relucían las estrellas, cuyos centelleantes rayos resplandecían como diamantes, lo que hacía resaltar todavía más los negros agujeros dejados por las dos constelaciones desaparecidas. Lunitari y Solinari se habían puesto, pero Tanis no necesitaba su luz para reconocer las oscuras sombras que impedían ver las fúlgidas estrellas.
—Dragones —le comunicó a Alhana—. Nos están siguiendo.
Tanis nunca pudo recordar claramente aquella terrorífica huida de Tarsis. Soplaba un viento tan frío y cortante que la idea de morir abrasado por el flamígero aliento de los dragones, resultaba casi atractiva. Fueron horas de pánico en las que, al volver la vista atrás veían ganar terreno a aquellas oscuras formas. Era una obsesión. No podían dejar de mirarlas a pesar de que el intenso viento les hacía llorar y sus lágrimas se helaban en el acto al resbalar por sus mejillas. Se detuvieron de madrugada, destrozados de temor y de fatiga, para refugiarse a descansar en la gruta de un pedregoso acantilado. Cuando despertaron al amanecer, volvieron a surcar los aires de nuevo, descubrieron que las oscuras y aladas siluetas todavía los seguían.
Pocas criaturas vivientes pueden adelantar en el vuelo al grifo de alas de águila. Pero los dragones —los dragones azules, los primeros que habían visto nunca—, se mantuvieron siempre en el horizonte, siempre tras ellos, evitando que pudieran reposar durante el día, obligándolos a ocultarse durante la noche para que los agotados grifos pudiesen descansar. Había poca comida, sólo el quith-pah —un tipo de frutos secos, rico en hierro, que mantiene la resistencia física pero que mitiga poco el hambre. Alhana lo compartió con ellos. Pero hasta el mismísimo Caramon estaba demasiado agotado y desanimado para comer.
Lo único que Tanis recordaba vivamente había ocurrido durante la segunda noche del viaje. El pequeño grupo se hallaba acurrucado alrededor del fuego en una húmeda y lóbrega gruta, y Tanis les estaba relatando el descubrimiento del kender en la biblioteca de Tarsis. Al mencionar los Orbes de los Dragones, los ojos de Raistlin centellearon y su huesudo rostro se iluminó intensamente.
—¿Orbes de Dragones? —repitió en voz baja.
—Pensé que quizás sabrías algo sobre ellos —dijo Tanis —. ¿Qué son?
Raistlin no respondió inmediatamente. Envuelto en su propia capa y en la de su hermano, se hallaba a muy poca distancia del fuego y, sin embargo, temblaba de frío. Los dorados ojos del mago contemplaron a Alhana, quien se hallaba sentada a cierta distancia del grupo, dignándose compartir la cueva, pero no la conversación. No obstante, ahora parecía haber ladeado la cabeza para atender a lo que se decía.
—Dijiste que uno de los Orbes de los Dragones estaba en Silvanesti —susurró el mago mirando a Tanis —. Seguramente no es a mí a quien corresponde preguntar.
—Sé poco sobre él—dijo Alhana, volviendo su pálido rostro hacia el fuego—. Lo conservamos como una reliquia de tiempos pasados, como algo curioso. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que los humanos provocarían el regreso de los dragones a Krynn?
Antes de que Raistlin pudiera responder, Riverwind habló con furia.
—¡No tienes ninguna prueba de que hayan sido los humanos!
Alhana lanzó al bárbaro una mirada imperativa. Ni siquiera se dignó contestarle, considerando que discutir con un bárbaro significaba rebajarse.
Tanis suspiró. A Riverwind le resultaba difícil confiar en los elfos. Le había costado tiempo fiarse de Tanis, y mucho más aún confiar en Gilthanas y Laurana. Ahora, cuando Riverwind parecía comenzar a superar esos heredados prejuicios, Alhana, con los mismos criterios, le infligía nuevas heridas.
—Bien, Raistlin —dijo Tanis serenamente—, cuéntanos lo que tú sepas sobre los Orbes de los Dragones.
—Trae mi bebida, Caramon —ordenó el mago. El guerrero le trajo una taza de agua caliente en la que Raistlin echó unas hierbas. Un olor acre y extraño llenó la cueva. Tras probar la pócima, el mago siguió hablando—. Durante la Era de los Sueños, cuando los de mi Orden eran respetados y reverenciados en todo Krynn, había cinco Torres de la Alta Hechicería.
Al mago le falló la voz, como si a su mente acudiesen recuerdos penosos. Su hermano estaba sentado con la mirada fija en el suelo y el semblante severo. Tanis, viendo una sombra cernirse sobre los gemelos, se preguntó, una vez más, qué habría ocurrido en las torres de la Alta Hechicería para cambiar drásticamente sus vidas. Sabía que era inútil preguntar. A ambos se les había prohibido hablar de ello.
Antes de seguir adelante, Raistlin hizo una pausa y respiró hondamente.
—Cuando sobrevino la Segunda Guerra de los Dragones, los superiores de mi orden se reunieron en la mayor de las torres —la torre de Palanthas—, y crearon los Orbes de los Dragones.
Súbitamente los ojos de Raistlin se desorbitaron, su voz susurrante cesó durante un momento y cuando volvió a hablar, fue como si contara algo que su mente estuviese reviviendo. Su voz no era la misma, sonaba más fuerte, más profunda, más clara. Ya no tosía. Caramon lo miró asombrado.
«Los primeros en entrar en la sala de lo alto de la torre fueron los de la orden de la Túnica Blanca, cuando la luna plateada, Solinari, comenzó a elevarse en el cielo. Luego, cuando ascendió Lunitari, sangrante, llegaron los de la Túnica Roja. Finalmente la negra esfera, Nutari, una mancha oscura entre las estrellas, pudo ser vista por aquellos que la buscaron, y los de la Túnica Negra entraron en la habitación.»
«Fue un momento histórico excepcional, en el que la enemistad existente entre las diferentes órdenes fue suprimida. Sólo volvería a repetirse algo semejante una vez más, cuando los magos volvieron a reunirse con ocasión de las Batallas Perdidas, aunque eso no podía preverse entonces. Lo único que sabían era que debían acabar con el mal existente, pues comprendían que uno de los objetivos de aquella fuerza maligna era destruir toda la magia del mundo a parte de la suya propia. Varios de los Túnicas Negras estuvieron a punto de aliarse con ese inmenso poder—Tanis vio que los ojos de Raistlin centelleaban—, pero pronto se dieron cuenta de que no serían maestros, sino esclavos. Y así, una noche en que las tres lunas estaban llenas, nacieron los Orbes de los Dragones.»
—¿Tres lunas? —preguntó Tanis extrañado, pero Raistlin no lo oyó y continuó hablando con aquella voz que no era la suya.
«Aquella noche reinó una magia grande y poderosa, tan poderosa que muchos de los hechiceros acabaron desplomándose inconscientes al haber agotado su resistencia física y mental. Pero a la mañana siguiente había cinco Orbes de Dragones, cada uno de ellos sobre un pedestal, reluciendo ante la luz y oscureciendo con las sombras. Sólo dejaron uno en Palanthas, los otros cuatro fueron transportados con gran peligro al resto de las torres. Desde allí ayudarían a liberar al mundo de la Reina de la Oscuridad.»
La mirada febril de Raistlin desapareció, sus hombros cayeron con fatiga, su voz se hundió, y comenzó a toser intensamente. Los demás lo observaban asombrados.
Un momento después Tanis se aclaró la garganta.
—¿Qué es eso de tres lunas?
Raistlin alzó la mirada con esfuerzo.
—¿Tres lunas? —susurró —. No sé nada de tres lunas. ¿Qué estábamos discutiendo?
—Los Orbes de los Dragones. Nos contaste cómo habían sido creados. ¿Cómo es que tú…? —Tanis calló al ver que Raistlin se tendía en su jergón de hojas.
—No os he contado nada —dijo Raistlin irritado—. ¿De qué estás hablando?
Tanis miró a los demás. Riverwind sacudió la cabeza. Caramon se mordió el labio y retiró la mirada con una mueca de preocupación.
—Hablábamos de los Orbes de los Dragones —indicó Goldmoon—. Ibas a contamos lo que sabes sobre ellos.
—No sé mucho. Los Orbes fueron creados por los grandes magos. Sólo podían ser utilizados por los miembros más poderosos de la orden. Se decía que a aquellos cuya magia no fuera muy poderosa y quisieran manejarlos, les acontecería una gran catástrofe. A parte de esto, no sé nada más. Todo lo que se conocía sobre ellos dejó de saberse tras las Batallas Perdidas. Se dijo que dos fueron destruidos en la caída de las Torres de la Alta Hechicería, destrozados antes de que cayeran en manos del populacho. El conocimiento sobre los tres restantes murió con los antiguos hechiceros. —Raistlin dejó de hablar y tendiéndose de nuevo sobre el jergón, se quedó dormido.
—Las Batallas Perdidas… tres lunas, Raistlin hablando con una voz extraña. Nada de esto tiene sentido —murmuró Tanis.
—¡Y yo no me creo nada!—exclamó Riverwind con frialdad. Sacudiendo la manta de pieles, se dispuso a tenderse para dormir.
Cuando Tanis se disponía a seguir su ejemplo, vio a Alhana deslizarse entre las sombras de la gruta en dirección a Raistlin. La Princesa elfa contempló al mago dormido y se retorció las manos, nerviosa.
—¡Aquéllos cuya magia no fuera muy poderosa! —susurró temblorosa—. ¡Mi padre!
Tanis la miró, comprendiendo súbitamente.
—No pensarás que tu padre intentará manejar el Orbe.
—Me temo que sí. Dijo que él solo conseguiría luchar contra el mal y alejarlo de nuestras tierras. Seguro que se refería… —rápidamente se arrodilló junto a Raistlin y ordeno con ojos centelleantes: —¡Despertadlo! ¡Debo saberlo! ¡Despertadlo y hacerle decir de qué catástrofe se trata!
Caramon tiró de ella amablemente pero con firmeza. Alhana se lo quedó mirando con su bello rostro alterado por la rabia y el temor, por un instante pareció dispuesta a golpearlo, pero Tanis avanzó hacia ella y le tomó la mano.
—Princesa Alhana —dijo serenamente—, despertarlo no servirá de nada. Nos ha dicho todo lo que sabe. Por lo que se refiere a la otra voz, es evidente que no recuerda nada de lo que ha dicho.
—Esto le ha sucedido a Raistlin en otras ocasiones —comentó Caramon en voz baja—, como si se convirtiera en otra persona. Pero siempre le deja exhausto y nunca recuerda nada.
Alhana retiró la mano que Tanis le había asido, y su rostro volvió a recuperar la fría y pura inmovilidad del mármol. Volviéndose, caminó hasta la entrada de la caverna. Agarrando la manta que Riverwind había colocado para ocultar la luz del fuego, casi la arrancó de cuajo al apartarla a un lado para salir de la gruta.
—Yo haré la primera guardia —le dijo Tanis a Caramon—. Será mejor que duermas un poco.
—Me quedaré un rato con Raistlin —respondió el guerrero extendiendo su jergón junto a su frágil gemelo. Tanis siguió a Alhana al exterior.
Los grifos dormían ruidosamente, con las cabezas ocultas bajo las suaves plumas de sus cuellos y con las garrudas patas anteriores asidas firmemente al borde del peñasco. El semielfo durante unos segundos no consiguió localizar a Alhana en la oscuridad, luego la vio inclinada sobre una inmensa roca, con el rostro oculto entre las manos, sollozando amargamente.
La orgullosa mujer de Silvanesti nunca perdonaría verse sorprendida en un instante tan débil y vulnerable, por lo que Tanis volvió a correr la manta y permaneció en la caverna.
—¡Yo haré la guardia! —volvió a gritar antes de salir afuera de nuevo. Al alzar la manta vio a Alhana incorporarse y limpiarse el rostro rápidamente con la mano. La elfa se giró de espaldas y Tanis avanzó lentamente hacia ella, dándole tiempo a recomponerse.
—El ambiente de la cueva era sofocante —murmuró Alhana—. No podía soportarlo, tuve que salir afuera a respirar aire puro.
—Voy a hacer la primera guardia. Pareces temerosa de que tu padre haya intentado utilizar el Orbe de los Dragones. Seguramente debía conocer su historia. Si recuerdo lo que sabía de los tuyos, tu padre practicaba la magia.
—Sabía de dónde provenía el Orbe —respondió Alhana con voz temblorosa antes de recuperar la serenidad—. El joven mago tenía razón cuando habló de las Batallas Perdidas y de la destrucción de las torres. Pero se equivocó cuando dijo que los otros tres Orbes se perdieron. Uno fue llevado a Silvanesti por mi padre.
—¿Qué fueron las Batallas Perdidas? —preguntó Tanis apoyándose en unas rocas cerca de Alhana.
—¿Es que en Qualinost no se os enseña la tradición popular? —profirió la elfa mirando a Tanis con desprecio —. ¡En qué bárbaros os habéis convertido desde que os mezcláis con los humanos!
—Digamos que el error es mío, que no le presté demasiada atención al maestro que nos lo enseñaba.
Alhana lo miró fijamente, captando sarcasmo en su respuesta. Al ver su expresión seria y como no deseaba que la dejaran sola, decidió responder a su pregunta.
«Durante la Era del Poder, al acumular Istar cada vez más glorias, el Sumo Sacerdote y sus clérigos se volvieron cada vez más celosos del poder de los hechiceros. Los clérigos opinaban que el mundo ya no necesitaba de la magia, sin lugar a dudas la temían, pues era algo que no podían controlar. A los propios magos, a pesar de ser respetados, nunca se les tenía plena confianza, ni siquiera a los que vestían la túnica blanca. Para los clérigos resultó muy sencillo volver a la muchedumbre contra ellos. Cuando los tiempos se tomaron cada vez más malignos, los clérigos culparon de ello a los hechiceros. Las torres de la Alta Hechicería, donde los magos deben pasar sus últimas y agotadoras pruebas, eran los lugares donde reposaba el poder de los magos. Pronto se convirtieron enlas dianas más codiciadas. La muchedumbre las atacó, y fue como dijo tu joven amigo: sólo por segunda vez en su historia, los magos de las diversas órdenes se unieron para defender los últimos baluartes de su fuerza.»
—¿Pero cómo pudieron ser derrotados? —preguntó Tanis incrédulo.
—¿Cómo puedes hacer esta pregunta sabiendo lo que sabes de tu joven amigo? Es poderoso, pero debe descansar. Incluso los más fuertes deben disponer de tiempo para renovar sus encantamientos, para memorizarlos de nuevo. Incluso los más ancianos hechiceros cuyo poder no ha vuelto a ser visto en Krynn debían dormir y emplear horas en leer y releer los libros de encantamientos. Y también entonces, como ahora, había pocos magos. Pocos osan presentarse a las pruebas de las torres de la Alta Hechicería sabiendo que fallar en ellas significa la muerte.
—¿Fallar significa la muerte?
—Sí. Tu amigo fue muy valiente al pasar la Prueba tan joven. Muy valiente, o muy ambicioso. ¿Nunca te lo dijo?
—No. Nunca habla de ello. Pero continúa…
«Cuando fue obvio que era imposible ganar la batalla, los propios hechiceros destruyeron dos de las torres. Las explosiones asolaron las tierras a varias millas a la redonda. Sólo quedaron en pie tres: la de Istar, la de Palanthas y la de Wayreth. Pero la terrible destrucción de las otras dos asustó tanto al Sumo Sacerdote, que éste aseguró a los magos de las torres de Istar y Palanthas que saldrían ilesos de las dos ciudades si abandonaban pacíficamente las torres, ya que el Sumo Sacerdote sabía que los hechiceros tenían poder suficiente para destruir ambas urbes.»
Tanis escuchaba atentamente el apasionante relato de Alhana.
«Y así los magos viajaron a la única torre que nunca había sido amenazada, la torre de Wayreth en las montañas Kharolis. Llegaron a Wayreth para curar sus heridas y para nutrir la pequeña chispa de magia que quedaba en el mundo. Los libros de encantamientos que no pudieron llevar con ellos —ya que su número era vasto y a muchos les fue realizado un encantamiento de protección —fueron entregados a la gran biblioteca de Palanthas y, de acuerdo con el saber de mi pueblo, aún están allí.»
Solinari ascendía en el cielo, y sus rayos iluminaban a su hija con una belleza que a Tanis le cortaba la respiración, a pesar de que su frialdad le atravesaba el corazón.
—¿Qué sabes a cerca de una tercera luna? —le preguntó contemplando el cielo nocturno estremecido—. La luna negra…
—Poco. Los hechiceros obtienen su poder de las lunas: los Túnicas Blancas de Solinari, los Túnicas Rojas de Lunitari. De acuerdo con la tradición, existe una luna que otorga a los Túnicas Negras su poder, pero sólo ellos conocen su nombre o cómo encontrarla en el cielo.
«Raistlin conocía el nombre, o por lo menos esa otra voz lo sabía. Pero prefirió no decirlo en voz alta», pensó Tanis.
—¿Cómo consiguió tu padre el Orbe de los Dragones?
—Mi padre, Lorac, era un aprendiz de mago. Viajó a la torre de la Alta Hechicería de Istar para la Prueba, que pasó, y a la cual sobrevivió. Fue allí donde vio por vez primera el Orbe de los Dragones —Alhana guardó silencio durante un instante—. Voy a explicarte algo que nunca he dicho a nadie, y que él sólo me lo contó a mí. Te lo digo porque tienes derecho a saber qué puede suceder.
«Durante la Prueba, el Orbe… —la elfa tuvo un segundo de duda, pareciendo buscar las palabras correctas le habló, habló a su mente. Temía que estuviera aproximándose una terrible calamidad. "No debes dejarme aquí en Istar. Si así lo hicieras, yo perecería y el mundo estaría perdido", le dijo. Mi padre… supongo que podría decirse que robó el Orbe, a pesar de que él sintió que lo estaba rescatando.
«La torre de Istar fue abandonada. El Sumo Sacerdote se instaló allí y la utilizó para sus propios fines. Finalmente los magos también dejaron la torre de Palanthas —Alhana se estremeció—. La historia de esa torre es terrorífica. El regente de Palanthas, un discípulo del Sumo Sacerdote, llegó a la Torre para sellar sus puertas, por lo menos eso es lo que dijo. Pero todos pudieron ver su mirada centelleante y ambiciosa al contemplar la bella torre. Además, la leyenda de las maravillas que ésta contenía —tanto buenas como malas—, se había extendido por todo el lugar.
«El Hechicero de los Túnicas Blancas empujó las esbeltas puertas de oro de la torre y las cerró con una llave de plata. El regente ya había extendido la mano, ansioso de poseer esa llave, cuando uno de los Túnicas Negras apareció en una de las ventanas de los pisos superiores. "Hasta el día en que el maestro del pasado y del presente regrese con su poder, estas puertas permanecerán cerradas y las salas vacías", gritó. Tras decir esto, el demoníaco mago se lanzó al vacío, arrojándose a las verjas de la torre. Antes de ser atravesado por los barrotes, formuló sobre la torre un encantamiento. Su sangre salpicó la tierra y las verjas de oro y plata se retorcieron y consumieron, volviéndose negras. La reluciente torre blanca y roja, se tornó gris como la piedra y sus negros minaretes se deshicieron en pedazos.
«El regente y los suyos huyeron aterrorizados. Hasta hoy, nadie ha osado entrar de nuevo en la torre de Palanthas, ni siquiera acercarse a sus verjas. Tras la maldición de la torre mi padre llevó el Orbe de los Dragones a Silvanesti.»
—Pero seguramente antes de llevárselo, tu padre debía saber algo sobre él—insistió Tanis —. Cómo utilizarlo…
—Si así era, no habló de ello, pues eso es todo lo que sé. Ahora debo descansar. Buenas noches —le dijo a Tanis sin siquiera mirarle.
—Buenas noches, princesa Alhana —dijo Tanis amablemente—. Intenta descansar esta noche y no te preocupes. Tu padre es sabio y ha pasado por experiencias difíciles. Estoy seguro de que todo irá bien.
Alhana, que había comenzado a andar hacia la gruta dando la conversación por terminada, al oír aquel tono de simpatía en la voz de Tanis, vaciló.
—Aunque pasara la prueba —dijo en voz tan baja que Tanis tuvo que acercarse más a ella para oírla—, su magia no era tan poderosa como la de tu joven amigo. Y si creía que el Orbe era nuestra única esperanza, temo que…
—Los enanos tienen un dicho —Tanis, sintiendo que la barrera que había entre ellos se había roto, posó su brazo sobre los hombros de la elfa y la atrajo hacia sí—. El que se preocupa sin motivo deberá pagarlo con su pena. No te preocupes, nosotros estamos contigo.
Alhana no respondió. Dejó que la reconfortara durante un instante y luego, apartándose de Tanis, caminó hacia la caverna. Antes de llegar a ella volvió la mirada.
—Estás preocupado por tus amigos —le dijo—. No lo estés. Escaparon de la ciudad y se hallan a salvo. Aunque el kender estuvo a punto de morir, sobrevivió, y ahora viajan hacia el Muro de Hielo en busca de otro de los Orbes de los Dragones.
—¿Cómo lo sabes? —Tanis dio un respingo.
—Te he dicho todo lo que podía —Alhana negó con la cabeza.
—¡Alhana! ¿Cómo lo sabes? —insistió Tanis.
Las pálidas mejillas de la elfa se tiñeron de rosa.
—Yo… yo le… le di al caballero una joya Estrella. Él no conoce su poder, desde luego, ni cómo utilizarla. Ni siquiera sé por qué se la di, aunque…
—Aunque, ¿qué? —preguntó Tanis casi sin poder dar crédito a sus oídos.
—Fue tan galante, tan valiente. Arriesgó su vida por salvarme, y ni siquiera sabía quién era yo. Me ayudó porque estaba en apuros. Y… —sus ojos brillaron—, y lloró cuando los dragones mataron a toda esa gente. Nunca antes había visto llorar a un adulto. Cuando los dragones nos hicieron abandonar nuestro antiguo hogar, ninguno de nosotros lloró. Creo que tal vez hayamos olvidado cómo hacerlo…
Entonces, pensando tal vez que había hablado demasiado, corrió rápidamente la manta que cubría la entrada de la cueva y desapareció en el interior.
—¡En nombre de los dioses! —suspiró Tanis —. ¡Una joya Estrella! ¡Qué extraño e inestimable regalo!
Era un regalo que intercambiaban los amantes elfos que se veían obligados a separarse; la joya creaba un lazo entre sus almas. Así unidos, compartían las emociones más íntimas del amado y podían proporcionarse apoyo el uno al otro en momentos de necesidad. Pero en su larga vida, Tanis nunca había oído hablar de una joya Estrella entregada a un humano. ¿Qué tipo de efecto tendría sobre éste? Y Alhana… nunca podría amar a un humano, o corresponder a su amor. Debía tratarse de una pasión ciega. Había estado asustada, sola. No, aquello sólo podía acabar en desgracia, a menos que algo cambiara radicalmente entre los elfos o en la propia Alhana.
Aunque Tanis sintió alivio en el corazón al saber que Laurana y los otros estaban a salvo, sintió pena y temor por Sturm.