1
El viaje desde el muro de hielo.
El viejo enano estaba muriéndose.
Las piernas ya no lo sostenían. Notaba cómo sus intestinos y su estómago se retorcían como serpientes. Se sentía sacudido por oleadas de náuseas. Ni siquiera podía levantar la cabeza de la litera. Observó la lámpara de aceite que se balanceaba lentamente sobre su cabeza. Su luz parecía cada vez más tenue. « Ya está, esto es el fin. La oscuridad se cierne sobre mí…», pensó el enano.
En ese momento oyó un ruido a poca distancia, un crujir de tablas de madera, como si alguien estuviese acercándose furtivamente. Haciendo un esfuerzo, Flint se las arregló para volver la cabeza.
—¿Quién va? —graznó.
—Tasslehoff —susurró una voz solícita. Flint suspiró, extendiendo una nudosa mano. La mano de Tas se cerró sobre la suya.
—Amigo mío, me alegro de que hayas llegado a tiempo de despedirte —dijo el enano con debilidad—. Me estoy muriendo, muchacho. Voy camino de Reorx…
—¿Cómo? —preguntó Tas acercándose más.
—Reorx —repitió el enano irritado—. Voy a los brazos de Reorx.
—No, no nos dirigimos ahí. Vamos en dirección a Sancrist. A menos que te refieras a una posada. Se lo preguntaré a Sturm. «Los Brazos de Reorx». Hummm…
—¡Reorx, el dios de los Enanos, estúpido!
—¡Ah! —dijo Tas un segundo después — Ese Reorx.
—Escucha, muchacho—dijo Flint más sosegadamente—. Quiero que te quedes con mi casco, el que me diste en Xak Tsaroth, el de la melena de grifo.
—¿De verdad? Es muy amable de tu parte, Flint, pero ¿qué casco vas a utilizar tú?
—Donde yo voy no me va a hacer falta ningún casco.
—En Sancrist tal vez lo necesites. Derek cree que los Señores de los Dragones están tramando lanzar una ofensiva a gran escala, y en ese caso el casco puede serte de gran utilidad…
—¡No estoy hablando de Sancrist! —profirió Flint, haciendo un esfuerzo por incorporarse—. ¡No voy necesitar un casco porque estoy muriéndome!
—Yo una vez casi me muero —dijo Tas en tono grave. Tras colocar un humeante plato sobre la mesa, se instaló confortablemente en una silla para relatar su historia—. Fue en Tarsis, cuando un dragón derribó un edificio sobre mí. Elistan dijo que había estado a punto de fallecer. En realidad sus palabras no fueron exactamente éstas, pero dijo que sólo gracias a la inter…interces… oh, bueno, interalgo de los dioses, hoy estoy vivo.
Flint profirió un sonoro bufido y se dejó caer de nuevo sobre la litera.
—¿Es demasiado pedir que se me permita morir en paz en vez de estar rodeado de molestos kenders? —dijo dirigiéndose a la lámpara que se balanceaba sobre su cabeza.
—Oh, vamos… No estás tan mal, ¿sabes? Tan sólo estás mareado.
—Estoy muriéndome —dijo el enano obcecadamente—. He sido atacado por un peligroso virus y sé que estoy muriéndome. ¡Y la culpa pesará sobre vuestras cabezas! Vosotros me arrastrasteis a este maldito bote…
—Barco —interrumpió Tas.
—¡Bote! —repitió Flint furioso—. Me arrastrasteis a este maldito bote, y luego me abandonasteis moribundo en una habitación infestada de ratas…
—Te podíamos haber dejado en el Muro de Hielo, ¿sabes? con los hombres —morsa y…–Tasslehoff se detuvo.
Flint intentó incorporarse de nuevo, pero esta vez con un brillo de furia en la mirada. El kender se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la puerta.
—Bueno, creo que será mejor que me vaya. Sólo bajé para ver …para ver si querías comer algo. El cocinero del barco ha hecho algo que él llama sopa de guisantes verdes…
Laurana, acurrucada en la parte anterior de la cubierta para evitar ser derribada por el viento, oyó un potente gruñido seguido de un ruido de cacharros rotos y se puso en pie alarmada. Le lanzó una mirada a Sturm, que se hallaba a su lado. El caballero sonrió.
—Flint —dijo.
—Sí —comentó Laurana preocupada—. Tal vez debería… Pero se vio interrumpida por la aparición de Tasslehoff, que iba cubierto de sopa de guisantes de la cabeza a los pies.
—Creo que Flint se siente mejor —dijo Tas solemnemente—. ¡Pero aún no lo suficiente para comer algo!
Los compañeros habían viajado al Muro de Hielo ya que, según Tasslehoff, en el castillo de este lugar se conservaba uno de los Orbes de los Dragones. En efecto, lo habían encontrado y habían vencido a su maligno guardián, Feal-thas, uno de los poderosos Señores de los Dragones. Tras escapar de la destrucción del castillo con la ayuda de los bárbaros de Hielo, ahora se encontraban en un barco rumbo a Sancrist.
El trayecto desde el Muro de Hielo había sido rápido. El pequeño barco surcaba velozmente las aguas marinas en dirección norte, ayudado por las corrientes y por los potentes vientos reinantes.
Aunque el valioso Orbe se hallaba a buen recaudo en una de las cabinas bajo cubierta, los horrores experimentados en el Muro de Hielo aún atormentaban sus sueños nocturnos.
Pero esas pesadillas no eran nada comparadas con el extraño y vívido sueño que habían tenido hacía ya más de un mes. Ninguno de ellos volvió a mencionarlo pero Laurana, de vez en cuando, percibía en el caballero una mirada de temor y soledad —bastante extraña en él—, lo cual le hizo pensar que también debía recordarlo.
Sin embargo, el grupo estaba animado, —a excepción del enano, que se había mareado poco después de haber sido arrastrado al interior del barco. El viaje al Muro de Hielo había sido una indudable victoria. También habían encontrado el asta rota de una antiguaarma, que se creía era una dragonlance, pero llevaban algo todavía más importante, aunque al hallarlo no se hubieran percatado de ello…
Los compañeros, acompañados por Derek Crownguard y los otros dos jóvenes caballeros que se les habían unido en Tarsis, habían estado buscando el Orbe de los Dragones en el castillo del Muro de Hielo. Su intento había entrañado grandes dificultades, ya que se vieron obligados a luchar contra los malignos hombres—morsa y contra lobos y osos. Los caballeros, amigos de Derek, perecieron. Comenzaron a pensar que su misión estaba condenada al fracaso, pero Tasslehoff juró que en el libro que había leído en Tarsis se decía que uno de los Orbes estaba en aquel lugar, por lo que continuaron buscándolo.
Además consiguieron descubrir una imagen sorprendente: un inmenso dragón, de más de cuarenta pies de largo y de reluciente piel plateada, completamente incrustado en una pared de hielo. Las alas del dragón estaban extendidas, en posición de vuelo. Su expresión era fiera, pero su porte era noble y no les inspiraba el temor y la aversión que recordaban haber sentido ante los Dragones Rojos. En lugar de ello, sintieron una inmensa y abrumadora pena por aquella magnífica criatura.
Pero lo que más les llamó la atención fue el jinete que lo montaba. Habían visto a los Señores de los Dragones cabalgando sobre sus despiadados corceles, pero ese hombre, por su antigua armadura, ¡parecía un Caballero de Solamnia! En su enguantada mano sostenía con firmeza el asta partida de lo que parecía haber sido una larga lanza.
—¿Por qué montaría un Caballero de Solamnia un dragón? —preguntó Laurana.
—Ha habido caballeros que pactaron con el mal —dijo Derek Crownguard secamente—.Aunque me avergüence admitirlo.
—Aquí no tengo ninguna sensación maligna —murmuró Elistan—. Tan sólo una gran pena. Me pregunto cómo murieron. No se les ve ninguna herida…
—Esto me resulta familiar —interrumpió Tasslehoff frunciendo el ceño—. Como un cuadro. Un caballero montando un dragón plateado… Una vez vi…
—¡Bah! —resopló Flint—. Tú has llegado a ver hasta elefantes peludos…
—Lo digo en serio.
—¿Dónde fue, Tas? —preguntó Laurana amablemente, al ver la expresión dolida del kender—. ¿Puedes recordarlo?
—Creo que… esto me recuerda a Pax Tharkas y a Fizban…
—¡Fizban! —explotó Flint—. ¡Ese viejo mago estaba más loco que Raistlin, si es que eso es posible!.
—No sé de qué habla Tas —dijo Sturm mirando pensativamente al dragón y a su jinete—, pero recuerdo que mi madre me contó que Huma, en su última batalla, montaba un Dragón Plateado y llevaba la Dragonlance.
—Y yo recuerdo que mi madre me decía que guardara pastelillos para un anciano de blancos ropajes que algún día vendría a nuestro castillo… —se mofó Derek—. No, indudablemente se trata de algún caballero renegado, esclavizado por el mal.
Derek y los otros dos caballeros se dispusieron a marcharse, pero los demás se quedaron contemplando al personaje que montaba al dragón.
—Tienes razón, Sturm. Es una dragonlance —dijo Tas pensativamente—. No sé cómo lo sé, pero estoy seguro de ello.
—¿Tal vez lo viste en el libro de Tarsis? —preguntó Sturm, intercambiando miradas con Laurana, pensando ambos que la seriedad del kender era muy poco habitual, incluso inquietante.
—No lo sé —dijo con un hilo de voz—. Lo siento.
—Quizás deberíamos llevárnosla —sugirió Laurana vacilante.
—¡No os entretengáis, Brightblade! —oyeron gritar a Derek—. Puede que los Thanoi hayan perdido la pista por el momento, pero no tardarán mucho en descubrirnos.
—¿Cómo podríamos alcanzarla? —preguntó Sturm , ignorando la orden de Derek—. ¡Está aprisionada en un bloque de hielo de, por lo menos, tres pies de grosor!
—Yo lo haré—dijo Gilthanas.
Saltando sobre la inmensa roca de hielo que se había formado alrededor del dragón y su jinete, el elfo encontró un lugar donde agarrarse y comenzó a trepar por el monumento. Al llegar a una de las alas congeladas se deslizó por ella hasta llegar a la lanza que el jinete sostenía. Gilthanas posó una mano sobre la capa de hielo que recubría la lanza y habló el extraño lenguaje de la magia.
De su mano surgió un rojo destello que fundió el hielo rápidamente. Un segundo después la introdujo en el agujero e intentó tomar la lanza. Pero el caballero muerto la sujetaba con firmeza.
Gilthanas tiró de ella e intentó incluso separar los helados dedos que la sostenían. Finalmente, al no poder soportar por más tiempo el frío que emanaba del hielo, descendió al suelo tembloroso.
—No hay manera –dijo. La tiene agarrada con fuerza.
—Rómpele los dedos —sugirió Tas.
Sturm silenció al kender con una mirada furibunda.
—No permitiré que profanéis su cuerpo. Tal vez podamos deslizar la lanza fuera de su mano. Voy a intentarlo…
—No servirá de nada —le dijo Gilthanas a su hermana mientras contemplaban a Sturm trepar por la montaña de hielo—. Es como si la lanza formara parte de su mano. Yo… —el elfo se interrumpió.
Cuando Sturm introdujo su mano en el agujero hecho en el hielo y tocó la lanza, la figura del caballero pareció moverse ligeramente. Su mano rígida y helada dejó de sujetar con firmeza la lanza partida. Sturm casi se cae de la sorpresa. Soltando el arma rápidamente, retrocedió por el ala helada del dragón.
—Te la está dando —gritó Laurana—. ¡Tómala, Sturm! ¡Tómala! ¿No lo ves…? Se la está dando a otro caballero.
—Yo no lo soy —dijo Sturm con amargura—. Aunque eso tal vez sea indicativo, o quizás maligno…
Dubitativo, volvió a deslizarse hasta el agujero y agarró la lanza una vez más. La rígida mano del caballero muerto volvió a aflojarse de nuevo. Sosteniendo la lanza rota, Sturm la sacó cuidadosamente del hielo y saltó al suelo.
—¡Esto ha sido maravilloso! —exclamó Tass asombrado—. ¿Flint, has visto cómo cobraba vida el cadáver?
—¡No! —gruñó el enano—. Ni tú tampoco. Salgamos de aquí —añadió tiritando.
En ese momento apareció Derek.
—¡Te he dado una orden, Sturm Brightblade! ¿Qué ha sucedido? —al ver la lanza, el rostro de Derek se ensombreció.
—Le pedí que me la trajera —dijo Laurana con voz tan fría como la pared de hielo que había tras ella. Tomando el fragmento de la lanza, lo envolvió rápidamente en una capa de pieles que llevaba en su bolsa.
Enojado, Derek la contempló durante un instante, luego inclinó la cabeza y se giró sobre sus talones.
—Caballeros muertos… caballeros vivos… no sé cuáles son peores —refunfuñó Flint agarrando a Tas y arrastrándolo con él en pos de Derek.
—¿Qué ocurrirá si es un arma maligna? —le preguntó Sturm a Laurana mientras caminaban por los gélidos corredores del castillo.
Laurana se volvió para mirar por última vez al caballero muerto, montado sobre el dragón. El pálido y frío sol de las tierras del sur se estaba poniendo, y su luz proyectaba acuosas sombras sobre ambos cadáveres, otorgándoles un aspecto casi siniestro. Mientras lo contemplaba, le dio la impresión de que el cuerpo del caballero se desplomaba sin vida.
—¿Crees en la historia de Huma? —preguntó a su vez Laurana en voz baja.
—Ahora ya no sé en qué creer —dijo Sturm con la voz teñida de amargura—. Para mí todo era blanco o negro, las cosas eran claras y bien definidas. Creía en la historia de Huma. Mi madre me habló de ella como de la verdad. Luego fui a Solamnia… —hizo una pausa, como si no deseara continuar. Finalmente, al ver la expresión de Laurana, llena de interés y compasión, tragó saliva y prosiguió, Nunca le he dicho esto a nadie, ni siquiera a Tanis. Cuando regresé a mi tierra natal, encontré que la Orden de Caballería no era la orden de hombres honorables y sacrificados que mi madre me había descrito. Estaba llena de intrigas políticas. Los mejores hombres eran como Derek, honorables, pero estrictos e inflexibles, poco amables con aquellos que consideraban inferiores a ellos. Lo peor fue que… cuando yo hablaba de Huma, se reían de mí. Decían que había sido un caballero itinerante. De acuerdo con su historia, Huma había sido expulsado de la orden por desobedecer sus leyes, por lo que vagó por los campos, buscando el afecto de los labradores, quienes entonces comenzaron a crear leyendas sobre él.
—Pero, ¿realmente existió? —insistió Laurana, entristecida por la pena reflejada en el rostro de Sturm.
—Oh, sí. De eso no hay duda alguna. Los documentos que sobrevivieron al Cataclismo incluían su nombre en una de las órdenes más bajas de los caballeros. Pero, en cuanto a las historias del dragón plateado, la Batalla Final, incluso la de la propia Dragonlance…ya nadie cree en ellas. Como dice Derek, no hay prueba alguna. De acuerdo con la leyenda, la tumba de Huma era una estructura en forma de torre… una de las maravillas del mundo. Pero no he encontrado a nadie que la haya visto. Como diría Raistlin, todo lo quequeda son historias para niños —Sturm se llevó una mano al rostro, cubriéndose los ojos, y lanzó un profundo y tembloroso suspiro.
—¿Sabes? —prosiguió en voz baja—. Nunca pensé que diría una cosa así, pero echo de menos a Raistlin. Los echo de menos a todos. Siento como si una parte de mí hubiera sido arrancada, y así es como me sentía cuando estuve en Solamnia. Por eso regresé, en lugar de quedarme a completar las pruebas para mi investidura. Esa gente, mis amigos, estaban haciendo más por combatir el mal del mundo que todos los caballeros juntos. Incluso Raistlin, aunque de una forma que me resulta difícil comprender. Él podría decirnos qué significa todo esto —dijo señalando atrás, hacia el caballero envuelto en hielo—. Él por lo menos creería en ello. Si Tanis estuviera aquí… —Sturm no pudo seguir.
—Sí —dijo Laurana en voz baja—. Si Tanis estuviera aquí…
Recordando el inmenso pesar de la elfa, mayor aún que el suyo propio, Sturm la rodeó con el brazo y la estrechó contra sí. Ambos permanecieron así durante unos segundos, cada uno reconfortado por la presencia del otro. Un momento después oyeron la cortante voz de Derek llamándoles la atención por quedarse atrás.
El pedazo de lanza, envuelto en la capa de pieles de Laurana, estaba ahora en un arcón con el Orbe de los Dragones y Wyrmslayer, la espada de Tanis que Laurana y Sturm habían traído desde Tarsis. Junto al arcón yacían los cuerpos de los dos jóvenes caballeros, quienes habían dado sus vidas en defensa del grupo, y a los que llevaban a su tierra natal para ser enterrados allá.
Los fuertes vientos del sur, que provenían de los glaciares, eran fríos y veloces e impulsaban el barco por el Mar de Sirrion. El capitán había dicho que si el viento se mantenía, era probable que llegaran a Sancrist en dos días.
—Allí queda Ergoth del Sur —le dijo el capitán a Elistan señalando a estribor—. Nosotros pasaremos cerca del extremo más meridional. Esta noche, veremos la isla de Cristyne. Luego, si el viento nos acompaña, llegaremos a Sancrist. Es extraño lo que ocurre en Ergoth del Sur —añadió el capitán mirando a Laurana—, dicen que está lleno de elfos, aunque como no he estado allí, no sé si es cierto.
—¡Elfos! —exclamó Laurana entusiasmada, acercándose al capitán.
—Oí que tuvieron que abandonar su hogar perseguidos por los ejércitos de los dragones —afirmó éste.
—¡Puede que se trate de nuestra gente! —dijo Laurana aferrándose a Gilthanas, que estaba a su lado. La elfa se asomó por la proa del barco, mirando fijamente el horizonte como si quisiera hacer aparecer la tierra.
—Seguramente debe tratarse de los Silvanesti —dijo Gilthanas—. De hecho, creo que la princesa Alhana mencionó algo sobre Ergoth. ¿Lo recuerdas, Sturm?
—No —respondió bruscamente el caballero.
Volviéndose rápidamente, caminó hacia babor y se inclinó sobre la barandilla, contemplando el mar teñido de rosa. Laurana vio que se sacaba algo del cinturón y lo sostenía entre sus manos amorosamente. Hubo un brillante destello cuando los rayos del sol loiluminaron, luego el caballero volvió a meter el objeto en su cinturón. Cuando Laurana se disponía a ir hacia él, percibió algo raro y se detuvo bruscamente.
—¿Qué es aquella extraña nube en el sur?
El capitán se volvió inmediatamente y sacando un catalejo de su chaqueta de piel, se lo llevó a los ojos.
—Envía un hombre a lo alto de la arboladura —le dijo a su primer oficial.
Un momento después, un marinero trepaba por las jarcias. Desde las vertiginosas alturas del mástil, se colgó de las cuerdas con una mano y con la otra sostuvo el catalejo, mirando hacia el sur.
—¿Puedes ver de qué se trata? —le gritó el capitán.
—No, capitán —respondió el hombre—. Si es una nube, no se parece a ninguna de las que he visto hasta ahora.
—¡Le echaré un vistazo! —se ofreció Tas voluntarioso.
El kender comenzó a trepar por las sogas tan diestramente como el marinero. Al llegar arriba, se colgó del mástil y miró hacia el sur.
Desde luego era como una nube. Era blanca e inmensa y parecía flotar sobre el agua. Pero se movía a mucha más velocidad que cualquier otra nube del cielo y…
Tasslehoff dio un respingo.
—Déjame esto un momento —dijo, alargando la mano para que le tendieran el catalejo. El hombre se lo dio de mala gana. Tas se lo llevó a los ojos y profirió un suave gruñido—.Vaya, vaya… —murmuró.
Bajando el catalejo, lo cerró de golpe y lo deslizó en su túnica distraídamente. Cuando se disponía a descender, el marinero lo agarró por el cuello.
—¿Qué ocurre…? —preguntó Tas sorprendido—. ¡Oh! ¿Esto es tuyo? Disculpa —tomando el catalejo de nuevo, se lo tendió al marinero. Tas se deslizó habilidosamente por las sogas, aterrizó en la cubierta y corrió hacia Sturm.
—Es un dragón —informó jadeante.