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El Señor del Dragón.
Un viaje funesto.
El dragón suspiró, batió sus inmensas alas y alzó su pesado cuerpo de las cálidas y tranquilas aguas de los manantiales. Emergiendo de una ondulante nube de vapor, se impulsó para pisar el frío suelo. El penetrante viento invernal le escocía en sus delicados ollares y le picaba en la garganta. Tragando saliva con dificultad, resistió con firmeza la tentación de regresar a los estanques y comenzó a trepar hacia el alto saliente de roca que se alzaba ante él.
El dragón, irritado, plantaba sus garras sobre las resbaladizas rocas cubiertas de hielo, ya que en aquella atmósfera gélida, los vapores que emanaban de las aguas termales se enfriaban casi instantáneamente. La piedra se resquebrajaba y rompía bajo sus garrudas patas, rebotando y resonando en el valle que se extendía más abajo.
Resbaló una vez, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Desplegando sus inmensas alas, consiguió recuperarlo con facilidad, pero el incidente sirvió para acrecentar su malhumor.
El sol naciente iluminaba los picos de las montañas, rozando al dragón y haciendo que sus escamas azules reluciesen doradas, pero contribuyendo poco a caldear su sangre. La bestia se estremeció de nuevo, plantando las patas sobre el pavimento. El invierno no estaba hecho para los dragones azules, ni tampoco el tener que viajar por ese insondable país. Con este pensamiento en la mente, y después de una amarga e interminable noche pensando lo mismo, Skie miró a su alrededor en busca de su Señor.
Lo encontró de pie sobre un saliente de roca. Era una imponente figura ataviada con un casco astado y una armadura de escamas azules. El Gran Señor, con la capa azotada por el aire helado, contemplaba con profundo interés la inmensa y llana pradera que yacía más abajo.
—Venid, Señor, volved a vuestra tienda, «y permitidme regresar a los cálidos manantiales», añadió Skie mentalmente—. Este viento penetra hasta los huesos. ¿De todas formas, que hacéis aquí afuera?
Skie podía haber supuesto que el Gran Señor estaba haciendo un reconocimiento, pensando en la disposición de las tropas, o en el ataque de los dragones voladores. Pero éste no era el caso. Hacía ya tiempo que la ocupación de Tarsis había sido planeada, planeada de hecho, por otro de los Señores de los Dragones, ya que estas tierras estaban bajo el dominio de los dragones rojos.
«Los dragones azules y sus Grandes Señores controlan el norte. En cambio yo estoy aquí, en estas áridas tierras del sur y tras de mí hay toda una escuadrilla de compañeros», pensaba Skie irritado. Bajó la cabeza ligeramente, mirando a los otros dragones azules que batían las alas en la temprana mañana, agradecidos por el calor de los manantiales que aliviaba sus entumecidos tendones.
«Necios», siguió pensando Skie desdeñosamente. «Lo único que esperan es una señal del Gran Señor para atacar, iluminar los cielos y arrasar las ciudades con sus mortales rayos de luz, eso es lo único que les preocupa. Tienen una fe ciega en su señor. Claro que no es extraño —admitió Skie— porque éste los condujo de victoria en victoria en el norte, sin que en su grupo se produjese baja alguna. Sin embargo, dejan las preguntas para mí, porque soy la cabalgadura del Gran Señor, porque estoy más cerca de él. Bien, que así sea. El Gran Señor y yo nos entendernos perfectamente.»
—No hay razón alguna para que estemos en Tarsis —Skie expresó sus pensamientos claramente a su señor, al que no temía. A diferencia de muchos de los dragones de Krynn, quienes servían a sus señores con repugnante aversión, sabiendo que éstos eran los verdaderos gobernantes, Skie servía al suyo con afecto y respeto—. Los dragones rojos no quieren que estemos aquí, eso seguro. Y no nos necesitan. Esa exquisita ciudad, que te atrae tan extrañamente, caerá con facilidad porque no tiene ejército. Este fue engañado y partió hacia la frontera.
—Estamos aquí porque mis espías me han comunicado que ellos se encuentran en Tarsis o llegarán dentro de poco tiempo —fue la respuesta del Gran Señor. Hablaba en voz baja pero podía oírsele pese al ululante viento.
—Ellos… ellos… refunfuñó el dragón, tiritando y paseando incesantemente de un lado a otro del amplio saliente—. Abandonamos la guerra del norte, malogramos un tiempo valioso, perdemos una fortuna en acero. ¿Y por qué…? Por un puñado de aventureros itinerantes.
—Ya sabes que la riqueza no significa nada para mí. Podría comprar Tarsis si quisiera —el Señor del Dragón acarició el cuello del dragón con un helado guante de cuero que crujía con cada uno de sus gestos—. La guerra marcha bien en el norte. A Ariakus no le importó que me fuese. Bakaris es un comandante joven y experto que conoce mis ejércitos casi mejor que yo. Y no olvides, Skie, que son algo más que vagabundos. Esos «aventureros itinerantes» mataron a Verminaard.
—¡Bah! Ése ya había cavado su propia tumba. Estaba obsesionado, perdió de vista el verdadero objetivo —el dragón lanzó una mirada a su señor—. Lo mismo puede decirse de otros.
—¿Obsesionado? Sí, realmente Verminaard lo estaba, pero sé de algunos que deberían tomarse más en serio esa obsesión. El sabía el daño que podía causarnos el que el conocimiento de los verdaderos dioses se difundiera. Ahora, de acuerdo con los informes que nos han llegado, la gente sigue a un humano llamado Elistan, que es clérigo de Paladine. Los adoradores de Mishakal han devuelto la curación a la tierra. No, Verminaard era previsor, todo esto es sumamente peligroso. Deberíamos reconocerlo e intentar detenerlo, no mofarnos de ello.
El dragón resopló burlón.
—Ese Elistan no es el líder de todo el mundo sino sólo de ochocientos miserables humanos, esclavos de Verminaard en Pax Tharkas, que ahora están refugiados en la Puerta Sur con los enanos de las montañas —el dragón se tendió sobre el suelo de roca, sintiendo finalmente como el sol de la mañana proporcionaba algo de calor a su escamosa piel—. Nuestros espías comunicaron, además, que en estos momentos están viajando hacia Tarsis. Para esta noche, ese Elistan será nuestro y así acabará todo. ¡No volveremos a oír hablar de ese clérigo de Paladine!
—Elistan no me sirve de nada. No es a él a quien busco.
—¿No? ¿A quién, entonces?
—Hay tres personajes en los que tengo especial interés. Te facilitaré la descripción de cada uno de ellos… —el Señor del Dragón se acercó más a Skie—, ya que nuestra participación en la destrucción de Tarsis, mañana, tiene la finalidad de capturarlos. Estos son los que busco…
Tanis avanzaba por las heladas praderas, pisando ruidosamente con sus botas la gruesa capa de nieve alisada por el viento. A sus espaldas el sol comenzaba a elevarse, iluminando el valle pero sin caldearlo. Envolviéndose todavía más en su capa, el semielfo miró a su alrededor para asegurarse de que nadie quedara atrás. Los compañeros caminaban en fila india; los más débiles iban los últimos, siguiendo las huellas dejadas por los que marchaban en cabeza abriendo camino.
Tanis los guiaba. Sturm caminaba tras él, tan constante y fiel como siempre, aunque continuaba apesadumbrado por la idea de tener que dejar atrás el Mazo de Kharas, el cual poseía una cualidad casi mística para el caballero. Parecía más preocupado y fatigado que de costumbre, pero no por ello dejaba de seguir a Tanis a buen paso. Esto no resultaba tan sencillo como pueda parecer, pues Sturm insistía en viajar ataviado con su antigua cota de mallas que, al no haber sido forjada por los enanos, pesaba considerablemente y hacía que sus pies se hundieran en la espesa capa de nieve.
Tras ellos se encontraba Caramon, que avanzaba como un gran oso, arrastrando su cuantioso arsenal de armas, sus provisiones y las de su hermano gemelo, Raistlin. El mero hecho de contemplar a Caramon, agotaba a Tanis, ya que el inmenso guerrero no sólo avanzaba por la nieve con gran facilidad, sino que, además, se las arreglaba para ensanchar el camino para los que le seguían.
El siguiente era Gilthanas, al cual de entre todos los compañeros, Tanis podía haberse sentido más cercano, ya que habían sido criados como hermanos. Pero aquél era el hijo más joven del Orador de los Soles, gobernador de los elfos de Qualinesti, mientras que Tanis era un bastardo y tan sólo un semielfo, producto de la brutal violación de una elfa por un guerrero humano. Para empeorar más las relaciones, Tanis había osado sentirse atraído —aunque fuese de modo infantil e inmaduro—, hacia la hermana de Gilthanas, Laurana. Por tanto, lejos de ser amigos, Tanis tenía siempre la incómoda sensación de que al elfo, posiblemente, le alegraría verle muerto.
Tras el elfo caminaban Riverwind y Goldmoon. Para los bárbaros, envueltos en sus gruesas capas de pieles, el frío significaba poco. Hacía poco más de un mes que estaban casados, y el profundo amor que sentían el uno por el otro, un amor de sacrificio personal que había traído al mundo el descubrimiento de los antiguos dioses se veía ahora acrecentado al hallar nuevas maneras de expresarlo.
Los seguían Elistan y Laurana. Tanis encontró extraño que, al pensar con envidia en la felicidad de Riverwind y Goldmoon, su mirada hubiese topado con Elistan y Laurana. Siempre juntos. Siempre enzarzados en serias conversaciones. Elistan, clérigo de Paladine, avanzaba resplandeciente en su blanca túnica que relucía incluso en contraste con la nieve. De barba blanca y cabello cada vez más escaso, era aún una figura imponente, el tipo de hombre que podría perfectamente atraer a una joven. Pocos hombres o mujeres podían mirar a los fríos ojos azules de Elistan sin sentirse conmovidos, intimidados por la presencia de alguien que ha recorrido los senderos de la muerte y ha encontrado una fe más firme y renovada.
Con él caminaba su fiel «ayudante», Laurana. La joven doncella elfa había huido de su hogar en Qualinesti para seguir a Tanis, impulsada por un enamoramiento adolescente. Se había visto obligaba a madurar rápidamente, se le habían abierto los ojos al dolor y al sufrimiento del mundo. Sabiendo que muchos del grupo —Tanis entre ellos—, la consideraban un estorbo, Laurana luchaba para probar su valía. Al lado de Elistan había encontrado su oportunidad. Hija del Orador de los Soles de Qualinesti, había nacido y se había educado en la política. Cuando Elistan luchaba por tratar de alimentar, vestir y controlar a ochocientos hombres, mujeres y niños, fue Laurana la que facilitó su tarea. Se había hecho indispensable para él. Esto era algo que a Tanis le resultaba difícil de asimilar. El semielfo apretó los dientes, dejando que su mirada se apartase de Laurana para caer sobre Tika.
La camarera, transformada en aventurera, avanzaba junto a Raistlin, pues Caramon le había pedido que acompañase al frágil mago ya que él debía permanecer en la vanguardia. Ni Tika ni Raistlin parecían satisfechos con ese arreglo. El mago envuelto en sus colorados ropajes caminaba malhumorado, con la cabeza agachada para defenderse del viento. Se veía obligado a detenerse a menudo debido a fortísimos ataques de tos que le hacían flaquear. En esos momentos Tika, dubitativa, lo rodeaba con el brazo, consciente de la preocupada mirada de Caramon. Pero Raistlin siempre se separaba de ella gritándole enojado.
A continuación iba el anciano enano, que parecía rodar por la nieve; la punta de su casco y la borla «de melena de grifo» eran lo único que sobresalían de la blanca capa que cubría la tierra. Tanis había intentado explicarle que los grifos no tenían melena, que la borla era de pelo de caballo. Pero Flint mantenía testarudamente que su odio a los caballos provenía del hecho de que le hacían estornudar violentamente, por lo que no creía al semielfo. Tanis sonrió, sacudiendo la cabeza. Flint había insistido en caminar al frente de la línea. Sólo después de que Caramon lo hubo rescatado en tres ocasiones en las que quedó sepultado por la nieve, Flint accedió, refunfuñando, a quedarse en la «retaguardia».
Deslizándose tras el enano iba Tasslehoff Burrfoot. Desde el frente de la línea, Tanis podía oír su aguda y estridente voz. Tas estaba deleitando al enano con un maravilloso relato sobre la ocasión en que encontró a un lanoso mamut al que dos trastornados hechiceros habían hecho prisionero. Tanis suspiró, Tass estaba consiguiendo ponerle los nervios de punta. Ya había reprendido al kender por golpear a Sturm en la cabeza con una bola de nieve. Pero sabía que era inútil. Los kenders viven buscando aventuras y nuevas experiencias. Tas estaba disfrutando cada minuto de ese funesto viaje.
Sí, estaban todos ahí. Todos lo seguían.
Tanis se volvió bruscamente, mirando hacia el sur.
«¿Por qué me siguen a mí?», se preguntó con resentimiento. «Cuando yo apenas sé hacia dónde camina mi vida.» Se supone que debo guiar a otros. Yo no comparto la meta de Sturm de liberar la tierra de los dragones como hizo su héroe, Huma. Tampoco comparto la búsqueda religiosa de Elistan, el difundir entre la gente el conocimiento de los verdaderos dioses. Ni siquiera tengo la ardiente ambición de poder de Raistlin.
Sturm le dio un codazo y señaló hacia delante. En el horizonte se divisaba una hilera de pequeñas colinas. Si el mapa del kender era exacto, la ciudad de Tarsis quedaba tras ellas. Tarsis, sus barcos de alas blancas, sus cúspides de reluciente blanco. Tarsis, la Bella.