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Cuánto nos falta ya? —demandó Ranessa—. ¿Tenemos que ir otra vez por uno de esos túneles?

—Sé paciente, chica —repuso Wolframio, irritado—. Estamos muchísimo más cerca de lo que estábamos hace un mes. Y gracias a esos «túneles», como los llamas tú, un puñetero montón más cerca de lo que cualquier otra criatura con dos patas estaría en este momento. Su verdadero nombre es «Portales» y les deberías estar agradecida en lugar de escupirles.

—Yo no escupí a un Portal —manifestó Ranessa.

—Escupiste en el suelo, a la entrada —puntualizó el enano con aire acusador—. Es lo mismo. Trabajo me va a costar explicárselo a los cenobitas.

—¡No se enterarán! —se mofó ella—. ¿Cómo iban a saberlo?

—Tienen modos —rezongó Wolframio al tiempo que se frotaba el brazalete.

Ranessa pareció amilanarse un tanto. Tras su escapada de Karfa’Len, Wolframio había dedicado muchas horas del viaje a contarle cosas sobre los cenobitas de la Montaña del Dragón. Había hecho hincapié en los misteriosos recursos de los monjes, en sus poderes mágicos. Le habló de los cinco dragones que guardaban la montaña: cuatro por cada uno de los elementos —tierra, aire, fuego y agua— y uno por el Vacío, la ausencia de todo. Le habló del monasterio en el que vivían los cenobitas y de la biblioteca donde los cadáveres de los cenobitas reposaban, y de los eruditos que acudían al monasterio a estudiar, y de los nobles y los campesinos que iban a plantear preguntas, y que los cenobitas trataban de igual modo a todos y que cada pregunta la consideraban detenidamente.

Wolframio le dijo a Ranessa que él trabajaba para los cenobitas, que era un «provisor de información», como le gustaba denominar su labor. Tenía que hacerlo así para explicar cómo se había enterado de la existencia de esos Portales y cómo él y otros «provisores» como él eran los únicos que podían entrar en ellos. Si adornaba un poco la verdad (describiendo a los cenobitas como personas tan imponentes y elevadas que hasta los mismos dioses habrían sentido recelo al acercarse a ellos), era porque consideraba que esas invenciones eran necesarias. En primer lugar, esperaba que Ranessa reconsiderara su empeño y decidiera renunciar a él, y en segundo lugar, si persistía en su determinación de viajar a la montaña, el enano estaba dispuesto a recalcar a la impredecible mujer la necesidad de comportarse bien, hablar respetuosamente y actuar con decoro.

Otro hombre de menos valía se habría dado por vencido, pero Wolframio no perdió la esperanza.

—Este es el último Portal por el que cruzaremos —añadió malhumorado—, si eso te sirve de consuelo.

—Me sirve.

—No sé por qué no te gustan —rezongó el enano—. A mucha gente le resulta muy relajante viajar por ellos.

—Pero yo no soy «mucha gente» —repuso Ranessa.

—Eso sí que es una gran verdad —masculló entre dientes Wolframio.

—Siempre estás murmurando. No entiendo por qué lo haces. ¿Qué pasa ahora? ¿Has perdido el Portal?

—No, no lo he perdido —replicó Wolframio aunque, a decir verdad, la entrada al Portal no estaba donde debería.

Habían viajado a través de Karnu y habían recorrido más de mil quinientos kilómetros en un mes. Después de abandonar Karfa’Len, el viaje había discurrido sin incidentes, por lo que Wolframio daba las gracias. Había evitado la zona meridional de Karnu, que según se decía estaba plagada de horribles monstruos que intentaban apoderarse del Portal. El Portal secreto de Wolframio les había ahorrado la peligrosa travesía por las montañas Salud Da-nek. Dos semanas al galope los habían conducido hasta otro Portal secreto que los había llevado al río Deverel, la frontera natural entre Karnu y Nueva Vinnengael. Durante ese tiempo, no habían visto un alma. Ranessa ya no tenía la sensación de que los siguieran. Por lo visto, el vrykyl había renunciado a perseguirlos. Wolframio se sentía agradecido, pero no podía evitar preguntarse por qué.

Ése había sido el segundo Portal al que Ranessa había escupido, lo que había provocado la ira de Wolframio. Después de cruzar el río Deverel viajaron otra semana en dirección sur por los bosques de Nueva Vinnengael, manteniéndose pegados a la orilla del río. Wolframio buscó el tercero y último Portal que los llevaría a la Montaña del Dragón.

Durante ese mismo tiempo, el hermano de Ranessa, Cuervo, viajaba con los taanes y fue justo el día antes cuando había matado a Qu-tok. El sobrino de Ranessa, Jessan, y sus compañeros se dirigían esa mañana al Portal tromekino, en compañía de Damra. No es que Ranessa pensara en su hermano o en su sobrino. Los había dejado atrás, en la orilla de su vida, y a medida que el viaje la llevaba más y más lejos ellos se habían ido haciendo más y más pequeños, perdiéndose en la distancia, hasta que había dejado de verlos.

En sus pensamientos y en sus sueños surgía una montaña, la Montaña del Dragón. La veía como un pico formidable, irregular, oscuro y misterioso, que se perfilaba contra un amanecer púrpura ribeteado en oro. Cada mañana se despertaba esperando divisar esa vista y cada mañana sufría una decepción. Una amarga decepción. Ranessa siempre estaba de mal humor por la mañana.

Desmontando, Wolframio caminó por el bosque en busca del Portal. Nunca había entrado en éste e iba repasando las indicaciones que los cenobitas le habían dado. En un cerrado meandro del río Deverel tenía que buscar la roca con vetas negras y blancas, y, cuando diese con ella, caminar quinientos pasos hacia el este en línea recta, hacia la cueva de las pinturas. Esa mañana habían llegado a un pronunciado recodo del río y allí estaba la roca blanca y negra, un enorme pedrusco que se alzaba en la orilla.

Wolframio caminó los quinientos pasos contando en voz alta, o intentándolo, porque tenía que interrumpirse constantemente para decirle a Ranessa que se callara porque su parloteo lo distraía. La chica se había pasado una semana encerrada en un hosco mutismo y, cómo no, decidía ponerse a hablar justo cuando no quería oírla. Seguro que había contado mal a causa de su cháchara, además de que no recordaba si los cenobitas se habían referido al tamaño de los pasos de un enano o de los pasos de un humano.

Se paró. Ése era el sitio, pero ¿dónde estaba la cueva? Anduvo a trompicones entre los árboles, manoseó los arbustos, hurgando y tanteando. Los cenobitas habían dicho que la entrada se encontraba oculta detrás de un grupo de abedules, pero no había visto ni un solo árbol de ese tipo.

Llevando a los caballos por las riendas, Ranessa iba detrás de él. Al menos, después de todas esas semanas juntos, por fin había conseguido enseñarle a montar lo bastante bien para no avergonzarlo. Los animales habían llegado a tolerarla, aunque no les caía bien. Y se había pasado la última media hora protestando en voz alta sobre aquel deambular sin propósito. Wolframio, que ya tenía los nervios de punta, se estaba planteando seriamente romperle la crisma con una rama de árbol cuando dio un traspié y cayó de bruces en un charco de barro.

A su espalda estalló una carcajada. Era la primera vez que Wolframio oía a Ranessa reírse y en cualquier otro momento habría dicho que tenía una risa agradable, profunda y gutural. Sin embargo, entonces y habida cuenta de que la risa era a su costa, sólo consiguió incrementar su ira. Alzó la cabeza y, cuando iba a soltarle un comentario mordaz, vio la entrada al Portal justo delante de él.

Nadie lo había utilizado hacía mucho tiempo, al parecer, porque el acceso estaba tan tapado con arbustos y matorrales que de no haberse caído en el umbral, por así decirlo, era más que posible que nunca hubiese dado con él.

Wolframio se incorporó con dificultad al tiempo que se limpiaba el barro de la cara.

—Trae los caballos —ordenó. Había divisado un arroyo cercano.

—¿Dónde? —demandó Ranessa.

—Voy a darme un baño. Y no estaría de más que hicieses lo mismo. Apestas.

—También apestan los caballos y no haces que se den un baño.

—Es distinto. Ése es el olor que tienen ellos. Un buen olor. Tú hueles a… a… —No se le ocurrió a qué olía. No era desagradable, como el de algunos humanos, sino perturbador—. A humo —dijo finalmente—. Hueles a humo.

Ella rió de nuevo, pero en esta ocasión era una risa burlona.

—La próxima vez que prendamos una lumbre tendremos que asegurarnos antes de lavar la leña.

—¿Por qué no te bañas? —preguntó el enano mientras se volvía hacia la mujer.

Ella le asestó una mirada fulminante.

—Tengo una marca fea en el cuerpo —dijo en voz baja—. Cuando era pequeña los demás la señalaban y hacían que me avergonzara de ella. Decían que la marca era la maldición de los dioses. Desde entonces… Pero ¿por qué me molesto? No lo entenderías.

¿Qué no entendería lo de la vergüenza y la maldición de los dioses?

—Por extraño que parezca, chica, creo que lo entiendo —dijo con voz gruñona—. Trae los caballos. No les vendrá mal un poco de agua.

—Y después buscaremos el Portal —manifestó ella.

—Oh, eso —repuso Wolframio como sin darle importancia—. Ya lo he encontrado. Ahí detrás. —Señaló con un ademán de la mano.

Ranessa lo miró fijamente, demasiado estupefacta para hablar.

Wolframio se sintió complacido consigo mismo. Por fin había conseguido ser el que decía la última palabra.

El viaje a través del Portal les llevó cierto tiempo porque era largo. A Ranessa le desagradaba, pero guardó silencio y no protestó. Los Portales mágicos, que discurrían fuera del tiempo y del espacio, no tenían una apariencia amenazadora. Diseñados por los magos de Antigua Vinnengael, se habían construido para viajeros, ya que el rey Tamaros creía que el conocimiento de la humanidad era la forma más segura de alcanzar la paz. Tenían el suelo gris, al igual que los laterales y el techo. Los caballos no se asustaban, sino que avanzaban por el Portal tan a gusto como si lo hicieran por sus pastos.

Para Ranessa era distinto. Los muros grises la constreñían, el techo se cernía sobre ella. Se sentía estrujada. Los otros Portales habían sido cortos, se podía ver la luz del día en ambos extremos, y eso la había ayudado a pasar por ellos. Pero en éste había perdido de vista la luz del día a su espalda y no la divisaba al frente, sólo se veía gris.

Le faltaba aire y empezó a jadear. El sudor le perló la frente y le corrió por el cuello. Notaba revuelto el estómago y pensó que iba a vomitar. Tenía que salir de aquel horrible lugar o éste se derrumbaría sobre ella y la asfixiaría.

Ranessa echó a correr. Wolframio gritó a su espalda algo de tener cuidado al otro lado porque nunca se sabía qué se podía encontrar fuera, pero no hizo caso. Afrontaría de buena gana hasta la negra perversión de la armadura con tal de no seguir un segundo más en el Portal.

La trevinici salió disparada por el extremo del Portal directamente a la oscuridad. Cuando habían entrado era media tarde, y ahora se había hecho de noche. Alzó la vista para ver la vasta cúpula del cielo sobre su cabeza, miríadas de estrellas brillando intensamente. El aire fresco del verano en declive le alivió el estado febril; respiró todo el que pudo en profundas inhalaciones. Ranessa sintió el deseo de volar, de elevarse hacia el cielo estrellado y dejar que el viento la llevara por encima de los árboles.

Tan fuerte era el impulso que anheló con toda el alma poder realizarlo. La certeza de que era imposible la hirió en lo más hondo del corazón. Desconsolada, se dejó caer al suelo y lloró de frustración, por el terrible dolor del anhelo inalcanzable.

Cuando Wolframio salió finalmente del Portal, conduciendo los caballos por las riendas, miró alrededor y no la encontró.

—¿Dónde se ha metido ahora esa condenada chica?

Los caballos no tenían una respuesta y tampoco les importaba gran cosa. Cansados, querían comida, agua y que los almohazaran un poco. Mascullando maldiciones, Wolframio los condujo hacia un arroyuelo, donde uno de los animales respingó y saltó ágilmente por encima de algo que había en el suelo.

El enano bajó la mirada y vio a Ranessa. Yacía hecha un ovillo debajo de un gran árbol, el cuerpo oculto por las densas sombras de la noche.

El miedo estrujó el corazón de Wolframio. Soltó los caballos y se agachó rápidamente junto a ella. Soltó un suspiro de alivio cuando sintió el latido firme y regular del corazón bajo sus dedos. No estaba muerta. Dormía profundamente. Le apartó suavemente el cabello de la cara y vio el brillo de la luz de las estrellas en las lágrimas que aún humedecían sus mejillas.

—Ay, muchacha, muchacha —le dijo quedamente—. Eres un suplicio, pero así me lleve el Lobo si no he acabado por tenerte aprecio. Y no sé por qué. —Wolframio se sentó a su lado.

»Nunca me había preocupado por nadie. ¿Por qué iba a hacerlo? Nadie se preocupó nunca por mí. Entonces, aquel día en que ese demonio negro me atacó, tú corriste a salvarme. Eras todo un espectáculo, muchacha, blandiendo tu espada, corriendo para salvar al viejo Wolframio. Como si mereciese la pena salvarlo. —El enano sacudió la cabeza y suspiró.

»Lo que quieran de ti los cenobitas o tú de ellos escapa a mi comprensión. Supongo que no tardaré en saberlo, ya que casi hemos llegado al final del viaje.

Dio de comer y de beber a los animales y los almohazó. También comió y bebió él sin perder de vista en ningún momento a Ranessa, que siguió dormida todo el tiempo. No encendió lumbre porque se sentía inquieto. Pasó en vela toda la noche, de guardia, esperando que amaneciera.

Ranessa se despertó y al principio no recordaba dónde se encontraba. Miró a su alrededor, desconcertada. El cielo estaba clareando. Las copas de los árboles recibían la luz del albor y los troncos se hallaban en sombras. Desorientada, se sentó y entonces oyó, cerca, un sonoro ronquido. Wolframio se había quedado dormido sentado. Apoyado contra un árbol, dormía profundamente, con la barbilla apoyada en el pecho.

La trevinici torció el gesto. El enano tendría tortícolis cuando se despertara y se pasaría el día protestando por ello. Se preguntó, sintiéndose culpable, si habría intentado despertarla de noche para que hiciera su turno de guardia, y concluyó que si lo había hecho y no lo había conseguido era culpa de él, no suya. Se disponía a despertarlo, sólo por el placer de oírlo gruñir y rezongar, cuando un destello de luz atrajo su mirada.

Ranessa se volvió hacia el este. El sol asomaba por detrás de un pico imponente, irregular, que se perfilaba contra el cielo de un amanecer púrpura ribeteado en oro.