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Hombre devoto y fiel, Gustav no cuestionó la elección de los dioses, pero pensó que quizá podrían haberlo hecho con más tino. ¿Por qué habían decidido enviar a dos jóvenes en una misión tan importante, sobre todo cuando había muchos guerreros adultos, entrenados y expertos donde escoger?

—¿Elegidos? ¿Elegidos para qué, Abuela? —preguntó Bashae, comprensiblemente desconcertado.

Entre los párpados hinchados y enrojecidos, Abuela echó una mirada centelleante a Gustav. El caballero observó largamente a los jóvenes que estaban de pie ante él en actitud respetuosa, en silencio, y fue entonces cuando empezó a entender la sabiduría de los dioses.

Quienquiera que estuviese buscando la Gema Soberana, perteneciera a quien perteneciese la inteligencia de los ojos que atormentaban sus sueños, buscaría guerreros adultos, entrenados y expertos y quizá nunca reparara en unos jóvenes bisoños.

También había otras razones. Cuando tenía la edad de esos dos chicos, Gustav había sido un habilidoso ladrón en las calles de Nueva Vinnengael. Había sacado ventaja de su juventud aparentando una inocencia que en realidad había perdido a los seis años, más o menos.

Llevar la Gema Soberana al Consejo sería una misión muy peligrosa para él, pero esa misma misión podría no ser peligrosa en absoluto para esos dos jóvenes, de los que indudablemente no se sospecharía que tuvieran en su posesión un objeto perdido de tanto valor. No sería preciso decirles la verdadera naturaleza de lo que llevaban. Lo único que tendrían que hacer era llevar una mochila de aspecto corriente a las tierras elfas y entregársela a cierta persona.

Gustav había sido testigo de su valor. Ambos jóvenes se habían desenvuelto bien en el combate con la vrykyl. Habían actuado con diligencia y sentido común al llevarlo a su pueblo, o eso había dicho Abuela, y no tenía razón para dudar de ella. Con todo, a la juventud le faltaba experiencia y la sabiduría de los años. Solía actuar con precipitación y después aprendía duras lecciones.

—¿Elegidos para qué, Abuela? —repitió Bashae, fruncido el entrecejo—. No entiendo…

—¡A callar! —espetó perentoriamente la anciana. Luego se volvió hacia Gustav—. ¿Así será, pues, señor caballero?

Gustav observó intensamente a uno y otro joven, ahondando en sus corazones. Había llegado a ser bueno juzgando a las personas durante sus setenta años de vida y estaba satisfecho con lo que veía. Allí había valor y lealtad, de eso no cabía la menor duda. En cuanto a lo demás, o tenía fe en los dioses o todo lo que había dicho y había hecho los últimos años de su vida era hipocresía.

—Los dioses han elegido bien —manifestó quedamente.

—Creo que sí —convino Abuela, bien que estrechó los ojos cuando volvió a mirar a los muchachos. Había oído el suspiro del caballero y adivinaba lo que estaba pensando. Se palmeó las rodillas e hizo un ademán a los jóvenes para que se acercaran. Los brazaletes tintinearon en los flacos brazos de la anciana.

»Venid aquí los dos. Sentaos. —Señaló un sitio delante de ella—. Escuchad mis palabras.

Bashae obedeció con rapidez. Jessan no se movió.

—Me gustaría quedarme, Abuela —dijo—, pero me marcho mañana con tío Cuervo para viajar a Dunkar y tengo mucho que hacer. Sólo vine a…

—Tienes más tiempo que algunos de nosotros —lo interrumpió bruscamente Abuela—. El suficiente para escuchar a una anciana. Siéntate, Jessan.

Al joven lo habían educado en el respeto a sus mayores y no le quedó más remedio que obedecer. Sin embargo, no se sentó, sino que se puso en cuclillas, listo para levantarse de un salto y marcharse en cuanto le dieran permiso para hacerlo.

—Lord Gustav quiere hacer una petición —dijo Abuela—. Seguramente será su última voluntad —añadió severamente en tuitil, la lengua de los pecwaes—. No vivirá para ver otro amanecer.

La actitud de Jessan se tornó más respetuosa. Bashae se acercó más al caballero moribundo. Solemne y con los ojos muy abiertos, puso la mano fuerte y curtida por el sol sobre la pálida y ajada de Gustav.

—Estamos dispuestos a realizar vuestra petición, lord Gustav —dijo suavemente Bashae—. ¿Qué queréis que hagamos?

Jessan permaneció callado, pero indicó con un breve cabeceo que escuchaba atentamente.

—Os lo agradezco a los dos. —Gustav sonrió—. Sé que me estoy muriendo, pero no os entristezcáis por mí. He tenido una vida larga y buena. He conseguido cuanto me propuse conseguir. Los dioses me colmaron de bendiciones y ahora, incluso al final, siguen haciéndolo.

Inhaló de forma entrecortada y apretó los labios para contener un quejido de dolor. Abuela le limpió el sudor frío de la frente. Cuando el dolor hubo remitido, el caballero continuó.

—No lamento mi muerte, pero hay una persona que sí me llorará.

—¿Vuestra esposa? —preguntó quedamente Bashae.

Gustav volvió a sonreír al evocar a Adela; rememorar su semblante hizo que el dolor remitiera. Lo esperaba en aquel más allá que cobraba realidad para él progresivamente a medida que se acercaba a ella. Lo haría muy dichoso reunirse con Adela, desprenderse de esta carga, librarse del sufrimiento. Pero todavía no… Todavía no… Y estos jóvenes no lo entenderían.

¿Cómo describir su relación con Damra? También una Señora del Dominio, había sido su amiga desde hacía mucho tiempo a despecho de sus edades dispares. Ella era la que contaba más años, pero seguía siendo joven según el patrón de su raza. Él era el mayor en cuanto a experiencia y sabiduría. Se habían conocido en Nueva Vinnengael durante una reunión del Consejo. La elfa se había interesado en su misión, en la Gema Soberana, y lo había invitado a visitarla en el reino elfo.

Acudió a su mente la imagen de la sencilla casa de Damra —hermosa en su simplicidad, como todas las mansiones elfas— construida en la ladera de un pico montañoso. Fue en su casa donde había buscado refugio en aquellos días espantosos que siguieron a la muerte de Adela. Allí, con ayuda de Damra, Gustav había recobrado el deseo de seguir viviendo.

—Sí —repuso Gustav en la confianza de que tanto Damra como los dioses lo perdonarían por su falsedad—. Es mi amada dama.

—Debe de ser muy mayor —dijo Bashae.

—Sí, lo es. Mayor que yo. Pero todavía fuerte y hermosa.

Bashae asintió con educación. Era obvio que Jessan pensaba que el anciano caballero desvariaba. El trevinici rebulló, ansioso por salir corriendo para ocuparse de sus cosas.

—Es elfa, ¿entendéis? —añadió Gustav, lo que dio pie a cejas enarcadas y miradas estupefactas incluso por parte de Jessan—. Los elfos viven muchos más años que nosotros y los achaques de la vejez les sobrevienen con mucha más lentitud. Tengo un objeto que quiero que le entreguéis para que me recuerde. Un recuerdo de amor. Necesito mensajeros de confianza que se lo lleven de mi parte.

Miró de reojo a Abuela, que asintió con un firme cabeceo. Gustav volvió los ojos hacia los jóvenes.

—Rogué a los dioses que me enviaran un mensajero. Vosotros dos habéis sido los elegidos por ellos.

El sorprendente desarrollo de la situación había cogido desprevenidos a los dos jóvenes, que lo miraron de hito en hito, sin que ninguno de los dos entendiera plenamente el sentido y la importancia de sus palabras. Entonces la comprensión se abrió paso en la mente de Bashae y fue como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. Se quedó boquiabierto y se señaló con el dedo.

—¿Yo? —preguntó.

—Y Jessan —dijo Abuela.

—¿Qué? —Jessan se puso de pie de un brinco. Miró alternativamente a Abuela y al caballero—. Pero no puedo. He de ir a Dunkar con mi tío para hacerme soldado.

—Es la petición de un moribundo —manifestó severamente Abuela en la lengua tuitil.

—Lo siento —se disculpó Jessan, a quien se notaba incómodo pero resuelto. Dio un paso hacia atrás, en dirección a la puerta—. Me gustaría ayudarlo, pero he de ir con mi tío. —Hizo un gesto vago con la mano—. Hay muchos guerreros experimentados, mayores, que se sentirán honrados de cumplir la voluntad del caballero.

—¡Pero, Jessan! —gritó Bashae mientras se levantaba para mirar a su amigo a la cara—. ¡Quiere que vayamos a las tierras elfas! ¡Los elfos, Jessan! ¡Nosotros! ¡Tú y yo! ¡Solos! —Hizo una pausa y se volvió hacia Abuela—. ¿Y tú autorizas esto, Abuela? ¿Crees que es correcto que vayamos?

—Los dioses han elegido —repuso Abuela—. Lo que creamos nosotros, los mortales, no importa.

—¿Ves? Ahí tienes, Jessan. ¡Qué aventura! ¡Tienes que venir! ¡Debes venir!

—No lo entiendes, Bashae —contestó el trevinici en voz seria, las oscuras cejas fruncidas—. Durante toda mi vida mi tío me ha prometido que él y yo seríamos guerreros y combatiríamos juntos. Es lo único que he deseado desde que tengo memoria. —Su mirada ceñuda se desvió hacia Abuela—. Quizá los dioses eligieran a Bashae, pero a mí no.

Giró sobre sus talones y salió a paso vivo de la casa de curación.

—Tranquilos —dijo Abuela a Gustav y a Bashae—. Los dioses han mezclado la masa. La levadura tiene que subir aún.

—Pero mi tiempo se agota —musitó Gustav, que inhaló entrecortada y dolorosamente.

—Tranquilo —repitió Abuela con suavidad al tiempo que le humedecía la frente—. Las manos de los dioses amasan el pan en este mismo momento. Bashae, ve a prepararte para el viaje. Te hará falta comida, agua, ropas de abrigo y una manta. Date prisa. Y regresa cuando el sol se ponga.

—¿Tendré que ir solo, Abuela? —preguntó Bashae, un tanto acobardado por la tarea.

—¿Es que no tienes fe en los dioses? —replicó secamente Abuela.

—Supongo que sí. Pero Jessan es muy testarudo.

Abuela frunció el entrecejo tan ferozmente al oír aquello que Bashae decidió que era hora de marcharse.

Gustav posó la mano sobre la mochila; una mochila idéntica a la que la vrykyl había creído hacer trizas. El caballero había utilizado la magia de la mochila para recrearla del trozo de cuero que había logrado salvar. La vrykyl no había detectado la Gema Soberana y ésta permanecía escondida en su interior. Cuando lo llevaron a la casa de curación, Gustav había ordenado que dejaran la mochila junto a él. No la había perdido de vista ni un momento. Si se quedaba dormido, era lo primero que buscaba con la mirada al abrir los ojos.

Miró de soslayo a Abuela. Necesitaba intimidad, pero sería descortés pedirle que lo dejara solo cuando la anciana había dedicado tanto tiempo a su cuidado.

Entre tintineos de las cuentas que se mecían contra los huesudos tobillos, Abuela se puso de pie.

—El envaramiento de la vejez. He de caminar para desentumecerme o me quedaré inmóvil para siempre y tendrán que llevarme de aquí para allí como a un niño pequeño. Si tienes sed, he dejado agua cerca, a tu alcance.

—Gracia, Abuela —dijo Gustav—. Sois una dama muy sabia. Una dama muy sabia y muy noble.

—¡Yo! ¡Una dama noble! ¡Ja! ¡Menuda ocurrencia! —Abuela soltó una risa honda. Se paró en la puerta y volvió la cabeza—. Le diré al enano que quieres hablar con él. —Hizo una reverencia con movimientos flexibles y se marchó.

Gustav ya no dudaba de la habilidad de la anciana para conocer sus pensamientos mejor que él mismo. Estaba abandonando el reino de lo físico y acercándose por momentos al reino del espíritu. Lo que hacía un mes lo habría hecho reír ahora le parecía perfectamente razonable.

—¡Adela! —musitó al tiempo que apretaba los dientes para no gritar de dolor, un dolor tan intenso que se le saltaron las lágrimas. Después, toqueteó las hebillas y abrió la mochila.

Gustav despertó de un sueño inquietante sobre ojos escudriñadores y se encontró con un par de ojos reales que lo miraban intensamente. El enano estaba en la casa, al igual que el guerrero trevinici. Gustav deslizó la mano bajo la manta que lo tapaba y comprobó que la Gema Soberana se hallaba a salvo y a buen recaudo.

—Agua, por favor —dijo entre toses.

Wolframio se apresuró a acercar el odre a los labios del caballero. Sin embargo, Gustav no pudo beber. Sacudió la cabeza. El enano, con expresión preocupada, dejó caer un hilillo de agua en la boca del caballero y le mojó los labios resecos.

—Gracias —dijo Gustav, que ya respiraba mejor. Desvió la vista hacia el guerrero, plantado cerca de la entrada; no quería adelantarse antes de verificar su identidad—. ¿Sois el tío de Jessan?

Cuervo contestó con un respetuoso cabeceo y se acercó por deferencia al caballero.

—¿Sabéis lo que le he pedido a Jessan? —preguntó Gustav.

—Sí, Abuela me lo ha dicho —contestó Cuervo. Se puso en cuclillas al lado del caballero—. También me ha dicho lo que Jessan respondió. No era su intención mostrarse irrespetuoso. Me disculpo en su nombre.

Cuervo hizo una pausa. Era obvio que quería considerar detenidamente sus palabras.

—En cualquier otro momento no habría entendido la elección de los dioses sobre este viaje. Habría dicho que se habían equivocado. Si algo me preocupa es la juventud e inexperiencia de Jessan, no su valor o su honestidad. Pero… —Saltaba a la vista que se sentía incómodo, y no dejaba de echar ojeadas a Wolframio—. Pero ha ocurrido algo inesperado. Algo que escapa a mi comprensión y mi entendimiento. Empiezo a pensar que quizá los dioses saben lo que se hacen, después de todo.

—¿Qué ha pasado? —La mirada de Gustav pasó del semblante adusto del enano al rostro sombrío del guerrero.

—Cuéntaselo tú —dijo Cuervo, que se retiró hacia las sombras aunque sin apartar la vista de Gustav, atento a cualquier cambio o ligero matiz de su expresión.

—Pues, os cuento, milord —empezó Wolframio, que se acercó más—. ¿Recordáis la maldita armadura que el demonio del Vacío llevaba puesta?

—Sí, claro. ¿Qué pasa con ella? La destruisteis, ¿verdad?

Wolframio sacudió la cabeza tristemente.

—Y no por falta de intentarlo, milord. Pero el joven se empeñó en conservarla. La trajo al pueblo, como regalo para su tío. —Señaló con un gesto del pulgar a Cuervo.

—¡Por los dioses benditos! —Gustav intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil—. Qué terrible error. Hay que destruir la armadura. ¡Es preciso!

—Sí, milord, en eso todos coincidimos —dijo secamente el enano—. Pero la pregunta es ¿cómo? —Bajó la voz y se inclinó sobre el caballero para hablar en un susurro—. La armadura ha empezado a sangrar, milord. A sangrar o a gotear algo. Un líquido negro como la pez y untuoso como aceite de lámparas. Y también letal.

—Encontramos los cuerpos de dos roedores que se habían acercado demasiado a ella —intervino Cuervo con tono grave—. Quizá bebieron el líquido. O quizá sólo lo pisaron. Hicieran lo que hicieran, estaban muertos.

—Lo que significa, milord —siguió Wolframio—, que no podemos quemarla, ni echarla al río, ni enterrarla. Sin duda esa venenosa ponzoña contaminaría todo a su alrededor. Así pues ¿qué hay que hacer?

—Debéis llevarla lejos del pueblo —contestó Gustav con voz fuerte y firme. El peligro había encendido la última chispa en sus ojos moribundos—. Muy lejos.

—Sí, eso es evidente. ¿Y luego qué, milord? ¡Dónde quiera que vaya lleva consigo su maldición!

Gustav meditó unos instantes y después hizo un gesto a Cuervo para que se acercara.

—Jessan dijo que vais a viajar a Dunkar. ¿Es cierto?

—Sí, milord. Soy soldado del ejército del rey Moross. Regreso a Dunkar mañana para incorporarme al servicio. Mi permiso casi ha terminado. Si no vuelvo, me tendrán por desertor.

—Regresaréis, naturalmente —convino Gustav—. Creo recordar que hay un Templo de los Magos en Dunkar.

—Sí, milord.

—Llevad la armadura al mago prior. Él sabrá qué hacer con ella.

Y mantenedlo en secreto. No se la enseñéis a nadie. No habléis de ella con nadie.

—¡El mago prior! —Cuervo respiró profundamente, con alivio, ante la idea de pasar el problema a otro—. ¡Por supuesto! Es muy poderoso en la magia, según dice mi comandante. Se la llevaré y le pediré que quite la maldición a nuestro pueblo. En cuanto a Jessan, partirá en la misión que le habéis encomendado y que lo conduce al norte, en dirección contraria, lejos de la armadura. ¿Quién sabe? Quizás esa maldición ejerce algún tipo de influencia funesta sobre él. Esta misión me permite retirar honrosamente la promesa que le hice, y a él que abandone el pueblo con honor. En verdad —añadió reverentemente— los dioses son sabios.

—Si son tan condenadamente sabios ¿por qué dejaron que el chico se llevara la armadura, para empezar? —rezongó Wolframio, aunque tuvo cuidado de que ninguno de los otros dos lo oyera.

Gustav se estremeció y cerró los ojos, exhausto; apenas le quedaban fuerzas. Con todo, tuvo energía suficiente para alargar la mano consumida y agarrar al enano cuando éste se disponía a marcharse.

—Tengo que… hablar contigo —dijo en un tono tan apagado que Wolframio le entendió gracias a que estaba mirándole los labios—. A solas.

Cuervo se marchó y, aunque aparentemente de mala gana, Wolframio se quedó.

—¿Sí, milord?

—Trabajas para los cenobitas de la Montaña del Dragón —empezó Gustav.

—No exactamente, milord —objetó Wolframio—. Ya que viajo tanto, de vez en cuando les informo de chismes que oigo por ahí.

—Y sin embargo te he visto allí en más de una ocasión.

—Me compensan por ello, milord —repuso secamente el enano.

—¡Vaya, vaya! —El caballero sonrió—. Necesito un mensajero para llevar un encargo a los cenobitas, Wolframio. Eres la elección obvia…

—Milord, haría cualquier cosa por vos, de verdad que sí —manifestó solemnemente el enano mientras se rascaba el brazo donde llevaba el brazalete—, pero ya tengo encomendado un encargo y… —Hizo una pausa—. ¿Qué es eso?

Con gran esfuerzo y aún más dolor, Gustav buscó debajo de la manta y sacó una caja de plata decorada con gemas. Wolframio la miró con recelo, sin ofrecerse a cogerla.

—Necesito alguien que lleve esta caja a los cenobitas —dijo el caballero.

—¡Acabáramos! —Wolframio se frotó un lado de la nariz con el dedo. Siguió sin hacer intención de tocar la caja—. ¿Y qué habrá dentro?

—Lo que guarda es un secreto que sólo pueden saber los cenobitas —repuso Gustav.

—El viaje a la Montaña del Dragón es largo, amén de peligroso en los tiempos que corren, milord ——señaló Wolframio, que frunció el entrecejo—. En especial para quienes pudieran estar relacionados con aquellos que están en conflicto con el Vacío.

—Entiendo —dijo seriamente Gustav——. Y me ocuparé de que seas bien recompensado. He dejado instrucciones a los cenobitas dentro de la caja para que entreguen todo mi patrimonio al portador de la caja.

—¿Y ese patrimonio sería…?

—Tierras en Nueva Vinnengael, todos los bienes muebles y las casas que hay en esas tierras. Y el contenido de la caja de caudales oculta en el castillo. Mi senescal sabe dónde y tiene la llave. Dentro de esta caja está también mi sello. De ese modo el senescal sabrá que quienquiera que se presente con ese anillo va de mi parte.

Wolframio miró la caja y los ojos le brillaron, aunque siguió sin hacer intención de tocarla.

—Respondedme a esto, milord. ¿La horrenda criatura que os atacó os buscaba a vos o buscaba esa caja? Se me ocurre —añadió mientras se atusaba el bigote y estrechaba los ojos— que, a juzgar por la magnanimidad de vuestra oferta, su primero objetivo era la caja y vos, como portador de ella, el segundo. Y que quienquiera que transporte la caja corre un gran riesgo. ¿Mi conjetura va bien encaminada?

—En cierto modo —contestó Gustav—. Correrás peligro si aceptas este encargo. Eso no lo niego.

—¿Por esas criaturas, los vrykyl?

—Lo ignoro. No sé si existen más. De ser así, confío en que los hayamos despistado.

—Y a esos dos jovencitos los mandáis en otra misión —dijo el enano con astucia—. ¿Su viaje tiene algo que ver con esta caja?

El dardo del enano dio de lleno en el blanco, tan certero que Gustav comprendió que mentir no serviría de nada.

—Tú eres el chorlitejo con el ala rota —dijo finalmente.

—Lo que significa que el peligro me persigue a mí y deja en paz a los jóvenes.

—Se te paga bien por correr ese riesgo —apuntó Gustav.

Wolframio le dio vueltas a la idea al tiempo que hacía girar el brazalete.

—Y esa heredad vuestra ¿es grande?

A Gustav le temblaron los labios. De haber tenido fuerzas, se habría echado a reír. Tal como estaban las cosas se limitó a responder.

—Sí, es grande, Wolframio el Descabalgado.

Al enano no le hizo ninguna gracia ese nombre. Miró al caballero y después se acercó para musitar en un ronco susurro:

—¿Tiene esto que ver con vuestra chiflad…? —Tosió, apurado—. ¿Tiene que ver con vuestra búsqueda, milord? —se corrigió.

—La recompensa es muy generosa.

Wolframio meditó un poco más y tendió la mano hacia la caja.

—Milord, estoy a vuestro servicio.

—Como ves, la caja está sellada —dijo Gustav mientras le entregaba la caja—. Ese sello no debe romperse. Es un requisito indispensable. La nota que hay dentro advierte que, si el sello está roto, también lo está el trato.

—Comprendo, milord. —El enano la giró a un lado y a otro para examinarla—. Es de manufactura pecwae, si no me equivoco. —Se la acercó a la oreja y la sacudió—. Suena a vacía. —Se encogió de hombros—. Podéis confiar en mí, milord. Me ocuparé de que llegue a su destino sana y salva.

Wolframio guardó la caja en la pechera de la camisa. Pensaba hacer unas cuantas preguntas más, a tantear, husmear e intentar que el caballero le revelara algo más sobre la caja y su misterioso contenido, pero Gustav había cerrado los ojos. Respiraba trabajosamente. Sus fuerzas se habían agotado y su vida estaba a punto de hacerlo.

El semblante del enano se tornó solemne. «Todo hombre que contempla el lecho de muerte de otro ve el suyo propio», como decían los elfos. Los enanos creían que al morir el espíritu entraba en el cuerpo de un lobo y así perduraba.

—Que el Lobo os acoja —musitó quedamente al tiempo que posaba la mano tosca y encallecida sobre la del caballero.

Sosteniendo la caja contra el pecho, Wolframio abandonó la casa de curación. Casi chocó contra Abuela en la puerta.

—¡Está dormido! —informó el enano en un sonoro susurro.

La anciana respondió con el resoplido desdeñoso. Entró en la casa y no la sorprendió encontrar a su paciente con los ojos abiertos.

—No te preocupes —le dijo. Le humedeció los labios con agua y volvió a ponerle el paño mojado que se le había caído de la frente—. Vendrán. Los dos. Los dioses han elegido.

—Ojalá vengan pronto —deseó Gustav con un suspiro—. Estoy muy cansado.

—¡Pero, tío, lo prometiste! —protestó Jessan.

No había acabado de pronunciar las palabras cuando se dio cuenta de que parecía un niño lloroso al que le niegan una ciruela, y no le sorprendió ver que el gesto de su tío se endurecía por el desagrado. Ya no podía retirar lo dicho, aunque sí intentar explicarse.

—Tío, soy el único del pueblo con mi edad que no tiene aún un nombre de guerrero. —Jessan no contaba a Ranessa. Nadie lo hacía—. Tuve ocasión de ir al sur con los otros, a Karnu, pero te esperé. Tú dices siempre que la familia debe permanecer junta, y estoy de acuerdo contigo. La familia debería estar junta, tío. ¡Llévame a Dunkar!

—No puedo, Jessan. Los dioses han hecho su elección.

—¡Los dioses! —El joven perdió los estribos—. ¡Ja! Si los dioses se han encarnado en una vieja pecwae apergaminada, entonces sí. ¡Una anciana que está tocada de la cabeza, que sepamos! Tío, yo…

Cuervo descargó un revés con la mano que dio de lleno en la boca del muchacho y lo tiró al suelo. El guerrero no se había andado con chiquitas. Su intención era que el golpe y la lección que llevaba implícita calaran hondo.

Jessan se sentó y sacudió la dolorida cabeza. Escupió un diente y se limpió la sangre de la comisura del labio partido. Echó una rápida ojeada a su tío que desvió rápidamente. Jamás había visto tan furioso a Cuervo.

—Un guerrero no habla irrespetuosamente de los dioses —amonestó Cuervo, a quien le temblaba la voz por la ira—. Los dioses tienen en sus manos la vida de un guerrero. Me sorprende que no las hayan cerrado en puños en lugar de abrirlas para concederte un gran honor. Lo que es más, un guerrero no habla de sus mayores faltándoles al respeto. Hacerlo es propio de un bejín cobarde y mezquino.

Jessan se levantó despacio. Miró a su tío directamente a la cara, impasible, consciente de haber obrado mal y aceptando su castigo.

—Lo lamento, tío —dijo—. Hablé sin pensar. —Se limpió de nuevo la sangre con el revés de la mano—. Perdóname, por favor.

—No soy yo el injuriado —apuntó severamente Cuervo—. Pide perdón a los dioses.

—Lo haré, tío.

—No puedes pedirle disculpas a Abuela porque tendrías que repetir lo que dijiste y confío en que palabras así nunca vuelvan a salir de tu boca. Pero en lo sucesivo harás sin falta y sin protestar hasta la más mínima cosa que Abuela te pida. De ese modo repararás tu ofensa.

—Sí, tío —aceptó Jessan, contrito.

Entonces supo que, por alguna razón, su tío no quería llevarlo con él a Dunkar. No podía haber otra explicación. Aunque devoto, Cuervo en Ataque habría sabido cómo soslayar con argumentos la decisión de los dioses si hubiera querido hacerlo. De eso no le cabía duda al joven.

Cuervo mantuvo la mirada iracunda en su sobrino unos segundos más y después, aplacado, cedió y abrazó con fuerza al muchacho.

—Vas a aventurarte en tierras extrañas, Jessan —le dijo cuando se apartó del joven, aunque sin soltarlo—. Tierras en las que nunca he estado. Tierras a las que no ha viajado nadie de nuestra tribu. Conocerás gentes extrañas, verás costumbres extrañas, oirás lenguas extrañas. Trátalo todo con respeto. Recuerda que para ellos el forastero eres tú.

Jessan asintió con la cabeza. Temía que le fallara la voz si intentaba hablar.

—Me despido de ti ahora, Jessan. Cuando regreses del viaje, ve a Dunkar. Te estaré esperando.

—Gracias, tío —repuso Jessan con voz quebrada.

Era un momento difícil y los dos hombres lo notaron.

—Creía que te marchabas mañana, tío —dijo finalmente Jessan.

—Ha surgido un imprevisto —contestó Cuervo, evasivo—. He recibido nuevas y tengo que reincorporarme a mi puesto.

—No olvides la armadura —advirtió Jessan.

—No lo haré, descuida —repuso secamente el guerrero.

—No sé qué le ha pasado —le confió Jessan a Bashae—. Cuervo ha estado comportándose de un modo raro desde que le di la armadura. Oh, dice que le gusta, pero creo que sólo es por cumplir. ¿Sabes? Ojalá hubiera hecho lo que dijo el enano y hubiera tirado la armadura a un barranco. Cuervo ha dicho que no voy a Dunkar, después de todo. Tengo que acompañarte.

Bashae soltó un grito de alegría. Entonces se fijó en el gesto abatido de su amigo.

—Lo siento, Jessan —se disculpó, contrito—. Sé que deseabas ir con tu tío. ¿Qué razones te dio?

—Dice que esta misión que los propios dioses me han marcado es mucho más importante que unirme al ejército de Dunkarga. Y que puedo ingresar cuando regrese. Le he estado dando vueltas. Quizá tenga razón. Como tú dices, esto va a ser una aventura. Viajar a las tierras elfas. Nadie del pueblo ha ido tan lejos nunca.

Bashae ejecutó una corta danza a la par que daba palmadas.

—Y yo seré el primer pecwae que viajará tan lejos. Me alegro de que vengas. Habría estado aterrado yendo solo, pero si me acompañas no tengo miedo.

Jessan suspiró y sacudió la cabeza. Deseó sentir tanto entusiasmo como su amigo, pero lo cierto es que estaba tremendamente desilusionado. Alzó la vista hacia el sol, que había pasado del cenit hacía rato y descendía hacia el oeste.

—Tengo que irme. Mi tío quiere marcharse pronto. Tú ve a ver al caballero. Me reuniré allí contigo.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó.

—Hoy ha sido el peor día de mi vida —masculló para sí—. Me alegraré de que acabe.

Al menos, pensó sintiendo una pizca de consuelo, todo lo que podía salir mal ese día, había salido mal. No imaginaba que pudiera pasarle nada peor.

Sólo había recorrido un corto trecho cuando oyó el golpeteo de unos pies a su espalda y una voz sin aliento que lo llamaba. Se volvió y vio que Bashae corría hacia él.

—¡Oh, Jessan! Menos mal que te he alcanzado. Se me olvidó darte una buena noticia —barbotó Bashae, jadeante por la excitación y el júbilo—. Abuela ha decidido que viene con nosotros.