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Cuervo en Ataque estaba listo para partir. Los vecinos, junto con el enano, habían acudido para desearle buen viaje. Wolframio sujetaba las riendas del caballo y acariciaba la nariz del animal mientras le hablaba suavemente. Cuervo iba a montar el corcel del caballero. Al principio el guerrero había rehusado aceptar un regalo tan valioso, pero, como Gustav había argumentado con toda razón, él no volvería a cabalgar nunca. El caballero sabía muy bien que si el animal se quedaba en el pueblo los prácticos trevinicis lo uncirían al arado. Sería mejor que el orgulloso caballo, entrenado para el combate, acabara sus días en el campo de batalla.

Cuervo charlaba con los ancianos del pueblo que se habían reunido a su alrededor para admirar el caballo. El petate de lona impermeabilizada, enrollado pulcramente, iba sujeto a la parte posterior de la silla de montar. Las alforjas contenían las ropas de Cuervo y las vituallas. El guerrero vestía calzón de cuero con largos flecos y una camisa, también de cuero. Lucía todos sus trofeos.

Al ver acercarse a Jessan, el círculo de gente agrupada en torno a Cuervo se abrió para dejar paso al joven.

—Bueno, sobrino, estoy listo para partir. —Cuervo, que se había vuelto sonriente hacia Jessan, posó la mano en el hombro del joven—. Que los dioses te acompañen en tu viaje.

—Falta me hará —contestó, cabizbajo—. Abuela ha decidido venir con nosotros.

La imagen de dos orgullosos jóvenes de camino a la aventura de su vida acompañados por una abuela surgió nítida en la mente del guerrero. La comisura de los labios le tembló; pero, al reparar en el gesto desolado y el ánimo abatido de su sobrino, Cuervo se tragó la risa.

—En tal caso, tienes una gran responsabilidad, Jessan —comentó con gravedad—. Se te confía un serio cometido.

Los ancianos del pueblo asintieron con la cabeza entre murmullos.

—Espero que demuestres ser merecedor de tal distinción y hagas que me sienta orgulloso.

Jessan levantó la cabeza, despejado el semblante. Cuervo le había devuelto el honor.

—Lo haré, tío.

Cuervo abrazó y besó a su sobrino y, después de abrazar a los ancianos e intercambiar el beso ritual con ellos, montó a caballo. Wolframio se apartó y el guerrero estaba a punto de ponerse en marcha cuando, de repente, Ranessa se abrió paso a empujones entre la multitud.

—¿Qué es esto, Cuervo? —demandó con su tono duro—. ¿No hay beso de despedida para tu hermana?

El guerrero la miró con gesto sombrío. Había hablado con los ancianos para que se ocuparan de su cuidado y albergaba la esperanza de marcharse antes de que la mujer se enterara de su partida.

Ella lo miró a su vez entre los oscuros y despeinados mechones de cabello. Despacio, Cuervo desmontó y se acercó a su hermana, aunque justo lo preciso para rozarle levemente la cara con los labios. Sin embargo, Ranessa le agarró los brazos con tanta fuerza que le clavó las uñas a través del cuero de las mangas y lo acercó más hacia sí.

—Libras al pueblo de la maldición —dijo en tono áspero y urgente—. Eso está bien, hermano. No te preocupes. Salvarás a tu gente, aunque a ti te perderemos. Te perderemos —repitió.

Cuervo sabía que Ranessa estaba loca y que su demencia crecía de día en día. Aun así, sus palabras ominosas le produjeron un escalofrío. Intentó retirarse de ella, pero la mujer se pegó a él y apoyó la frente en el amplio pecho del guerrero. Cuervo se sorprendió al ver el surco dejado por las lágrimas en las sucias mejillas.

—Has sido bueno conmigo —farfulló contra su pecho—. Más de lo que merecía. Te he martirizado. —Alzó la cara surcada de lágrimas; tenía los ojos brillantes, enloquecidos—. Si te sirve de consuelo, has de saber que me he atormentado más a mí misma que a cualquier otra persona.

Le dio un beso que más pareció un golpe, ya que fue brusco, fuerte y le dejó dolorida la mandíbula. Después giró sobre sus talones y salió del círculo. Los que se encontraban en su camino hubieron de apartarse con presteza o los habría arrollado y pisoteado con los pies descalzos.

Frotándose la dolorida mejilla, Cuervo la siguió con la mirada, desconcertado, inquieto. Al día siguiente descubriría que el beso le había dejado un cardenal.

Todos parecían sentirse incómodos. Percibían que la mujer había echado a perder la que, de otro modo, habría sido una despedida triunfal. Cuervo llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era partir de inmediato, antes de que a su hermana se le metiera en la cabeza regresar. Montó en el caballo, dijo adiós con la mano y se encaminó hacia el sur, en la dirección que conducía a Dunkar. A su paso, los vecinos del pueblo lo saludaron y expresaron sus buenos deseos hasta que se perdió de vista. Después se marcharon para emprender el arduo trabajo de buscar otra cueva en la que almacenar las vituallas así como las cosas de valor del pueblo.

Los ancianos se dirigieron a la casa de curación a fin de ayudar a despedirse a otro hombre que también emprendía viaje, uno mucho más largo y que llevaba a reinos desconocidos. Distinto del viaje de Cuervo, o eso pensaban.

En la casa de curación, Gustav se debilitaba por momentos. Cada inhalación era una dura batalla contra un enemigo al que se había enfrentado muchas veces. No lo lamentaba. La muerte era una enemiga ante la que podía perder con honor. Gustav ansiaba romper su espada, hincar la rodilla y proclamarse vencido, aunque no derrotado. Todavía le quedaban asuntos de este mundo por resolver. Aún tenía que pasar el trofeo a cuya búsqueda había dedicado la vida, por el que había dado la vida en su defensa. Entregaría el trofeo a dos jóvenes.

Ya Abuela.

—Me acerco al final de mi vida y jamás me he alejado de mi tienda más allá del río —le dijo la anciana tras hacerle saber su sorprendente decisión—. Nunca he visto un elfo. Y nunca habría visto un enano si mi nieto no hubiese atrapado uno. Sería más difícil capturar un elfo, supongo.

—¿Y vuestras comodidades? —arguyó Gustav en una leve protesta. No era precisamente el más indicado para pronunciarse en contra de aventureros de edad avanzada—. El viaje será largo y duro.

—¿Qué comodidades? —Abuela resopló con sorna—. Me paso las noches sin dormir por el dolor de huesos. Tanto me da estar en vela en el camino como en mi tienda con su ambiente cargado. La comida no me sabe a nada, así que da igual lo que coma.

—Descansaré en tierra extraña cuando muera —dijo Gustav—. No me importa. No tengo hijos que cuiden de mi tumba allá en mi patria. Pero vos habéis tenido muchos descendientes, según me ha contado Bashae. Todos los que han muerto están enterrados aquí. ¿No queréis que os entierren a su lado?

—No tengo un especial interés —contestó Abuela con un gruñido—. Para mí fueron una decepción, todos ellos. Siempre esperaban que me ocupase de ellos en este mundo y no me cabe duda de que esperan lo mismo en el mundo del sueño. Todos en fila con sus platos de comida vacíos, aguardando que se llenen. Bien, pues van a pasar hambre. Que me busquen. Les está bien empleado.

Gustav sonrió.

—Llamad a vuestro nieto —pidió.

Bashae estaba esperando fuera. En silencio y despacio, entró y se arrodilló al lado del caballero moribundo.

—Dentro de esta mochila está el recuerdo que ha de llegar a manos de lady Damra. Tienes que entregárselo a ella y a nadie más.

Levantó con esfuerzo la mochila; a causa de la debilidad de los músculos del brazo era como si fuese de hierro.

Bashae la tomó con delicadeza.

—Sí, milord —dijo.

—Puedes abrirla —indicó Gustav.

Bashae escudriñó el interior…

—¿Este anillo? —preguntó mientras sacaba un anillo de plata adornado con una gema púrpura.

—Sí, el anillo —confirmó Gustav—. Dáselo a lady Damra. Dile que dentro de la mochila está la joya más valiosa del mundo y que la envío yo, que la estuve buscando toda la vida. Se la doy a ella para que la lleve a su punto de destino final.

Bashae dirigió una mirada de incertidumbre a Abuela.

—¡La piedra sólo es una amatista! —comentó en un susurro audible.

—Quizá tiene más valor para los elfos, como las turquesas —le dijo Abuela.

—Claro. ——Bashae recordó la codicia reflejada en los ojos del elfo de Ciudad Salvaje.

—Es importante que la dama reciba también la mochila —encareció Gustav—. Lady Damra me la dio. Es mágica e igualmente muy valiosa.

—¡Mágica! —exclamó Bashae, impresionado y excitado—. ¿Y qué hace?

—Lady Damra te lo mostrará —dijo Gustav—. Yo ya no tengo fuerzas. No le cuentes a nadie que es mágica. Prométemelo. Si lo cuentas podrían intentar quitártela y eso no debe ocurrir.

—Sí, milord —respondió solemnemente Bashae, que parecía un tanto inquieto.

Lo cual le pareció muy bien a Gustav. No quería asustar al joven, pero esperaba inculcarle la importancia y seriedad de la misión. Confiaba en que los dos que iban a retomar su misión tuvieran un buen viaje, sin incidentes. Tal era el motivo de que hubiese entregado a Wolframio la caja que había contenido la Gema Soberana. Si los ojos que veía en sueños buscaban realmente la joya, quizá se sintieran atraídos por los residuos de magia que quedaban en la caja. La gema, oculta en un espacio temporal mágico, sería muy difícil de detectar. Con la maligna armadura de la vrykyl viajando en una dirección y la caja y su halo de magia benigna viajando en otro, se desviaría la persecución y el peligro de los dos jóvenes. Y de Abuela.

Justo entonces entró en la casa de curación el joven guerrero, Jessan. Bashae le mostró la mochila y repitió las instrucciones sin quitar ojo de Gustav un solo momento a fin de estar seguro de que las había entendido bien.

Gustav hizo una seña al joven guerrero para que se acercara.

Solemne la expresión en la presencia de la muerte, Jessan se arrodilló al lado del caballero.

—Id por el río Gran Azul hasta el mar de Redesh —instruyó Gustav, la voz poco más que un susurro. Tenía que hacer pausas cada dos por tres para coger aire. Respirar había dejado de ser un movimiento reflejo para convertirse en algo deliberado que acarreaba un doloroso esfuerzo—. Viajad por mar hacia el norte, a la ciudad de Myanmin, situada en la parte meridional de Nimorea. Ya en Myanmin, dirigios a la calle de los Fabricantes de Cometas. Preguntad por un hombre llamado Arim. Decidle que vais de mi parte y que le pido, en nombre de nuestra larga amistad, que os conduzca a casa de lady Damra.

—Sí, milord —dijo Jessan—. El mar interior de Redesh, la ciudad de Myanmin, la calle de los Fabricantes de Cometas, un hombre llamado Arim. Y, si no conseguimos dar con él, nosotros mismos encontraremos a vuestra dama aunque para ello tengamos que poner patas arriba la nación elfa.

Gustav tragó saliva y cerró los ojos. Ni siquiera le quedaban fuerzas para mover la cabeza. Cuando habló, Jessan tuvo que inclinarse sobre él para oírlo.

—Eres… humano. Los tromekinos no te dejarán entrar en su tierra… sin un intermediario. A los nimoranos… se los acepta…

Dejó de hablar y sus ojos contemplaron fijamente a Jessan, que pareció reflexionar sobre eso un momento y después asintió con un brusco cabeceo.

—Comprendo, milord. Se nos prohibirá entrar en las tierras elfas, pero ese nimorano, Arim, puede responder por nosotros y guiarnos.

A Gustav le complació la respuesta, y más aún con la idea que había detrás. Había terminado su tarea. La carga ya no era de él. La había pasado. Había hecho todo lo posible para asegurarse de que la Gema Soberana llegara a su destino a salvo. Ahora podía dejar de aferrarse a la vida y tender las manos hacia Adela.

Cerró los ojos. Se hallaba en una playa cuya arena brillaba como plata con la intensa luz del sol. El inmenso mar que se movía y respiraba como un ser vivo se extendía ante él. El sol teñía de oro las olas, que le lamían los pies; cada una de ellas se acercaba un poco más que la anterior. Las gaviotas volaban en círculo allá arriba y batían las alas contra el fuerte viento. Unas pequeñas aves marrones saltaban por la arena, con las alas plegadas, y corrían para esquivar las olas cada vez que una se acercaba demasiado.

Una ola rompió sobre los pies de Gustav. Cuando el agua se retiró, arrastró la arena por debajo. Cada ola se fue llevando un poco más, otro poco más.

Aguardó en la playa, esperó que Adela acudiera a buscarlo y lo condujera más allá de las olas a un agua calma.

Los ancianos del pueblo entraron en la casa de curación y se sentaron alrededor del lecho del moribundo caballero. Lucían sus mejores prendas e iban adornados con todos sus trofeos. Hablaron por turno, el más anciano en primer lugar; cada cual narró la historia de algún valeroso guerrero, ahora muerto, e invocó a su espíritu para que acudiera a la casa de curación. Contaron la historia de Lobo Solitario, que se había quedado en el campo de batalla junto a un compañero herido y que luchó hasta sucumbir finalmente ante un número abrumadoramente superior de enemigos en lugar de abandonar a su compañero de armas para que muriera solo. Contaron la historia de Arco de Plata, que disparó flecha tras flecha a los ojos de un gigante merodeador, plantado valerosamente en su camino cuando todos los demás habían huido. Estas y otras historias más relataron hasta que, a no tardar, la casa de curación estuvo abarrotada de héroes muertos.

Los ancianos estaban en mitad del relato de la historia de Beberrón de Cerveza, cuando alguien apartó a un lado la manta que cubría la puerta. Ranessa entró en la casa de curación.

Iba envuelta en la manta, en la que se arrebujaba. Llevaba las piernas al aire. Que todos supieran, era muy probable que debajo de la manta estuviera desnuda.

El anciano que estaba hablando enmudeció y le asestó una mirada furibunda por su intrusión. Ranessa no tenía derecho a encontrarse allí. No tenía razón para estar allí. Era un insulto para ellos y para el caballero moribundo. Uno de los ancianos se levantó y le puso la mano sobre un brazo. La mujer se soltó de un tirón.

—Déjame en paz, Barbagrís —dijo fríamente—. No voy a quedarme. Sólo venía a ver, eso es todo.

—Dejad que se quede —intervino repentina e inopinadamente Abuela.

Ranessa se adelantó hasta situarse junto al caballero moribundo. Contempló fijamente a Gustav durante largos segundos; después giró sobre sus talones y, tan repentinamente como había llegado, se marchó.

Los ancianos se miraron unos a otros, sacudieron la cabeza, levantaron las cejas y retomaron el relato sobre Beberrón en el punto donde lo habían dejado.

El caballero no pareció advertir la indecorosa interrupción. Tampoco había dado señal de que hubiera escuchado las historias. Tenía todo el aspecto de estar sumido en un tranquilo sueño del que pasaría a la muerte, cuando de pronto se le abrieron los ojos de golpe. Lanzó un ronco grito de angustia y los espasmos le sacudieron el cuerpo.

—El mal intenta arrastrarlo al Vacío —manifestó Abuela.

Los ancianos observaron con aire confiado, satisfechos de sí mismo. Abuela les había advertido que se prepararan para la batalla. Tal era la razón de que hubiesen convocado a los espíritus. Legiones de héroes trevinicis muertos rodeaban ahora al caballero y luchaban contra el Vacío por su alma.

La batalla fue violenta pero terminó pronto. El caballero exhaló un jadeo estremecido. El cuerpo se relajó. Las marcas de dolor y angustia se borraron de su semblante. Abrió los ojos y alzó las manos.

—Adela —musitó y con ese nombre exhaló su último aliento.

Abuela le cerró los ojos en los que ya no había el brillo de la vida.

—Ha terminado —dijo y añadió con satisfacción—. Hemos vencido.

Esa noche, a la luz de las estrellas, seis fuertes guerreros transportaron el cadáver de Gustav al lugar donde los trevinicis entregaban a sus muertos de vuelta a la tierra. Se lo dejó descansar en el túmulo funerario junto a otros trevinicis, un gran honor para con el caballero.

El pueblo entero acudió al día siguiente para despedirse de los viajeros que partían. No era propio de los trevinicis deprimirse o enfurruñarse o llorar por lo imposible. Cuando Jessan se levantó temprano esa mañana y se preparó para marcharse, estaba de buen humor, ilusionado e impaciente por visitar una tierra desconocida, lugares desconocidos. Viajaba ligero de equipaje: el arco, que había hecho él mismo bajo la supervisión de Cuervo; las flechas con sus puntas de acero; algo de comida; un odre y el puñal de hueso.

Barrió la casa de su tío, enrolló las mantas y las amontonó contra la pared. Hecho esto, sólo le quedaba otra tarea antes de reunirse con sus compañeros de viaje. Con los dientes apretados, fue a despedirse de su tía. No le cabía duda de que iba a decirle algo terrible, igual que había hecho con su tío, y que iniciaría el viaje con el mal sabor de sus palabras agoreras en la boca. Yendo a su vivienda confiaba en ahorrarse la humillación en público que Cuervo en Ataque había tenido que sufrir.

—Tía Ranessa —llamó Jessan, parado frente a la casa.

No hubo respuesta.

Jessan esperó un momento mientras empezaba a albergar una leve esperanza. Llamó de nuevo y, una vez más, sólo le respondió el silencio. Apartó la manta con la ferviente esperanza de no ver nada indecoroso y asomó la cabeza al interior. El olor a podrido e inmundicia casi lo hizo vomitar. Echó una rápida ojeada al interior. Ranessa no se encontraba allí. Jessan no tenía ni idea de adonde podía haber ido. Seguramente habría salido a dar uno de sus paseos errabundos. Se marchó deprisa. Había cumplido con su deber y nadie podía decir lo contrario.

Tenía que reunirse con Bashae y Abuela cerca del Círculo Sagrado. Conforme se acercaba allí, se oyeron gemidos y llantos y Jessan se preguntó quién más habría muerto aparte del caballero. Apretó el paso y llegó al Círculo a la carrera. Allí se encontró con que los gemidos los emitían los pecwaes, que lamentaban la marcha de Abuela y le suplicaban que se quedara.

De Abuela sólo se veía la coronilla blanca de la cabeza por encima de un montón de pecwaes llorosos, los cuales parecían querer ahogarla en sus llantos. También se hallaban allí los ancianos trevinicis, quienes intercambiaban miradas divertidas. Con aire de sentirse avergonzado, Bashae permanecía apartado a un lado de la muchedumbre. Su turbación creció al ver a Jessan. Éste reparó en el enano, también presente y observando la escena con una sonrisa.

—¿Qué ocurre? —demandó Jessan al tiempo que notaba el calor de la rojez iniciarse en la parte posterior del cuello y extenderse hasta cubrirle el rostro—. Todos se ríen de nosotros.

—Lo siento, Jessan —se disculpó Bashae, abochornado—. No es culpa mía. Abuela dijo que esto podía ocurrir e intentamos escabullirnos antes de que se hubiera levantado nadie, sólo que Abuela no se mueve muy en silencio. Se cosió unas cuantas campanillas de plata en la falda…

Jessan masculló un juramento.

—¡Sácala de ahí! —ordenó a Bashae en tono bajo al tiempo que miraba de reojo a los ancianos—. Y pongámonos en marcha.

Bashae se metió entre los pecwaes. En cierto momento desapareció por completo y sólo reapareció al llegar junto a Abuela.

—Jessan ha llegado, Abuela —anunció—. Tenemos que irnos…

La palabra provocó un gemido general que le puso el pelo de punta a Jessan.

—¡Silencio! —gritó Abuela, y el gemido se redujo a un lloriqueo—. No estoy muerta, aunque ojalá lo estuviera. Así me ahorraría esta algarabía. Palea, dejo a este montón de idiotas en tus manos.

A pesar de su aire fiero, Abuela demostró paciencia al permitir que todos los pecwaes le besaran la mejilla o la mano o el repulgo de su tintineante falda. Cuando finalmente consiguió salir del apiñado grupo, tenía las mejillas rojas y el cabello, siempre peinado pulcramente en un moño severo, le caía desgreñado sobre la cara.

—Volved a casa —ordenó a los pecwaes a la par que agitaba la falda en su dirección como si fuesen gallinas.

Palea se despidió de Bashae con un beso rápido. Sostenía en los brazos a una criatura que también besó a Bashae y lo llamó «padre». Sin embargo, eso no significaba nada, ya que todos los pequeños pecwaes llamaban así a todos los adultos de su poblado. Los pecwaes se marcharon sin dejar de lamentarse y por fin se restableció el decoro.

Después de la escena, los trevinicis abreviaron sus despedidas para alivio de Jessan. Dijeron que esperaban verlo regresar con muchos trofeos y con su nombre adulto ya elegido. Y no importaba que eso significara que esperaban que Jessan se dirigiera a una batalla y una matanza. Puede que otras gentes desearan un viaje sin peligro a los que partían, pero no los trevinicis.

Jessan les dio las gracias y pidió permiso formalmente para usar uno de los botes de la tribu. Su petición se concedió y ahí acabó todo. Los ancianos se volvieron hacia el enano, que acompañaría a los tres viajeros hasta el río Gran Azul.

—Nada de trofeos para mí —dijo Wolframio—. Eso lo dejo para los jóvenes. Un viaje sin incidentes y rápido es lo que deseo, ya que me esperan riquezas en abundancia al final del camino.

Los ancianos no sabían muy bien cómo responder a eso. La manifestación del enano era indudablemente infortunada, porque contar con dones que aún no se habían recibido era el modo más seguro de encolerizar a los dioses y hacer que esas gracias fueran retiradas. Con aire de sentir lástima por el enano, los ancianos se despidieron de él.

Wolframio se echó la mochila al hombro, agitó la mano en señal de despedida y echó a andar. Jessan iba a la cabeza del grupo, seguido por Bashae; el pecwae llevaba la comida y una manta enrollada para Abuela. Esta cargaba con una olla de hierro que iba colgada por el asa en la horquilla de un bastón de aspecto sólido, hecho con una rama de roble; en los agujeros de los nudos de la madera se habían incrustado ágatas a semejanza de ojos. Los ojos de ágata miraban en todas direcciones, vigilantes. De la punta del bastón colgaban también varias bolsitas que se mecían atrás y adelante, al ritmo de los pasos de la anciana. Wolframio cerraba la marcha, sonriente y agitando la mano.

Los habitantes del poblado empezaban a dispersarse para ir a los campos o reanudar otras tareas, cuando el sonido de los cascos de un caballo los hizo pararse. Jessan se volvió con aire anhelante. Albergaba la esperanza de que su tío hubiera pensado mejor las cosas y regresara a buscarlo. En cambio, vio a su tía Ranessa.

A lomos del caballo de su hermano, vestía calzones de cuero y una camisa del mismo material, con flecos, prendas que Jessan reconoció por haberle pertenecido antaño pero que le habían quedado pequeñas.

Montaba a pelo y era evidente que ni a ella ni al caballo les importaba lo que ocurría a su alrededor.

Ranessa pasó ante los vecinos sin mirarlos y cabalgó directamente hacia el grupo de Jessan. Al llegar junto a ellos frenó al caballo con un tirón de riendas demasiado brusco, lo que provocó un relincho de protesta del animal. Wolframio se encogió como si hubiese sentido el dolor de la bestia.

—He tenido un sueño —dijo la mujer—. Se me ha ordenado que vaya contigo.

Jessan decidió que antes la ataría a un árbol que consentir en que lo acompañara; entonces reparó en que su tía no lo miraba a él, sino al enano.

—Vamos, enano —dijo Ranessa al estupefacto Wolframio—. Monta detrás. Caminar es lento y debemos darnos prisa.

—Pero… Pero… Yo… Yo… —Wolframio tosió para aclararse la voz y por fin fue capaz de decir algo que tuviera sentido—. Ni hablar —empezó, lacónico, y de repente se llevó la mano al brazo—. ¿Qué? —demandó sin salir de su asombro—. No. —Soltó un gemido—. No me pidáis esto.

Estuvo con la cabeza gacha, sumido en profundas reflexiones, largos minutos.

—¿Qué te pasa? —inquirió Ranessa, ceñuda—. ¿Estás loco?

—¿Loco yo? —repitió Wolframio boquiabierto—. ¿Yo? —Asestó una mirada furibunda a la mujer mientras se frotaba el brazo y sacudía la cabeza—. Debo de estarlo para haber accedido a esto.

Uno de los ancianos agarró la brida del animal.

—No podemos permitir esto, Ranessa. Tu hermano te dejó a nuestro cuidado cuando se marchó. Faltaríamos a nuestra obligación para con Cuervo en Ataque si te permitiéramos…

—Oh, cierra el pico, viejo idiota —replicó Ranessa con rabia. El brillo de un acero centelleó—. Aparta la mano de la brida o te despedirás permanentemente de ella cuando te la corte por la muñeca.

Sostenía la espada con tan poca destreza como montaba a caballo, pero no cabía duda de que tenía intención de usarla. Obedeciendo una mirada del anciano, el resto de los trevinicis se movieron para rodear al caballo.

—¡Apartaos! ¡Os lo advierto! —gritó Ranessa, tan asustada como una liebre que intenta escapar de los sabuesos. Su miedo se trasladó al caballo. Sin gustarle su amazona, sin gustarle que la gente se cerrara en círculo a su alrededor, puso los ojos en blanco y enseñó los dientes con aire de estar a punto de salir disparado.

—¡Dejadla! —dijo una voz.

Abuela se abrió paso entre la gente y asestó una mirada fulminante a los trevinicis.

—¿Por qué sus sueños han de respetarse menos que los de cualquier otro? Si hubiese sido cualquiera de vosotros —los penetrantes ojos de Abuela se clavaron en todos— actuaríais conforme a los deseos de los dioses. ¿Es o no cierto?

Lo era. A menudo el nombre de adulto se le revelaba en sueños a un guerrero.

—El sueño le ha dicho que se marche —continuó Abuela—. Si se lo impedís, estaréis obstaculizando el deseo de los dioses.

—Entonces, puede marcharse —accedió el anciano al tiempo que daba un paso hacia atrás—. Pero el enano es libre de ir con ella o no, que él decida.

—Eso es lo que tú crees —rezongó Wolframio entre dientes—. Puede venir conmigo —añadió en voz alta. Miró severamente a Ranessa—. Pero no montaré detrás de ti como si fuese un bebé lloroso. ¡Y aparta esa espada antes de que te cortes las tetas!

Wolframio se acercó al caballo y apoyó la cabeza en la del animal. El caballo lo acarició con el hocico, agradecido. El enano levantó la vista y dirigió una mirada fulminante a Ranessa, que le respondió del mismo modo.

La lucha de voluntades se prolongó un momento y después la mujer bajó los ojos. Tras varios intentos inútiles, se las arregló para envainar de nuevo la espada. Malhumorada, se echó hacia atrás en la grupa del caballo y dejó sitio delante al enano.

Wolframio quitó el bocado al animal y arrojó a un lado brida y riendas. Los enanos tenían la habilidad de hacerse uno con su montura y los dos actuaban de común acuerdo merced al afecto y al respeto mutuos. Wolframio se subió al caballo.

—Aprieta con las rodillas así, muchacha —instruyó a Ranessa—. Puedes agarrarte a mi chaleco si hace falta. Ten en cuenta que si te caes, no pienso detenerme por ti.

El enano tocó ligeramente con los talones en los flancos del caballo, chasqueó la lengua de cierta forma y el animal se puso al trote, en dirección al río.

Wolframio montaba con agilidad en tanto que Ranessa brincaba en la grupa a la par que hacía todo lo posible por seguir sus instrucciones y se agarraba a él como si le fuera la vida en ello.

Jessan oyó un suspiro de alivio colectivo que recorrió el pueblo como una brisa refrescante.

—Me pregunto qué dirá tu tío —comentó Bashae.

—No hay mucho que pueda decir —repuso Jessan mientras se encogía de hombros. Y era cierto. Los dioses habían hablado.

Advirtió que un grupo de pecwaes se encaminaba en su dirección; uno de ellos gritaba que alguien del pueblo se había cortado un dedo y que Abuela debía ir a curarlo. Por suerte, Abuela se había quedado conveniente y repentinamente sorda. La anciana asió con fuerza el bastón y clavó la vista en el norte.

—Vamos —dijo Jessan y, sin más, salieron del pueblo.

Cuando pasaron ante el túmulo funerario, Jessan ordenó hacer un alto.

—Enséñasela —le dijo a su amigo.

Bashae llevaba la mochila colgada al hombro. Era tan grande y él tan pequeño que la mochila le rebotaba contra las rodillas al caminar. Jessan se había ofrecido a llevarla, pero Bashae se había negado aduciendo que el caballero se la había entregado a él y le había dicho que la guardara a buen recaudo en su posesión hasta que la pusiera en manos de lady Damra. Bashae levantó la mochila.

—Estoy haciendo lo que pedisteis —dijo en voz alta.

La alta hierba que cubría el túmulo se meció y las hojas de nogal que arrojaban sombra sobre el túmulo susurraron y se movieron. Pero era el viento.

Para bien o para mal, estaban solos, dependían de sí mismos.