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El sueño de Cuervo no fue un descanso sosegado, sino una carrera vacilante a través de un paisaje infernal de eternas arenas ardientes. Lo perseguían y no había un solo árbol en el que esconderse ni agua para saciar la sed atormentadora. Los ojos lo buscaban, y si se detenía, aunque sólo fuera un instante, lo encontrarían…

No podía despertar de esa pesadilla. Tenía el cuerpo demasiado exhausto y estaba dormido tan profundamente que era incapaz de salir de ella. Cuando después de casi doce horas consiguió despertar, se sentía peor que cuando se había desplomado sobre las mantas. Despertó con un estremecimiento y vio que tenía las mantas empapadas de sudor. Tiritando, se levantó y fue al excusado; allí vomitó más que un cachorro envenenado.

Después se sintió mejor; siempre era bueno purgar el cuerpo de malos humores. Se dirigió al pozo que había en los barracones y casi se bebió un cubo entero de agua. Era la primera que bebía desde hacía muchos días que no tuviese el gusto aceitoso de esa maldita armadura y le supo tan dulce como peras maduras al sol.

Todavía estaba aturdido y embotado, pero creyó que podría comer algo y conservarlo en el estómago. El olor a ajo invadía los barracones, y a Cuervo le resonó el estómago. A los dunkarginos les apasionaba el ajo y lo usaban en casi todas las comidas. Él no había comido ajo nunca hasta que fue a Dunkarga, pero enseguida se le había desarrollado el gusto por el bulbo picante. A los dunkarginos no sólo les gustaba el sabor, sino que afirmaban que mantenía a raya las enfermedades. Lo cierto es que los dunkarginos parecían ser inusitadamente sanos y rara vez sucumbían a las enfermedades más virulentas que tan a menudo castigaban a los habitantes de las grandes ciudades.

Con la boca hecha agua, Cuervo se encaminó a la lumbre trevinici, pero uno de sus compañeros le salió al paso.

—El comandante quiere verte ahora mismo —dijo Guedejones, llamado así por la impresionante colección de cabelleras enemigas que colgaban de su cinturón. Señaló hacia los barracones dunkarginos, cerca del lugar donde los mercenarios trevinicis tenían el campamento—. Drossel.

—¿Cuál es? —gruñó Cuervo. Había tantos comandantes dunkarginos en este ejército que nunca se los aprendería todos.

—Bajo, moreno de piel, patizambo, y bizquea —describió sucintamente Guedejones.

Cuervo asintió. Ahora recordaba al hombre. Siguió hacia la lumbre de cocinar. Vería al oficial a su debido tiempo, lo que podría ser después de comer o a la semana siguiente.

Estaba terminando la comida y se planteaba volver a dormir cuando reparó en un par de botas negras plantadas delante de él, con los amplios pantalones blancos que llevaban los militares dunkarginos metidos por las bocas. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, Cuervo alzó la vista hacia el comandante Drossel, que lo observaba.

—Tengo un asunto importante que discutir con vos, capitán Cuervo en Ataque.

Cuervo se encogió de hombros. Había acabado de comer, pero no se sentía bien del todo. En cualquier caso, conocía a los dunkarginos; cuando se les metía una idea en la cabeza, no descansaban hasta ponerla en marcha. Si no hablaba con él de inmediato, ese comandante lo perseguiría y no tendría un momento de paz. Lo mejor era acabar cuanto antes. Cuervo se puso de pie y acompañó al oficial a los barracones.

Drossel encontró un sitio tranquilo en la enorme fortificación e hizo entrar a Cuervo. El cuarto estaba vacío a excepción de una mesa y un par de sillas. No tenía ventanas, sólo intersticios en la parte alta de las paredes donde se habían dejado huecos para que circulara el aire. Desde el momento en que entró, Cuervo se sintió sofocado, inquieto.

El comandante Drossel señaló una silla, pero Cuervo se quedó de pie, consciente de que sentarse significaba prolongar la estancia. Drossel sonrió y volvió a señalar la silla. Para hacer más agradable su oferta, el dunkargino indicó un recipiente de barro y un par de jarras pequeñas de loza. Del recipiente salía humo y un aroma tentador llenaba el cuarto, y Cuervo olisqueó apreciativamente.

—Tenemos mucho de que hablar, capitán —empezó Drossel en tono de disculpa, como si supiera lo mal que se sentía Cuervo encerrado es aquel pequeño cuarto—. ¿Café?

La bebida caliente dunkargina llamada «café» no les gustaba a todos los trevinicis, que afirmaban que olía mejor de lo que sabía, pero daba la casualidad de que Cuervo era uno de los que sí la apreciaban. Se sentó en la silla y observó mientras el comandante vertía el denso y negro líquido en la pequeña jarra. El café llevaba miel, pero aun así seguía teniendo un gusto amargo. Cuervo dio un sorbo muy pequeño y apretó los ojos al saborear el amargor. Una vez que pasó esa sensación, pudo disfrutar del intenso sabor de los granos tostados y de la miel.

—Volvisteis pronto del permiso —comentó Drossel mientras sorbía su propio café.

Cuervo se encogió de hombros y no dijo nada. Eso era asunto suyo y a los oficiales no les concernía.

Drossel rió al tiempo que hacía hincapié en que a la mayoría de los soldados había que traerlos a la rastra y chillando de los permisos. Cuervo apenas le prestó atención. A los dunkarginos les gustaba gastar saliva hablando sin decir nada. Sorbió el café. Hacía mucho que no lo bebía. Los granos eran caros y él nunca había aprendido cómo se preparaba el brebaje. Cuervo no recordaba que el café tuviera efectos relajantes. La última vez que había tomado un poco se había sentido nervioso y excitado. Sin embargo, esta vez parecía que todos los músculos se le aflojaban. Los párpados se le cerraron. Tenía que concentrarse para oír lo que decía el dunkargino.

Drossel observó atentamente a Cuervo y después rodeó la mesa y se sentó en el tablero, muy cerca de él.

—Hicisteis una visita al Templo de los Magos anoche, ¿no es cierto, capitán?

Cuervo miró al hombre, parpadeando. No tenía intención de responder y se quedó atónito al oír su voz que hacía exactamente eso.

—Fui allí, sí. ¿Y qué?

—Entregasteis cierta armadura que habíais encontrado, tengo entendido —continuó agradablemente Drossel—. Una armadura negra. Muy rara.

—Maldita —dijo Cuervo. No quería hablar de eso. Hablar de la armadura era peligroso, pero no podía evitarlo.

—¿Dónde la encontrasteis, capitán? —preguntó Drossel, cuya voz perdió el timbre afable y se tornó más afilada—. Dijisteis que la habíais encontrado. ¿Dónde?

Cuervo se levantó para irse, pero era incapaz de caminar bien, tropezaba como si estuviese ebrio. Drossel le dio media vuelta y lo condujo de vuelta a la silla, y las preguntas se reanudaron. Las mismas, una y otra vez.

El guerrero vio la armadura, negra y pringosa; vio a Jessan retirando la manta, entregándole la armadura; vio a Ranessa que se reía de él, con las uñas afiladas como garras; vio al caballero moribundo, Gustav; vio a Bashae entrar corriendo en el campamento y contar la historia; vio al enano, Wolframio, jadeante y asustado. No le gustaba el enano; eso lo recordaba muy bien. Lo vio todo al mismo tiempo y supo que no debía hablar de nada de eso, pero su boca extrajo las imágenes de su cerebro y las escupió.

Sólo en ocasiones, cuando el peligro era tan malo que apenas podía soportarlo, fue capaz de frenar las palabras, pero hacerlo requería un esfuerzo inmenso por su parte, un esfuerzo que hacia daño y lo dejaba tembloroso y sudoroso.

Lo siguiente que supo fue que lo sacaban del cuarto dos soldados, que gruñían por el peso muerto. Lo tiraron en su tienda sin dejar de mascullar sobre bárbaros borrachos que no aguantaban el alcohol. Yació tirado en el suelo, que parecía caer continuamente debajo de él. Contempló los postes de la tienda, que se retorcían y se enroscaban ante sus ojos borrosos, y más que dormir, perdió el sentido.

Drossel fue al Templo de los Magos a informar de lo que había descubierto.

Nada más ver la negra armadura que había llevado el trevinici, Shakur supo que era la de Svetlana. ¿Cómo había llegado la armadura a estar en posesión de un trevinici? ¿Qué le había ocurrido al Señor del Dominio? Y, lo más importante, ¿qué había pasado con la Gema Soberana?

Después de hablar con Drossel tuvo respuestas. No todas —maldita la tozudez de los trevinicis—, pero sí las suficientes.

Sacó el puñal sanguinario, posó la mano sobre él y envió sus pensamientos a su amo. La conexión se estableció enseguida. Dagnarus había esperado con ansiedad tener noticias de Shakur.

Tras haber situado a sus fuerzas para atacar Dunkar, el Señor del Vacío se había marchado hacia el norte. En esos momentos se hallaba en las montañas de Nimorea, no muy lejos de Tromek, la nación elfa. Ni los nimoranos ni los elfos sabían que un inmenso contingente de feroces guerreros de otra parte del mundo amenazaba sus territorios. Dagnarus mantenía a sus taanes muy a raya. Marchaban de noche, a cubierto, valiéndose de la magia del Vacío para ocultar sus movimientos. Otro ejército de taanes acechaba a las afueras de la ciudad capitalina de Dunkar y aún había un tercero escondido en el territorio agreste de Karnu. Dagnarus estaba preparado para iniciar la conquista de Loerem.

—¿Qué nuevas hay? —Los pensamientos de Dagnarus palpitaron por las venas de Shakur como la cálida sangre que ya no circulaba por su cuerpo corrompido—. ¿Dónde está Svetlana? ¿Has recobrado la gema?

—Svetlana ha muerto, milord —respondió sin andarse por las ramas.

—¿Muerto? —repitió Dagnarus, hirviendo en cólera. Nunca había reaccionado bien ante las noticias malas—. ¿Qué quieres decir? Es una vrykyl. ¡Ya está muerta!

—Entonces, está más muerta —replicó Shakur con sorna—. Murió a manos del maldito Señor del Dominio. He visto lo que quedó de ella, milord. Un guerrero trevinici trajo su armadura.

—¿Y dónde está la gema?

—No estoy seguro, milord. Svetlana no la llevaba consigo, pero he hecho averiguaciones y tengo algunas ideas. Uno de nuestros agentes ha interrogado al trevinici.

—¿Qué dijo el hombre?

—Era reacio a hablar, milord, y se resistía a la poción de la verdad, pero conseguimos enterarnos de muchas cosas. El Señor del Dominio mató a Svetlana, pero no antes de que ella se las arreglara para herirlo de muerte. El trevinici encontró al caballero, moribundo. Llevaba consigo la Gema Soberana…

—¿El trevinici os contó eso? ¿Vio la gema?

—No, milord. El Señor del Dominio jamás revelaría semejante tesoro a un puñado de bárbaros. Sabemos por Svetlana que el Señor del Dominio estaba en posesión de la gema. Según el trevinici, el hombre estaba desesperado por concluir cierta misión antes de morir. ¿Qué otra cosa podía ser que llevar la gema a Nueva Vinnengael?

—Sí, tiene sentido —convino Dagnarus—. ¿Qué más has descubierto?

—El caballero murió y lo enterraron con muchos honores en el poblado. Ahora viene la parte interesante, milord. Tras su muerte, un enano, que había estado con el caballero y que incluso podría ser un compañero de viaje, se marchó del poblado. Al mismo tiempo otro grupo abandonó también el pueblo. No sabemos mucho sobre ese segundo grupo, ya que cada vez que nuestro agente presionaba al trevinici, el hombre se ponía muy nervioso y resistía los sondeos del agente. Éste supone que alguien de ese grupo está estrechamente relacionado con el trevinici y que los protege.

—¿El agente no descubrió nada más de ese trevinici? —demandó malhumorado Dagnarus—. Interrogadlo otra vez y no uséis una estupida poción. Tiene la información que necesito. ¡Hacedlo pedazos hasta que se la saquéis!

—Es trevinici, milord. No revelará nada por someterlo a tortura —manifestó Shakur de modo tajante—. Su desaparición hará que otros trevinicis empiecen a hacer preguntas. Lo buscarán y quizás alerten a los de su poblado… ¿Puedo sugerir otro curso de acción, milord?

—De acuerdo, Shakur. Eres un astuto bastardo. ¿Qué propones?

—Conocemos la ubicación de ese poblado. Enviaré allí a mis mercenarios en compañía de un bahk con órdenes de sacar toda la información que puedan de los lugareños. Con su asombrosa habilidad de olfatear la magia, el bahk será útil para descubrir la gema si sigue en el poblado…

—No la encontraréis allí —repuso Dagnarus, tajante—. La gema ha emprendido viaje, se mueve por el mundo. La percibo, la siento, la saboreo… ¿Y cómo no iba a hacerlo, Shakur? Durante doscientos años ese fragmento de mineral, esa bujería, esa joya ha sido el objeto de mi más caro deseo. Pagué por ella con mi sangre. La gema está manchada con ella. La veo en mis sueños. Alargo la mano para cogerla… y se escabulle. La gema viaja hacia el norte, Shakur. Viaja al norte… y viaja al sur.

Shakur hubo de esforzarse por controlar los pensamientos, pero aparentemente no lo consiguió ya que Dagnarus añadió:

—Crees que estoy loco…

—No, milord —pensó rápidamente Shakur, con premura—. ¿Y si ese caballero halló el modo de dividir la gema? Hace doscientos años se la fragmentó en cuarto partes. ¿No se la podría dividir más veces?

—¡No! ¡Imposible! —negó firmemente Dagnarus—. Vi la gema, la toqué. Estaba pensada para escindirse en cuatro fragmentos. Cinco, si cuentas el Vacío. Pero ni uno más. Ni la hoja de espada más afilada y bendecida por la magia más poderosa podría cortarla.

—Y, sin embargo, parece que ha ocurrido lo imposible, milord —observó el vrykyl.

—¿De veras? Veamos. Plantéate esto: el Señor del Dominio yace malherido, se muere, está desesperado. Pero también es listo y avispado. Lo bastante para encontrar la Gema Soberana, para derrotar y matar a uno de mis vrykyl. A fin de mandar lejos la gema no cuenta con gente que sea tan lista o tan inteligente o tan avispada como él. Al menos Svetlana logró eso. Consiguió provocar la muerte del hombre que podría habernos vencido. Obligó al Señor del Dominio a pasar la gema a otros más débiles y vulnerables. El Señor del Dominio haría todo lo posible por garantizar la seguridad de la gema, pero ya no puede protegerla, velar por ella.

»¿Qué haría entonces? Lo mismo que haría yo. Cuando envío a un mensajero al general de mis ejércitos no le digo la naturaleza del mensaje que lleva. De ese modo, si lo capturan, no puede revelar lo que no sabe. Si yo tuviese que enviar la Gema Soberana al Consejo de los Señores del Dominio en Nueva Vinnengael, no le contaría a quien la llevara la naturaleza de lo que tendría en su posesión. Le diría que era algo valioso, pero no cuán valioso realmente. Y ¿sabes qué otra cosa haría, Shakur?

—Utilizaríais un señuelo, milord.

—Exacto. Sé que habrá vrykyl buscando la gema. Temo que posean la habilidad de percibir su magia poderosa. Entonces, mando lo que será un señuelo…

—Pero la gema no se puede partir ni duplicar…

—Eso es cierto. Sin embargo, sabemos que los vinnengaleses siguen creando Señores del Dominio con los residuos del poder mágico que quedaban en el engarce que hallaron junto al cadáver de Helmos. Pongamos que la gema ha estado guardada en alguna caja o colgada de una cadena…

—¡Claro, milord! Ésa es la respuesta. El caballero mandó a dos grupos, uno con la gema y el otro con algo que está pensado como distracción, para desviar la persecución. Uno de los mensajeros es el enano. El otro grupo es aquel del que el trevinici era tan reacio a hablar.

—Me gusta tu idea, Shakur. Encuentra el poblado trevinici. Ocúpate personalmente del asunto, no se lo dejes a los mercenarios. Interroga a los habitantes y si saben lo más mínimo de la Gema Soberana sácaselo como sea. Una vez hecho esto, mátalos a todos. Acaba con cualquier hombre, mujer o niño que viera al Señor del Dominio o que sepa algo sobre la Gema Soberana. No quiero que otros Señores del Dominio se enteren de esa recuperación y den inicio a la búsqueda.

—Sí, milord. —Shakur estaba intranquilo, y la intranquilidad no se podía ocultar.

—¿Qué pasa, Shakur? —inquirió Dagnarus, que se dio cuenta enseguida.

—Siento informar que el hermano que habló con el trevinici cuando éste llegó con la armadura ha desaparecido. Como os dije, había tomado medidas para asegurarnos de que el entremetido hermano Ulaf no llegara vivo a Nueva Vinnengael con la noticia de una armadura con la magia del Vacío. Jedash se emboscó junto a la calzada, pero el hermano Ulaf no apareció. Poco después, el cocinero encontró una túnica desechada que resultó pertenecer al hermano Ulaf. Nadie lo vio después del encuentro con el trevinici en la puerta. No durmió en su cama. Por lo visto huyó durante la noche.

La ira de Dagnarus podía ser dolorosa si así lo elegía, ya que tenía un absoluto control sobre los vrykyl a través de la daga del vrykyl. Shakur tenía la impresión de que seguía llevándola clavada en la espalda, de que sentía el abrasador dolor que le había robado la vida y le había dado a cambio esta horrenda parodia de existencia. Cuando Dagnarus estaba furioso, la daga se retorcía y el dolor era atroz. Esperó, pero el dolor no llegó.

—En lo relativo a ese hermano desaparecido… —Fue como si Dagnarus se encogiera de hombros mentalmente—. Vio la armadura vrykyl, tal vez incluso la tocó. Estaba aterrado, así que huyó.

—Es una posibilidad —dijo Shakur, nada convencido e incapaz de ocultar su incertidumbre, aunque lo pagara caro—. Pero lo dudo, milord. Afirmaba ser un vinnengalés, de modo que no le di importancia al hecho de que fuera más lerdo de lo normal, pero me pregunto si no estaría fingiendo.

—¡Bah! Aun en el caso de que no fuera quien parecía ser, ¿de qué se enteró? Vio una armadura contaminada por el Vacío, nada más. Que se lo cuente al mundo entero si quiere, pero la información no les servirá de mucho.

—Aun así, milord…

—No discutas conmigo, Shakur —advirtió Dagnarus—. Mi más ansiado deseo se me ha concedido. Estoy de buen humor y, en consecuencia, inclinado a pasar por alto ese desliz por tu parte.

—¿Qué planes tenéis ahora, milord? —preguntó el vrykyl a la par que hacía una reverencia.

—Interpretando el descubrimiento de la gema como una señal, no voy a esperar más. Esta noche enviaré órdenes para proceder con dos de los tres ataques planeados. Mis tropas se lanzarán mañana al ataque contra Dunkar y el Portal karnués.

—¿Está todo preparado? —La estupefacción de Shakur era inmensa—. ¿Los ejércitos se encuentran en sus posiciones?

—En cuanto a Karnu, atacaré con las tropas que tengo allí actualmente. Los karnueses han enviado gran parte de su ejército a través del Portal hasta su extremo opuesto, en Delak’Vir, para prevenir un ataque de Vinnengael. Una vez que domine el extremo occidental de su Portal, no podrán mandar de vuelta a esas tropas. Cuando caiga Dunkar, las tropas de esa ciudad cruzarán en barco el Edam Nar y atacarán desde el mar la capital de Karnu, Dalon’Ren, mientras que otro ejército atacará por tierra. No es mi plan original, pero funcionará, ya que la caída de Dunkarga está asegurada.

»Porque lo está, ¿verdad, Shakur? —preguntó Dagnarus, que había notado la desaprobación de su vasallo.

—Todo está preparado, milord. No tenéis más que dar la orden. Pero ¿en qué contribuye a la recuperación de la Gema Soberana iniciar ahora la guerra de conquista?

—La gema va camino del Consejo de los Señores del Dominio, en Nueva Vinnengael. Sus portadores podrían viajar por tierra, pero es un camino plagado de peligros y les llevaría seis meses de duro viaje como poco, tal vez más. El Señor del Dominio tiene que haber recalcado a sus portadores la necesidad de darse prisa. Les diría que utilizaran uno de los Portales mágicos que conducen a Nueva Vinnengael, acortando de ese modo el viaje de seis meses a unas pocas semanas. Los Portales más próximos son el Portal karnués y el Portal elfo. Me apoderaré del que está en Karnu y, si los portadores intentan entrar por allí, los capturaremos.

—¿Y qué pasa con el Portal elfo, milord?

—Todavía no estoy preparado para atacar Tromek. La situación es demasiado delicada allí. Lady Valura está trabajando para hacerse con el fragmento elfo de la gema, y no osaré hacer nada que altere sus planes. Sin embargo, estoy aquí, y si la gema entra en territorio elfo, lo sabré. Vaya en la dirección que vaya la gema, los portadores encontrarán bloqueado el camino. Supongo que podrás dejar tu puesto en el templo sin levantar demasiados comentarios, ¿no?

—El inicio de la guerra me dará una excusa para ausentarme, milord. Con el disfraz de mago prior le diré al rey que abandono Dunkar para viajar al Templo de los Magos en Nueva Vinnengael, donde espero poner fin a este gran mal. Nadie cuestionará mi marcha y tampoco se cuestionarán el hecho de que el mago prior no regrese nunca.

—Probablemente quedarán muy pocos para preguntarse qué ocurrió —comentó Dagnarus, que se encogió de hombros una vez más.