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El terror dejó a Jessan sin respiración. El joven perdió toda sensibilidad en las manos, se le quedaron entumecidas. Los temblores le sacudían el cuerpo, la boca se le había secado y sentía hinchada la lengua. El vrykyl de sus pesadillas caminaba hacia él con la enguantada mano negra extendida.

—La gema —dijo una voz que desgarró a Jessan por dentro y descargó punzadas de dolor por todo su cuerpo—. Sé que la tienes. La encontraré aunque tenga que hurgarte el cerebro hasta que me lo reveles.

Jessan podría haber dicho la verdad, que él no tenía la gema, que quien la llevaba era Bashae. Jamás haría algo así. El miedo le roía los huesos, pero no podía consumir su corazón, su espíritu. Durante generaciones, los trevinicis habían cuidado de los pecwaes, el pueblo de gente pequeña y afable que dependía de los humanos, más fuertes. Fue entonces, en ese instante de terror, en el que el verdadero nombre de Jessan acudió a su mente. Puede que nunca tuviese ocasión de pronunciarlo en voz alta ni los demás de oírlo. Nadie lo sabría nunca. Nadie salvo él. Al menos moriría habiéndose ganado el nombre.

Defensor.

Asiendo fuertemente el puñal sanguinario, Jessan lanzó un grito feroz y se abalanzó sobre su adversario. Atacó a sangre fría. No había pensado derrotar al maligno ser. Un puñal de hueso no podía penetrar una armadura de metal. Su esperanza era incitar al vrykyl a que lo matara rápidamente y que así no lo obligara a traicionar a los que habían confiado en su protección.

Esperando que el arma se quebrara al golpear el peto del vrykyl, Jessan se quedó atónito al notar que el puñal se deslizaba a través del negro metal. El vrykyl se encogió como si el arma hubiese desgarrado carne viva y cálida.

Shakur sintió dolor; dolor físico. Doscientos años atrás, la mano de Dagnarus había empuñado la daga del vrykyl y se la había hundido en la espalda. Había sentido un dolor horrible, desgarrador, insoportable. Entonces se había alegrado de morir, pero se encontró con que se le negaba el dulce olvido de la muerte. El dolor de esa certeza había sido más desgarrador que el de la daga, y ahora sentía lo mismo. El puñal sanguinario alcanzó a Shakur en lo más hondo de su ser, en su esencia. Actuando como un pararrayos, la magia del Vacío del puñal empezó a absorber y disipar la magia del Vacío que mantenía unida la existencia de Shakur.

Una voz en el interior del vrykyl le susurraba que dejara que el puñal lo vaciara de magia, que fluyera a la silente oscuridad. Un rugido de rabia ahogó el susurro. Ese muchacho, ese mortal, ese insecto, había osado desafiar a Shakur, se había atrevido a intentar destruirlo.

El puñal de hueso seguía clavado en el pecho del vrykyl. Jessan aferraba el puño e intentaba hundirlo más. Shakur cerró la mano sobre la de Jessan y la sostuvo firmemente. Merced a un inmenso esfuerzo de voluntad, consiguió alternar la dirección del flujo de la magia del Vacío, de modo que dejó de consumirlo.

La magia buscó vaciar a Jessan.

El joven gritó y se retorció. Sentía que la vida se le escapaba y se debatió frenéticamente para soltar el puñal, pero Shakur lo sujetaba con una fuerza que le estrujaba la mano.

Un dolor punzante le subió a Shakur por el brazo. Se había olvidado de los otros guerreros. Se giró, iracundo, y vio a otro humano que lo atacaba, un nimorano que blandía un esbelto sable que brillaba con una luz ardiente. Sólo un acero bendecido por los dioses podía causar daño a un vrykyl, y ése era uno de ellos. El nimorano volvió a golpear en un intento de obligar a Shakur a soltar al joven.

El vrykyl hizo caso omiso. El dolor era como el picotazo de una abeja para él. Entonces sintió otro golpe, éste en la espalda, y esta vez el dolor fue mucho peor. Gruñendo, sin soltar a Jessan, Shakur giró rápidamente sobre sus talones.

La maldita Señora del Dominio. No había tenido tiempo para acabar con ella como era debido. Destruiría al muchacho, absorbería su alma igual que un gato absorbía el aliento de un bebé, y después se encargaría de los demás.

La Señora del Dominio volvió a golpearlo. Shakur soltó una exclamación ahogada y se estremeció, pero siguió sin soltar a Jessan. Estaba a punto de matar a la maldita mujer, de borrarla definitivamente de la faz del mundo, cuando una ráfaga de aire, fuerte como un siroco, lo alcanzó de lleno y lo golpeó con la potencia de un puño de hierro. Siete wyred avanzaban en su dirección, unidas las manos, los ojos chispeantes entre los trazos oscuros de los tatuajes. Sintió su magia, sintió la furia contenida de los dioses, una profunda inhalación ávida de desencadenarse, de destruirlo.

En su forma humana, Shakur siempre había sabido cuándo ceder frente a fuerzas superiores, cuándo desertar en una batalla, cuándo rendirse para poder reanudar la lucha otro día. Soltó al joven trevinici y Jessan se desplomó en el suelo. Shakur esperaba que no estuviera muerto. Se arrancó el puñal de hueso clavado en el pecho y lo arrojó desdeñosamente sobre el cuerpo desmadejado del chico.

—La maldición sigue contigo —dijo—. Al igual que yo.

Invocando su poder, el vrykyl se hizo uno con el Vacío. Era nada. Algo huero. Una sombra tenía más sustancia que él. Desapareció.

Damra mató al mercenario humano que quedaba. Arim se inclinó sobre Jessan y le tomó el pulso. Los wyred interrumpieron su hechizo.

—Buscad a la criatura del Vacío —dijo la cabecilla.

Dos de ellos se marcharon. La cabecilla mandó al resto de vuelta al Portal mientras miraba hacia el cerco exterior. El ruido de la batalla sonaba por doquier: el seco zumbido en el aire de rocas lanzadas por catapultas y que chocaban contra las torres; los gritos de los heridos y los moribundos; el extraño ululato del monstruoso enemigo.

La wyred se volvió hacia Damra.

—Señora del Dominio, el vrykyl iba en vuestra búsqueda. Nos hemos preguntado por qué.

—¿Se encuentran a salvo los pecwaes? —preguntó Damra, que eludió responder. Estaba totalmente extenuada. El horror del encuentro la había dejado temblorosa, apenas capaz de pensar. Sin embargo, tenía que seguir centrada. Tenía que pensar, decidir su siguiente movimiento.

—Lo están —dijo la wyred, que observó intensamente a Damra—. De momento, al menos. —Su mirada se desvió hacia el cerco exterior y luego volvió de nuevo hacia la otra mujer—. Viajáis en extraña compañía, Señora del Dominio.

—Con quién viaje es de mi incumbencia, no vuestra —repuso Damra mientras enfundaba cansinamente la espada.

No creía que Bashae revelara su secreto a los wyred, porque a buen seguro que lo habían interrogado, pero tampoco podía estar segura del todo. Los wyred sabían cómo intimidar cuando querían. Contenta de tener una excusa para evitar hablar con la wyred, se arrodilló junto a Jessan. Su actitud era descortés; claro que uno podía ser grosero con los wyred. Estaban acostumbrados a recibir ese trato.

—¿Cómo está el muchacho? —le preguntó a Arim—. Me temo que ha recibido una herida mortal.

—Tenía el pulso débil al principio, pero ha cobrado fuerza ahora. Es duro, este trevinici. Tiene rotos algunos huesos de la mano y ha perdido sangre por estos cortes, pero vivirá.

Jessan rebulló, agitó los párpados y después abrió los ojos de golpe. Con un aullido de terror, se sentó bruscamente y se lanzó al cuello de Arim.

—Tu enemigo se ha ido —dijo el nimorano, que sujetó al joven por los hombros y lo sacudió para hacerlo entrar en razón.

Jessan soltó un gemido de dolor. Retiró la mano herida y la sujetó contra el pecho, protegida por el brazo. Miró alrededor, tembloroso.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde ha ido?

—De vuelta a la oscuridad que lo engendró —contestó Damra—. El tuyo fue un acto valeroso, joven. Nunca había visto alguien tan valiente. O tan necio. —Sonrió para quitar hierro a sus palabras—. Estaba a punto de acabar conmigo. Me salvaste la vida.

Jessan enrojeció de placer por el elogio, pero tenía la obligación de ser sincero. Un guerrero de verdad sabía bien su valía, no tenía que mentir.

—No fui valiente. Fui… —Jessan pensó en lo ocurrido, y el recuerdo le provocó un estremecimiento—. No sé qué fui. No podía dejar que hiciera daño a Bashae. ¿Dónde están? Me refiero a Abuela y a Bashae. ¿Se encuentran bien?

Damra miró de soslayo a la wyred, que sin duda tenía bien erguidas las orejas para no perder una sola palabra.

—Están a salvo. Nos esperan en el jardín. ¿Puedes caminar? Si nos retrasamos mucho es posible que nos encontremos en medio de una guerra. Una vez que lleguemos al otro lado del Portal tendremos tiempo de curarte las heridas. Las de ambos —añadió al fijarse en Arim, que se vendaba el brazo con una tira de tela rasgada de su camisa.

—Puedo —contestó Jessan, que habría respondido lo mismo aunque hubiera tenido rotas las dos piernas.

Se puso de pie y se tambaleó ligeramente, pero fue capaz de sostenerse y andar por sí mismo.

—Aquí tenéis nuestros pases —dijo Damra mientras se los enseñaba a la wyred—. Esperamos entrar en el Portal sin problemas. Gracias por la ayuda contra el vrykyl —añadió de mala gana. No le gustaba estar en deuda con la casa Wyval por nada.

Tras saludar con una inclinación de cabeza, Damra echó a andar a paso moderado, sin quitar ojo de Jessan, preocupada. Sacudiéndose de encima el horror del encuentro con el vrykyl, el joven cobraba firmeza a cada paso, y Damra empezó a pensar que aún era posible que escaparan sin contratiempos cuando, para su irritación, la wyred se puso a caminar a su lado.

—No queremos apartaros de vuestras tareas —dijo Damra.

—Las defensas están dispuestas —repuso la wyred—. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Hay miles de esas criaturas, todas ellas expertas en el uso de la magia del Vacío. Eso no lo esperábamos.

—¿Al Escudo no se le ocurrió mencionároslo? —replicó Damra—. No se me ocurre por qué no.

Cuando entraron en el jardín, Bashae se acercó corriendo a Jessan.

—¿Estás herido? —preguntó con ansiedad—. Déjame ver.

Tomó la mano herida de su amigo y la examinó.

—Es la mano con la que manejo la espada —dijo el trevinici, claramente preocupado—. ¿Puedes curarla?

—No tenemos tiempo para curas —manifestó severamente Arim—. Seguid caminando. Después habrá tiempo para eso.

Bashae no le hizo caso y siguió examinando la mano de Jessan.

—Sí —contestó al cabo de un momento—, pero no todo a la vez y tampoco aquí. —Levantó la vista—, Arim tiene razón. Tenemos que estar en un sitio tranquilo.

La wyred se volvió para enfrentarse a Damra, de modo que le cerraba el paso.

—Podría impedir que pasaseis —dijo.

—Podríais intentarlo —contestó Damra—•. ¿Y de qué iba a servir una batalla entre las dos, salvo dar un motivo a nuestro enemigo para carcajearse?

—El Portal está a punto de ser tomado. Sois una Señora del Dominio. Vuestra espada y vuestra magia podrían sernos de ayuda. Si el Portal cae, la nación elfa estará en peligro.

—El Escudo debería haber pensado eso antes de retirar la guarnición del Portal —replicó secamente Damra—. ¿De verdad creéis que no sabía nada de este ejército? ¿Tan crédula sois? Por supuesto que estaba enterado. Ha hecho algún trato con esos humanos. Les está dando lo que viene a ser acceso seguro a través del Portal, un acceso pagado con sangre elfa.

—El Escudo es sabio… —empezó la wyred la vieja letanía, y entonces se calló.

Damra sintió pena por la mujer. Ella y los demás eran víctimas inocentes de la perfidia de su señor, y quizás empezaban a darse cuenta de ello.

—Os ayudaría si pudiera —dijo Damra, que había suavizado el tono de voz—. A pesar de que los vuestros estuvieron involucrados en el secuestro de mi esposo. —Al ver que la wyred parpadeaba comprendió que había dado justo en el blanco—. Pero tengo que combatir mi propia batalla, mi propia guerra.

—Contra el Escudo —dijo fríamente la wyred.

—No. —Damra señaló hacia el patio—. Contra ese vrykyl, contra criaturas del Vacío como ésa. Ese es el verdadero enemigo. Algún día, los antepasados así lo quieran, todos lo entenderemos y dejaremos de pelear entre nosotros.

—Vivís en un mundo muy bonito, Señora del Dominio —manifestó la wyred—. Me pregunto durante cuánto tiempo.

Furiosa, Damra se dio media vuelta y echó a andar.

—Es lo mismo que me pregunto yo —reconoció, sombría—. No mucho si nos quedamos aquí. Eso puede esperar —dijo con firmeza mientras daba un empujón a Abuela, que estaba sumida en algún tipo de ritual pecwae, a juzgar por el chillido. Corrieron hacia el Portal, un parche gris ovalado en contraste con un fondo de árboles y arbustos florecidos. Casi habían llegado a él cuando oyeron aullidos detrás que crecían de intensidad y volumen. Damra echó un vistazo por encima del hombro. Hordas de taanes cruzaban el patio a todo correr y directamente hacia ellos.

—¡Deprisa! —exclamó—. El vrykyl los ha enviado en nuestra persecución.

Una violenta ráfaga de aire le arrancó las palabras de la boca. Los árboles que rodeaban el Portal desaparecieron, las flores se desvanecieron. La ráfaga era tan fuerte que alzó por el aire a los pecwaes. Bashae chocó con Jessan. Arim agarró a Abuela cuando la anciana pasaba volando a su lado y la sujetó con fuerza mientras el viento amenazaba con arrancársela de las manos.

El cielo adquirió un fantasmagórico tinte anaranjado. El jardín desapareció y se encontraron en un paisaje desierto. La tierra se arremolinaba a su alrededor, les pinchaba la carne, les hería los ojos, los asfixiaba. El yelmo mágico de Señora del Dominio cubrió la cara de Damra y la protegió de lo peor de la tormenta de arena.

Jessan casi estaba doblado por la cintura, con el largo cabello ondeando a su espalda. Agarró a Bashae con una mano y se cubrió los ojos con la otra. Sacudido por el viento, Arim sujetó a Abuela, que se había enroscado alrededor del nimorano como un pañuelo en torno al tronco de un árbol. Gritó algo a Damra, pero la mujer no oyó ni una palabra con el bramido del viento.

—¡Agarraos de la mano! —gritó la elfa, gesticulando.

No la oyeron, pero sí la vieron. La armadura mágica brillaba como plata en medio de la extraña oscuridad gris anaranjada. Jessan gruñó de dolor cuando Bashae se agarró a su mano rota, pero lo sujetó. Enlazados, avanzaron a trompicones hacia el Portal. Damra era la única que lo veía; los demás no podían alzar la cabeza y la seguían a trompicones como un grupo de pordioseros ciegos.

La arena arremolinada oscurecía la vista a Damra y la dejaba casi tan ciega como al resto. Siguió adelante, la vista fija en el punto donde había localizado el Portal por última vez, atenta a cualquier atisbo del acceso. Los ojos le lloraban por el esfuerzo, y el miedo de que lo hubieran pasado por alto y estuvieran deambulando sin rumbo empezó a crecer en su corazón.

Siguió caminando en la dirección en que había visto el Portal, aunque los remolinos de arena la tenían aturdida y mareada. Empezaron a flaquearle las fuerzas. Los que se aferraban a ella eran un peso muerto. Siguió adelante, con firme resolución. Le pareció captar un atisbo del Portal, un destello gris, y un momento después el viento apartaba la arena. El Portal apareció justo delante de ellos. Con un suspiro de alivio, se lanzó al interior, medio tirando, medio arrastrando consigo a los demás.

La quietud del Portal los envolvió y dejó fuera el sonido del azote del viento y el espeluznante silbido producido por la agitada arena. Por acuerdo tácito, se pararon nada más entrar. Las lágrimas corrían por las mejillas sucias de Bashae. El pecwae tosió y resopló, pero no dejó de sujetar la mochila con todas sus fuerzas. Arim parpadeó e intentó librarse de las manos crispadas de Abuela. La anciana tenía los ojos cerrados, prietos los párpados, y se negaba a abrirlos. Jessan escupió arena y se examinó, taciturno, los brazos desnudos que sangraban por miles de cortes minúsculos, como si se los hubiese frotado con sal. Tenía la mano hinchada y los dedos doblados en ángulos extraños.

—¿Cuánto tiempo podrán mantener eso los wyred? —preguntó Arim con voz rasposa, ya que tenía la garganta en carne viva. Por fin consiguió soltarse de los dedos de Abuela.

—Depende de cuántos hayan realizando el hechizo —contestó Damra—. Quizá varias horas, pero no mucho más.

—Aun así, eso os da tiempo para llegar a salvo al otro lado —dijo el nimorano.

—Sí, pero no deberíamos… —Damra dejó de hablar al caer de repente en la cuenta de lo que había dicho el hombre.

Arim desgarró una tira de la camisa y se tapó con ella la boca y la nariz.

—Arim, no puedes regresar allí —arguyó Damra, consternada—. Ya oíste a la wyred. Hay miles de esos monstruos…

—No soy un necio, Damra —dijo Arim, chispeantes los ojos y la voz apagada por el trozo de tela—. No tengo intención de luchar a menos que sea necesario. Me escabulliré aprovechando la confusión y regresaré a casa. He de informar a mi reina. Esta guerra no es sólo entre elfos.

—Arim, no puedes hacer esto —musitó la mujer, que le habló en elfo—. Vas a desperdiciar tu vida. No esperarás pasar a través de…

—He de intentarlo, Damra —la interrumpió quedamente el nimorano—. He de intentarlo. Transmite todo mi afecto a Griffyd. Que la Madre y el Padre os guarden.

—Arim —empezó la mujer, pero comprendió que discutir no iba a servir de nada. Estrechó las manos de su amigo y lo besó en las mejillas—. Que los antepasados te guarden, Arim.

El nimorano se volvió hacia Jessan, que tenía el semblante ceniciento por el dolor, y hacia los dos pecwaes, que lo miraban con consternación.

—¿Dónde crees que vas? —demandó Abuela.

—De vuelta a mi patria —contestó Arim—. Algún día vosotros también regresaréis sanos y salvos a la vuestra. Ése es mi más caro deseo para todos vosotros. Jessan, eres un guerrero valeroso. Lo que es más, me has revelado la sabiduría de los dioses. Si hubiese seguido lo que me decía la cabeza y os hubiera alejado a ti y al puñal sanguinario, ahora todos estaríamos muertos.

—Te considero un amigo. Si vas por las tierras trevinicis, serás huésped de honor de mi casa —dijo Jessan.

Arim inclinó la cabeza, conmovido. La amistad era el mayor regalo que un trevinici podía ofrecer. El nimorano se volvió hacia Bashae.

—Los dioses eligieron bien. Has demostrado ser un verdadero portador, tener arrojo.

—Gracias, Arim —dijo el pecwae; su respuesta le pareció insuficiente, pero no se le ocurría nada más. Desde luego, no daría voz a las palabras que había en su corazón, que eran de lágrimas y malos augurios.

—Si es que sigues decidido a marcharte, lleva esto contigo —intervino Abuela mientras hurgaba en el fardo que iba colgado en el bastón de ojos de ágata y sacaba una turquesa.

—Pero ésa es una de vuestras turquesas de protección —protestó Arim—. No puedo aceptarla.

—Veintisiete, veintiséis… ¿qué más da? —repuso Abuela, que le puso en la palma de la mano la gema y le cerró los dedos sobre ella—. Tú vas a necesitarla más que yo.

Arim se llevó la turquesa a los labios con gesto reverente y luego apretó con fuerza la mano.

—Que los dioses caminen a vuestro lado y os rodeen con su brazo.

Desenvainó el sable, los saludó con una floritura y, antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de decir nada más, salió corriendo del Portal. Se perdió de vista de inmediato entre los remolinos de arena.

—¿Qué le pasará? —preguntó Bashae. El pecwae contemplaba fijamente la salida del Portal con la esperanza de captar un atisbo de su amigo. Al no recibir respuesta de Damra, Bashae se volvió a mirarla—. Va a morir, ¿verdad? No tiene la menor oportunidad. Lo atraparán y lo matarán.

—No, ni hablar —repuso la elfa en un tono que intentaba sonar tranquilizador—. Arim el Fabricante de Cometas es fuerte y astuto. Algún día os contaré una historia sobre cómo sobrevivió a un peligro mayor que éste.

—No le pasará nada —manifestó Abuela con una seguridad inmensa—. Le di mi turquesa.

—¿Tu turquesa, Abuela? —Bashae parecía muy preocupado de repente—. Pero tienes otras ocho, ¿no? Eran nueve para Jessan, nueve para mí y nueve para ti, ¿verdad?

Abuela soltó una risita divertida.

—¡Ja! Como si yo necesitara nueve piedras protectoras. Eran trece para ti y trece para él —gesticuló con el pulgar hacia el trevinici—, y una para mí. Y realmente no la necesitaba. Él sí. —Señaló con un brusco cabeceo hacia la dirección por la que había desaparecido Arim—. Menudo insensato —musitó—. Pero su intención es buena.

»Y no quiero oír una sola palabra más sobre eso —barbotó a la par que asestaba una mirada feroz a Bashae, mirada que trasladó después a Damra—. ¿No deberíamos ponernos en marcha? ¿O vamos a quedarnos plantados aquí todo el día?

—Sí, deberíamos marcharnos —convino la elfa, alicaída. No tenía mucha fe en la turquesa—. Sólo disponemos de unas pocas horas para llegar a nuestro destino, antes de descubrir que tenemos ese ejército pisándonos los talones.

—Bueno ¿y dónde estamos? ¿En una cueva? —Abuela olisqueó—. No me huele como una cueva.

—Nos encontramos dentro del Portal mágico —explicó Damra al tiempo que conducía a sus protegidos túnel adelante.

—Un Portal —repitió Abuela en tuitil, con los ojos abiertos de par en par. Alzó el bastón de ojos de ágata—. Echad un vistazo, chicos. No volveréis a ver nada igual.

—Ahora puedo ocuparme de tu mano —le dijo Bashae a Jessan—. No puedo arreglar los huesos, pero sí aliviar el dolor. Tendremos que hacerlo mientras andamos, así que intenta sostenerla con firmeza.

El trevinici sostuvo la mano contra el pecho mientras Bashae sacaba unas piedras verdes y rojas de su bolsa. Con cuidado, murmurando algo entre dientes, el pecwae puso las hematites en la palma de la mano rota de su amigo.

—¿Mejor? —preguntó a la par que la observaba con aire de experto—. Mira, la inflamación está bajando. Arreglaré los huesos cuando nos paremos para hacer noche. Mientras tanto, intenta no moverla, si puedes.

—Está mejor —dijo Jessan—. Gracias. —Guardó silencio un momento y después añadió, azorado—: Tengo mi nombre de adulto. Me vino cuando luchaba con el vrykyl.

—¿En serio? —preguntó Bashae, complacido por su amigo—. ¿Y cuál es?

—Defensor —repuso con aspereza.

—Es algo simple —comentó, decepcionado, el pecwae—. No como «Cortacabezas» o «Tragacerveza». ¿Crees que podrás conseguir otro mejor? ¿Algo un poco más interesante?

—Me gusta éste —contestó Jessan a la par que sacudía la cabeza.

—Bueno, vale. ¿He de llamarte Defensor a partir de ahora, en vez de Jessan? Puede que tarde un poco en acostumbrarme.

—Aún no. La tribu ha de decidir si es adecuado.

—Bien —dijo el pecwae con alivio—. Entretanto, sigue atento por si acaso te surge otro nombre.

Jessan no contestó nada que truncara sus esperanzas. Sabía que había encontrado su nombre. Lo que tenía que hacer ahora era hacerle honor, estar a la altura. Bajó la vista hacia el puñal de hueso que aún llevaba colgado al costado. Le había salvado la vida y casi le había costado la vida. Involuntariamente, su mano se cerró sobre la empuñadura y sintió de nuevo cómo penetraba el arma a través de la armadura del vrykyl, sintió retorcerse el puñal en su mano, sintió la ira abrasadora del vrykyl, sintió cómo se evaporaba su propia vida, sorbida por el vrykyl para llenar su horrendo vacío.

Al joven lo sacudió un estremecimiento que empezó en sus entrañas y se propagó por todo su cuerpo. Lamentaba haberlo recordado, y en ese momento supo que jamás lo olvidaría. Cada vez que mirara el puñal sanguinario oiría las palabras del vrykyl: «La maldición sigue contigo. Al igual que yo».

Damra los espoleó sin clemencia y sólo permitió breves paradas para descansar e intentar oír lo que pasaba a su espalda.

Al no escuchar nada, los urgía a seguir adelante.

Los defensores del Portal todavía resistían, pero no lo harían durante mucho tiempo. La ilusión se consumió. Los wyred luchaban sus propias batallas en el cerco enterior. Los elfos habían abandonado la puerta y se habían retirado a las torres situadas en el cerco exterior. Una vez dentro, los elfos replegaron las pasarelas que conectaban las torres a los muros y cerraron las puertas situadas a dos metros sobre el suelo.

Los elfos que se refugiaron en las torres tuvieron un breve respiro, pues los taanes no los atacaron de inmediato. Al principio Lyall no entendió por qué, pero luego la respuesta resultó obvia. El comandante enemigo los tenía atrapados como ratas. No era necesario preocuparse por ellos; no podían perjudicarlo. Mantuvo el control del cerco exterior y lanzó a sus tropas a través de la puerta hacia el cerco enterior cual un enjambre. Arqueros elfos ocuparon las troneras y dispararon a las criaturas conforme pasaban por delante en una sólida masa, a millares. Los elfos podían alcanzar a uno o dos o veinte, pero ¿qué importancia podía tener? Era como intentar dejar seco el océano bebiéndoselo gota a gota. Los arqueros se fueron quedando sin flechas y Lyall les ordenó que dejaran de disparar. Les harían falta las que tenían para el asalto final.

Comprendió claramente el plan del enemigo. Dirigir a través del Portal el grueso del ejército y dejar atrás una fuerza pequeña para reducir la resistencia.

Lyall se había sentado con la espalda recostada en la pared; una postura apropiada, pensó para sus adentros. Estaba herido, pero otro tanto ocurría con todos los elfos que había en la torre. La sangre había vuelto resbaladizo el suelo. Vio morir a un guerrero ante sus ojos. El soldado no emitió sonido alguno, no gimió, no habló. Lyall no se había dado cuenta siquiera de que el hombre estaba herido hasta que volvió la vista hacia él y advirtió la mirada petrificada de la muerte en sus ojos.

—¡Señor! —llamó uno de sus hombres, sacándolo de su abstracción—. Deberíais acercaros a ver esto.

Lyall se levantó con movimientos torpes, el gesto torcido por el dolor, y cojeó hacia la aspillera.

El soldado señaló. Varios taanes se habían separado del grueso del ejército y se encaminaban hacia la torre. No llevaban armadura, sino que vestían ropas negras. Una especie de extraño capuchón ceremonial les cubría las horrendas caras.

—Disparadles —ordenó inmediatamente Lyall—. No los dejéis acercarse.

Se apartó para dejar sitio a los arqueros. Los elfos dispararon sus escasas y valiosas flechas, sin apresurarse, con la esperanza de hacer blanco con cada una de ellas.

Un chamán taan alzó una mano garruda y atrapó una flecha en pleno vuelo. Otra flecha alcanzó a un taan en el pecho, pero desapareció en un fogonazo. Los elfos siguieron disparando y un arquero dio en el blanco. El chamán se desplomó hacia atrás, aferrando la flecha hincada en el cuello, ahogándose en su propia sangre.

—¡Una argenta para ese arquero! —gritó Lyall.

Los elfos lanzaron vítores, pero el alborozo no duró mucho. Los otros chamanes no prestaron atención a su compañero caído. Se pararon y alzaron las voces en un ululato sobrecogedor. Los elfos incrementaron los disparos a fin de detener el hechizo, pero sin resultado. Los seres parecían ajenos a las flechas, al peligro. Uno recibió un flechazo en el muslo, pero ni se inmutó.

Los elfos esperaron, tensos, el resultado del hechizo: un terremoto; grietas en los muros; paredes tornándose barro… Ése era el tipo de hechizos utilizados por los humanos.

No ocurrió nada.

Los elfos empezaron a reírse. Uno dijo que le recordaban niños que jugaban a ser magos. Otro, que le recordaban lagartos jugando a ser hechiceros, cosa que provocó carcajadas más fuertes. Lyall sonrió, pero no se unió al regocijo. Esas criaturas, por horrendas y bestiales que pudieran parecer, actuaban completamente en serio. En las voces había una malévola inteligencia, y lo que se reflejaba en los ojos resultaba ciertamente amedrentador.

Lyall sintió una repentina opresión en el pecho, como si no pudiera inhalar suficiente aire. Respiró hondo y tuvo que esforzarse para conseguirlo. La siguiente inhalación le costó un esfuerzo ímprobo. A su alrededor, los soldados jadeaban para coger aire. Lo miraban y se miraban unos a otros con el espanto de la comprensión plasmado en los ojos.

La magia estaba absorbiendo el aire de la torre.

A Lyall le ardían los pulmones y los ojos le escocían con estallidos luminosos. Los soldados se desplomaron en el suelo. Con la esperanza de inhalar aire, Lyall se acercó, tambaleándose, hacia una de las aspilleras. No lo consiguió. Cayó de rodillas. Con las manos apretadas sobre el pecho, jadeó, dominado por el pánico, pero no consiguió llevar aire a los pulmones.

«Ojalá haya valido la pena…», fue su último pensamiento.

A varios kilómetros de distancia, en lo alto de un cerro desde el que se divisaba el Portal, un millar de soldados de infantería elfos y un centenar de caballeros montados estaban listos, observaban y esperaban. Los elfos llevaban armaduras pintadas de negro. Portaban una bandera envuelta en una funda negra. Los arreos de los caballos eran negros. Las espadas estaban metidas en vainas negras y las puntas de lanzas y flechas eran del mismo color negro. Soldados y oficiales se cubrían con máscaras negras, y calzaban botas forradas en negro. La suya era una fuerza fantasmagórica, aliada con las sombras de la noche. Los pocos exploradores taanes que habían topado con ellos se habían quedado aterrados, ya que era como si la oscuridad hubiese cobrado vida.

—¡Hrl’Kenk! ¡Hrl’Kenk! —habían gritado, invocando a su ancestral dios de la oscuridad.

Eso no lo sabían los elfos y tampoco les importaba lo que decían los taanes. Acabaron con ellos rápidamente, y silenciaron sus gritos al rebanarles la garganta.

Los elfos tenían una vista excelente del Portal, y vieron su caída. Tenían una buena vista del inmenso ejército de taanes que entraban como una marea en el Portal, su número tan vasto que era incontable. Los elfos contemplaron cómo el enemigo mataba a los pocos elfos que habían quedado para defenderlo. Observaron cómo los taanes establecían sus defensas y después formaban en ordenadas filas para marchar por el Portal. En hacer eso tardaron horas, y para cuando los últimos empezaban a cruzar la puerta reventada con el ariete, ya caía el crepúsculo.

Pagado de sí mismo por la victoria, el general Gurske ni siquiera se había planteado reparar aquella puerta.

El oficial elfo, un hombre joven pero ya avezado en la batalla, sonrió al ver que las grandes puertas de hierro colgaban de los goznes.

—Es lo que Abuelo dijo que ocurriría. —Su voz tenía un timbre severo. No apartó los ojos del Portal ni un momento.

—¿Cabalgamos ya? —preguntó su teniente, una mujer. Le resultaba muy duro ver morir hombres valerosos, aunque fueran de la casa de su enemigo.

—Todavía no, pero a no tardar —contestó el comandante—. Antes dejaremos que el grueso de las fuerzas entre en el Portal.

—¿Cuántos creéis que habrán dejado para proteger el Portal? —preguntó la teniente.

—No muchos. Unos pocos cientos, no más. Todos humanos.

—¿Estáis seguro? —La teniente parecía escéptica—. Hemos oído que ese tal Dagnarus es un buen comandante. Seguramente dejaría un contingente importante para defender su único camino de retirada.

—Necesitará todas las tropas que tiene y más para montar un asalto contra la ciudad de Nueva Vinnengael. Ése es su verdadero objetivo. ¿Y por qué no? Dagnarus supone que está seguro, que no tiene enemigos en mil kilómetros a la redonda. Así se lo ha prometido el Escudo.

Los elfos esperaron y siguieron observando el Portal. La noche cubrió la tierra, aparecieron las estrellas, salió la luna. Allí donde había resonado el estruendo de la lucha por la mañana, ahora se oía a los hombres celebrando su victoria. Los humanos encendieron hogueras en el patio. Los elfos veían aparecer y desaparecer soldados con botellas en la mano, perfilados contra las llamas. Oyeron risas ebrias.

Los exploradores elfos regresaron para informar que los humanos habían echado algunos maderos a través de la puerta rota en un intento de reforzarla. Unos cuantos centinelas recorrían los muros, con botellas en la mano.

—Se creen seguros —dijo el explorador.

El comandante montó a caballo, un corcel de batalla que había comprado en tierras humanas donde había estado exiliado durante cien años. Se volvió para mirar a sus tropas. Se alzó en los estribos para que todos pudiesen verlo y levantó la voz para que todos lo oyeran.

—Cabalgamos esta noche para recuperar el honor de nuestra casa.

El joven se llevó la mano a la máscara que le cubría la cara, se la arrancó de un tirón y dejó a la vista, orgullosamente, su tatuaje, su linaje. Levantó la máscara en el aire.

—¡Kinnoth! —gritó.

—¡Kinnoth! —respondieron sus tropas.

Todos los guerreros elfos agarraron la máscara de vergüenza que ocultaba el tatuaje y los señalaba como miembros de aquella casa caída en desgracia, y se la arrancaron.

El portaestandarte retiró la funda negra de la bandera de la casa Kinnoth. El viento sacudió la tela y la enseña ondeó en el aire nocturno. Aquello animó a los elfos, porque era sabido que el viento era el aliento de los dioses.

El joven oficial hizo una señal a su escudero, que le llevó un paño y un cubo con agua. El comandante sumergió la máscara de seda en el agua, luego alzó la seda mojada al cielo y después retiró la pintura negra del peto. El emblema de la casa Kinnoth brilló blanco a la luz de la luna. Hecho esto, mantuvo la mano levantada, con la negra máscara ondeando entre sus dedos. Tiró la máscara y espoleó a su corcel. Cabalgó en la vanguardia, seguido por sus caballeros, y cargó colina abajo. Los soldados de infantería corrían detrás. No entonaron cantos, no lanzaron gritos de guerra.

Muchos elfos de la casa Kinnoth morirían esa noche, pero lo harían con honor por vez primera desde hacía dos siglos.