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Dur-zor soltó el kep-ker y se inclinó sobre Cuervo. Le tocó el cuello con las puntas de los dedos para comprobar si había pulso y después alzó la vista.

—El latido es firme. Está vivo —anunció con orgullo.

Los taanes se miraron unos a otros y después volvieron la vista hacia el vrykyl. Nadie sabía qué hacer. Los guerreros taanes aplaudían el valor y la tenacidad de Cuervo; estaban impresionados con el combate. Pero era un esclavo, un esclavo que se había atrevido a alzar la mano contra su amo y, por muy valeroso que fuera, tenía que ser castigado. Normalmente, los taanes lo habrían torturado durante días para que sirviera de ejemplo a los otros esclavos antes de dejarlo morir. Después, le habrían hecho el honor de devorar su carne e incluso habrían luchado para decidir quién se comería el corazón. Ahora miraban al vrykyl con agradecimiento por haberles proporcionado tan buen espectáculo, pero sin saber cómo esperaba que actuaran.

El nombre del vrykyl era K’let, el vrykyl taan más poderoso de todos y el más reverenciado. K’let dejó su posición en lo alto del montículo. Acompañado por su escolta —unos taanes inmensos ataviados con ricas armaduras—, el vrykyl caminó entre los taanes, que se apartaban a su paso. Muchos de sus seguidores alargaron las manos para tocarlo mientras pasaba. La escolta era en realidad una guardia de honor porque ningún taan osaría hacerle daño, ni siquiera sus enemigos, y tampoco era probable que pudiera hacérselo. Los taanes de la tribu de Dag-ruk se echaron hacia atrás cuando se acercó; miraban a K’let con respeto, pero también con desconfianza.

K’let se paró junto a Cuervo y contempló al humano inconsciente y ensangrentado que todavía llevaba el aro de hierro de esclavo. La cadena estaba ahora enganchada a un cadáver.

—Este humano tiene corazón de taan —anunció K’let y los otros taanes chasquearon la lengua contra el paladar para manifestar su acuerdo—. Es comida fuerte —continuó K’let—. Para mí mismo sería un honor alimentarme con su carne.

Los otros taanes estuvieron de acuerdo y algunos golpearon con las armas el suelo o contra los petos de la armadura.

—Sólo he conocido a otro humano tan fuerte —siguió K’let—. Dagnarus.

Los taanes que seguían a K’let intercambiaron sonrisas. Los que seguían a Dag-ruk guardaron silencio, ceñudos. Dagnarus no era un humano. Era un dios que, por alguna extraña razón, elegía tomar la forma humana.

—Sí, digo que Dagnarus es humano —insistió K’let. Llevaba un yelmo oscuro que representaba un rostro taan con una feroz mueca petrificada en el negro metal, y volvió ese temible semblante hacia los guerreros de la tribu de Dag-ruk—. Sé que es humano. Estuve con él desde el principio. Esto es lo que yo era entonces.

La armadura vrykyl se disolvió y en su lugar apareció un taan. Era alto y musculoso, con el cuerpo cubierto de cicatrices de muchas batallas. El pellejo no era del color marrón del de otros taanes. El de K’let era blanco, como lo era el pelo, y tenía los ojos rojos. Ninguno de los taanes se sorprendió por la transformación. Todos conocían la historia de K’let, pues era la de su dios. Sin embargo, adoraban esa historia y no tenían inconveniente en oírla otra vez.

—Nací con la piel blanca, una vergüenza para mis padres. La tribu me rehuía, me amenazó muchas veces con expulsarme. Entonces Dagnarus apareció entre nosotros. Era un humano, pero poderoso. El hombre más poderoso que ninguno de nosotros había visto nunca. Luchó contra el nizam de nuestra tribu y lo mató. Lo honramos y dijimos que sería nuestro nizam. Dagnarus rehusó. Anunció que organizaría una competición para escoger un nuevo nizam. En aquellos tiempos, luchábamos a muerte por el derecho a ser líder. No como hoy en día, que los taanes se están haciendo débiles.

K’let miró a su alrededor, abrasadores los ojos. Algunos taanes bajaron la cabeza, pero otros —Dag-ruk entre ellos— le sostuvieran la mirada con aire desafiante.

—Me presenté a Dagnarus —continuó K’let—, lo honraba entonces como hicieron todos los demás taanes. Le dije que lo admitiría como mi dios si me concedía la fuerza necesaria para ganar la competición. Accedió, siempre y cuando estuviera de acuerdo en entregarle mi vida en el momento que eligiera él. Hice el trato. Gané la competición. Derroté a los otros taanes. Acepté a Dagnarus como mi dios. Caminé a su lado mientras viajábamos a través de nuestra tierra, convirtiendo a otras tribus a su culto. Luché a su lado para demostrar nuestra valía a los nizam de esas otras tribus. Contribuí a convencer a los taanes de que aceptaran a Dagnarus como su dios. Vine con él a este mundo para disputar sus batallas. Cuando me exigió que cumpliera mi promesa, le entregué la vida. Dagnarus me hizo un vrykyl.

»Y fue entonces, cuando el Vacío se había apoderado de mí, cuando vi a Dagnarus como es realmente. Un humano. Un humano poderoso, un humano que ha sido elegido por el Vacío, pero un humano al fin y al cabo. En ese momento comprendí que yo era más poderoso que Dagnarus, que él no era un dios.

Sus seguidores alzaron las voces para corear el nombre de K’let. Algunos del grupo de Dag-ruk parecían inseguros y se echaban miradas de reojo unos a otros. Dag-ruk les asestó a todos una mirada fulminante y le dijo algo al chamán, R’lt, que bajó los ojos y sacudió la cabeza. Dag-ruk parecía preocupada.

—A través de la magia del puñal sanguinario, Dagnarus percibió mis dudas —continuó K’let—. Intentó demostrarme que era mi señor. Quiso hacerme ver que no tenía más opción que obedecerle, porque me tenía vinculado a él por la daga del vrykyl. Me ordenó que matara a mi compañera, Y’ftil, y que me diera un banquete con su alma, privándola de la oportunidad de dirimir la batalla final de la Guerra de los Dioses. El puñal estaba en mi mano. Vi que mi mano se levantaba y que, en contra de mi voluntad, mis pies llevaban mi cuerpo hacia Y’ftil. Dagnarus siguió presionándome. Mi voluntad luchó contra la suya de un modo muy parecido al combate que acabamos de ver, porque nosotros, también, estábamos encadenados, sólo que eran unas cadenas forjadas por el Vacío.

»Gané —dijo K’let, y su voz retumbó en el repentino silencio—. Derroté a Dagnarus. Tomé el puñal que me empujaba a utilizar contra Y’ftil y lo hundí en el cuello de uno de sus chamanes. Fue entonces cuando me arrodillé ante Dagnarus y le presté juramento de lealtad, no porque estuviera obligado a prestarlo, sino porque creía en su causa. Juré seguirlo mientras tratara a los taanes con honor. Me prometió que entregaría a los taanes este mundo rico, con sus bosques y abundante agua, para que fuera nuestro. Prometió que nos alimentaríamos con sus gentes y tendríamos muchos esclavos. Me prometió la riqueza de este mundo, su acero y su plata y su oro, sus joyas para ponérnoslas en el cuerpo y que nos diesen fuerza.

K’let hizo una pausa. Los taanes musitaron su acuerdo. Todos sabían que Dagnarus había hecho esas promesas.

—Una a una —dijo K’let con la voz temblorosa de ira—, Dagnarus rompió sus promesas. —Señaló a los esclavos.

»¿Se os permite quedaros con esos fuertes esclavos para vuestro propio uso? No. Tenéis que entregárselos a Dagnarus. —Apuntó hacia Dur-zor, que se echó hacia atrás—. ¿Se nos permite destruir a esas abominaciones? No, estamos obligados a soportar a los de su clase entre nosotros ¿Se os permite luchar a muerte para elegir a vuestros líderes? No, a los líderes los escogéis ahora vosotros. ¿Se nos permite adorar a los antiguos dioses, los que nos trajeron al mundo y nos dieron vida? No, se nos dice que esos dioses son falsos y que este humano es el único dios. ¿Se nos permite regresar a nuestra tierra natal? No. El Portal que nos llevaría de vuelta a nuestro mundo está guardado día y noche. A los taanes que intentan entrar se les da muerte.

»¿Ha cumplido Dagnarus su promesa y nos ha entregado esta tierra para nosotros? No, tenemos que luchar otra batalla para él y, después de ésa, habrá otra.

—¿Le importan los taanes a Dagnarus? —alzó la voz, desafiante, Dag-ruk—. ¡Sí, le importan!

—¡No, no le importan! —bramó K’let—. Y os lo demostraré. Envió a algunos de los nuestros al sur, a un país llamado Karnu, para luchar con humanos y apoderarse de un Portal mágico. Los nuestros eran pocos, porque Dagnarus nos dijo que esos humanos eran débiles y que huirían al vernos como conejos asustados. Eso era mentira. Los humanos resultaron ser fuertes como éste. —Señaló al inconsciente Cuervo—. Tenían corazón de taan y luchaban como taanes. Morimos en el campo de batalla y aún no nos hemos impuesto sobre ellos. Nuestros líderes fueron ante Dagnarus y le dijeron que los taanes podían derrotar a esos humanos, pero sólo si nos enviaba más tropas.

»Su respuesta fue “no”.

El silencio que se hizo fue profundo, denso. Los taanes no se movían y estaban atentos, rígidos, la mirada fija.

—Dagnarus se negó a enviar refuerzos. Dijo que necesitaba las tropas para una batalla más importante, una batalla en la tierra de los gdsr.

Los taanes fruncieron el entrecejo. Los «gdsr» eran elfos, un pueblo que se sabía era más débil que el humano, un pueblo que no tenía el menor valor. Si los taanes capturaban un elfo le arrancaban brazos y piernas, como a un insecto.

—Dagnarus dijo que nuestros taanes en la tierra de los humanos estaban solos, dependían de sí mismos para defenderse. Tenían que quedarse y luchar, y conquistar o morir.

Dag-ruk mantenía fija la mirada en el vrykyl, pero todos se daban cuenta de que la duda la asaltaba. R’lt, el chamán, empezó a hablar con ella, susurrándole al oído.

—Fue entonces cuando le dije a Dagnarus que si él no era leal a los taanes entonces no me consideraba obligado a ser leal con él. Se rió de mí y dijo que no tenía opción. Que tiempo atrás lo había desafiado, pero que ahora era más fuerte. Que no osara desafiarlo de nuevo o me destruiría. —K’let extendió los brazos, alzó la voz al cielo y gritó.

»¡Iltshuzz, dios de la creación, sé mi testigo! Aquí estoy, ante vosotros, indemne, incólume. Dagnarus no pudo cumplir su amenaza. Lo intentó pero yo era demasiado poderoso. Le di la espalda y lo abandoné. Ahora disputo mi propia guerra en esta tierra. Una guerra para liberar a los taanes. Para devolverles el culto a los antiguos dioses. Libro una guerra contra ese humano que osa afirmar que es un dios.

—Si eres tan poderoso, K’let —dijo Dag-ruk mientras apartaba la mano admonitoria del chamán—, ¿por qué no mataste a Dagnarus?

K’let bajó los brazos y desvió la mirada del cielo hacia Dag-ruk.

—Una buena pregunta, guerrera. Entiendo que seas una jefa de partida.

La taan aceptó el cumplido con un seco asentimiento de cabeza, pero no iba de dejar que la pasara por alto.

—¿Y qué respondes? —insistió, aunque con respeto.

—Dagnarus no es un dios. Es un humano, es mortal, pero tiene muchas vidas. Vidas sobre vidas y más vidas amontonadas. Cada vida que toma con el poder de la daga del vrykyl aumenta la duración de su mortalidad. No podía matarlo una vez. Tendría que haberlo matado muchas veces. Me teme. Siempre se encuentra rodeado de otros vrykyl, los que aún están vinculados a él. Soy el único hasta ahora que ha conseguido escapar a su control. Aún no ha llegado mi momento. Se acerca, pero no es ahora.

Dag-ruk se quedó pensativa y no hizo ningún comentario, ni en un sentido ni en otro.

K’let abandonó la imagen ilusoria de lo que había sido antaño y de nuevo se mostró ante ellos con la armadura negra. Una fuerza poderosa que miró en derredor, a los suyos.

—Es un error matarnos unos a otros. La sangre de muchos buenos guerreros se ha derramado en esta batalla y lo siento. Me complace haber dispuesto de esta ocasión para hablaros. Os pido que depongáis las armas y os unáis a mí. Tendremos que seguir en esta tierra durante un tiempo, pero os juro que llegará el día en que os conduciré de regreso al hogar. De vuelta a la tierra que nunca habéis conocido. De vuelta a los verdaderos dioses. Aquellos que estén dispuestos a prestar un juramento de lealtad a mí, que dejen sus armas. Mostrad vuestra lealtad entregando los esclavos y matando a las abominaciones, esos seres conocidos como semitaanes. Si decidís no uniros a mí, lucharemos una batalla justa. Os doy tiempo para que consideréis con vuestra jefa de partida lo que vais a hacer.

K’let se volvió para mirar a Cuervo, que empezaba a rebullir.

—En cuanto a este humano, me complace. Lo tomaré como miembro de mi escolta. Se lo tratará con honor. Tú —señaló a Dur-zor—, explícale lo que he dicho.

Dur-zor se arrodilló junto al trevinici y lo ayudó a sentarse. El hombre parpadeó e intentó ver qué pasaba. Tenía un ojo pegado con sangre seca, y el otro se le estaba hinchando y empezaba a adquirir un color purpúreo.

—No estoy muerto —dijo con voz pastosa, y se recostó pesadamente contra ella.

—No, no lo estás. Se te ha concedido un gran honor —le dijo la semitaan, que le trasladó la orden de K’let.

—¿Qué? —Al trevinici le costaba entender—. ¿Quién es K’let?

Apretando los dientes para aguantar el dolor que le causaba moverse, Cuervo alzó la vista hacia el vrykyl. La imagen le hizo revivir la pesadilla del viaje a caballo con la espantosa armadura negra.

—¡No! —gritó, estremecido de terror—. ¡No! No quiero.

—¡No sabes lo que dices! —le dijo, suplicante, Dur-zor, consciente de que K’let los observaba atentamente—. Tienes que hacerlo o te matará. Sufrirás una muerte horrible, porque tu negativa será un insulto para él.

—¡Prefiero morir! —masculló Cuervo entre los labios magullados y sangrientos.

—¿De verdad? —preguntó sonriendo la semitaan, aunque le temblaba la boca. Como una de las abominaciones, sabía que su propia muerte no estaba lejos—. No luchaste contra Qu-tok como un hombre que quiere morir. Luchaste para vivir.

—Luché para matar —repuso Cuervo—. Hay una diferencia.

—Y fue K’let quien te dio la oportunidad —adujo Dur-zor—. ¿Crees que los guerreros compañeros de Qu-tok habrían permitido a un esclavo que se enfrentara a él en un combate honorable? Estaban dispuestos a matarte, pero K’let les ordenó que te dejaran luchar.

—¿De veras? —Cuervo miró al vrykyl. Incapaz de soportar la vista de la grotesca criatura, apartó rápidamente los ojos.

—Le debes la muerte de Qu-tok —explicó la semitaan—. Siéntate para que pueda ver la herida del hombro.

Cuervo gruñó. Le dolía la cabeza y parecía que tuviera fuego en el hombro. Uno de los chamanes taanes, tras echar una mirada a K’let, se adelantó y le tendió a Cuervo algo que llevaba en la mano.

—¿Qué es? —El trevinici lo miró con recelo.

—Corteza de árbol —dijo Dur-zor—. Te aliviará el dolor.

Cuervo tomó un poco de corteza, se la metió en la boca y masticó. Sabía amarga, pero no desagradable. Intentó aclarar sus ideas. La lógica de Dur-zor se abrió paso a través del agotamiento y del dolor como la hoja afilada de un cuchillo. «Luchaste para vivir». Al parecer no estaba tan dispuesto a morir como había creído.

——Haré lo que quiere —accedió e inhaló bruscamente porque Dur-zor, que le examinaba la herida de la espalda, tanteaba con los dedos.

—La hoja ha cortado hasta el hueso, pero la hemorragia ha parado —dijo la semitaan—. La herida curará y te dejará una bonita cicatriz.

Cuervo empezó a asentir con la cabeza, pero lo pensó mejor.

—Estoy en deuda contigo, Dur-zor —dijo mientras masticaba la corteza—. Más en deuda que con ese… K’let.

Dur-zor le tomó la mano y le examinó los dedos machacados.

—Mantén baja la voz —susurró.

—¿Por qué? K’let es taan. No entiende lo que decimos.

Dur-zor echó una rápida ojeada de soslayo al vrykyl.

—Creo que a lo mejor sí lo entiende. Lleva mucho, mucho tiempo cerca de los humanos. Antaño era el favorito de nuestro dios.

En su voz había tristeza, un pesar que Cuervo no entendía. Ella agachó la cabeza para seguir con su tarea.

—Estoy en deuda contigo, Dur-zor —repitió de corazón Cuervo—. Te vi matar a ese taan. Si no hubieses intervenido, estaría muerto y Qu-tok se estaría dando un banquete con los dedos de mis pies.

El trevinici confiaba arrancarle una sonrisa con eso, pero Dur-zor mantuvo gacha la cabeza de forma que no pudo verle la cara.

—Combatiste bien hoy, Dur-zor. Eres una verdadera guerrera. Nadie puede decir lo contrario.

Ella alzó la cabeza para mirarlo, y Cuervo vio que eso sí la había complacido.

—Lo sé. Estoy contenta. —Despacio, con cuidado para no hacerle más daño, le soltó las manos—. No creo que haya daño grave, pero debes vigilarlo y asegurarte de no contraer la enfermedad fétida.

Cuervo interpretó que con ese nombre se refería a la gangrena.

—Si me traes un poco de agua me lavaré las heridas. Dur-zor, ¿qué pasa?

—Es posible que no me dejen traerte agua —contestó quedamente ella—. Las cosas han cambiado, mira a tu alrededor.

Recordando que los taanes estaban en plena batalla campal cuando peleaba con Qu-tok, el trevinici reparó por primera vez en que la lucha había cesado. Se preguntó qué habría ocurrido. Dag-ruk hablaba con los guerreros, que se habían reunido alrededor de ella y del chamán R’lt. Parecían enzarzados en una acalorada discusión porque se gritaban unos a otros y gesticulaban violentamente. Los otros taanes, el enemigo, se ocupaban de los heridos, limpiaban sus armas o se hurgaban los dientes. Los esclavos permanecían sentados y observaban a los taanes con recelo, conscientes de que su suerte estaba pendiente de un hilo aunque sin saber bien cómo ni por qué. A los semitaanes se los había reunido y los vigilaban los taanes enemigos.

—Parece que hay más conversación que lucha. ¿Es así como los taanes llevan a cabo siempre una batalla? —preguntó.

—K’let ha pedido a nuestra tribu que se una a los rebeldes —contestó Dur-zor—. Lo están considerando. R’lt está a favor y Dag-ruk se inclina en esa dirección. Algunos de los guerreros se oponen, pero si Dag-ruk se decide, acabarán las discusiones. Los otros pueden unirse o abandonar la tribu. —Se puso de pie y miró a Cuervo.

»Preguntaré si me dejan traerte agua. Si no… —Guardó silencio un instante y después sonrió y se puso erguida—. Fui una guerrera —dijo con orgullo—. Y buena. Nuestro dios estará complacido conmigo. Aceptará mi alma en su ejército.

—¿De qué hablas? —El trevinici se puso de pie. Se encontraba mejor y parecía ser capaz de pensar con más claridad, aunque sentía un zumbido en los oídos. Ahora el dolor se había convertido en un malestar sordo con alguna que otra punzada—. ¿Qué significa eso de «aceptar tu alma»?

—Si Dag-ruk se une a los taanes rebeldes, K’let ha ordenado que se mate a todos los semitaanes. Somos abominaciones. No merecemos vivir.

Cuervo la miró de hito en hito. La semitaan hablaba tranquilamente, con total naturalidad, como si ella misma creyera tal cosa.

—¿Qué? ¡No! ¡Es una locura! —Cuervo miró en derredor, aturdido—. ¿Con quién he de hablar? ¿Con K’let? De acuerdo, hablaré con K’let. —Alargó la mano ensangrentada y la agarró de la muñeca—. Ven conmigo.

Dur-zor lo miró sin comprender, demasiado conmocionada para responder. Cuando entendió que el hombre estaba realmente decidido a hacer lo que decía, intentó soltarse.

—¡Tú eres el que está loco! —dijo, jadeante sin dejar de tirar y forcejear contra él.

Cuervo no dijo nada y se limitó a arrastrarla tras de sí. Sentía las piernas débiles y caminaba como un borracho después de tres días de parranda. No sabía a ciencia cierta qué le daba el coraje de enfrentarse al vrykyl. Tal vez era por la corteza o quizá por el hecho de que le debía la vida a Dur-zor.

«No —pensó gravemente—. Le debo algo más. Le debo la cordura. De no haber sido por ella, me habría vuelto loco hace mucho y habría acabado como esa pobre mujer que se ahogó en el río».

En ese momento K’let estaba hablando con uno de los chamanes que formaban parte de su escolta. El nombre del chamán era Derl y era el taan más viejo y uno de los más reverenciados. Sus cicatrices denotaban que había sido bueno en las batallas. Incrustadas en el pellejo llevaba gemas de gran valor y merecimiento. Utilizaba el poder de la magia del Vacío para que se le prolongara la vida, aunque nadie sabía cómo se las ingeniaba para hacerlo. No era un vrykyl, sino un taan vivo. El pelo se le había vuelto blanco y la piel tenía un color gris mate. Eso, junto con el hecho de que caminaba con gran lentitud, como si conservara hasta la última pizca de su fuerza, eran las únicas señales de que llevaba más de ciento cincuenta años en este mundo.

Derl y K’let hablaban de Cuervo.

—¿Por qué has honrado a ese humano tomándolo como uno de tus escoltas? —preguntó Derl sin molestarse en disimular su desagrado—. Cierto que es valeroso y fuerte… teniendo en cuenta que es humano. Sé que te divierte tener humanos que te sirvan, del mismo modo que antaño te viste obligado a servir a humanos. Con todo —Derl sacudió la cabeza—, una criatura tan vil dará más problemas de lo que vale.

K’let miraba a Derl con paciente tolerancia.

—No ves más allá del próximo recodo del camino, amigo mío. Sí, el humano será un problema ahora, pero llegará el día en que me servirá con incuestionable obediencia. Sabes a qué día me refiero, ¿verdad, Derl?

El rostro del chamán se arrugó con una sonrisa. La mueca se formó despacio, ya que parecía que hasta los músculos de la cara los moviera con cicatería.

—El día en que la daga del vrykyl sea tuya…

—He jurado por Lokmirr, diosa de la muerte, que no haré vrykyl a ningún taan —manifestó severamente K’let—. Sólo a humanos. Éste será el segundo.

—Si va a ser el segundo, ¿quién será el primero? —preguntó astutamente Derl, como si ya supiera la respuesta.

—¿Quién crees tú? —inquirió a su vez K’let.

El chamán soltó una risita antes de contestar con otra pregunta.

——¿De verdad crees que una puñalada de la daga del vrykyl acabará con las numerosas vidas de Dagnarus?

—Creo que merece la pena intentarlo —replicó fríamente K’let—. Eres un chamán del Vacío, dímelo tú.

—Lo que te digo es que estás chupando el tuétano de los huesos de tu víctima antes de tenerla en la olla —repuso Derl—. Dagnarus tiene la daga y te ha declarado traidor, un traidor al que hay que destruir en el acto.

—Llegará el día en que lamentará esas palabras —manifestó K’let con total despreocupación—. Llegará el día.

Derl hizo una inclinación de cabeza.

—Esta noche haré una ofrenda a Dekthzar, dios de la batalla y compañero de Lokmirr, para que escuche tu plegaria y conceda tu petición. Pero, de momento —añadió el chamán, cuyos astutos ojos se habían desviado hacia un punto detrás del vrykyl—, tu mascota humana viene a hablar contigo.

K’let se volvió y encontró al humano en manos de sus guardias. Cuervo bregaba por soltarse y los maldecía contundentemente a todos. K’let no podía ni quería hablar el lenguaje humano porque en las palabras había algo de suave y viscoso. Pero, habiendo estado entre humanos durante más de doscientos años, había aprendido a entender su lenguaje, aunque fingía que no; de ese modo, y llevados por su despreocupada arrogancia, los humanos hablaban sin tapujos delante de él.

—Soltadme, bastardos. Soy de su escolta, como vosotros. Tengo algo que decirle —gritaba el humano.

A pesar de estar forcejeando con los guardias, el humano no soltaba de la muñeca a una de las semitaanes, que estaba aterrorizada.

—Es cierto lo que dice. Lo he nombrado uno de mis guardias de escolta. Dejadlo acercarse —ordenó el vrykyl.

El humano se adelantó a trompicones, tirando de la semitaan tras de sí. Aún llevaba el collar de hierro que lo señalaba como esclavo y arrastraba la cadena a su espalda. Alzó la vista hacia el rostro de K’let, pero enseguida la bajó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero a pesar de ello aguantó firme y cuando habló lo hizo con forzado respeto, a regañadientes.

—Dur-zor dice que me disteis la oportunidad de matar a Qu-tok y redimir mi honor. Os doy las gracias por ello, K’let. —Se le enredó un poco la lengua con el nombre.

K’let asintió y empezó a volverse. Lo que había dicho el humano era todo cuanto debía decir, o eso pensaba él.

—Esperad, eh… señor —llamó el humano.

Sorprendido, el vrykyl se volvió.

El humano tenía baja la vista, clavada en los pies.

—Dur-zor me ha contado que dijisteis que los semitaanes eran abominaciones y que os proponéis acabar con ellos.

El humano soltó a la semitaan, que se echó boca abajo, aplastada contra el suelo.

K’let fingió no entender y ordenó a la semitaan que tradujera. Ella lo hizo en voz baja, con la frente contra el suelo.

—Creo que es un error —manifestó, obstinado, el humano—. Explícale lo que he dicho, Dur-zor —ordenó al ver que la semitaan permanecía callada.

Mirando a K’let con aire suplicante, encogida, como si le implorara que creyera que tales palabras no eran suyas, la semitaan las tradujo.

—Pregúntale por qué cree que es un error —dijo K’let, intrigado.

—Dur-zor me ha contado que os habéis rebelado contra ese dios vuestro —contestó el humano. Se balanceaba y no dejaba de parpadear—. Vuestro ejército no es muy grande. Os superan en gran número. Imaginaba que querríais disponer de todos los guerreros que pudieseis. —Señaló a Dur-zor—. Es una estupenda guerrera. No la desperdiciéis. Dejad que ella y los otros libren vuestra batalla. Después de todo ¿qué perjuicio pueden causar? No se reproducen, son estériles. Irán muriendo y habrán desaparecido enseguida.

El humano alzó la cabeza y miró a K’let directamente a la cara.

—A mi entender, si no queréis que haya más «abominaciones» quizá deberíais decir a los vuestros que dejen de engendrarlas.

K’let se sentía complacido. Había elegido bien. Aquel humano era más gracioso de lo que había imaginado.

—¿Te has cruzado con él? —le preguntó a Dur-zor.

—¡Claro que no, kyl-sarnz! —Dur-zor estaba horrorizada—. Es un esclavo.

—Tiene algo de razón en lo que dice. Los humanos demuestran tener una mente práctica, aunque no mucho más. ¿Cómo se llama?

—Cuervo en Ataque, kyl-sarnz.

—¿Lleva un nombre de animal? —K’let parecía asqueado—. Nunca entenderé a los humanos. Dile al tal Cuervo en Ataque que me gusta su sugerencia y que haré lo que dice. Los semitaanes vivirán, siempre y cuando accedan a luchar por mí.

—Nos honráis, kyl-sarnz —dijo Dur-zor.

—Serás una buena pareja para él. Díselo. —K’let gesticuló.

Dur-zor lo miró fijamente.

—Díselo —insistió el vrykyl.

Dur-zor giró la cabeza para mirar a Cuervo y repitió las palabras de K’let en voz baja.

Cuervo no dijo nada; las mandíbulas se le pusieron tensas. Entonces se agachó, agarró a la semitaan de la mano y tiró de ella para ponerla de pie.

—Gracias, kyl-sarnz —dijo.

Se volvió para marcharse, pero no había dado ni cuatro pasos cuando las piernas se le doblaron y se desplomó en el suelo, inconsciente. Dur-zor echó un vistazo preocupado hacia K’let, temerosa de que aquella muestra de debilidad hiciera cambiar de opinión al vrykyl.

K’let agitó la mano. Tenía cosas más importantes en las que pensar que en ese humano. La última imagen que tuvo del humano con nombre de ave fue que la semitaan lo arrastraba materialmente colina abajo.

Cuervo volvió en sí con un sobresalto al oír un seco golpe metálico justo al lado del oído. Notó que una mano lo sujetaba firmemente contra el suelo.

—No te muevas —dijo Dur-zor—. Te estamos quitando las cadenas.

El trevinici se relajó. Había tenido sueños terribles y, aunque no los recordaba, el golpe del martillo sobre metal pareció encajar perfectamente. Se quedó quieto, prietos los dientes, mientras otro semitaan golpeaba el aro del cuello con un martillo de aspecto tosco. Torció el gesto con cada golpe pero, por suerte, la tarea no llevó mucho tiempo. El collar se cayó y, con él, la cadena. Cuervo se sentó lentamente porque le dolía la cabeza y respiró hondo.

Ya no era un esclavo.

Se había hecho oscuro, así que había dormido mucho tiempo. En la distancia se veían saltar chispas de una hoguera. El sonido de ululatos y gritos y risas desaforadas llegaba del campamento. Los taanes estaban de celebración y saltaban alrededor del fuego a la par que agitaban las armas.

—Entiendo que eso significa que Dag-ruk ha decidido cambiar de bando, ¿no? —dijo. Le habían limpiado la mano y le habían extendido alguna clase de porquería. Con cada movimiento que hacía le dolía hombro, al igual que la cabeza, pero se sentía bien. No podía explicar lo que experimentaba de otro modo más que así: se sentía bien.

—Sí —estaba diciendo Dur-zor—. A Dag-ruk no le gustó oír que nuestro dios… —Se calló y después añadió en voz baja—: Tengo que dejar de llamar así a Dagnarus. Dag-ruk ha ordenado que no volvamos a pensar en él de esa forma. Dice que volveremos al culto de los antiguos dioses. El chamán Derl nos enseñará todo sobre ellos, pero no creo que me gusten esos dioses taanes. No les agradan los semitaanes.

—Yo te hablaré de mis dioses —dijo Cuervo. Contempló las chispas que se agitaban en el aire y ascendían hacia el cielo—. Mis dioses honran a los guerreros valientes, sin importar a qué raza pertenecen.

—¿De verdad? Sí, eso me gustaría —dijo Dur-zor—. Mantendremos esto en secreto entre nosotros. Dag-ruk se encolerizó al enterarse de que Dagnarus había abandonado a los taanes en ese país que se llama Karnu. Ahora seguirá a K’let. Nuestra tribu viajará con él.

—¿Y los esclavos? —se interesó Cuervo, incómodo. Miró alrededor pero no los vio.

—Los guerreros de K’let los han llevado a las minas. La recompensa que se obtenga irá a los rebeldes. Esperaremos aquí unos pocos días a que regresen los guerreros y después nos pondremos en marcha.

—¿Hacia dónde?

—Dondequiera que decida K’let —contestó la semitaan al tiempo que se encogía de hombros. Miró de reojo al trevinici—. Dag-ruk vino a visitarte cuando estabas inconsciente. Dijo que se sentiría honrada si te quedas con la tribu. Te dará la tienda de Qu-tok, sus armas y su puesto en el círculo interior. ¿Te gustaría eso?

—Sí, me gustaría —contestó Cuervo—. Pero tengo que ir con… esa cosa. Pertenezco a su escolta. —No pudo reprimir un escalofrío.

—K’let tiene muchos guardias personales —comentó en tono despreocupado Dur-zor—. Le servirás sólo cuando decida mandar llamarte. Espero que eso no te decepcione.

—No —contestó Cuervo de corazón, con un suspiro de alivio—. En absoluto. ¿Todos los guerreros decidieron unirse a K’let?

—Algunos de los jóvenes no estuvieron de acuerdo. Dag-ruk les dijo que podían marcharse, pero que tendrían que irse sin nada, ni siquiera podían llevarse sus armas, así que se marcharon con las manos vacías. Van a tener un camino difícil, porque, como proscritos, las otras tribus no van a aceptarlos fácilmente.

«Están solos en una tierra extraña —pensó Cuervo—. Sin tener una idea clara de dónde se encuentran ni cómo tornar a lo que eran antes. Y tal vez no haya vuelta atrás. Ahora no, desde luego. Puede que nunca».

—Cuervo, eres libre —dijo suavemente Dur-zor, como si le leyera el pensamiento—. Puedes escapar si quieres. No debes considerarte obligado a quedarte por mí.

La mirada de Dur-zor se dirigió hacia la hoguera, a los taanes, que pateaban el suelo y saltaban en el aire; a los semitaanes, que llevaban comida y bebida a los taanes, se ocupaban de los niños taanes y ayudaban a los obreros.

—No me imagino abandonando a los míos, como una proscrita —siguió en tono quedo—. Eso debe de resultarte extraño, considerando cómo nos tratan.

No, no le extrañaba. En ese momento, no. El momento actual era lo que contaba, no los que habían quedado atrás o los que podrían llegar después.

Alargando la mano, tomó la de la semitaan y la estrechó con fuerza.

—¿Por qué haces esto? —preguntó ella, extrañada.

—Entre humanos es señal de amistad, de afecto —explicó él con una sonrisa.

Dur-zor arrugó la frente.

—Afecto. Otra palabra que desconozco. ¿Qué significa?

Cuervo miró hacia atrás, al bosquecillo.

—Ven conmigo —dijo al tiempo que la tomaba en sus brazos— y te enseñaré la definición.