CAPÍTULO 23

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SURUNAN

CHELESTRA

Alfred no fue obligado a pasar todo su tiempo como prisionero en la biblioteca. El Consejo de los sartán no se reunió una sola vez, sino muchas. Sus miembros, al parecer, tenían dificultades para alcanzar una decisión respecto a la infracción cometida por Alfred y concedieron permiso a éste para abandonar la biblioteca y volver a la casa. Quedaría confinado en su habitación hasta que los Consejeros adoptaran alguna resolución sobre su caso.

Los miembros del Consejo tenían prohibido hablar de lo que se trataba en las reuniones, pero Alfred tuvo la certeza de que era Orla quien más salía en su defensa. Aquel pensamiento lo reconfortó, hasta que advirtió que el muro existente entre marido y mujer se había hecho aún más alto y más grueso. Orla se mostraba grave y reservada; su marido, lleno de una cólera fría e impasible. Alfred se reafirmó en su decisión de marcharse. Sólo deseaba presentar sus disculpas ante el Consejo, antes de hacerlo.

—No es preciso que me encierres con llave —dijo Alfred a Ramu, a quien seguía teniendo por guardián—. Te doy mi palabra de sartán de que no intentaré huir de mi habitación. Sólo quisiera pedirte un favor. ¿Podrías ocuparte de que el perro salga al aire libre para hacer ejercicio?

—Supongo que podemos complacerlo —respondió Samah con displicencia cuando su hijo le presentó la petición.

—¿Por qué no nos deshacemos del animal? —propuso Ramu con indiferencia.

—Porque tengo planes para él —replicó Samah—. Me parece que le pediré a tu madre que se ocupe de pasear al perro. Padre e hijo cruzaron una mirada de complicidad. Orla se negó a la petición de su esposo.

—Ramu puede encargarse de eso. Yo no quiero saber nada de ese animal.

—Ramu tiene ahora su propia vida —le recordó Samah con severidad—. Tiene su familia, sus propias responsabilidades… Ese Alfred y su perro son responsabilidad nuestra. Una carga que sólo debes agradecerte a ti misma.

Orla captó el tono de reproche de su voz y fue consciente de su culpa por haber fallado ya una vez en aquella responsabilidad. Y había vuelto a fallarle a su esposo, obstruyendo la labor del Consejo con sus objeciones.

—Está bien, Samah —asintió por último, con frialdad.

A la mañana siguiente, muy temprano, acudió a la habitación de Alfred dispuesta a encargarse de la molesta tarea. Mientras iba hacia allí, se recordó a sí misma que, por mucho que hubiera salido en su defensa ante el Consejo, seguía enfadada con aquel hombre, decepcionada con su actitud. Se mostraría fría y distante, decidió al tiempo que llamaba enérgicamente a su puerta.

—Adelante —le respondió una voz paciente.

Alfred no preguntó quién era; quizá no se creía con derecho a saberlo.

Orla entró en la estancia.

Alfred se hallaba junto a la ventana. Cuando la vio, se le encendió el rostro. Tras un titubeo, dio un paso hacia ella, pero Orla levantó una mano en gesto de advertencia.

—He venido a buscar al perro. Supongo que querrá acompañarme… —dijo y miró al animal con una mueca dubitativa.

—Yo… supongo que sí —respondió Alfred—. Sé bueno, muchacho. Ve con Orla. —Hizo un gesto al perro y, para su sorpresa, éste obedeció—. Quiero agradecerte…

Orla se volvió en redondo y abandonó la habitación, sin olvidar cerrar la puerta cuando hubo salido.

Condujo al perro al jardín, tomó asiento en un banco y miró al animal, expectante.

—Bueno, juega —le indicó, irritada—, o lo que quiera que hagas.

El perro dio un par de vueltas por el jardín, pero no tardó en volver y, posando el hocico sobre la rodilla de Orla, suspiró y fijó sus ojos límpidos en su rostro.

Orla se quedó perpleja ante tamaña libertad y la proximidad del animal la hizo sentirse incómoda. Deseó librarse de él y apenas logró resistir el impulso de levantarse de un salto y escapar de allí, pero no estaba segura de cómo reaccionaría el perro y creyó recordar vagamente, según lo poco que sabía sobre animales, que un movimiento brusco podía desencadenar en ellos una conducta imprevisible.

Con mucha cautela, alargó la mano y le dio unas palmaditas en el hocico.

—Vamos… —dijo, como si se dirigiera a un chiquillo molesto—, vete. Pórtate bien y aléjate.

Se había propuesto quitarse de encima la cabeza del animal, pero la sensación de pasar la mano por el pelaje de éste le resultó agradable. Percibió bajo sus dedos el calor de la fuerza vital del animal, en marcado contraste con la frialdad del banco de mármol en el que estaba sentada. Y, cuando le acarició la testuz, el perro meneó el rabo y sus apacibles ojos pardos parecieron iluminarse.

De pronto, Orla sintió lástima de él.

—Estás solo —murmuró, frotándole las orejas sedosas con ambas manos—. Echas de menos a tu amo patryn, supongo. Aunque tienes a Alfred, él no es tuyo en realidad, ¿verdad? No —añadió con un suspiro—, Alfred no es tuyo, en realidad.

»Ni mío, ya que estamos en ello. Entonces ¿por qué me preocupo por él? No significa nada para mí; no puede significar nada.

Orla permaneció allí sentada sin dejar de acariciar al animal, un oyente atento, silencioso y paciente que le sacó más de lo que ella tenía intención de revelar.

—Tengo miedo por él —murmuró, con un acusado temblor en la mano posada sobre la cabeza del perro—. ¿Por qué, por qué tuvo que ser tan estúpido? ¿Por qué no podía conformarse con vivir en paz? ¿Por qué tenía que terminar como los otros? No… —suplicó en un susurro—, como los otros, no. ¡Que no termine como los otros!

Cogió la cabeza del perro en su mano, la sostuvo por la mandíbula inferior y observó aquellos ojos inteligentes que parecían entenderla.

—Tienes que avisarle. Dile que olvide lo que ha leído, dile que no merece la pena…

—Me parece que cada vez te gusta más ese animal… —dijo la voz de Samah en tono acusador.

Orla dio un respingo y se apresuró a retirar la mano. El perro lanzó un gruñido. La mujer se puso en pie con aire digno, apartó al animal e intentó limpiar las babas de éste de su vestido.

—Me da lástima —repuso.

—Te da lástima su dueño —replicó Samah.

—Sí, es verdad —declaró ella, molesta con su tono de voz—. ¿Te parece mal, Samah?

El Consejero contempló a su esposa con rostro sombrío; luego, de pronto, su expresión ceñuda se relajó y movió la cabeza con gesto de cansancio y hastío.

—No, esposa. Es muy encomiable por tu parte. Soy yo quien debe disculparse. No…, no he sabido controlarme.

Pese a sus disculpas, Orla siguió sintiéndose molesta y mantuvo su actitud distante. Samah le dirigió una fría reverencia y dio media vuelta dispuesto a marcharse. La mujer observó las arrugas de fatiga de su rostro, sus hombros hundidos de cansancio, y la asaltó un sentimiento de culpa. Alfred era culpable de lo que se lo acusaba; no tenía excusa. Samah tenía innumerables problemas en la cabeza, graves cargas que soportar. Su pueblo estaba en peligro; un peligro muy real, como era la existencia de aquellas serpientes dragón. Y, ahora, esto…

—Esposo mío —dijo, pues, compungida—, lo siento. Perdóname por ser una carga más para ti, en lugar de ayudarte a soportar las que ya tienes.

Avanzó unos pasos, alargó las manos y, pasándolas sobre los hombros de Samah, comenzó a acariciarlos. Sentía bajo las yemas de sus dedos el calor de su fuerza vital, como había experimentado con el perro. Y deseó que él se volviera, la tomara en sus brazos y la estrechara con fuerza. Deseó que Samah le transmitiera parte de su fortaleza, o que tomara parte de esa fortaleza de ella.

—Esposo mío… —musitó de nuevo, y se apretó más contra él.

Samah se apartó. Tomó las dos manos de Orla entre las suyas, juntó las palmas y depositó un beso, ligero y frío, en las yemas de sus dedos.

—No hay nada que perdonar, esposa mía. Tenías derecho a hablar en defensa de ese hombre. La tensión nos afecta a los dos.

Le soltó las manos.

Orla las mantuvo extendidas hacia él un momento más, pero Samah fingió no verlo.

Lentamente, ella las dejó caer a los costados. Su diestra encontró allí al perro, apretado contra su rodilla, y empezó a rascarle detrás de la oreja sin darse cuenta de lo que hacía.

—La tensión… Sí, supongo que es eso. —Respiró profundamente, para disimular un suspiro—. Esta mañana te has marchado muy temprano. ¿Ha habido más noticias de los mensch?

—Sí. —Samah paseó la mirada por el jardín, sin dirigirla en ningún momento a su esposa—. Según los delfines, las serpientes dragón han reparado las naves de los mensch. Éstos han celebrado una reunión conjunta de las tres razas y han decidido zarpar hacia aquí. No cabe duda de que traen intenciones bélicas.

—¡Oh, seguro que no…! —empezó a decir Orla.

—¡Seguro que sí! Seguro que proyectan atacarnos —la interrumpió Samah, impaciente—. Son mensch, ¿verdad? ¿Cuándo, en toda su sangrienta historia, han resuelto esas gentes un problema como no sea mediante la fuerza de la espada?

—Tal vez hayan cambiado.

—Los dirige ese patryn, las serpientes dragón están de su parte… Dime, esposa mía, ¿qué crees tú que se proponen? Ella prefirió no hacer caso de su sarcasmo.

—¿Tienes algún plan, esposo?

—Sí, lo tengo. Y pienso exponerlo ante el Consejo —añadió Samah con un énfasis que tal vez era inconsciente, o tal vez deliberado.

Orla se sonrojó ligeramente y no dijo nada. En otro tiempo, su esposo habría discutido el plan con ella antes de presentarlo al Consejo. Pero ya no. No había vuelto a hacerlo desde antes de la Separación.

¿Qué había sucedido entre ellos? Orla intentó recordarlo. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Y cómo era posible, se preguntó desolada, que ahora estuviera repitiéndolo todo?

—En esa reunión del Consejo, solicitaré una votación para adoptar una decisión definitiva sobre el destino de tu «amigo» —añadió Samah.

De nuevo, aquel tono sarcástico. Orla experimentó un escalofrío y mantuvo la mano apoyada en el perro para que no se apartara de su lado.

—¿Qué crees tú que le sucederá? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—Eso depende del Consejo. Yo expresaré mi recomendación.

Samah empezó a marcharse.

Orla avanzó unos pasos y le tocó el brazo. Notó que él lo retiraba, rehuyendo el contacto. Sin embargo, cuando se volvió a mirarla, su expresión era agradable, paciente. Quizá sólo había imaginado aquella reacción, se dijo.

—¿Sí, esposa?

—Con él no será como…, como con los otros, ¿verdad? —murmuró con un titubeo. Samah entrecerró los ojos.

—Eso lo ha de decidir el Consejo.

—Lo que hicimos hace tanto tiempo no…, no estuvo bien, esposo. —Orla lo dijo con determinación—. No estuvo bien.

—¿Significa eso que me desafiarías? ¿Que desafiarías la decisión del Consejo? ¿O tal vez ya lo has hecho?

—¿A qué te refieres? —inquirió Orla, desconcertada.

—No todos los que enviamos llegaron a su destino. El único modo de que pudieran haber escapado a su sino era conocerlo con antelación. Y los únicos que estaban en posesión de tal conocimiento eran los miembros del Consejo…

—¡Cómo te atreves a insinuar…! —replicó Orla, indignada. Samah no la dejó terminar.

—Ahora no tengo tiempo para eso. El Consejo se reúne dentro de una hora. Te sugiero que devuelvas el animal a su cuidador y le digas a Alfred que prepare su defensa. Por supuesto, tendrá ocasión de exponer sus argumentos.

El Consejero abandonó el jardín en dirección al edificio del Consejo. Orla, perpleja y preocupada, lo siguió con la mirada y vio a Ramu salir a su encuentro. Vio que los dos intercambiaban comentarios con gesto grave y vehemente.

—Vamos —dijo y, con un suspiro, condujo de nuevo al perro hasta Alfred.

Orla entró en la cámara del Consejo llena de decisión, en actitud desafiante. Estaba dispuesta a luchar como debería haber hecho en otra ocasión. No tenía nada que perder. Samah la había acusado, prácticamente, de complicidad.

Se preguntó qué la había detenido, en aquella otra ocasión, pero conocía muy bien la respuesta, por mucho que la avergonzara reconocerlo.

El amor a Samah. Un último intento desesperado por asirse a algo que nunca había poseído de verdad. «Traicioné mis ideas —se dijo—, traicioné a mi pueblo, para intentar asir con ambas manos un amor que nunca llegué, en realidad, más que a rozar con las yemas de los dedos.»

Esta vez, lucharía. Esta vez, lo desafiaría.

Estaba bastante segura de poder convencer a los demás para que también desafiaran a Samah. Tenía la impresión de que varios miembros del Consejo no se sentían demasiado satisfechos con lo que habían hecho en el pasado. Si conseguía que venciesen su temor al futuro…

Los consejeros ocuparon su lugar en torno a la larga mesa de mármol. Cuando se hubieron presentado todos, entró Samah y tomó asiento en la silla presidencial.

Orla, que pensaba encontrar a un presidente del Consejo en actitud de juez severo, se sorprendió hasta el desconcierto al ver a Samah relajado, jovial y agradable. El hombre le dirigió lo que podía tomarse por una sonrisa de disculpa, acompañada de un encogimiento de hombros. Luego, inclinándose hacia ella, le cuchicheó:

—Lamento lo que te he dicho antes, esposa mía. No sé lo que me hago. He hablado a la ligera. Sé comprensiva conmigo.

Samah pareció aguardar su respuesta con cierta ansiedad. Orla le dirigió una sonrisa incierta.

—Acepto tu disculpa, esposo.

A Samah se le ensanchó la sonrisa y le dio unas palmaditas en el revés de la mano, como si dijera: «No te preocupes, querida. A tu amiguito no le sucederá nada».

Asombrada, perpleja, Orla no atinó a hacer otra cosa que apoyar la espalda en el respaldo de la silla y guardar silencio.

Alfred entró en la cámara, con el perro pegado a sus talones, y ocupó —otra vez— su lugar ante el Consejo. Orla no pudo evitar pensar en el aspecto tan desharrapado de Alfred: macilento, cargado de hombros, enfermizo. Lamentó no haber pasado más tiempo con él antes de la reunión, no haberle insistido para que se cambiara aquellas ropas mensch que producían una manifiesta irritación en los demás miembros del Consejo. Cuando había acudido a devolverle el perro, se había marchado a toda prisa aunque él había intentado detenerla. Estar con él la hacía sentirse incómoda. Los ojos límpidos y penetrantes de Alfred sabían bajarle la guardia y hurgar dentro de ella en busca de la verdad, igual que el hombre se había colado en la biblioteca. Y Orla no estaba preparada para dejarle ver la verdad que latía en su interior. No estaba preparada ni siquiera para verla ella misma.

—Alfred Montbank —Samah hizo una mueca al pronunciar el nombre mensch pero, al parecer, había cejado en sus esfuerzos por obligar a Alfred a revelar su nombre sartán—, has sido traído ante este Consejo para responder de dos acusaciones graves.

»La primera es la siguiente: que, voluntariamente y a conciencia, entraste en la biblioteca a pesar de que se habían colocado en la puerta unas runas que lo prohibían. Esta falta la cometiste dos veces. En la primera ocasión —continuó Samah, aunque Alfred hizo ademán de querer intervenir—, declaraste que habías entrado por accidente. Declaraste que el edificio despertó tu curiosidad y, al acercarte a la puerta, tuviste un…, hum…, un tropiezo y fuiste a caer en el interior. Una vez dentro, la puerta se cerró y, al no poder salir, te encontraste en la biblioteca propiamente dicha mientras buscabas otra salida. ¿Es cierto a grandes rasgos el testimonio que acabo de exponer?

—A grandes rasgos —respondió Alfred.

Tenía las manos juntas delante de él. No llegó a mirar directamente al Consejo, pero lanzó rápidos y repetidos vistazos en dirección a sus miembros. Era la viva imagen de la culpa, reflexionó Orla con desconsuelo.

—En esa ocasión, aceptamos esta explicación, te informamos por qué la biblioteca estaba prohibida a nuestro pueblo y nos olvidamos del asunto, confiando en que no habría necesidad de volver sobre él.

»Sin embargo, menos de una semana después, volviste a ser sorprendido en el mismo lugar. Lo cual nos lleva a la segunda y más grave acusación a la que te enfrentas: esta vez, se te acusa de entrar en la biblioteca deliberadamente y de una forma que indica que temías ser descubierto. ¿Es cierto esto último?

—Sí —respondió Alfred, pesaroso—. Me temo que sí. Y lo lamento, siento de veras haber causado todo este revuelo, cuando tenéis otras preocupaciones mucho más importantes. Samah se echó hacia atrás en la silla, suspiró y se frotó los ojos con la mano. Orla lo observó con mudo asombro. Su esposo no era el juez estricto y terrible. Era el padre abatido, obligado a imponer un castigo a un hijo bienamado, aunque irresponsable.

—¿Quieres explicar al Consejo, hermano, por qué has desafiado nuestra prohibición?

—¿Os importa si cuento algo de mí mismo? —preguntó Alfred—. Quizás os ayude a comprender…

—No, no, hermano. Adelante, por favor. Tienes derecho a decir lo que te plazca ante el Consejo.

—Gracias. —Alfred ensayó una débil sonrisa—. Yo nací en Ariano, y fui uno de los últimos niños sartán que vio la luz en dicho mundo. Eso fue muchos cientos de años después de la Separación, después de que os sumierais en el Sueño. Las cosas no iban demasiado bien para nosotros en Ariano. Nuestra población disminuía. No nacían niños y los adultos morían prematuramente, sin razón aparente. Entonces ignorábamos la causa, aunque quizás ahora ya la conozca…[40] —añadió en voz muy baja, casi para sí mismo—. De todos modos, no es eso lo que nos ha traído aquí…

»Para los sartán, la vida en Ariano era terriblemente difícil. Había mucho que hacer y no éramos suficientes para encargarnos de todo. Las poblaciones mensch crecían en número rápidamente y progresaban en conocimientos mágicos y en habilidades mecánicas. Llegaron a ser demasiados para que pudiéramos controlarlos. Y ahí, creo, estuvo nuestro error. No nos contentábamos con advertir o aconsejar, con ofrecer nuestra sabiduría. Queríamos controlarlos y, como no podíamos, los abandonamos a su suerte y nos retiramos bajo tierra. Teníamos miedo.

«Nuestro Consejo decidió que, en vista de que quedábamos tan pocos, debíamos poner a algunos de nuestros jóvenes en un estado mágico de animación suspendida, para que fueran devueltos a la vida en algún momento del futuro en que, esperábamos, la situación hubiera mejorado. Confiábamos en que, para entonces, habríamos establecido contacto con los otros tres mundos.

«Fuimos muchos los que nos presentamos voluntarios para ocupar las cámaras de cristal. Yo estaba entre ellos. Era un mundo y una vida que no me dio ninguna lástima abandonar —añadió en un murmullo.

»Por desgracia, fui el único en volver a despertar.

Samah, que había dado la impresión de estar escuchando sólo a medias, con una expresión paciente e indulgente, se sentó muy erguido en su asiento al escuchar esto último y frunció el entrecejo. Los demás miembros del Consejo intercambiaron unos comentarios en voz baja. Orla percibió la angustia y la amarga soledad de aquella época reflejadas en el rostro de Alfred, y notó que el corazón se le encogía de pena.

—Cuando desperté —prosiguió el sartán de Ariano—, descubrí que todos los demás, todos mis hermanos y hermanas, estaban muertos. Me encontraba solo en un mundo de mensch. Tuve miedo, un miedo terrible. Temí que los mensch descubrieran quién era, averiguaran mis poderes mágicos e intentaran obligarme a utilizarlos para ayudarlos en sus ambiciones.

»Al principio, me oculté de ellos. Viví…, no sé cuántos años, en el mundo subterráneo al que nos habíamos retirado los sartán hacía tanto tiempo. No obstante, en las escasas ocasiones en que visité a los mensch de los mundos superiores, no pude dejar de observar las cosas terribles que estaban sucediendo, y descubrí que estaba deseando ayudarlos. Sabía que podía hacerlo y se me ocurrió que eso era lo que se suponía que debíamos hacer los sartán: ayudarlos. Empecé a pensar que era egoísta por mi parte ocultarme cuando podía, en alguna pequeña medida, contribuir a enderezar las cosas. Pero, como de costumbre, parece que lo único que he logrado es empeorarlo todo.[41]

Samah se revolvió en su asiento, algo inquieto.

—Realmente, tu historia es trágica, hermano, y lamentamos mucho haber perdido a tantos de los nuestros en Ariano, pero gran parte de lo que acabas de contar ya lo conocíamos y no veo que…

—Sé comprensivo conmigo, Samah, te lo ruego —lo interrumpió Alfred con un aire de serena dignidad que le resultaba, pensó Orla, muy favorecedor—. Todo ese tiempo que pasé entre los mensch, tuve en mi recuerdo a mi gente. Echaba de menos a los míos y me daba cuenta, para mi pesar, de que había sido poco considerado con ellos. Había prestado atención a sus historias del pasado, pero no la suficiente. Nunca me había interesado el tema, nunca había inquirido acerca de él. Comprendí que sabía muy poco sobre los sartán, y menos aún sobre la Separación. Y anhelé saber más, profundizar en ese conocimiento. Aún hoy sigo deseándolo. —Alfred miró a los miembros del Consejo con una súplica melancólica en los ojos—. ¿Comprendéis lo que os digo? Quiero saber quién soy, por qué estoy aquí, qué se espera de mí…

—Todas ésas son preguntas propias de los mensch —respondió Samah en tono de reproche—. Un sartán no se las plantea. Un sartán sabe por qué existe, conoce su propósito en la vida y actúa movido por este conocimiento.

—Estoy seguro de que, si no hubiera pasado tanto tiempo en soledad, nunca me habría visto obligado a plantearme estos interrogantes —replicó Alfred—. Pero no tenía a nadie a quien acudir. —Alfred estaba ahora muy erguido; había abandonado su actitud sumisa, débil y encogida de respetuoso temor. La justicia de su causa le daba fuerzas—. Y, por lo que leí en la biblioteca, parece que hubo otros que se hicieron esas mismas preguntas antes que yo. Y que encontraron respuestas…

Varios miembros del Consejo cruzaron miradas inquietas entre ellos; luego, todos los ojos se volvieron a Samah.

El presidente del Consejo tenía una expresión grave y entristecida, no enfadada.

—Ahora te comprendo mejor, hermano. Ojalá hubieras confiado en nosotros lo suficiente como para habernos contado antes todo esto.

Alfred se sonrojó, pero no bajó la vista a las puntas de sus zapatos, como solía. La mantuvo fija en Samah, firme y penetrante, con aquella mirada límpida que a menudo había perturbado a Orla.

—Permite ahora que te describa nuestro mundo, hermano —continuó el Gran Consejero, al tiempo que se inclinaba hacia adelante sobre la mesa y acercaba las manos hasta poner en contacto las yemas de los dedos—. La Tierra, se llamaba. Una vez, hace muchos miles de años, estaba dominado exclusivamente por humanos pero éstos, consecuentes con su naturaleza belicosa y destructiva, desencadenaron una guerra espantosa entre ellos mismos. Esta guerra no destruyó el mundo, como tantos habían temido y pronosticado, pero lo transformó irremisiblemente. Según dicen, nuevas razas nacieron de aquel cataclismo de humo y fuego. Yo dudo que eso sea cierto. Mi opinión es que tales razas habían existido siempre, pero habían permanecido ocultas en las sombras a la espera de que amaneciera un nuevo día.

»Se supone que la magia llegó entonces al mundo, aunque todos sabemos que esta fuerza ancestral ha existido desde el principio de los tiempos. Y también la magia esperaba ese nuevo amanecer.

»A lo largo de los siglos, en ese mundo habían existido numerosas religiones, pues los mensch eran muy dados a volcar todos sus problemas y frustraciones en el regazo de algún nebuloso e intangible Ser Supremo. Tales dioses eran numerosos y variados, caprichosos y siempre invisibles. Y exigían que su existencia fuera aceptada por la fe, y sólo por ésta. Así pues, no es de extrañar que, cuando los sartán llegamos al poder, los mensch los abandonaran y pasaran a venerarnos a nosotros, seres de carne y hueso que promulgábamos leyes estrictas que resultaban buenas y justas.

«Todo habría ido bien de no ser porque nuestros adversarios, los patryn, empezaron a ejercer su influencia al mismo tiempo que nosotros.[42] Muchos mensch, movidos a confusión, empezaron a seguir a los patryn, quienes recompensaron a sus esclavos con poderes y riquezas obtenidos a expensas de otros.

»Combatimos a nuestro enemigo, pero la batalla resultó disputada. Los patryn son sutiles y tramposos. Por ejemplo, ninguno de ellos se coronaba nunca monarca de un reino. Ese cargo lo dejaban a los mensch, pero junto a este monarca siempre se podía encontrar a un patryn que actuaba como «consejero» o como «asesor».

—En cualquier caso —intervino Alfred sin aspavientos—, por lo que he leído, los sartán también solían actuar en tales cargos…

Samah torció el gesto al captar la insinuación.

—¡Nosotros los asesorábamos de verdad! Les ofrecíamos consejo, guía y sabiduría. Nosotros no usábamos nuestro cargo para usurpar tronos y para reducir a los mensch a poco más que títeres. Nosotros pretendíamos enseñar, elevar, corregir…

—Y, si los mensch no seguían vuestro consejo —apuntó Alfred en voz baja y con una gran firmeza en sus ojos claros—, los castigabais, ¿no es eso?

—Es responsabilidad de los padres corregir al hijo que ha sido descuidado o imprudente. ¡Por supuesto que hacíamos ver a los mensch los errores que cometían! ¿Cómo, si no, iban a aprender?

—Pero ¿y el libre albedrío? —Alfred, apasionado e impulsivo, avanzó unos pasos hacia Samah—. ¿Y la libertad de escoger por sí mismos, de tomar sus propias decisiones? ¿Quién nos dio derecho a decidir el destino de otros?

Hablaba con fluidez, gravedad y confianza. Se movía con elegancia y con gracia. Orla se emocionó al escucharlo, pues Alfred estaba haciendo en voz alta las preguntas que ella se había hecho a menudo en el corazón.

El Gran Consejero aguantó en silencio la andanada, frío e insensible. Dejó que las palabras de Alfred pendieran en la atmósfera callada y tensa de la estancia y, al cabo de unos instantes, respondió a ellas con estudiada calma.

—¿Acaso un niño puede educarse a sí mismo, hermano? No, claro que no. Necesita que sus padres lo nutran, le enseñen, lo guíen…

—Los mensch no son nuestros hijos —replicó Alfred con irritación—. ¡Nosotros no los creamos, no los llevamos a ese mundo! ¡No teníamos ni tenemos derecho a gobernar sus vidas!

—¡No intentábamos gobernarlos! —Samah se puso en pie. Su mano se posó sobre la mesa como si se dispusiera a descargar un golpe sobre ella, pero se controló—. Les permitíamos actuar por su cuenta, aunque a menudo contemplábamos sus acciones con profunda pena y tristeza. Eran los patryn quienes se proponían someter y gobernar a los mensch. ¡Y lo habrían conseguido, de no ser por nosotros!

»En la época de la Separación, el poder de nuestros enemigos se hacía cada vez más fuerte. Más y más gobiernos habían caído bajo su dominio. El mundo estaba envuelto en guerras, raza contra raza, nación contra nación. Quienes nada tenían sólo buscaban degollar a quienes lo poseían todo. No había habido nunca una era tan oscura, y parecía que lo peor aún estaba por llegar.

»Y entonces fue cuando los patryn consiguieron descubrir nuestro punto débil. Mediante viles trucos y su magia, convencieron a algunos de los nuestros que ese nebuloso Ser Supremo, al que incluso los mensch habían dejado ya de venerar, existía realmente.

Alfred intentó intervenir, pero Samah levantó una mano.

—Déjame continuar, por favor —dijo. Hizo una breve pausa y se llevó los dedos a la frente, como si le doliera. Tenía el rostro ojeroso, con una expresión de cansancio. Con un suspiro, volvió a ocupar su asiento y contempló de nuevo a Alfred—. No culpo a quienes cayeron víctimas de este engaño, hermano. Todos, en un momento u otro, anhelamos descansar nuestra cabeza en el pecho de alguien más fuerte y más sabio que nosotros; todos deseamos delegar toda responsabilidad en un Ser Todopoderoso y Omnisciente. Y tales sueños y deseos son agradables, pero luego debemos despertar a la realidad.

—Y ésa era vuestra realidad. —Alfred contempló a los presentes con lástima y continuó, con una voz apagada por la pena—: Dime si me equivoco. Los patryn se hacían cada vez más fuertes mientras los sartán se dividían en facciones. Algunos empezaban a negar su condición divina, dispuestos a seguir aquella nueva visión. Y amenazaban con llevarse a los mensch con ellos. Os visteis a punto de perderlo todo.

—No te equivocas —murmuró Orla.

Samah le dirigió una mirada colérica que su esposa percibió, aun sin verla. Sus ojos estaban fijos en Alfred.

—Seré indulgente contigo, hermano —dijo el Gran Consejero—. Tú no estabas allí y no puedes comprender lo que sucedía.

—Claro que comprendo —replicó Alfred con voz clara y firme. Ahora, su porte era erguido y distinguido. Casi resultaba atractivo, pensó Orla—. Por fin, después de tanto tiempo, consigo entender, ¿De quién teníais miedo, en realidad? —Su mirada recorrió uno por uno a los miembros del Consejo—. ¿De los patryn? ¿O más bien temíais la verdad, el conocimiento de que no erais la fuerza que movía el universo, de que en realidad no erais mejores que los mensch a quienes siempre habíais despreciado? ¿No es eso lo que realmente os asustaba? ¿No fue ésa la razón por la cual destruisteis el mundo, con la esperanza de destruir con él esa verdad?

Las palabras de Alfred resonaron en el silencio de la sala.

Orla contuvo la respiración. Ramu, con el rostro sombrío de rabia contenida, dirigió una mirada inquisitiva a su padre como si le pidiera permiso para hacer o decir algo. El perro, que se había dejado caer en el suelo a los pies de Alfred para dormitar mientras se desarrollaba el tedioso parlamento, se incorporó de pronto y volvió los ojos a un lado y a otro, percibiendo algo amenazador.

Samah hizo un ligero gesto de negativa con la mano y su hijo, a regañadientes, volvió a ocupar su asiento. Los demás Consejeros pasaron la vista de Samah a Alfred y de nuevo al presidente del Consejo. Y fueron varios los que menearon la cabeza con ademán incómodo.

Samah miró fijamente a Alfred y no dijo nada.

En la sala creció la tensión.

Alfred parpadeó repetidamente y, de pronto, pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo. Al instante, empezó a flaquear, como si la energía que acaba de exhibir lo estuviera abandonando.

—Lo siento, Samah. No pretendía… —Alfred dio un paso atrás, encogiendo los hombros, y tropezó con el perro.

El Consejero se puso en pie bruscamente, abandonó su asiento, rodeó la mesa y avanzó hasta llegar junto a Alfred. El perro soltó un gruñido, con las orejas aplastadas contra el cráneo y los dientes al descubierto, y movió lentamente el rabo de un lado a otro.

—¡Quieto! —le cuchicheó Alfred con aire desconsolado.

Samah alargó la mano y Alfred se encogió aún más, como si esperara un golpe. Pero lo que hizo el Gran Consejero fue pasar el brazo por los hombros de su adversario en el debate.

—Muy bien, hermano —dijo en tono amable y bondadoso—, ¿no te sientes mejor ahora? Por fin nos has abierto tu corazón. Por fin has confiado en nosotros. Reflexiona y dime si no habría sido mucho mejor que acudieras desde el principio a mí, a Ramu, a Orla o a cualquier otro miembro del Consejo para exponernos estas dudas y estos problemas. Ahora, finalmente, podemos ayudarte.

—¿De veras? —Alfred lo miró fijamente.

—Sí, hermano. Al fin y al cabo, eres un sartán. Eres uno de nosotros.

—Yo… lamento mucho haber irrumpido de esa manera en la biblioteca —balbuceó Alfred—. Obré mal, lo sé. Y estoy aquí para disculparme. Yo no…, no sé qué me ha pasado para decir todas esas otras cosas…

—El veneno te ha estado emponzoñando las entrañas durante mucho tiempo. Ahora que lo has expulsado, la herida curará.

—Eso espero —respondió él, aunque parecía escéptico—. Eso espero. —Exhaló un suspiro y bajó la vista al suelo—. ¿Qué haréis conmigo?

—¿Hacerte? —Samah puso cara de sorpresa—. ¡Ah! ¿Te refieres a si te impondremos alguna sanción? Mi querido Alfred, ya te has castigado a ti mismo más de lo que exige tu infracción de las normas. El Consejo acepta tus disculpas. Y, cuando te apetezca utilizar la biblioteca, sólo tienes que pedirnos la llave a mí o a Ramu. Me parece que te resultará muy beneficioso estudiar la historia de nuestro pueblo.

Alfred lo miró, boquiabierto, incapaz de articular palabra de puro desconcierto.

—El Consejo tiene que tratar ahora ciertos asuntos menores —continuó Samah rápidamente, al tiempo que retiraba la mano de los hombros de Alfred—. Toma asiento entre nosotros; no tardaremos en atender nuestras obligaciones y luego podremos marcharnos.

A un gesto de su padre, sin decir una palabra, Ramu acercó una silla a Alfred. Éste se derrumbó en ella y permaneció allí encogido, enervado, aturdido.

Samah volvió a su asiento y empezó a exponer algunos asuntos triviales que bien podrían haber esperado. Los demás miembros del Consejo, visiblemente incómodos e impacientes por terminar la reunión, no le prestaban atención.

El Gran Consejero continuó hablando con voz paciente y calmosa. Orla observó a su esposo, contempló el destello de inteligencia de su rostro firme y atractivo, y cayó en la cuenta de la habilidad y la maestría con las que estaba manipulando al Consejo. Samah había logrado ganarse la voluntad del pobre Alfred. Ahora, de forma lenta y firme, estaba recuperando la lealtad y la confianza de sus seguidores. Los miembros del Consejo empezaron a tranquilizarse bajo la influencia de la voz relajante de su líder. Incluso se oyeron unas risas tras una pequeña broma.

«Cuando salgan de aquí —pensó Orla—, la voz que tendrán en sus oídos será la de Samah. Habrán olvidado la de Alfred. Es extraño, pero hasta hoy no había advertido la forma en que nos manipula.

»Pero en adelante será "los", no "nos". Conmigo, ya no lo hará más.»

Nunca más.

La reunión concluyó por fin.

Alfred, sumido en sus atormentados pensamientos, no escuchó nada de lo que se decía. Sólo salió de su ensimismamiento cuando los presentes empezaron a marcharse.

Samah se puso en pie. Los restantes Consejeros estaban ya relajados y de buen humor. Le dirigieron una reverencia, se despidieron unos de otros con idéntico gesto (de Alfred, no; a Alfred no le prestaron la menor atención) y abandonaron la sala.

Alfred se incorporó, tambaleándose.

«Creía tener la respuesta… —dijo para sí— pero se me ha ido de la cabeza. ¿Cómo ha podido borrarse tan de repente? Tal vez estaba equivocado. Tal vez la visión fue un truco de Haplo, como dijo Samah.»

—He observado que nuestro invitado parece terriblemente cansado, esposa mía —estaba diciendo Samah—. ¿Por qué no lo llevas de vuelta a nuestra casa y te ocupas de que descanse y coma algo?

Todos los miembros del Consejo habían abandonado ya el lugar. Sólo Ramu permanecía junto a su padre.

Orla tomó del brazo a Alfred.

—¿Te encuentras bien?

Él aún se sentía aturdido; lo recorrió un estremecimiento y trastabilló.

—Sí, sí —respondió vagamente—. Pero creo que me convendría descansar un poco. Si pudiera volver a mi habitación y…, y acostarme…

—Desde luego —asintió Orla, preocupada—. ¿Vienes con nosotros, esposo? —preguntó, volviéndose hacia Samah.

—No, todavía no, querida. Tengo que hablar con Ramu sobre esas pequeñas cuestiones que acaba de votar el Consejo. Adelántate con Alfred. Yo llegaré a tiempo para la cena.

Alfred dejó que Orla lo condujera hacia la puerta. Casi habían dejado atrás la Cámara del Consejo cuando advirtió que el perro no lo seguía. Volvió la vista buscando al animal, pero al principio no lo vio. Luego distinguió la punta del rabo, que asomaba debajo de la gran mesa del Consejo.

Se le ocurrió entonces un pensamiento inoportuno. Haplo había entrenado a su perro para actuar como espía. A menudo le había ordenado quedarse, sin despertar sospechas, cerca de alguien cuyas palabras llegaban al patryn a través de los oídos del animal. En aquel instante, Alfred comprendió que el perro estaba ofreciéndose a prestarle el mismo servicio a él. Se quedaría con Ramu y Samah para escuchar lo que conversaran.

—¿Alfred? —inquirió Orla.

El sartán dio un respingo, asaltado por el sentimiento de culpa. Se volvió en redondo, no vio lo que tenía delante y se dio de bruces con el marco de la puerta.

—¡Alfred…! ¡Oh, vaya! ¿Qué has hecho? ¡Te sangra la nariz!

—Creo que he tropezado con la puerta.

—Echa la cabeza hacia atrás. Entonaré una runa curativa…

Alfred se estremeció de nuevo. «¡Debería llamar al perro! —se dijo—. No debería tolerar jamás una cosa así. Soy peor que Haplo. El patryn espiaba a los extraños; yo me dispongo a hacerlo a mi propia gente. Sólo tengo que pronunciar una palabra, llamarlo, y el perro acudirá a mi lado.» Miró atrás.

—Perro… —empezó a decir.

Samah lo contemplaba con irónico desdén. Ramu, con hastío. Pero los dos observaban.

—¿Qué dices del perro? —inquirió Orla con aire inquieto. Alfred cerró los ojos y suspiró.

—Nada. Sólo que…, que lo he mandado a casa.

—… Donde tú deberías estar ya —apuntó ella.

—Sí. Ya estoy dispuesto.

Apenas había llegado a la puerta exterior de la sala del Consejo cuando oyó, a través de los oídos del perro, que padre e hijo se ponían a hablar.

—Ese hombre es peligroso —dijo la voz de Ramu.

—Sí, hijo mío. Tienes razón. Es muy peligroso. Por eso no debemos volver a relajar ni por un instante nuestra vigilancia sobre él.

—¿Eso opinas? Entonces ¿por qué lo has dejado marchar? Deberíamos hacer con él lo que hicimos con los demás.

—Ahora no podemos. Los demás miembros del Consejo, y en especial tu madre, no lo tolerarían nunca. Todo esto es parte de su astuto plan, por supuesto. Dejémosle creer que nos ha engañado. Dejemos que se relaje, que se crea a sus anchas, libre de sospechas.

—¿Una trampa?

—Sí —respondió Samah, complacido—. Una trampa para atraparlo infraganti mientras nos traiciona con ese patryn amigo suyo. Entonces tendremos suficientes pruebas para convencerlos a todos, incluso a tu madre, de que ese sartán con nombre mensch intenta provocar nuestra ruina.

Apenas hubo salido de la Cámara del Consejo, Alfred se dejó caer en un banco próximo.

—Tienes un aspecto terrible —comentó Orla—. Tal vez te has roto la nariz. ¿Te sientes débil? Si no te crees capaz de caminar, puedo…

—Orla… —Alfred alzó la vista hacia ella—. Sé que te va a parecer una muestra de ingratitud por mi parte, pero ¿podrías, por favor, dejarme solo?

—No, imposible. Yo…

—Por favor. Necesito estar solo —insistió él con suavidad.

Orla lo estudió de arriba abajo. Luego dio media vuelta y miró hacia la sala del Consejo. Contempló el interior en sombras con fijeza, como si pudiera ver lo que sucedía dentro. Tal vez podía. Tal vez, aunque sus oídos no captaban las voces del interior de la cámara, su corazón sí las escuchaba. Su expresión se hizo grave y triste.

—Lo siento —murmuró, y se alejó.

Alfred emitió un gemido y hundió el rostro entre sus temblorosas manos.