CAPÍTULO 3
A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR
DEL MAR DE LA BONDAD
Me llamo Grundle.[6]
De niña, ésta fue la primera palabra que aprendí a escribir. No estoy segura de por qué la escribo aquí, ni de por qué empiezo con ella. Lo único que sé es que he estado mucho tiempo mirando esta página en blanco y debo escribir algo o de lo contrario no lo haré nunca.
Me pregunto quién encontrará y leerá esto. O si alguna vez llegará a manos de alguien. Dudo que lo sepa nunca. No tenemos ninguna esperanza de sobrevivir al final del viaje.
(A no ser, claro está, que confiemos ingenuamente en un milagro, en que algo o alguien venga en nuestra ayuda. Alake dice que esperar una cosa así y rezar para que ocurra es una crueldad, si pensamos en el sufrimiento que le espera a nuestra gente si nos salvamos. Supongo que tiene razón, ya que es la más inteligente de todos. Pero he notado que continúa practicando sus ejercicios de invocación, cosa que no haría de seguir sus propios consejos).
Alake fue quien me recomendó que escribiera la crónica del viaje. Dice que los nuestros pueden encontrarla cuando hayamos desaparecido y en ella encontrarán consuelo. Por supuesto, también es necesario hablar de Devon. Todo esto es cierto, pero sospecho que me ha asignado esta tarea para quedarse sola y que nadie la moleste cuando desee practicar su magia.
Supongo que tiene razón. Es mejor estar ocupado en algo que no hacer nada y sentarse a esperar la muerte. Pero tengo mis reservas acerca de que nuestra gente encuentre nunca este relato. Creo que es más probable que lo haga un extraño.
Me resulta raro pensar que un extraño pueda leerlo cuando yo haya muerto. Y todavía me es más insólito compartir con un desconocido mis temores y recelos, cuando no soy capaz de hacerlo con aquellos a quienes amo. Tal vez esa persona proceda de otra luna marina, si existen otras lunas marinas, cosa que dudo. Alake también dice que es pecado pensar que el Uno no ha creado a nadie más que a nosotros. Pero los enanos somos muy dados a dudar, a sospechar de cualquier cosa que no haya existido, como mínimo, tanto tiempo como nosotros. Dudo que nuestra muerte sirva para algo. Dudo que los señores del mar mantengan su palabra. Nuestro sacrificio será en vano. Los nuestros están condenados.
Ya está. Por fin lo he escrito. Y me siento mejor después de hacerlo, aunque ahora deberé asegurarme de que Alake no vea nunca este diario.
Me llamo Grundle.
Esta vez será más fácil. Mi padre es Yngvar Barbapoblada, Vater[7] de los gargan. Mi madre se llama Hilda. Se dice que de joven era la más hermosa de toda la luna marina. Se han dedicado canciones a mi belleza, pero he visto un retrato suyo del día de su boda, y yo no soy nada a su lado. Las patillas le llegaban casi a la cintura y eran de ese color dorado tan raro y apreciado entre los enanos.
Mi padre cuenta que, cuando mi madre apareció en la palestra del concurso, las demás participantes abandonaron nada más verla, dejándola como incontestable vencedora. Mi madre era especialmente diestra porque había practicado el tiro de hacha y era capaz de dar en el blanco cinco de cada seis veces. Si me hubiera quedado en Gargan, ya se habrían celebrado los concursos matrimoniales por obtener mi mano, ya que estoy al final de la Edad de la Búsqueda.
Este borrón es una lágrima. ¡Ahora estoy convencida de que Alake no debe ver este diario! No lloro por mí. Estoy llorando por Hartmut. Él me amaba y yo le correspondía. Pero no debo dejarme llevar por el recuerdo o pronto las lágrimas emborronarán toda la página.
Probablemente, la persona que encuentre esto se sorprenderá de que un enano sea su autor. Los nuestros no se interesan por materias como la escritura, la lectura y la aritmética. Escribir vuelve perezosa la mente, según dicen los míos, que son capaces de retener en la memoria la historia completa de Gargan, además de la familiar de cada individuo. En realidad, los enanos no tenemos un lenguaje escrito propio, razón por la cual estoy utilizando el de los humanos.
También conservamos en la cabeza excelentes relatos, que causan el asombro de nuestros proveedores elfos y humanos. Todavía no conozco al enano que no pueda decir con detalle cuánto dinero ha hecho en el transcurso de una vida. ¡Algunos de barba canosa podrían pasarse días enteros haciendo recuento! Yo misma no habría aprendido a leer y escribir si no fuera porque estoy —o estaba— destinada a gobernar. Como tendría que tratar de cerca con nuestros aliados humanos y elfos, mis padres decidieron que debía educarme entre ellos y conocer sus costumbres. Al propio tiempo (y creo que esto era para ellos lo más importante), esperaban que yo educara a elfos y a humanos en nuestros hábitos.
A edad temprana, me mandaron a Elmas —la luna marina de los elfos—[8] junto con Alake, la hija del gobernante de Phondra. Alake tiene aproximadamente mi edad mental, aunque no se corresponde en términos de ciclos reales. (La brevedad de la vida humana los obliga a crecer deprisa). Con nosotras se encontraba Sadia, la princesa élfica que compartía nuestros estudios.
La bella y gentil Sadia… Nunca volveré a verla. Pero, gracias al Uno, ha escapado de este funesto destino.
Las tres muchachas pasamos juntas muchos años, durante los que volvimos locos a nuestros maestros y aprendimos a querernos como hermanas. De hecho, estábamos más unidas que muchas hermanas que conozco, pues entre nosotras jamás hubo celos o rivalidad.
Las únicas diferencias surgían al aprender a convivir con los defectos de las demás. Pero nuestros padres querían que creciéramos juntas. A mí, por ejemplo, nunca me habían gustado mucho los humanos. Hablaban muy fuerte y rápido, eran demasiado agresivos y corrían de tema en tema, de un sitio a otro. Nunca se paraban a sentarse ni se tomaban tiempo para pensar.
El largo período que pasé en contacto con humanos me enseñó que su impaciencia y ambición, la constante necesidad de darse prisa, prisa, prisa, era su manera de combatir la brevedad de su vida.
Por el contrario, comprendí que los longevos elfos no eran soñadores perezosos, como creen la mayoría de enanos, sino gente que simplemente se toma la vida como viene, sin preocuparse por el mañana, con la certeza de que habrá innumerables mañanas para enfrentarse a los problemas.
Por otro lado, Alake y Sadia tenían la paciencia suficiente para aguantar mi brusca franqueza, rasgo característico de mi gente. (Me gustaría pensar que es una buena cualidad, ¡pero no debe llevarse a extremos!) Un enano siempre debe decir la verdad, sin importar lo preparados que los demás estén para escucharla. También podemos ser muy testarudos y, una vez que decidimos algo, nos mantenemos en nuestros trece y raramente cedemos. De un humano insólitamente tozudo se dice que tiene «pies de enano».
En mis estudios, aprendí a hablar y escribir con fluidez en humano y en élfico (a pesar de la irritación que causaba en nuestra pobre tutora mi manera de coger la pluma). Estudié la historia de sus lunas marinas y las distintas versiones de la historia de Chelestra, nuestro mundo. Pero lo que aprendí por encima de todo fue a querer a mis amadas hermanas-amigas y, a través de ellas, a sus respectivas razas.
Solíamos planear la manera de unir más a los nuestros, cuando por fin gobernáramos, cada una en su propia luna marina.
Ya nunca será así. Ninguna de nosotras vivirá lo suficiente.
Supongo que será mejor explicar lo que ocurrió.
Todo comenzó el día en que me disponía a bendecir el cazador de sol. Mi día. Mi gran día.
La excitación no me había dejado dormir. Apresuradamente me vestí con mis mejores ropas: una blusa de manga larga de tejido sencillo y práctico (en nuestra vida no tienen lugar los adornos), un vestido atado a la espalda y unas botas sólidas y resistentes. De pie frente al espejo de mi dormitorio en la casa de mi padre, comencé la tarea más importante del día: cepillar y rizarme el cabello y las patillas.
El tiempo pasó volando hasta que oí que mi padre me llamaba. Hice ver que no le había oído y continué observándome con ojo crítico mientras me preguntaba si estaba presentable para aparecer en público. No debe pensarse que esa preocupación por mi aspecto nacía de la vanidad. Como heredera al trono de Gargan iba tanto a presenciar como a tomar parte del acto.
Tenía que admitirlo: estaba preciosa. Aparté los tarros de esencias importados de los elfos de Elmas, y devolví las tenacillas a su sitio junto a la chimenea. Sadia, que siempre tiene una nube de sirvientes revoloteando a su alrededor (y que nunca se ha cepillado ella misma su larga cabellera rubia) no entiende que yo no sólo me vista sin ayuda, sino que además lo recoja todo cuando termino. Los gargan somos gente orgullosa y autosuficiente y nunca se nos ocurriría dejar a otros este tipo de labores domésticas. Nuestro Vater tala su propia madera para el hogar, nuestra Muter hace su colada y friega el suelo. Yo misma me rizo el pelo. La única marca de distinción que la familia real recibe sobre los demás es que se espera de nosotros que trabajemos el doble que el resto de gargan.
Aquel día, sin embargo, mi familia recibiría una de las contadas recompensas por los servicios prestados al pueblo. La flota de cazadores de sol estaba completa. Mi padre pediría al Uno que los bendijera, y yo tendría el honor de clavar un mechón de mis cabellos en la proa del buque insignia.
Mi padre me llamó de nuevo. Salí deprisa de mi habitación y entré corriendo al salón.
—¿Dónde está esa chica? —le preguntaba a mi madre—. El sol marino habrá pasado sobre nuestras cabezas y nos habremos congelado para cuando esté lista.
—Es su gran día —le recordó ella, apaciguadora—. Querrás que tenga buen aspecto, ¿no? Todos sus pretendientes van a estar presentes.
—¡Bah! —gruñó—. Aún es demasiado joven para pensar en esas cosas.
—Tal vez, pero lo que hoy ve el ojo, mañana llena la cabeza —replicó mi madre citando un proverbio enano.[9]
—¡Hum! —resopló mi padre.
Pero, cuando me vio, se le hinchó el pecho de orgullo y no volvió a comentar nada más respecto a mi demora.
Padre, ¡cuánto te echo de menos! ¡Qué difícil es todo esto! ¡Qué difícil!
Abandonamos nuestra casa, que es más bien una cueva excavada en la montaña. Todas nuestras casas y comercios se construyen en su interior, al contrario que los de los humanos y elfos que se levantan en las laderas. Tardé largo tiempo en acostumbrarme a vivir en el palacio de coral de Elmas que, a mi entender, se apoyaba en la roca de forma precaria. Solía tener pesadillas en las que se desmoronaba por la montaña y me arrastraba en su caída.
Era una mañana espléndida. Los rayos del sol marino brillaban entre las olas.[10] Las escasas nubes que flotaban sobre la caverna atraían su destello. Nos unimos a la multitud que descendía por el escarpado camino que lleva a la playa del Mar de la Bondad. Nuestros vecinos llamaron a mi padre para palmotearle la gran barriga —el típico saludo enano— y lo invitaron a reunirse con ellos en la taberna después de la ceremonia.
Él les devolvió el saludo y continuamos el camino de bajada. Cuando estamos en tierra firme, los gargan viajamos siempre a pie. Los carros son para transportar patatas, no personas. A pesar de que estamos familiarizados con la costumbre élfica de viajar en carruaje y la humana de utilizar bestias de carga, la mayoría de enanos considera tal pereza un signo de debilidad innato en las otras dos razas.
El único vehículo que utilizamos los gargan es nuestro famoso barco sumergible diseñado para navegar por el Mar de la Bondad. Estos barcos, orgullo de los enanos, se construyeron por necesidad, dada nuestra desafortunada tendencia a hundirnos como piedras en el agua. No ha nacido el enano capaz de nadar.
Somos tan buenos constructores navales que los de Phondra y los de Elmas, que en un principio fabricaban sus propias embarcaciones, dejaron de hacerlo y empezaron a depender de nuestra producción. Ahora, con la financiación de elfos y humanos, hemos construido nuestra obra maestra: una flota de sumergibles, de cazadores de sol, con capacidad para alojar la población de tres lunas marinas.
—Han pasado generaciones desde que fuimos llamados para construir los cazadores de sol —anunció mi padre. Nos detuvimos en el abrupto sendero para contemplar con admiración el puerto que se extendía allá abajo, al nivel del mar—. Nunca se diseñó una flota tan grande para transportar a tantos. Éste es un momento histórico que se recordará largo tiempo.
—Y un gran honor para Grundle —dijo mi madre al tiempo que me dirigía una sonrisa.
Le devolví la sonrisa pero no dije nada. Los enanos no somos conocidos precisamente por nuestro sentido del humor, pero a mí se me considera más seria y responsable que cualquiera de mi raza, y aquel día el deber absorbía mi pensamiento. Tengo una naturaleza extremadamente práctica, sin un destello de sentimentalismo o romanticismo (como Sadia solía comentar con tristeza).
—Ojalá tus amigas estuvieran aquí hoy para verte —añadió—. Las invitamos, pero, claro, están muy ocupadas preparando la Caza del Sol con los suyos.
—Sí, madre —asentí—, me habría encantado que pudieran estar aquí.
Yo no deseaba que la persecución del sol marino alterara el estilo de vida de los enanos, pero no pude menos que envidiar el respeto que los phondranos sentían por Alake o el cariño y la admiración que los elmanos profesaban a Sadia. Para los míos, yo simplemente soy una joven enana más durante la mayor parte del tiempo. Me consolé con la idea de poder contar todo lo ocurrido a mis amigas y (para ser sincera) con la certeza de que ningún cazador de sol llevaría en la proa un mechón de sus cabellos.
Llegamos al puerto, donde los gigantescos sumergibles flotaban anclados. Al verlos tan de cerca, me impresionó su gran tamaño, la cantidad de trabajo que había requerido su construcción.
Los cazadores de sol parecían ballenas negras; tenían la proa lisa y estaban fabricados con madera seca de Phondra, llamada así porque está cubierta de una capa de resina natural que la protege del agua. El casco estaba tachonado de ventanas, que brillaban como joyas a la luz del sol marino. ¡Y sus proporciones! ¡No podía creerlo! Cada cazador de sol, y allí había diez, tenía casi ocho estadios[11] de longitud. Aquella inmensidad me desconcertaba, hasta que, de pronto, recordé que estaban ideados para alojar a los habitantes de tres reinos.
La brisa del mar aumentó. Me atusé las patillas y mi madre me arregló el pelo. La multitud que se congregaba en los muelles se apartó de buena gana para dejarnos paso. Los gargan, a pesar de la excitación, se movían en orden y con disciplina, sin asomo de los bulliciosos empujones que cabría esperar de una reunión similar de humanos.
Anduvimos entre ellos al tiempo que nos inclinábamos a derecha e izquierda. Los hombres se tocaban el mechón de pelo de la frente, signo ceremonioso de respeto apropiado para la ocasión. Las mujeres azuzaban a sus hijos, quienes miraban boquiabiertos los enormes sumergibles, incapaces de desviar la mirada de tales maravillas para prestar atención a algo tan cotidiano como era su rey.
Yo me situé al lado de mi madre, el lugar adecuado para una muchacha enana soltera. Miraba directamente al frente, aunque procuraba bajar los ojos con modestia, concentrada en mis deberes. Pero me resultaba difícil apartar la vista de las dos largas hileras de jóvenes enanos que, vestidos con su coraza de cuero y con la barba afeitada, formaban en el extremo del muelle.
Todos los hombres que se hallaban en la Edad de la Búsqueda prestaban servicio en el ejército. Se había escogido a los mejores para formar parte de la guardia de honor del Vater y su familia en aquel día.
Uno de esos hombres tendría, con toda seguridad, el privilegio de casarse conmigo. No era muy correcto que yo tuviera favoritos, pero sabía que Hartmut derrotaría a sus adversarios con facilidad.
Nuestras miradas se cruzaron y su sonrisa me inundó de una sensación de calor. ¡Es tan atractivo! Tiene el pelo cobrizo, largo y fuerte, y las patillas rojizas, y seguro que la barba que se dejará una vez casado también será del mismo color. Ya había alcanzado el rango de señor de los cuatro clanes, un alto honor para un enano soltero.[12]
A una orden de su mariscal, los soldados levantaron las hachas —el arma favorita de los enanos— en señal de saludo, las hicieron girar y golpearon con ellas el suelo.
Advertí que Hartmut movía la suya con más destreza que cualquier otro hombre de su clan. Esto era un magnífico augurio, puesto que el lanzamiento de hacha, la tala y el arte de esquivarla determinaban al ganador de la contienda matrimonial.
—¡Deja de mirar a ese joven! —me susurró mi madre tirándome con fuerza de la manga—. ¿Qué va a pensar de ti?
Obedientemente, clavé los ojos en la ancha espalda de mi padre, pero me di perfecta cuenta de en qué momento pasé cerca de Hartmut, quien permanecía de pie al borde del muelle, y oí cómo la cabeza del hacha golpeaba contra el suelo de nuevo, esta vez sólo para mí.
Ante la proa del buque insignia se había levantado una reducida plataforma ceremonial para que nos alzáramos sobre la multitud. Subimos al entarimado y mi padre se adelantó. El público, aunque nunca había sido muy ruidoso, se quedó ahora en absoluto silencio.
—Familia mía[13] —comenzó el Vater mientras cruzaba los brazos sobre la gran barriga—, mucho tiempo ha pasado desde que los nuestros se vieron obligados a emprender la Caza del Sol. Ni siquiera los más viejos entre nosotros —y aquí dedicó una respetuosa reverencia a un enano de avanzada edad cuya barba ya griseaba y que se hallaba en el sitio de honor en primera fila entre la multitud— recuerdan la época en que los nuestros persiguieron el sol marino y desembarcaron en Gargan.
—Mi padre se acordaría —intervino el anciano—. Hizo el viaje siendo muy joven.
El Vater, mi padre, se detuvo un momento, confuso por la inesperada interrupción. Miré por encima de la muchedumbre hacia nuestra caverna y sus hileras de puertas de vivos colores, y, por primera vez, caí en la cuenta de que me disponía a abandonar mi tierra natal y viajar hacia un lugar desconocido, donde tal vez no habría puertas que condujeran al seguro y oscuro refugio de la montaña.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Agaché la cabeza, avergonzada ante la posibilidad de que alguien (especialmente Hartmut) me viese llorar.
—Nos espera un nuevo reino, una luna marina suficientemente grande para que las tres razas, humana, élfica y enana, podamos convivir, cada una en su propio reino, pero compartiendo el comercio y el trabajo, en un esfuerzo común por construir un mundo próspero.
»El viaje será largo y penoso. Y, cuando lleguemos, nos enfrentaremos a la agotadora tarea de reconstruir nuestras casas y negocios. Será difícil partir de Gargan. La necesidad nos obliga a dejar atrás muchas cosas que amamos, pero llevaremos con nosotros lo más valioso y preciado: a los demás. Abandonaremos monedas, ropas, cacharros de cocina, cunas y camas, pero, como nos tenemos los unos a los otros, nuestra nación enana llegará a su destino fuerte y preparada para avanzar y establecer su grandeza en ese nuevo mundo.
Durante el discurso, mi padre había rodeado con el brazo a mi madre y ella, a su vez, me había cogido la mano. Nuestro pueblo lanzó vítores de alborozo y se me secaron las lágrimas.
«En tanto que nos tengamos los unos a los otros —me dije—, en tanto que permanezcamos unidos, esta tierra nueva será nuestro hogar.»
Eché un tímido vistazo a Hartmut. Le brillaban los ojos. Me sonrió a mí, solamente a mí. En esa mirada, en esa sonrisa nos lo dijimos todo. Las pruebas de selección para la boda no podían amañarse, pero la mayoría de enanos conocía de antemano el resultado.
Mi padre continuó hablando para hacer hincapié en que, por primera vez en la historia de Chelestra, humanos, elfos y enanos realizarían juntos la Caza del Sol.
Por supuesto, en otros tiempos habíamos efectuado la Caza del Sol, y habíamos perseguido el sol marino que vaga indefinidamente a la deriva a través del agua que constituye nuestro mundo. Pero entonces los enanos estábamos solos y huíamos de la larga noche de hielo que amenazaba con cubrir lentamente nuestra luna marina.
Aparté de la mente el triste pensamiento de abandonar mi tierra natal y empecé a pensar en los ratos divertidos que me esperaban a bordo con Alake y Sadia. Les hablaría de Hartmut, de su distinción, aunque ninguna muchacha élfica o humana podría apreciar con propiedad cuán atractivo era.
Mi padre carraspeó. Vi cómo me miraba. Mi madre me dio un codazo en el costado. Sentí que me ruborizaba y volví en el acto al desarrollo de la ceremonia. Sostuve en la mano el mechón de cabello que me había cortado y que ahora lucía atado con una cinta azul brillante. Mi padre me dio el martillo y mi madre el clavo. Con ambos en la mano me volví hacia el ancho bao de madera del cazador de sol que se alzaba sobre mi cabeza. La muchedumbre esperaba en silencio el momento de gritar su alegría cuando la ceremonia hubiese concluido.
Con todos los ojos (dos en particular) fijos en mí, enrosqué firmemente el mechón alrededor del clavo, apoyé éste en la viga de madera que sobresalía del casco y estaba a punto de golpearlo con el martillo cuando escuché un murmullo que se extendía entre el público. Me recordó el oleaje del mar durante una de las inusuales tormentas de Chelestra.
Mi primera reacción fue sentir una gran irritación hacia aquello o aquel que me estaba arruinando el gran momento. Consciente de que no atraía la atención del público, bajé el martillo e, indignada, eché un vistazo a mi alrededor para ver qué causaba aquella confusión.
Todos los gargan —hombres, mujeres y niños— contemplaban fijamente el mar. Algunos señalaban con el dedo. Los más bajos se ponían de puntillas y estiraban el cuello para conseguir vislumbrar algo.
—Me imagino —gruñí mientras intentaba asomar la cabeza por el sumergible sin demasiada suerte— que Alake y Sadia han venido después de todo, justo para acaparar el centro de atención. Bueno, han elegido un mal momento, pero al menos están aquí para mirar. Siempre puedo volver a empezar.
Pero por la expresión de las caras de los enanos que estaban por debajo de mi posición, quienes veían el mar con claridad, deduje que lo que quiera que fuese que se acercaba no era una de las naves cisne alegremente decoradas que construíamos para los elfos, ni tampoco una de las recias naves de pesca de los humanos. Cualquiera de las dos habría sido recibida con un gran revuelo de barbas y alguno que otro agitar de manos, el colmo de la expresividad de los enanos. En cambio, ahora se mesaban la barba —signo de intranquilidad en los de mi raza— y las madres reunían a los chiquillos que se habían alejado.
—¡Vater, es preciso que veas esto! —gritó el mariscal del ejército enano que se había precipitado sobre la plataforma.
—Quedaos aquí —nos ordenó mi padre, y después descendió de la tarima y corrió tras el otro hombre.
Obviamente, la ceremonia había terminado. Estaba enojada, enfadada porque no conseguía ver nada e irritada con mi padre por haberse marchado a la carrera. Me quedé aferrada al martillo y al mechón de pelo y maldije el destino que me había hecho princesa y me obligaba a permanecer en esa estúpida plataforma mientras todo el mundo en Gargan observaba lo que estaba sucediendo.
No me atrevía a desobedecer a mi padre —una joven enana que hiciera una cosa así tendría que cortarse las patillas como castigo y afrontar la humillante experiencia—, pero seguramente no se me tendría en cuenta que me deslizara hasta el extremo del entarimado. Quizá lograra ver algo desde allí. Acababa de dar un paso y ya oía a mi madre tomar aliento para ordenarme que volviera, cuando Hartmut saltó hasta donde nos encontrábamos y corrió hacia nosotras.
—El Vater me ha ordenado que vele por ti y por vuestra hija en su ausencia, Muter —explicó con una reverencia hacia mi madre. Sin embargo, sus ojos me miraban a mí. Tal vez el destino supiera lo que se traía entre manos, en fin de cuentas. Decidí quedarme donde me encontraba.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella, nerviosa.
—Un incidente en el mar, eso es todo —contestó Hartmut sin darle importancia—. Una mancha de aceite que se extiende. Y algunos creen haber visto cabezas emerger de ella, pero me da la impresión de que las han visto a través del cristal de una jarra de cerveza. Lo más probable es que se trate de un banco de peces. Han zarpado botes para investigar.
Esta explicación pareció tranquilizarla. Pero a mí no me calmó. Vi cómo Hartmut no apartaba la vista de su mariscal, a la espera de órdenes. Y, aunque hacía un cortés esfuerzo por sonreír, su expresión era severa.
—Creo, Muter —prosiguió—, que será mejor que bajéis de esta plataforma hasta que determinemos cuál es la causa de esa mancha aceitosa.
—Tienes razón, muchacho. Grundle, dame ese martillo. Pareces una tonta ahí de pie, con eso en la mano. Voy a reunirme con tu padre. No, Grundle, tú quédate aquí con este joven guardia.
Echó a andar con paso decidido y, enérgicamente, se abrió paso entre la multitud. La bendije para mis adentros.
—A mí no me pareces una tonta —me aseguró Hartmut—. Creo que estás espléndida.
Me acerqué a él y mi mano, ahora que se había librado del martillo, encontró el modo de llegar hasta la suya. Los barcos partían de la playa y los hombres remaban con gran esfuerzo para adentrarse en el mar. Bajamos de la plataforma y corrimos hacia la orilla mezclados con los demás habitantes de Gargan.
—¿De qué crees que se trata? —murmuré.
—No lo sé —contestó Hartmut, que dejaba aflorar su preocupación, ahora que estábamos a solas—. Llevamos toda la semana escuchando antiguas leyendas. Los delfines hablan de criaturas extrañas que nadan por el Mar de la Bondad: serpientes con la piel cubierta de un aceite que emponzoña el agua y envenena a cualquier pez que tenga la desgracia de pasar a su lado.
—¿De dónde proceden? —pregunté, acercándome más.
—Nadie lo sabe. Hemos oído extrañas historias a lo largo de los últimos ciclos. Según los delfines, cuando el curso del sol marino comenzó a alterarse, se deshelaron varias lunas marinas que permanecían congeladas desde sólo el Uno sabe cuándo. Quizás estas criaturas vengan de una de esas lunas.
—¡Mira! —grité—. Algo ocurre.
La mayoría de enanos había dejado de bogar en sus botes. Algunos habían alzado los remos y permanecían inmóviles en el agua con la vista fija en el mar. Él resto había empezado a remar hacia la playa, presa de un gran nerviosismo. Yo no veía nada más que la capa de aceite en el agua, un limo verde pardusco que alisaba las olas y se pegaba a la superficie de los barcos que tocaba. También me llegaba su olor, una pestilencia malsana que me revolvía el estómago.
Hartmut me apretó la mano. ¡El agua empezaba a retirarse! Nunca había visto nada igual: era como si una boca gigantesca que se hallara bajo nosotros se estuviera tragando el agua. Varios botes ya habían alcanzado la playa y permanecían varados en la arena mojada, cubierta de aceite. ¡Pero aquellos que aún se hallaban mar adentro estaban siendo engullidos junto con el agua! Los marineros remaban con fuerza, en un intento frenético por detener su avance. Los sumergibles se hundieron más y más, cabeceando de proa a popa, y finalmente golpearon el fondo con un estrépito aterrador.
En ese momento, una cabeza enorme emergió entre las olas. Tenía la piel gris verdosa cubierta de escamas que relucían a la débil luz del sol con una siniestra iridiscencia. La cabeza era pequeña, del mismo tamaño que el cuello. Al parecer era toda cuello, a menos que se contara como cola la parte posterior. La serpiente trazó una horrible curva sinuosa. La primera vez que nos miró, tenía los ojos verdes, pero de pronto cambiaron de color y comenzaron a centellear con un feroz brillo rojo. La criatura se alzó más y más y, a medida que crecía, iba tragando agua.
Era enorme, monstruosa. Como mínimo, tenía la mitad de al altura de la montaña.
Contemplé el agua que se alejaba y de repente tuve el escalofriante presentimiento de que me iba a arrastrar con ella. Hartmut me rodeó con el brazo. Su cuerpo, firme y fornido, era sólido y tranquilizador.
El monstruo alcanzó una altura increíble y a continuación se abalanzó para aplastar con la cabeza el barco insignia, en cuyo casco abrió un gran boquete. El agua formó una gran ola que barrió la orilla de la playa.
—¡Corred! —aulló mi padre, y su voz retumbó sobre el griterío de la multitud—. ¡Corred hacia la montaña!
Los gargan dimos media vuelta y huimos. Ni siquiera en medio del terror se dio rienda suelta a la confusión, el desorden o el pánico. Los hijos alzaron en volandas a los enanos más ancianos, que no podían moverse con suficiente rapidez. Las madres cogieron en brazos a sus hijos más pequeños y los padres cargaron en la espalda a los mayores.
—¡Corre directamente hacia arriba, Grundle! —me dijo Hartmut—. Yo tengo que volver a mi puesto.
Se alejó corriendo con el hacha de combate en la mano y se reunió con el ejército que se agrupaba en la orilla, preparado para cubrir la retirada de la gente.
Yo sabía que debía correr, pero se me habían paralizado los pies y tenía las piernas demasiado débiles como para hacer algo más que sostenerme. Miré fijamente a la serpiente que había emergido, indemne, entre los restos del sumergible. Con lo que podría ser una risa silenciosa en su boca desdentada, se arrojó sobre otro barco. La madera se rompió y quedó hecha astillas. Del mar surgieron otras criaturas idénticas a la primera que comenzaron a destrozar los demás sumergibles y cualquier otra embarcación que estuviera a su alcance. El oleaje que creaban las bestias era tan imponente que arrasó la playa, donde completó la devastación.
Los botes volcaron y arrojaron al agua a la tripulación. Algunas embarcaciones fueron simplemente engullidas, y los enanos que llevaban a bordo desaparecieron en la espuma aceitosa. El ejército opuso una rápida resistencia a las serpientes. Hartmut, el más bravo de todos, se adentró en el agua con el hacha alzada en desafío. Las criaturas no les hicieron el menor caso y se contentaron con aplastar todas las embarcaciones del puerto, excepto una: el barco real, el que usábamos para ir y volver de Phondra y Elmas.
El monstruo se detuvo y contempló los estragos que habían causado sus criaturas. Sus ojos habían vuelto a adquirir un tono verdoso y tenía la mirada inexpresiva, fija. Movió la cabeza de lado a lado en un gesto lento y prolongado, y, cada vez que sus ojos nos enfocaban, nos encogíamos ante su mirada.
Empezó a hablar y las otras bestias cesaron en su destrucción para escuchar.
La serpiente habló perfectamente en el idioma de los enanos.
—Este mensaje está destinado a vosotros y a vuestros aliados, los humanos y los elfos. Somos los nuevos Señores del Mar. Sólo podréis navegar con nuestro permiso, y éste tiene un precio. Más adelante sabréis cuál es el pago. Lo que hoy habéis presenciado es una demostración de nuestro poder, de lo que os ocurrirá si no pagáis. ¡Haced caso de nuestra advertencia!
La serpiente se hundió en el agua y desapareció. Las otras la imitaron y nadaron deprisa entre los trozos de madera que flotaban en la cenagosa superficie. Permanecimos con la vista clavada en los restos de los cazadores de sol. Recuerdo el silencio que cayó sobre nosotros. Ni tan sólo se lloró por los muertos.
Cuando estuvimos seguros de que las serpientes se habían ido por fin, iniciamos la lúgubre tarea de recuperar los cuerpos de los que habían perecido, todos los cuales presentaban síntomas de envenenamiento. Una hedionda capa de aceite capaz de matar a cualquiera que sorbiera un trago cubría ahora las aguas marinas, hasta entonces puras y potables.
Y así fue como comenzó todo. Mi historia es mucho más larga, pero Alake se acerca por el barco para buscarme y recordarme que es la hora de comer. ¡Humanos! Creen que la comida es el remedio de todos los problemas. Me gusta tanto comer como a cualquier enano, pero ahora mismo no tengo mucho apetito.
Por el momento, tengo que dejar aquí mi relato.