CAPÍTULO 5
LA PUERTA DE LA MUERTE
CHELESTRA
Haplo recuperó la conciencia.
Despertó con un dolor agudo, pero en aquel mismo instante descubrió que había recuperado su integridad, y el dolor desapareció. El círculo de su ser se había restablecido. La agonía que acababa de sentir no era otra cosa que la boca de la rueda que comía su propia cola.
Pero el círculo no estaba fuerte, sino tenue y vacilante. Levantar la mano casi superaba sus fuerzas, pero consiguió tocarse el pecho desnudo con los dedos. Comenzó por la runa del corazón y, con movimientos lentos, procedió a reconectar y fortalecer los signos mágicos que llevaba escritos en la piel.
Empezó por la runa del nombre, la primera que se tatúa sobre el corazón del recién nacido entre pataleos y llanto, casi en el preciso instante en que es expulsado del útero materno. Es la madre u otra patryn de la tribu —en el caso de que ésta fallezca— quien lleva a cabo el rito. El nombre lo escoge el padre, si está vivo o se halla aún en la tribu.[17] En caso contrario, lo hace el jefe del grupo.
Esta runa no protege mucho al niño. La auténtica protección se la proporciona, como dice el refrán, la sustancia mágica del pecho materno o de la nodriza. Aun así, la runa del nombre es la más importante porque cualquier otra que se añada remite forzosamente a esta primera, el inicio del círculo.
Haplo recorrió con los dedos la runa del nombre, cuyo intrincado entramado conocía de memoria.
El recuerdo lo arrastró a su infancia, a uno de los insólitos y preciados momentos de paz y calma, y vio a un niño que recitaba su nombre y aprendía la forma de sus runas…
—Haplo: «único, solitario». Este es tu nombre y tu destino —dijo su padre con el áspero dedo presionando en el pecho del muchacho—. Tu madre y yo hemos superado todas las trabas. Cada Puerta que crucemos a partir de ahora será un guiño a la suerte. Pero llegará el día en que el Laberinto nos reclame como a todos los evadidos, excepto a los afortunados y los fuertes. Y éstos, generalmente, son solitarios. Repite tu nombre.
Haplo lo hizo con gran solemnidad mientras se repasaba los tatuajes del pecho con su mugriento dedo.
—Y ahora las runas de protección y restablecimiento curativo —indicó el hombre.
Haplo se concentró en todas ellas. Comenzó con las del nombre, que se extendían por el pecho, y prosiguió el recorrido por los órganos vitales de la zona abdominal, la parte sensitiva de las ingles y el área de protección de la columna vertebral. Haplo las recitó como en innumerables ocasiones durante su corta vida. Lo había hecho tan a menudo que dejó vagar la mente y se puso a pensar en las trampas para conejo que había preparado aquel día, preguntándose si podría llevarle una sorpresa a su madre para la cena.
—¡No! ¡Te has equivocado! ¡Empieza de nuevo!
Un seco golpe en la desprotegida palma desprovista de runas, propinado sin miramientos por su padre con lo que se conocía como vara del nombre, y Haplo volvió a concentrarse en la lección. El azote hizo saltar las lágrimas, pero parpadeó rápidamente para evitar que lo viera su padre, quien lo observaba de cerca. La capacidad de resistir al dolor iba unida tanto al severo aprendizaje como al recitado y el dibujo de los símbolos. —Hoy no prestas atención, Haplo —lo regañó mientras golpeaba el duro suelo con la vara del nombre, una rama delgada y flexible de una planta llamada rosa trepadora, que estaba provista de espinas—. Se dice que en los tiempos en que éramos libres, antes de que nuestros enemigos nos arrojaran a esta maldita prisión… Di el nombre de nuestros enemigos, hijo.
—Los sartán —respondió el muchacho haciendo un esfuerzo por hacer caso omiso del dolor causado por los pinchos clavados en su piel.
—Se dice que en los tiempos en que éramos libres, los niños como tú iban a la escuela y aprendían las runas como un mero ejercicio mental. Pero ya no es así. Ahora es una cuestión de vida o muerte. Cuando tu madre y yo hayamos muerto, Haplo, tú serás el responsable de las runas que, de obrar correctamente, te proporcionarán la fuerza necesaria para escapar de esta prisión y vengar nuestras muertes. Enumera las runas de la fuerza y el poder.
Haplo separó la mano del tronco y repasó la progresión de signos tatuados que le cubrían brazos y piernas hasta el dorso de las manos y los pies. Las conocía mejor que a las de protección y restablecimiento —o runas «infantiles»— que llevaba desde el momento de ser destetado. En efecto, se le había permitido tatuarse sólo algunos de estos símbolos nuevos, que constituían la marca del adulto. Había sido un momento importante, su primer rito de iniciación a una vida que, sin duda, sería breve, cruel y dura.
Completó la lección sin cometer más errores y su padre, satisfecho, lo premió con un seco movimiento de cabeza.
Se arrancó los pinchos con los dientes, los escupió y unió las manos para formar el círculo de curación, tal como le habían enseñado. Las marcas encarnadas de las espinas desaparecieron gradualmente. Le mostró a su padre las palmas sucias pero lisas. Con un gruñido, el hombre se levantó y se alejó.
Dos días más tarde, él y su madre morirían y Haplo se quedaría solo.
Los afortunados y los fuertes, generalmente, eran solitarios…
Una nebulosa de agonía y debilidad ocupaba la mente de Haplo. En ella, aún estaba trazando los signos mágicos para su padre, y de pronto éste se convirtió en un cuerpo sanguinolento y despachurrado y, a continuación, pasó a ser el Señor del Nexo, que lo azotaba con la vara de rosal.
Apretó los dientes para no llorar y ahogó un grito para concentrarse en las runas. Recorrió con la diestra el brazo izquierdo, trazando los signos que le habían tatuado en la infancia, los que se había redibujado de muchacho y aquellos que había añadido siendo ya un adulto, y notó que la fuerza y el poder se renovaban en su interior.
Se sentó para alcanzar las runas de las piernas. El primer intento casi le hizo perder el sentido, pero combatió las brumas y logró asomar entre las luces parpadeantes que poblaban su mente; reprimió la náusea y consiguió sentarse prácticamente erguido. Con dedos trémulos siguió el entramado rúnico de las caderas, los muslos, las rodillas, las espinillas y los pies.
A cada momento, esperaba sentir el azote de la vara de espinas y oír la reprimenda: «¡NO! ¡Te has equivocado! ¡Vuelve a empezar!».
Finalmente completó el recorrido sin ningún error. Se tumbó de espaldas sobre la cubierta y se dejó invadir por la maravillosa sensación de calor que le fluía por el cuerpo y se extendía desde el nombre en el corazón hacia el tronco y los miembros.
Se quedó dormido.
Cuando despertó, todavía estaba débil, pero esa debilidad tenía su origen en el hambre y la sed, y era fácil de curar. Arrastró los pies hasta la enorme ventana del puente de mando y escudriñó el exterior, preguntándose dónde se encontraría. Tenía un vago recuerdo de haber cruzado otra vez los horrores de la Puerta de la Muerte, pero ese recuerdo ardía como una llama y pronto lo apartó de su pensamiento.
Al menos, no se hallaba en peligro inminente. Las runas brillaban con un resplandor desvaído, pero no era la reacción ante una posible amenaza, sino la consecuencia del sufrimiento soportado. Fuera de la nave no pudo ver nada más que una vasta extensión de agua azul. La observó sin distinguir si se trataba del cielo, agua, un sólido o un gas. No pudo descubrirlo y, mareado ya por el hambre, decidió abandonar la investigación.
Dando media vuelta, se dirigió a trompicones hacia la bodega, donde había almacenado las provisiones. Se preparó una comida frugal a base de pan y vino, siguiendo el proverbio de "nunca rompas el ayuno con un festín».
Con las fuerzas algo recuperadas, regresó al puente y se puso los pantalones de cuero, la camisa blanca de manga larga y el chaleco y las botas de piel para cubrir las runas que podían delatar su condición de patryn a cualquiera que recordara las lecciones de historia. Sólo dejó las manos al descubierto, provisionalmente, puesto que las necesitaba para manejar la nave con las runas mágicas de la piedra de gobierno.
Por lo menos, suponía que tendría que gobernar la nave. Contempló aquella extensión azul que lo rodeaba e intentó descubrir de qué se trataba, pero debía de estar volando en una cúpula de aire que le tapaba la perspectiva, o bien estaba a punto de estrellarse contra un muro pintado de azul.
—Vayamos a la cubierta superior y echemos un vistazo, ¿eh, muchacho? —murmuró, y buscó a su alrededor, extrañado de no oír el habitual ladrido que siempre acompañaba aquella sugerencia.
El perro había desaparecido.
Entonces, se dio cuenta de que no había visto al animal desde…, desde… Bueno, desde hacía mucho tiempo.
—¡Eh, muchacho, aquí! —Silbó, pero no obtuvo respuesta.
Enojado, supuso que el perro se estaría dando un atracón de salchichas, como hacía de vez en cuando, y bajó a la bodega dando fuertes pisadas, esperando encontrar allí al perro con la expresión inocente de quien no ha cometido ninguna fechoría, a pesar de los delatores restos de grasa en el hocico.
Pero no estaba allí, y las salchichas seguían en su sitio.
Haplo silbó y lo llamó. Silencio. En ese momento supo, con una súbita punzada de soledad y tristeza, que el perro había desaparecido. Pero casi al mismo tiempo que experimentaba aquel dolor repentino, que en algunos aspectos era tan terrible como el fuego de la tortura, lo invadió una sensación de paz y enseguida remitió la angustia.
Su ser se abrió como una puerta. Un viento frío y cortante entró en su interior y cubrió con un manto helado todas las dudas y sensaciones que había experimentado.
Se sintió renovado, fresco, vacío. Y descubrió que la nada que se había apoderado de él era mil veces preferible al caótico torbellino que antes se arremolinaba en su persona.
El perro. Una muleta, como solía decir su señor. Los afortunados y los fuertes generalmente eran solitarios. El perro le había prestado servicio.
—Se ha marchado. —Se encogió de hombros y se olvidó de él. Alfred. Aquel miserable sartán.
—Ahora lo comprendo. Me embaucó con su magia. Como engañaron a los míos antes de la Separación. Pero eso se acabó. Nos volveremos a encontrar, sartán, y esta vez no escaparás.
Al recordar el pasado, se estremeció ante el pensamiento de su propia debilidad que finalmente lo había conducido a traicionar a su señor.
Su señor. Haplo se sentía en deuda con él por haberlo liberado de las dudas, por aquella nueva sensación de sosiego.
—Mi señor me ha castigado como hacía mi padre cuando yo era niño. Lo acepto y estoy agradecido. He aprendido la lección. No volveré a decepcionarte, mi señor.
Lo juró solemnemente, con la mano en el corazón, sobre la runa del nombre. Después echó a andar, solo, hacia la cubierta superior de la nave élfica llamada Ala de Dragón.
Recorrió la cubierta, atisbó entre los altos mástiles de las alas de dragón cubiertas de escamas y se inclinó sobre la barandilla para escudriñar el exterior por debajo de la quilla; después siguió adelante para investigar lo que se extendía más allá de la feroz cabeza de dragón que era la proa de la nave. No descubrió gran cosa, poco más que una mancha negra contra el entorno azul, pero el parpadeo de las runas y la sensación de terror que le atenazaba las entrañas le indicaron que se trataba de la Puerta de la Muerte.
Obviamente, había tenido que cruzarla porque, desde luego, no se hallaba en el Nexo. Sin duda, su señor se había encargado de propulsar la nave en aquella dirección.
—Y, teniendo en cuenta que me disponía a viajar al cuarto mundo, el del agua, esto debe de ser Chelestra —se dijo Haplo en voz alta, y lo reconfortó romper, con el sonido de su propia voz, el silencio que lo rodeaba como la interminable extensión de agua azul.
La nave avanzaba; no cabía duda, ahora que tenía la Puerta de la Muerte como punto de referencia y la veía reducirse tras de sí. Y allí, de pie en la cubierta exterior, sintió en la piel la fuerza del viento que creaba su desplazamiento.
El aire era frío y húmedo, y Haplo pensó que se trataba más bien de un mundo de agua que de uno con un alto grado de humedad. De nuevo, recorrió la cubierta, mientras intentaba imaginar dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía.
Un mundo de agua. Trató de hacerse una idea, aunque tuvo que admitir que sus tentativas de prever cómo serían los tres mundos que había visitado anteriormente habían resultado un fracaso. Imaginó islas flotando en un mar infinito. Y, con esta imagen en la cabeza, fue incapaz de pensar en ninguna otra cosa más. Nada tenía sentido.
Pero, si era así, ¿dónde estaban las islas? ¿Tal vez se encontraba en el aire por encima de ellas? En ese caso, ¿dónde estaba la vasta extensión de agua? ¿Dónde, el reflejo del sol?
Descendió a las cubiertas inferiores para resolver el dilema. Quizá las runas de la piedra de gobierno le proporcionaran alguna pista.
Pero, en aquel preciso momento, descubrió cómo era Chelestra. La nave se estrelló contra un muro de agua.[18]
La violencia del impacto le hizo perder el equilibrio. La piedra se desprendió del soporte y rodó por la cubierta. Se esforzaba por ponerse en pie, cuando se quedó petrificado al escuchar, atónito y horrorizado, el estruendo de una rotura y un estallido que retumbaron como un trueno. El mástil principal se había quebrado, estaba roto.
Haplo corrió hacia la ventana y escudriñó el exterior para ver qué lo estaba atacando.
No vio nada. Ni rastro de ningún enemigo, sólo agua.
Algo cayó sobre la ventana y le obstruyó la visión. Lo reconoció: era un pedazo de la vela del Ala de Dragón que ayudaba a guiar la nave. Ahora, aleteaba y revoloteaba impotente en el agua como un ave ahogada.
El ruido de roturas en los extremos de la nave y la súbita aparición de riachuelos de agua en el puente de mando revelaron un desagradable descubrimiento: no lo atacaban.
—¡La condenada nave se está rompiendo! —maldijo Haplo, que miraba incrédulo a su alrededor.
Era imposible. La magia de las runas protegía cada tablón, cada viga y cada mástil, cada fragmento de la nave. Nada podía dañarla.
El Ala de Dragón había viajado sin sufrir daños por los soles de Pryan. Había sobrevivido al Torbellino de Ariano, había salido ilesa de la lava fundida de Abarrach. Un poderoso mago sartán había intentado sin éxito romper su hechizo. Los terribles lázaros habían tratado de desentrañar su magia. El Ala de Dragón y su piloto habían sobrevivido a todos los incidentes. Sin embargo, algo tan ordinario como el agua la hacía añicos como si de cerámica defectuosa se tratara.
Las maderas crujieron y chasquearon mientras la nave se revolvía lentamente, luchaba por resistir la tensión y finalmente sucumbía. El Ala de Dragón se rompía poco a poco, aunque no debería haberse despedazado en absoluto.
Aún no podía creerlo, se negaba a creerlo. Se levantó con dificultad y se esforzó por mantener el equilibrio pese a la escora de la cubierta. El agua se le arremolinó en los tobillos.
Se volvió para buscar la piedra de mando y, mientras lo hacía, se preguntó fugazmente por qué se habría desenganchado. También estaba cubierta de runas, protegida con los símbolos que conducían la nave. Si encontraba la piedra y la reponía, conseguiría sacar la nave del agua y podría volver a lo que se le antojaba una especie de bolsa de aire.
La localizó; había rodado hasta los mamparos. Su superficie redondeada apenas sobresalía del agua cuyo nivel crecía por momentos. Vadeó hasta donde estaba y se agachó para recogerla. Detuvo la mano y miró la piedra de hito en hito.
Estaba lisa, redondeada y completamente en blanco. Los signos habían desaparecido.
Oyó otro estruendo. El nivel del agua subía con rapidez.
Debía de tratarse de una jugarreta de la mente, una reacción de pánico ante los acontecimientos. Los símbolos de la piedra estaban profundamente inscritos en la roca a través de la hechicería. No podían borrarse de ninguna manera. Hundiendo las manos en el agua para recuperarla, la sacó y pronunció las runas que deberían haber activado su magia.
No ocurrió nada. Era como si sostuviera una roca del jardín de su señor. Y, entonces, los ojos de Haplo —que miraban la piedra con una frustración llena de enojo y estupor— se fijaron en sus manos.
El agua le goteaba por los dedos, las muñecas y los antebrazos, se deslizaba por una piel lisa e impoluta, tan desnuda y desprovista de signos mágicos como la piedra de mando.
La dejó caer. Ajeno al agua que ya le llegaba a las rodillas y al estruendo de las roturas que le decían que el Ala de Dragón estaba en las últimas, se miró fijamente las manos y trató en vano de trazar las líneas reconfortantes y tranquilizadoras de sus runas.
Los signos mágicos ya no estaban.
Luchando contra una ola de terror que se elevaba como el agua, alzó el brazo derecho. Un reguero del líquido descendió desde el dorso de la mano —ahora descubierta— por el brazo tatuado. Entre horrorizado y perplejo, contempló cómo la estela de agua se deslizaba por la piel, serpenteaba entre el entramado de signos mágicos y, en su trayecto, dejaba un rastro de runas que se desvanecían y desaparecían.
Así que aquello era lo que le sucedía a la nave: el agua disolvía las runas y borraba cualquier vestigio de poder mágico.
Incapaz de encontrar una explicación al hecho de que el agua destruía la magia, Haplo no tenía ningún medio de resolver la situación. Su cerebro estaba confuso y aturdido. Acostumbrado a que su vida dependiera de la magia, ahora se veía impotente como un mensch.
El nivel del agua en el puente era tan alto que Haplo ya no tocaba fondo. Sentía una extraña resistencia a abandonar la protección de la nave, aunque la lógica le decía que muy pronto no le proporcionaría ningún amparo. La magia de la nave disminuía, agonizaba como la suya. Lo asaltó el pensamiento de que sería mejor morir que vivir como un mensch, o peor aún, porque algunos tenían cierto dominio de la hechicería, aunque fuera a un nivel muy rudimentario.
Lo atrajo la tentación de cerrar los ojos y dejar que el agua le cubriera la cabeza y pusiera fin a su angustia. Estaba enfadado, furioso por lo que le ocurría y contra aquello o aquel que lo provocaba. Decidió descubrir al responsable y sus motivos y hacérselo pagar. Y eso era algo que no podía hacer estando muerto.
Miró hacia arriba con la esperanza de ver alguna señal de la superficie. Se convenció de que había luz encima de su cabeza.
Con un último aliento, empujó a un lado los fragmentos flotantes del Ala de Dragón y se empujó moviendo los pies para abrirse camino a través del agua.
Sus poderosas brazadas lo propulsaron hacia arriba al tiempo que apartaba los fragmentos de las tablas y tablones que flotaban a la deriva. Definitivamente, había luz; si miraba hacia abajo veía el contraste de la oscuridad del agua en las profundidades. Pero no había ninguna señal de la superficie.
Los pulmones comenzaron a arderle, y unos puntos brillantes le bailaron ante los ojos. No podría contener mucho más la respiración. Con furia, impulsado por un terrible miedo a ahogarse, nadó hacia arriba.
«No lo conseguiré. Voy a morir. Y nadie lo sabrá nunca… mi señor nunca lo sabrá…»
La agonía se hizo insoportable. No podía resistir más. La superficie, si existía, se encontraba muy por encima de él. Le fallaron las fuerzas para seguir luchando. Le ardía el corazón, los pulmones le explotaban, el pecho le quemaba con un dolor insoportable.
Los músculos actuaron en contra de lo que les dictaba el cerebro. Abrió la boca. Tragó agua por la garganta y la nariz, y, al sentir la extraña sensación de bienestar que le recorría el cuerpo, supuso que se estaba muriendo.
Pero no era así, y eso lo dejó atónito.
No sabía gran cosa de ahogados. Era obvio que nunca le había sucedido, ni tampoco conocía a nadie que hubiese pasado por tal trance y hubiera vuelto para contárselo. Sin embargo, había visto cadáveres de ahogados y sabía que cuando los pulmones se llenaban de agua dejaban de funcionar, junto con el resto de órganos del cuerpo. Estaba absolutamente sorprendido de que en su caso no fuera así.
De no parecer tan inverosímil, habría jurado que respiraba en el agua con la misma facilidad con que antes lo hacía en el aire.
Se mantuvo inmóvil en el agua y se detuvo a considerar aquel fenómeno tan insólito y desconcertante. Su lado racional y reflexivo se negaba a aceptarlo, y, si se ponía a pensar en que la siguiente inspiración sería de agua, lo invadía el terror y volvía a contener el aliento. Pero, si se relajaba y no pensaba en ello, la respiración volvía a la normalidad. Era inexplicable, pero volvía a respirar. Y, para cierta parte de su ser, olvidada hacía mucho, mucho tiempo, tenía sentido.
«Has vuelto a lo que fue. Aquí es donde y como empezaste a vivir.»
Consideró este hecho y decidió abordarlo más tarde. Ahora, lo más importante era que estaba vivo, irracionalmente, pero estaba vivo. Y esa circunstancia acarreaba una nueva serie de problemas.
El agua podía ser aire para sus pulmones, pero eso era todo. Dedujo por el vacío y los gruñidos de sus tripas que no lo alimentaba ni le calmaba la sed. Tampoco lo ayudaba a recuperar las fuerzas que menguaban por momentos. Desposeído de la magia que lo sostenía, sobreviviría tan sólo para morir de hambre, sed y agotamiento.
Recobró la claridad de mente. Ahora que ya no tenía que luchar aterrorizado para salvar la vida, examinó los alrededores. Comprobó que la luz que atribuyó al sol parecía proyectar sus rayos desde algún punto lateral, en lugar de hacerlo desde arriba. Dudó que se tratara del sol, pero era luz y, con suerte, donde había luz habría vida.
Se agarró a un pedazo de madera procedente del naufragio del Ala de Dragón y se despojó de las pesadas botas y de gran parte de la ropa, que añadían carga y resistencia adicional a su cuerpo. Se observó los brazos desnudos con melancolía. No había rastro de las runas.
Se instaló tan cómodo como le fue posible sobre la tabla y se echó. Flotó en el agua, que no estaba ni fría ni caliente, sino a una temperatura tan parecida a la de su cuerpo que no le dejaba ninguna sensación en la piel.
Se relajó y, conscientemente, evitó pensar para recuperarse de la conmoción y el miedo. El agua lo aguantó y lo mantuvo a flote. El cabello se revolvía hacia atrás, y dedujo que el agua también se movía en una corriente, una marea que, al parecer, corría en la dirección deseada. Esto reforzó su decisión. Era más fácil ir con la marea que contra ella.
Descansó hasta que, poco a poco, recobró la energía. Entonces, utilizando el tablón como asidero, comenzó a nadar hacia la luz.