II
—Apúrese, padre —dijo la Selvática—. Ahí tengo un taxi esperando.
—Un momento —carraspeó el padre García, frotándose los ojos—. Tengo que vestirme.
Se hundió en la casa y la Selvática hizo señas al chofer del taxi que esperara. Puñados de insectos revoloteaban crepitando en torno a los faroles de la desierta plazuela Merino, el cielo estaba alto y estrellado y por la avenida Sánchez Cerro aparecían ya, rugiendo, los primeros camiones y ómnibus nocturnos. La Selvática permaneció en la calzada hasta que la puerta volvió a abrirse y salió el padre García, la cara oculta tras una bufanda gris, un sombrero de paño calado hasta las cejas. Subieron al taxi y éste partió.
—Vaya rápido, maestro —dijo la Selvática—. A toda velocidad, maestro.
—¿Está lejos? —dijo el padre García y su voz se transformó en un largo bostezo.
—Un poquito, padre —dijo la Selvática—. Por el Club Grau.
—¿Y para qué viniste hasta aquí entonces? —gruñó el padre García—. ¿Para qué existe la parroquia de Buenos Aires? ¿Por qué tenías que despertarme a mí y no al padre Rubio?
El Tres Estrellas estaba cerrado pero se veía luz en el interior, padre: la señora quería que viniera él. Tres hombres abrazados canturreaban en la esquina y otro, un poco más allá, orinaba contra la pared. Un camión sobrecargado de cajones avanzaba impávidamente por el centro de la calle, el chofer del taxi le pedía paso en vano, a bocinazos, apagando y encendiendo los faros y, de pronto, el sombrero de paño se adelantó hasta la boca misma de la Selvática: ¿qué señora quería que él viniera? El camión se apartó, por fin, y el taxi pudo pasar, padre, la señora Chunga, un sobresalto brusco, ¿qué?, ¿quién se estaba muriendo?, el hábito comenzó a agitarse y una especie de arcada estrangulaba la voz del padre García bajo la bufanda: ¿a quién estaba yendo a confesar?
—Al señor don Anselmo, padre —susurró la Selvática.
—¿Se está muriendo el arpista? —exclamó el chofer—. ¿Qué cosa? ¿Era él?
El coche, frenado bruscamente, rechinó sobre la avenida Grau, luego salió despedido hacia adelante con más impulso y, las luces largas encendidas, siguió aumentando la velocidad y en las bocacalles no la reducía, se limitaba a anunciar su paso veloz con fuertes bocinazos. Entre tanto, el sombrero de paño pendulaba aturdido ante la cara de la Selvática y la garganta del padre García parecía empeñada en una ronca batalla contra algo que la obstruía y asfixiaba.
—Estaba tocando de lo más alegre y, de repente, se cayó al suelo —suspiró la Selvática—. Se puso todo morado el pobre, padre.
Una mano salió disparada de la sombra, sacudió a la Selvática del hombro y ella gimió, ¿estaban yendo al prostíbulo?, asustada, y se arrinconó contra la puerta del taxi: no, padre, no, a la Casa Verde. Ahí se estaba muriendo, por qué la empujaba así, qué le había hecho, y el padre García la soltó y a manotones se arrancó la bufanda del cuello. Respirando trabajosamente acercó su boca a la ventanilla y estuvo así un momento, inclinado, los ojos cerrados, aspirando con angustia el aire leve de la noche. Luego, se dejó caer de espaldas contra el asiento y volvió a arroparse con la bufanda.
—La Casa Verde es el prostíbulo, infeliz —roncó—. Ya sé quién eres tú, ya sé por qué estás medio desnuda y tan pintada.
—¿No han llamado a un médico? —dijo el chofer—. Qué noticia tan triste, señorita. Perdóneme que me meta, pero es que conozco tanto al arpista. Quién no lo conoce, y todos lo estimamos mucho.
—Sí han llamado —dijo la Selvática—. Ahí está ya el doctor Zevallos. Pero dice que sería un milagro si no se muere. Todos están llorando, padre.
El padre García se había replegado en el asiento y no hablaba pero, intermitente, débil, pertinaz, el ruido escapaba siempre de la bufanda. El taxi se detuvo ante la reja del Club Grau; el motor siguió rugiendo y humeando.
—Yo entraría hasta la barriada —dijo el chofer—, pero la arena está muy floja y seguro que me atollo. Siento mucho lo que pasa, de veras.
Mientras la Selvática desanudaba un pañuelo, sacaba el dinero y pagaba, el padre García bajó y cerró la puerta con ira. Echó a caminar por el arenal, a trancazos. Daba traspiés a ratos, se hundía y elevaba en la superficie desigual y, en la noche clara, se lo veía avanzar entre las dunas amarillentas, jiboso y oscuro como un crecido gallinazo. La Selvática lo alcanzó a medio camino.
—¿Usted lo conocía, padre? —susurró—. Pobrecito, ¿no es cierto? Si viera cómo tocaba, qué bonito. Y eso que apenas veía.
El padre García no respondió. Caminaba encogido, con las piernas muy abiertas, a un ritmo muy vivo, su respiración cada vez más ansiosa.
—Qué raro parece, padre —dijo la Selvática—. No se oye ningún ruido, y todas las noches la música de la orquesta llegaba hasta aquí. Más allá todavía, desde la carretera se oía clarito.
—Cállate, infeliz —rugió el padre García, sin mirarla—. ¡Cierra la boca!
—No se enoje, padre —dijo la Selvática—. Ni siquiera sé de qué hablo. Es que estoy con pena, usted no sabe cómo era don Anselmo.
—Sé de sobra, infeliz —murmuró el padre García—. Lo conozco desde antes que tú nacieras.
Dijo algo más, incomprensible, y de nuevo surgió el extraño sonido rauco y anhelante. En las puertas de las chozas de la barriada había gente, y, a su paso, se oían murmullos, buenas noches, algunas mujeres se persignaban. La Selvática tocó la puerta y, al instante, una voz de mujer: estaba cerrado, no se atendía, señora, era ella, aquí estaba el padre. Hubo un silencio, pasos precipitados, la puerta se abrió y una luz humosa iluminó el rostro flaco y decrépito del padre García, la bufanda que bailaba en su cuello. Entró en el local seguido de la Selvática, no respondió el saludo que dos voces masculinas le dirigieron desde el mostrador, tal vez ni escuchó el respetuoso murmullo que se había elevado en dos mesas rodeadas de figuras borrosas. Permaneció agrio e inmóvil frente a la pista de baile vacía y, cuando surgió ante él una silueta sin rostro, ¿dónde estaba?, gruñó rápidamente, y la Chunga, que había extendido su mano hacia él, la desvió y señaló la escalera: dónde, que lo llevaran. La Selvática lo tomó del brazo, padre, ella le enseñaría. Cruzaron el salón, subieron al primer piso y en el corredor, el padre García se zafó de un tirón de la mano de la Selvática. Ella tocó muy suavemente una de las cuatro puertas mellizas y la abrió. Se hizo a un lado y, cuando el padre García hubo entrado, la cerró y volvió al salón.
—¿Hacía frío, afuera? —dijo el Bolas—. Estás temblando.
—Tómese esta copa —dijo el joven Alejandro—. La hará entrar en calor.
La Selvática tomó la copa, bebió y se secó los labios con la mano.
—El padre se puso furioso de repente —dijo—. En el taxi me agarró del hombro, me sacudió. Creí que me iba a pegar.
—Tiene muy mal humor —dijo el Bolas—. Yo no pensaba que vendría.
—¿Sigue ahí el doctor Zevallos, señora? —dijo la Selvática.
—Bajó hace un momento, a tomar un café —respondió la Chunga—. Dijo que seguía igual.
—Voy a tomar otro trago, Chunguita, lo necesito para los nervios —dijo el Bolas—. No tengo plata, me lo descuentas.
La Chunga asintió y les llenó las copas a los dos. Luego, con la botella en la mano, fue hacia las mesas de la orilla de la pista de baile, donde las habitantas cuchicheaban discretamente: ¿querían tomar algo? No querían, señora, gracias, y tampoco valía la pena que se quedaran, podían irse. Un nuevo cuchicheo le repuso, más prolongado, una silla crujió, señora, si no importaba preferían quedarse, ¿podían?, y la Chunga, claro, como ellas quisieran y retornó al mostrador. Las sombras continuaron sus diálogos apagados y los músicos bebían en silencio, mirando de rato en rato la escalera.
—¿Por qué no tocan algo? —dijo la Chunga, a media voz, con un gesto vago—. Si puede oírlos a lo mejor le gusta; sentirá que lo están acompañando.
El Bolas y el Joven dudaban, la Selvática sí, sí, la señora tenía razón, le gustaría, y las sombras dejaron de murmurar: bueno, le tocarían. Fueron hacia el rincón de la orquesta, despacio, el Bolas se instaló en el banquillo, contra la pared, y el joven alzó la guitarra del suelo. Comenzaron con un triste, y sólo un buen rato después se atrevieron a cantar, entre dientes, sin fe, pero poco a poco fueron subiendo de tono y acabaron por recobrar su soltura y su vivacidad habituales. Cuando interpretaban alguna composición del Joven, se les notaba más conmovidos, decían los versos con voz muy demorada y sentimental y al Bolas por momentos se le iba la música y callaba. La Chunga les alcanzó unas copas. Ella también parecía turbada y no andaba con el aplomo ligeramente arrogante de siempre, sino en puntas de pie, sin mover los brazos ni mirar a nadie, como atemorizada o confusa, señora: ahí bajaba el doctor Zevallos. El Bolas y el joven dejaron de tocar, las habitantas se levantaron, la Chunga y la Selvática también corrieron hacia la escalera.
—Le he puesto una inyección —el doctor Zevallos se limpiaba la frente con su pañuelo—. Pero no hay que hacerse muchas esperanzas. El padre García está con él. Es lo que necesita ahora, que recen por su alma.
Se pasó la lengua por los labios, Chunga, tenía una sed terrible: hacía calor ahí arriba. La Chunga fue hacia el bar y volvió con un vaso de cerveza. El doctor Zevallos estaba sentado en una mesa con el Joven, el Bolas y la Selvática. Las habitantas habían vuelto a su sitio y se secreteaban de nuevo, monótonamente.
—Así es la vida —el doctor Zevallos bebió, suspiró, cerró y abrió los ojos—. A todos nos va a tocar un día. A mí mucho más pronto que a ustedes.
—¿Está sufriendo mucho, doctor? —dijo el Bolas, con voz de ebrio; pero su mirada y sus gestos eran ecuánimes.
—No, para eso le puse la inyección —dijo el doctor—. Está sin conocimiento. Vuelve a ratos, por unos segundos. Pero no siente ningún dolor.
—Ellos le estaban tocando —susurró la Chunga, con voz también cambiada y ojos vacilantes—. Pensamos que le gustaría.
—No se oye desde el cuarto —dijo el doctor—. Pero yo tengo mal oído, a lo mejor Anselmo oía. Me hubiera gustado saber qué edad tiene exactamente. Más de ochenta, seguro. Es mayor que yo, que ya ando por los setenta. Sírveme otro vasito, Chunga.
Luego callaron y así estuvieron mucho rato. La Chunga se levantaba de cuando en cuando, iba al mostrador y traía cervezas y copitas de pisco. El cuchicheo de las habitantas estaba siempre ahí, a veces áspero y nervioso, a veces solapado y casi inaudible. Y, de pronto, todos se levantaron otra vez y corrieron hacia la escalera que el padre García descendía, sin sombrero y sin bufanda, penosamente, haciendo señas con la mano al doctor Zevallos. Éste subió las gradas prendido del pasamanos, se perdió en el corredor, padre, qué había pasado, muchas preguntas brotaron a la vez, y como si el ruido los hubiera asustado, todos callaron al mismo tiempo: el padre García murmuraba algo, atorado. Sus dientes castañeteaban muy fuerte y su mirada errabunda no se detenía en ningún rostro. El Joven y el Bolas estaban abrazados y, uno de ellos, sollozaba. Poco después, las habitantas empezaron a frotarse los ojos, a gemir, a lamentarse en alta voz, a echarse unas en brazos de otras y sólo la Chunga y la Selvática sostenían al padre García, que temblaba y giraba los ojos de una manera tenaz y atormentada. Entre las dos lo arrastraron hasta una silla y él, inerte, se dejaba acomodar, sobar la frente y bebía sin rebelarse la copa de pisco que la Chunga le vaciaba en la boca. Su cuerpo temblaba siempre, pero sus ojos se habían serenado y estaban fijos en el vacío, rodeados de grandes ojeras oscuras. Poco después apareció en la escalera el doctor Zevallos. Bajó sin prisa, cabizbajo, frotándose lentamente el cuello.
—Ha muerto en paz con Dios —dijo—. Eso es lo que importa ahora.
Las sombras de las mesas del fondo también se habían calmado y el cuchicheo renacía, tímido aún, dolido. Los dos músicos, abrazados, lloraban, el Bolas muy fuerte, el joven sin ruido y estremeciendo los hombros. El doctor Zevallos se sentó, una expresión melancólica cruzó su cara obesa, padre: ¿había llegado a hablar con él? El padre García negó con la cabeza. La Selvática le acariciaba la frente y él, muy encogido en el asiento, hacía esfuerzos por hablar, no lo había reconocido, y un silbido ronco brotaba de su boca y, una vez más, su mirada reanudó la extraviada, incesante exploración del contorno: todo el tiempo La Estrella del Norte, lo único que se entendía. Su voz, ahogada por el llanto del Bolas, se oía apenas.
—Era un hotel que había aquí cuando yo era joven —dijo el doctor Zevallos, con cierta nostalgia, a la Chunga, pero ella no lo escuchaba—. En la plaza de Armas, donde está ahora el Hotel de Turistas.