I
—Miren —dijo el Pesado—. Ya para de llover.
Alargadas, azules, una rajas cuarteaban el cielo, entre las aglomeraciones grises resonaba aún, destemplada, la tormenta, y había dejado de llover. Pero en torno al sargento, los guardias y Nieves, el bosque seguía chorreando: goterones calientes rodaban desde los árboles, los filos de la carpa y las raíces adventicias hasta la playa de guijarros convertida en ciénaga y, al recibirlos, el fango se abría en diminutos cráteres, parecía hervir. La lancha se balanceaba en la orilla.
—Esperemos que desagüe un poco, sargento —dijo el práctico Nieves—. Con la lluvia los pongos andarán rabiosos.
—Sí, claro, don Adrián, pero no hay razón para que sigamos como sardinas —dijo el sargento—. Vamos a armar la otra carpa, muchachos. Podemos dormir aquí.
Tenían las camisetas y los pantalones empapados, costras de barro en las polainas, la piel brillante. Se frotaban el cuerpo, escurrían sus ropas. El práctico Nieves avanzó chapoteando por la playa y, cuando llegó a la lancha, era una figurilla de brea.
—Mejor calatos —dijo el Rubio—. Porque vamos a embarrarnos.
El Pesado estaba sin calzoncillos y ellos se reían de sus nalgas gordas. Salieron de la carpa, el Chiquito trastabilló, cayó sentado, se levantó maldiciendo. Cruzaron la ciénaga de la mano. Nieves les iba alcanzando los mosquiteros, las latas, los termos, ellos llevaban los paquetes al hombro hasta la carpa, volvían y, de pronto, se disforzaron: corrían lanzando alaridos, se zambullían en el fango, se aventaban pelotas de barro, mi sargento, no quedará ni una galleta seca, ataje ésta, a lo mejor también se nos jodió el anisado y para el Chiquito ya estaba bien de selva, Oscuro, ya le había llegado hasta la coronilla. Se lavaron las salpicaduras en el río, apilaron la carga bajo un árbol y allí mismo clavaron las estacas, tendieron la lona y afirmaron las sogas en raíces que irrumpían de la tierra, pardas y torcidas. A veces, bajo una piedra, aparecían retorciéndose larvas de color rosado. El práctico Nieves preparaba una fogata.
—Hicieron la carpa justito debajo del árbol —dijo el sargento—. Nos van a llover arañas toda la noche.
El montón de leña crujía, comenzaba a humear y, un momento después, brotó una llamita azul, otra roja, una llamarada. Se sentaron alrededor del fuego. Las galletas estaban mojadas, el anisado caliente.
—No nos libramos, mi sargento —dijo el Oscuro—. Habrá que aguantarse una buena requintada ahora, en Nieva.
—Era cosa de locos salir así —dijo el Rubio—. El teniente debió darse cuenta.
—Él sabía que era de balde —se encogió de hombros el sargento—. Pero ¿no vieron cómo estaban las madres y don Fabio? Nos mandó por darles gusto, nomás.
—Yo no me hice guardia civil para andar de niñera —dijo el Chiquito—. ¿No le friegan estas cosas, mi sargento?
Pero el sargento llevaba diez años en el cuerpo; estaba curtido, Chiquito y ya nada lo fregaba. Había sacado un cigarrillo y lo secaba junto a la llama, haciéndolo girar entre sus dedos.
—¿Y para qué te hiciste tú guardia civil? —dijo el Pesado—. Todavía eres nuevecito, estás naciendo. Para nosotros todo este ajetreo es pan comido, Chiquito. Ya aprenderás.
No era eso, el Chiquito había estado un año en Juliaca, y la puna era más brava que la montaña, Pesado. Los bichos y los chaparrones no le fregaban tanto como que lo mandaran al monte a perseguir criaturas. Bien hecho que no las pescaran.
—A lo mejor volvieron solitas, las mocosas —dijo el Oscuro—. A lo mejor nos las encontramos en Santa María de Nieva.
—Las muy pendejas —dijo el Rubio—. Son capaces. Les daría unos azotes.
El Pesado, en cambio, les haría unos cariñitos, y se rió, mi sargento: ¿no es cierto que las mayorcitas ya estaban a punto? ¿Las habían visto, los domingos, cuando iban a bañarse al río?
—No piensas en otra cosa, Pesado —dijo el sargento—. Desde que te levantas hasta que te acuestas, dale con las mujeres.
—Pero si es cierto, mi sargento. Aquí se desarrollan tan rápido, a los once años ya están maduras para cualquier cosa. No me diga que si se le presenta la ocasión no les haría unos cariñitos.
—No me abras el apetito, Pesado —bostezó el Oscuro—. Fíjate que ahora tengo que dormir con el Chiquito.
El práctico Nieves alimentaba el fuego con ramitas. Ya oscurecía. El sol agonizaba a lo lejos, aleteando entre los árboles como un ave rojiza, y el río era una plancha inmóvil, metálica. En los matorrales de la ribera croaban las ranas y en el aire había vapor, humedad, vibraciones eléctricas. A veces, un insecto volador era atrapado por las llamas de la fogata, devorado con un chasquido sordo. Con las sombras, el bosque enviaba hacia las carpas olores de germinación nocturna y música de grillos.
—No me gusta, en Chicais casi me enfermo —repitió el Chiquito con una mueca de fastidio—. ¿No se acuerdan de la vieja de las tetas? Mal hecho arrancharle así a sus criaturas. Me he soñado dos veces con ellas.
—Y eso que a ti no te rasguñaron como a mí —dijo el Rubio, riendo; pero se puso serio y añadió—: Era por su bien, Chiquito. Para enseñarles a vestirse, a leer y a hablar en cristiano.
—¿O prefieres que se queden chunchas? —dijo el Oscuro.
—Y, además, les dan de comer y las vacunan, y duermen en camas —dijo el Pesado—. En Nieva viven como no han vivido nunca.
—Pero lejos de su gente —dijo el Chiquito—. ¿A ustedes no les dolería no ver más a la familia?
No era lo mismo Chiquito, y el Pesado sacudió compasivamente su cabeza: ellos eran civilizados y las chunchitas ni siquiera sabían qué quería decir familia. El sargento se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió inclinándose hacia la fogata.
—Además, sólo les dolerá al principio —dijo el Rubio—. Para eso están las madrecitas, que son buenísimas.
—Quién sabe lo que pasa adentro de la misión —gruñó el Chiquito—. A lo mejor son malísimas.
Alto ahí, Chiquito: que se lavara la boca antes de hablar de las madres. El Pesado permitía todo, pero eso sí, más respeto con las creencias. También el Chiquito levantó la voz: claro que era católico, pero hablaba mal de quien le diera la gana, y qué pasaba.
—¿Y si me enojo? —dijo el Pesado—. ¿Y si te cae un sopapo?
—Nada de peleas —el sargento arrojó una bocanada de humo—. Deja de dártelas de matón, Pesado.
—Yo entiendo razones, pero no amenazas, mi sargento —dijo el Chiquito—. ¿Acaso no tengo derecho a decir lo que pienso?
—Tienes —dijo el sargento—. Y en parte yo estoy de acuerdo contigo.
El Chiquito miró a los guardias burlonamente, ¿veían?, y a boca de jarro al Pesado: ¿quién tenía razón?
—Es una cosa para discutirse —dijo el sargento—. Yo creo que si las churres se escaparon de la misión, es porque no se acostumbran ahí.
—Pero, mi sargento, eso qué tiene que ver —protestó el Pesado—. ¿Usted no hizo mataperradas de chico?
—¿Usted también preferiría que siguieran siendo chunchas, mi sargento? —dijo el Oscuro.
—Está muy bien que las culturicen —dijo el sargento—. Sólo que por qué a la fuerza.
—Y qué van a hacer las pobres madres, mi sargento —dijo el Rubio—. Usted sabe cómo son los paganos. Dicen sí, sí, pero a la hora de mandar a sus hijas a la misión, ni de a vainas, y desaparecen.
—Y si ellos no quieren civilizarse, qué nos importa —dijo el Chiquito—. Cada uno con sus costumbres y a la mierda.
—Te compadeces de las criaturas porque no sabes cómo las tratan en sus pueblos —dijo el Oscuro—. A las recién nacidas les abren huecos en las narices, en la boca.
—Y cuando los chunchos están masateados se las tiran delante de todo el mundo —dijo el Rubio—. Sin importarles la edad que tengan, y a la primera que encuentran, a sus hijas, a sus hermanas.
—Y las viejas las rompen con las manos a las muchachitas —dijo el Oscuro—. Y después se comen las telitas para que les traiga suerte. ¿No es verdad, Pesado?
—Verdad, con las manos —dijo el Pesado—. Si lo sabré yo. No me ha tocado ni una virgencita hasta ahora. Y eso que he probado chunchas.
El sargento agitó las manos: le estaban haciendo cargamontón al Chiquito y eso no valía.
—Usted porque está de su parte, mi sargento —dijo el Rubio.
—Lo que pasa es que esas churres me apenan —confesó el sargento—. Todas, las que están en la misión, porque seguro sufrirán lejos de su gente. Y las otras, por lo mal que viven en sus pueblos.
—Se nota que es usted piurano, mi sargento —dijo el Oscuro—. Todos los de su tierra son unos sentimentales.
—Y a mucha honra —dijo el sargento—. Y ayayay si alguien habla mal de Piura.
—Sentimentales y también regionalistas —dijo el Oscuro—. Pero en eso los arequipeños se los ganan a los piuranos, mi sargento.
Era de noche ya y la fogata chisporroteaba, el práctico Nieves seguía arrojándole ramitas, hojas secas. El termo de anisado iba de mano en mano y los guardias habían encendido cigarrillos. Todos transpiraban, y en sus ojos se repetían, minúsculas, danzantes, las lenguas de la fogata.
—Pero son lo más limpio que hay —dijo el Chiquito—. Y, en cambio, ¿vieron bañarse alguna vez a las madres en el viaje a Chicais?
El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?, comenzó a toser fuertemente, carajo ¿otra vez se metía con las madres?
—Me resongas pero no me contestas —dijo el Chiquito—. ¿Es cierto o no es cierto lo que digo?
—Qué bruto eres —dijo el Rubio—. ¿Querías que las monjitas se bañaran delante de nosotros?
—A lo mejor se bañaron a escondidas —dijo el Oscuro—. No las vi nunca —dijo el Chiquito—. Ni tampoco ustedes las vieron.
—Ni tampoco las viste hacer sus necesidades —dijo el Rubio—. Eso no significa que se aguantaran la caca y los meaditos todo el viaje.
Un momento, el Pesado las había visto: cuando estaban acostados, ellas se levantaban sin hacer ruido y se iban al río como fantasmitas. Los guardias rieron, y el sargento este Pesado, ¿las espiaba?, ¿quería verlas calatas?
—Mi sargento, por favor —dijo el Pesado, confuso—. No diga barbaridades, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy desvelado y por eso las vi.
—Cambiemos de tema —dijo el Oscuro—. No hay que hacer esas bromas con las madres. Y, además, no lo vamos a convencer a éste. Eres terco como una mula, Chiquito.
—Y un pelotudo —dijo el Pesado—. Comparar a las chunchas con las monjitas, me das pena, te juro.
—Ahora sí se acabó —dijo el sargento, atajando al Chiquito que iba a hablar—. Vamos a dormir para partir temprano.
Quedaron callados, los ojos fijos en las llamas. El termo de anisado dio todavía una vuelta. Luego, se levantaron, entraron a las carpas, pero un momento después el sargento volvió hacia la fogata con un cigarrillo en la boca. El práctico Nieves le alcanzó una pajita prendida.
—Siempre tan callado, don Adrián —dijo el sargento—. ¿Por qué no discutió también?
—Estuve oyendo —dijo Nieves—. No me gustan las discusiones, sargento. Y, además, prefiero no meterme con ellos.
—¿Con los muchachos? —dijo el sargento—. ¿Le han hecho algo? ¿Por qué no me avisó, don Adrián?
—Son orgullosos, desprecian a los que hemos nacido aquí —dijo el práctico, en voz baja—. ¿No ha visto cómo me tratan?
—Son creídos como todos los limeños —dijo el sargento—. Pero no hay que hacerles caso, don Adrián. Y, si alguna vez le faltan, me lo dice y yo los pongo en su sitio.
—En cambio, usted es una buena persona, sargento —dijo Nieves—. Hace tiempo que estoy por decírselo. El único que me trata con educación.
—Porque lo estimo mucho, don Adrián —dijo el sargento—. Siempre le he dicho que me gustaría ser su amigo. Pero usted no se junta con nadie, es un solitario.
—Ahora será mi amigo —sonrió Nieves—. Un día de éstos vendrá a comer a mi casa y le presentaré a Lalita. Y a esa que hizo escapar a las niñas.
—¿Cómo? ¿La Bonifacia esa vive con ustedes? —dijo el sargento—. Yo creía que se había ido del pueblo.
—No tenía donde ir y la hemos recogido —dijo Nieves—. Pero no lo cuente, no quiere que sepan dónde está, porque es medio monja todavía, se muere de miedo de los hombres.
—¿Has contado los días, viejo? —dijo Fushía—. Yo he perdido la noción del tiempo.
—Qué te importa el tiempo, para qué sirve eso —dijo Aquilino.
—Parece mil años que salimos de la isla —dijo Fushía—. Además, sé que es por gusto, Aquilino, tú no conoces a la gente. Ya verás, en San Pablo llamarán a la policía y se tirarán la plata.
—¿Otra vez te estás poniendo triste? —dijo Aquilino—. Ya sé que el viaje es largo, pero qué quieres, hay que ir con cuidado. No te preocupes por San Pablo, Fushía, te he dicho que conozco a un tipo de ahí.
—Es que estoy rendido, hombre, no es broma corretear así, te has sacado la lotería conmigo —dijo el doctor Portillo—. Mira la cara de cansancio del pobre don Fabio. Pero al menos ya estamos en condiciones de informarte. Por lo pronto, agarra una silla, te vas a caer sentado con las noticias.
—Las plantaciones muy bien, muy bonitas, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. El ingeniero es amabilísimo y ya terminó el desmonte y la siembra. Todos dicen que es una región ideal para el café.
—Por ese lado todo anda normal —dijo el doctor Portillo—. Lo que está fallando es el negocio del jebe y de los cueros. Un asunto de bandidos, compadre.
—¿Portillo? No me suena nada, Fushía —dijo Aquilino—. ¿Es un médico de Iquitos?
—Un abogado —dijo Fushía—. El que le ganaba todos sus pleitos a Reátegui. Un orgulloso, Aquilino, un soberbio.
—No es culpa de los patrones, señor Reátegui, le juro —dijo Fabio Cuesta—. Si ellos están más furiosos que nadie, ¿no ve que son los más perjudicados? Parece que los bandidos existen de verdad.
El doctor Portillo también había pensado, al principio, que los patrones estaban haciendo comercio a ocultas, Julio, que habían inventado a los bandidos para no venderle el jebe a él. Pero no eran ellos, lo cierto es que les cuesta cada vez más trabajo conseguir mercadería, compadre, él y don Fabio se metieron por todas partes, averiguaron, hay bandidos, y don Fabio se portó como un señor, se enfermó con tanto viaje y, a pesar de todo, siguió con él, julio, y claro que fue útil ir de brazo con la autoridad, el gobernador de Santa María de Nieva inspiraba respeto por allá.
—Tratándose del señor Reátegui, cualquier cosa —dijo Fabio Cuesta—. Eso y mucho más, usted lo sabe, don Julio. Lo que más lamento es esto de los bandidos, con lo que costó convencer a los patrones que en lugar de vender al banco, le vendieran a usted.
—Había que ver cómo me trataba —dijo Fushía—. Desde qué altura. ¿Crees que me invitó a su casa una sola vez en Iquitos? No sabes qué odio le tenía a ese abogaducho, Aquilino.
—Siempre lleno de odios, Fushía —dijo Aquilino—. Te pasa algo y te pones a odiar a alguien. Dios te va a castigar por esto también.
—¿Más todavía? —dijo Fushía—. Si me está castigando desde antes que le hiciera nada, viejo.
—En la guarnición de Borja nos ayudaron mucho —dijo el doctor Portillo—. Nos dieron guías, prácticos. Tienes que agradecerle al coronel, julio, escríbele unas líneas.
—Una bellísima persona el coronel, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. Muy servicial, muy dinámico.
Ellos podían actuar contra los bandidos si recibían una orden de Lima, compadre, lo mejor es que Reátegui se diera un salto a la capital e hiciera gestiones, que intervinieran los milicos y se arreglaría todo. Sí, hombre, claro que era para tanto.
—No queríamos creerles, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. Pero todos los patrones nos juraban y requetejuraban lo mismo. No podía ser que se hubieran puesto de acuerdo.
Era muy sencillo, compadre: cuando los patrones llegaban a las tribus no encontraban nada, ni jebe ni cueros, sólo chunchos llorando y pataleando, nos robaron, nos robaron, bandidos, diablos, etcétera.
—Subió por el Santiago con don Fabio, que era gobernador de Santa María de Nieva, y con soldados de Borja —dijo Fushía—. Antes estuvieron donde los aguarunas, y también donde los achuales, averiguando.
—Pero si yo me los encontré en el Marañón —dijo Aquilino—. ¿Acaso no te conté? Estuve dos días con ellos.
Era el segundo o tercer viaje que hacía a la isla. Y don Fabio, y ese otro, cómo dijiste ¿Portillo?, me comían a preguntas y yo pensaba ahora las pagas todas, Aquilino. Sentía un miedo.
—Lástima que no llegaran —{lijo Fushía—. La cara que habría puesto el abogaducho si me ve, y lo que le hubiera contado al perro de Reátegui. ¿Y qué es de don Fabio, viejo? ¿Ya se murió?
—No, sigue de gobernador en Santa María de Nieva —dijo Aquilino.
—No soy tan tonto —dijo el doctor Portillo—. Lo primero que pensé, si no son los patrones son los chunchos, están repitiendo la broma de Urakusa, lo de la cooperativa. Por eso fuimos hasta las tribus. Pero no eran los chunchos, tampoco.
—Las mujeres nos recibían llorando, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. Porque los bandidos no sólo se llevan el caucho, la leche caspi y las pieles, sino también las muchachitas, claro.
No estaba mal pensado como negocio, compadre: Reátegui adelantaba la plata a los patrones, los patrones adelantaban la plata a los chunchos, y cuando los chunchos volvían del monte con el jebe y con los cueros, los cabrones les caían encima y se quedaban con todo. Sin haber invertido un centavo, compadre, ¿no era un negocio redondo?, que fuera a Lima e hiciera gestiones, Julio, y lo más pronto mejor.
—¿Por qué siempre has buscado negocios sucios y peligrosos? —dijo Aquilino—. Es como una manía tuya, Fushía.
—Todos los negocios son sucios, viejo —dijo Fushía—. Lo que pasa es que yo no tuve un capitalito para comenzar, si tienes plata puedes hacer los peores negocios sin peligro.
—Si yo no te hubiera ayudado, habrías tenido que irte al Ecuador, nomás —dijo Aquilino—. No sé por qué te ayudé. Me has hecho pasar unos años terribles. He vivido asustado, Fushía, con el corazón en la boca.
—Me ayudaste porque eres buena gente —dijo Fushía—. Lo mejor que he conocido, Aquilino. Si fuera rico te dejaría todo mi dinero, viejo.
—Pero no eres, ni lo serás nunca —dijo Aquilino—. Y para qué me serviría ya tu dinero, si me moriré de un momento a otro. En eso nos parecemos un poco, Fushía, estamos llegando al final tan pobres como nacimos.
—Hay toda una leyenda ya sobre los bandidos —dijo el doctor Portillo—. Hasta en las misiones nos han hablado. Pero ni los frailes ni las monjas saben gran cosa, tampoco.
—En un pueblo aguaruna del Cenepa, una mujer nos dijo que ella los había visto —dijo Fabio Cuesta—. Y que había huambisas entre ellos. Pero sus informaciones no servían de mucho. Los chunchos, usted sabe, señor Reátegui.
—Que hay huambisas entre ellos es un hecho —dijo el doctor Portillo—. Todos son formales en eso, los han reconocido por el idioma y los vestidos. Pero los huambisas están ahí para machucar, ya sabes que les gusta la pelea. Sólo que no hay modo de saber quiénes son los blancos que los dirigen. Dos o tres, dicen.
—Uno de ellos es serrano, don Julio —dijo Fabio Cuesta—. Nos lo dijeron los achuales, que chapurrean algo de quechua.
—Pero aunque no lo reconozcas, has tenido suerte, Fushía —dijo Aquilino—. Nunca te agarraron. Sin estas desgracias, hubieras podido pasarte la vida en la isla.
—Se lo debo a los huambisas —dijo Fushía—; después de ti, ellos son los que más me ayudaron, viejo. Y ya ves cómo les he respondido.
—Pero hay motivos de sobra, ni a ellos ni a ti les convenía que te quedaras en la isla —dijo Aquilino—. Cómo eres, Fushía. Te lamentas por haber dejado al Pantacha y a los huambisas, y, en cambio, tus maldades no te parecen maldades.
También eso estaba debidamente comprobado, compadre: las compras de jebe no habían bajado en la región, incluso habían aumentado en Bagua, a pesar de que ellos no vendían ni la mitad que antes. Porque los bandidos eran muy vivos, señor Reátegui, ¿sabía lo que hacían? Vendían lejos sus robos, seguro por medio de terceras personas. Qué les importaría rematar el jebe baratito si a ellos les salía gratis. No, no, compadre, los administradores del Banco Hipotecario no habían visto caras nuevas, los proveedores eran los de siempre. Hacían bien sus cosas, los zamarros, no se arriesgaban. Se habrían conseguido un par de patrones que les comprarían los robos a bajo precio, y ellos los revendían al banco, como eran conocidos no había control posible.
—¿Valía la pena tanto peligro para tan poca ganancia? —dijo Aquilino—. La verdad, no creo, Fushía.
—Pero no ha sido mi culpa —dijo Fushía—. Yo no podía trabajar como los demás, a ellos no los perseguía la policía, yo tenía que agarrar el negocio que me salía al encuentro.
—Vez que me hablaban de ti, sudaba frío —dijo Aquilino—. Qué te hubieran hecho si te agarraban en las tribus, Fushía. No sé quién te tenía más ganas.
—Una cosa, viejo, de hombre a hombre —dijo Fushía—. Ahora puedes franquearte conmigo. ¿Nunca te sacaste tus comisiones?
—Ni un solo centavo —dijo Aquilino—. Mi palabra de cristiano.
—Es algo que va contra la razón, viejo —dijo Fushía—. Ya sé que no me mientes, pero no me cabe en la cabeza, palabra. Yo no lo hubiera hecho por ti, ¿sabes?
—Claro que sé —dijo Aquilino—. Tú me hubieras robado hasta el alma.
—Hemos sentado denuncias en todas las comisarías de la región —dijo el doctor Portillo—. Pero eso es lo mismo que nada. Toma el avión a Lima y que intervenga el Ejército, julio. Eso les dará un susto.
—El coronel dijo que ayudaría con mucho gusto, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. Sólo esperaba órdenes. Y yo en Santa María de Nieva ayudaré también, en lo que sea. A propósito, don julio, todos lo recuerdan con mucho cariño.
—¿Por qué has parado? —dijo Fushía Todavía no es de noche.
—Porque estoy cansado —dijo Aquilino—. Vamos a dormir en esa playita. Y, además, ¿no ves el cielo? Ahorita comienza a llover.
En el extremo norte de la ciudad hay una pequeña plaza. Es muy antigua y, en un tiempo, sus bancos fueron de madera pulida, y de metales lustrosos. La sombra de unos algarrobos esbeltos caía sobre ellos y, a su amparo, los viejos de las cercanías recibían el calor de las mañanas, y veían a los niños corretear en torno a la fuente: una circunferencia de piedra y, en el centro, en puntas de pie, las manos en alto como para volar, una señora envuelta en velos de cuya cabellera brotaba el agua. Ahora, los bancos están resquebrajados, la fuente vacía, la bella mujer tiene el rostro partido por una cicatriz y los algarrobos se curvan sobre sí mismos, moribundos.
A esa placita iba a jugar Antonia cuando venían los Quiroga a la ciudad. Ellos vivían en la hacienda de La Huaca, una de las más grandes de Piura, un mar al pie de las montañas. Dos veces al año, para la Navidad y para la procesión de junio, los Quiroga viajaban a la ciudad y se instalaban en la casona de ladrillos que forma esquina precisamente en esa plaza que ahora lleva su nombre. Don Roberto usaba gruesos bigotes, los mordía suavemente al hablar y tenía modales aristocráticos. El agresivo sol de la comarca había respetado las facciones de doña Lucía, mujer pálida, frágil, muy devota: ella misma tejía las coronas de flores que depositaba en el anda de la Virgen cuando la procesión hacía un alto en la puerta de su casa. La noche de Navidad, los Quiroga celebraban una fiesta a la que asistían muchos principales. Había regalos para todos los invitados y, a medianoche, desde las ventanas, llovían monedas hacia los mendigos y vagabundos agolpados en la calle. Vestidos de oscuro, los Quiroga acompañaban la procesión las cuatro lentísimas horas, a través de barrios y suburbios. Llevaban a Antonia de la mano, discretamente la amonestaban cuando descuidaba las letanías. Durante su estancia en la ciudad, Antonia aparecía muy temprano en la placita y, con los niños de la vecindad, jugaba a ladrones y celadores, a las prendas, trepaba a los algarrobos, disparaba terrones a la señora de piedra o se bañaba en la fuente, desnuda como un pez.
¿Quién era esta niña, por qué la protegían los Quiroga? La trajeron de La Huaca un mes de junio, antes de saber hablar, y don Roberto refirió una historia que no convenció a todo el mundo. Los perros de la hacienda habrían ladrado una noche y cuando él, alarmado, salió al vestíbulo, descubrió a la niña en el suelo, bajo unas mantas. Los Quiroga no tenían hijos, y los parientes codiciosos aconsejaron el hospicio, algunos se ofrecían a criarla. Pero doña Lucía y don Roberto no siguieron los consejos, ni aceptaron las ofertas, ni parecieron incómodos con las habladurías. Una mañana, en medio de una partida de rocambor en el Centro Piurano, don Roberto anunció distraídamente que habían decidido adoptar a Antonia.
Pero no llegó a ocurrir, porque ese fin de año los Quiroga no llegaron a Piura. Nunca había pasado: hubo inquietud. Temiendo un accidente, el veinticinco de diciembre un pelotón de jinetes salió por el camino del norte.
Los encontraron a cien kilómetros de la ciudad, allí donde la arena borra la huella y destruye todo signo y sólo imperan la desolación y el calor. Los bandoleros habían golpeado salvajemente a los Quiroga, y les habían robado las ropas, los caballos, el equipaje, y también los dos sirvientes yacían muertos, con pestilentes heridas que hervían de gusanos. El sol seguía llagando los cadáveres desnudos y los jinetes tuvieron que apartar a tiros a los gallinazos que picoteaban a la niña. Entonces, comprobaron que ésta vivía.
¿Por qué no murió? —decían los vecinos—. ¿Cómo pudo vivir si le arrancaron la lengua y los ojos?
—Difícil saberlo —respondía el doctor Pedro Zevallos, moviendo perplejo la cabeza—. Tal vez el sol y la arena cicatrizaron las heridas y evitaron la hemorragia.
—La Providencia —afirmaba el padre García—. La misteriosa voluntad de Dios.
—La lamería una iguana —decían los brujos de los ranchos—. Porque su baba verde no sólo aguanta el aborto, también seca las llagas.
Los bandoleros no fueron hallados. Los mejores jinetes recorrieron el desierto, los más hábiles rastreadores exploraron los bosques, las grutas, llegaron hasta las montañas de Ayabaca sin encontrarlos. Una y otra vez, el prefecto, la Guardia Civil, el Ejército, organizaron expediciones que registraban las aldeas y caseríos más retirados. Todo en vano.
Los barrios se volcaron al cortejo que seguía los ataúdes de los Quiroga. En los balcones de los principales había crespones negros, y el obispo y las autoridades asistieron al entierro. La desgracia de los Quiroga se divulgó por el departamento, perduró en los relatos y en las fábulas de los mangaches y de los gallinazos.
La Huaca fue seccionada en muchas partes y, al frente de cada una, quedó un pariente de don Roberto o de doña Lucía. Al salir del hospital, Antonia fue recogida por una lavandera de la Gallinacera, Juana Baura, que había servido a los Quiroga. Cuando la niña aparecía en la plaza de Armas, una varilla en la mano para detectar los obstáculos, las mujeres la acariciaban, le obsequiaban dulces, los hombres la subían al caballo y la paseaban por el Malecón. Una vez estuvo enferma y Chápiro Seminario y otros hacendados que bebían en La Estrella del Norte obligaron a la banda municipal a trasladarse con ellos a la Gallinacera y a tocar la retreta frente a la choza de Juana Baura. El día de la procesión, Antonia iba inmediatamente detrás del anda, y dos o tres voluntarios hacían una argolla para aislarla del tumulto. La muchacha tenía un aire dócil, taciturno, que conmovía a las gentes.
Ya los habían visto, mi capitán, el cabo Roberto Delgado señala lo alto del barranco, ya se habían ido a avisar: las lanchas encallan una tras otra, los once hombres saltan a tierra, dos soldados amarran las embarcaciones a unos pedruscos, Julio Reátegui bebe un trago de su cantimplora, el capitán Artemio Quiroga se quita la camisa, el sudor empapa sus hombros, su espalda, y la exprime, don julio, este maldito calor les iba a asar los sesos. Enjambres de mosquitos asedian al grupo y en lo alto se oyen ladridos: ahí venían, mi capitán, que mirara arriba. Todos alzan la vista: nubes de polvo y muchas cabezas han aparecido en la cima del barranco. Algunas siluetas de torsos pálidos se deslizan ya por la arenosa pendiente y, entre las piernas de los urakusas, brincan perros ruidosos, los colmillos al aire. Julio Reátegui se vuelve hacia los soldados, a ver, que les hicieran adiós y usted, cabo, agache la cabeza, póngase detrás, que no lo reconocieran y el cabo Roberto Delgado sí señor gobernador, ya lo había visto, ahí estaba Jum, mi capitán. Los once hombres agitan las manos y algunos sonríen. En el declive hay cada vez más urakusas; descienden casi en cuclillas, gesticulando, chillando, las mujeres son las más bulliciosas y el capitán ¿les salían al encuentro, don julio?, porque él no se fiaba nada. No, nada de eso, capitán, ¿no veía lo contentos que bajaban? Julio Reátegui los conocía, lo importante era ganarles la moral, que lo dejaran, cabo, ¿cuál era Jum? El de adelante, señor, el que tenía la mano alzada y Julio Reátegui atención: iban a correr como chivatos, capitán, que no se les escaparan todos, y, sobre todo, mucho ojo con Jum. Amontonados al filo del barranco, en un angosto terraplén, semidesnudos, tan excitados como los perros que saltan, menean los rabos y ladran, los urakusas miran a los expedicionarios, los señalan, cuchichean. Mezclado a los olores del río, la tierra y los árboles, hay ahora un olor a carne humana, a pieles tatuadas con achiote. Los urakusas se golpean los brazos, los pechos, rítmicamente y, de pronto, un hombre cruza la polvorienta barrera, ése era mi capitán, ése, y avanza macizo y enérgico hacia la ribera. Los demás lo siguen y Julio Reátegui que era el gobernador de Santa María de Nieva, intérprete, que venía a hablar con él. Un soldado se adelanta, gruñe y acciona con desenvoltura, los urakusas se detienen. El hombre macizo asiente, describe con la mano un trazo lento, circular, indicando a los expedicionarios que se aproximan, éstos lo hacen y Julio Reátegui: ¿Jum de Urakusa? El hombre macizo abre los brazos, ¡Jum!, toma aire: ¡piruanos! El capitán y los soldados se miran, Julio Reátegui asiente, da otro paso hacia Jum, ambos quedan a un metro de distancia. Sin prisa, sus ojos tranquilamente posados en el urakusa, Julio Reátegui libera la linterna que cuelga de su cinturón, la sujeta con todo el puño, la eleva despacio, Jum extiende la mano para recibirla, Reátegui golpea: gritos, carreras, polvo que lo cubre todo, la estentórea voz del capitán. Entre los aullidos y los nubarrones, cuerpos verdes y ocres circulan, caen, se levantan y, como un pájaro plateado, la linterna golpea una vez, dos, tres. Luego el aire despeja la playa, desvanece la humareda, se lleva los gritos. Los soldados están desplegados en círculo, sus fusiles apuntan a un ciempiés de urakusas adheridos, aferrados, trenzados unos a otros. Una chiquilla solloza abrazada a las piernas de Jum y éste se tapa la cara, por entre sus dedos sus ojos espían a los soldados, a Reátegui, al capitán, y la herida de su frente ha comenzado a sangrar. El capitán Quiroga hace danzar su revólver en un dedo, gobernador, ¿había oído lo que les gritó? ¿Piruanos querría decir peruanos, no? Y Julio Reátegui se imaginaba dónde oyó esa palabreja este sujeto, capitán: lo mejor sería empujarlos arriba, en el pueblo estarían mejor que aquí, y el capitán sí, habría menos zancudos: ya oyó, intérprete, ordéneles, hágalos subir. El soldado gruñe y acciona, el círculo se abre, el ciempiés comienza a andar, pesado y compacto, nuevamente se levantan nubecillas de polvo. El cabo Roberto Delgado se echa a reír: ya lo había reconocido, mi capitán, estaba que se lo quería comer con los ojos. Y el capitán también a Jum, cabo, qué espera para subir. El cabo empuja a Jum y éste avanza muy tieso, las manos siempre en la cara. La chiquilla sigue prendida a sus piernas, estorba sus movimientos y el cabo la coge de los cabellos, zafa, trata de separarla, suéltate, del cacique y ella resiste, araña, chilla como un frailecillo, mierda, el cabo le pega con la mano abierta y Julio Reátegui qué pasa, carajo: ¿cómo trataba así a una niña, carajo?, ¿con qué derecho, carajo? El cabo la suelta, señor, no quería pegarle, sólo hacerla que soltara a Jum, que no se molestara, señor, y además ella lo había arañado.
—Ya se oye el arpa —dijo Lituma—. ¿O estoy soñando, inconquistables?
—Todos la oímos, primo —dijo José—. O todos estamos soñando.
El Mono escuchaba, la cara ladeada, los ojos enormes y admirados:
—¡Es un artista! ¿Quién dice que no es el más grande?
—Lástima, nomás, que esté tan viejo —dijo José—. Sus ojos ya no le sirven, primo. Nunca anda solo, el Joven y el Bolas tienen que llevarlo del brazo.
La casa de la Chunga está detrás del Estadio, poco antes del descampado que separa a la ciudad del Cuartel Grau, no lejos del matorral de los fusilicos. Allí, en ese paraje de yerba calcinada y tierra blanda, bajo las ramas nudosas de los algarrobos, en los amaneceres y crepúsculos se apostan los soldados ebrios. A las lavanderas que vuelven del río, a las criadas del barrio de Buenos Aires que van al Mercado, las atrapan entre varios, las tumban sobre la arena, les echan las faldas por la cara, les abren las piernas, uno tras otro se las tiran y huyen. Los piuranos llaman atropellada a la víctima, y a la operación fusilico, y al vástago resultante lo llaman hijo de atropellada, fusiliquito, siete leches.
—Maldita la hora en que me fui a la montaña —dijo Lituma—. Si me hubiera quedado aquí, me habría casado con la Lira y sería hombre feliz.
—No tan feliz, primo —dijo José—. Si vieras lo que parece ahora la Lira.
—Una vaca lechera —dijo el Mono—. Una panza que parece un bombo.
—Y paridora como una coneja —dijo José—. Ya tiene como diez churres.
—La una puta, la otra una vaca lechera —dijo Lituma—. Qué buen ojo con las mujeres, inconquistable.
—Colega, me has prometido y estás faltando a tu palabra —dijo Josefino—. Lo pasado, pisado. Si no, no te acompañamos donde la Chunga. ¿Vas a estar tranquilito, no es cierto?
—Como operado, palabra —dijo Lituma—. Ahora estoy bromeando, nomás.
—¿No ves que a la menor locura te friegas, hermano? —dijo Josefino—. Ya tienes antecedentes, Lituma. Te encerrarían de nuevo, y quién sabe por cuánto tiempo esta vez.
—Cómo te preocupas por mí, Josefino —dijo Lituma.
Entre el Estadio y el descampado, a medio kilómetro de la carretera que sale de Piura y se bifurca luego en dos rectas superficies oscuras que cruzan el desierto, una hacia Palta, la otra hacia Sullana, hay una aglomeración de chozas de adobe, latas y cartones, un suburbio que no tiene ni los años ni la extensión de la Mangachería, más pobre que ésta, más endeble, y es allí donde se yergue, singular y céntrica como una catedral, la casa de la Chunga, llamada también la Casa Verde. Alta, sólida, sus muros de ladrillo y su techo de calamina se divisan desde el Estadio. Los sábados en la noche, durante los combates de box, los espectadores alcanzan a oír los platillos de Bolas, el arpa de don Anselmo, la guitarra del Joven Alejandro.
—Te juro que la oía, Mono —dijo Lituma—. Clarito, era de partir el alma. Como la oigo ahora, Mono.
—Qué mala vida te darían, primito —dijo el Mono.
—No hablo de Lima, sino de Santa María de Nieva —dijo Lituma—. Noches como la muerte, Mono, cuando estaba de guardia. Nadie con quien hablar. Los muchachos estaban roncando, y, de repente, ya no oía a los sapos ni a los grillos, sino el arpa. En Lima, no la oí nunca.
La noche estaba fresca y clara, en la arena se dibujaban de trecho en trecho los perfiles retorcidos de los algarrobos. Avanzaban en una misma línea, Josefino frotándose las manos, los León silbando y Lituma, que iba cabizbajo, las manos en los bolsillos, a ratos elevaba el rostro y escrutaba el cielo con una especie de furor.
—Una carrera, como cuando éramos churres —dijo el Mono—. Una, dos, tres.
Salió disparado, su pequeña figura simiesca desapareció en las sombras. José franqueaba invisibles obstáculos, emprendía una carrera, iba y volvía, encaraba a Lituma y a Josefino:
—El cañazo es noble y el pisco traidor —rugía—. ¿Y a qué hora cantamos el himno?
Cerca ya de la barriada, encontraron al Mono, tendido de espaldas, resollando como un buey. Lo ayudaron a levantarse.
—El corazón se me sale, miéchica, parece mentira.
—Los años no pasan en balde, primo —dijo Lituma.
—Pero que viva la Mangachería —dijo José.
La casa de la Chunga es cúbica y tiene dos puertas. La principal da al cuadrado, amplio salón de baile cuyos muros están acribillados de nombres propios y de emblemas: corazones, flechas, bustos, sexos femeninos como medialunas, pingas que los atraviesan. También fotos de artistas, boxeadores y modelos, un almanaque, una imagen panorámica de la ciudad. La otra, puertecilla baja y angosta, da al bar, separado de la pista de baile por un mostrador de tablones, tras el cual se hallan la Chunga, una mecedora de paja y una mesa cubierta de botellas, vasos y tinajas. Y frente al bar, en un rincón, están los músicos. Don Anselmo, instalado sobre un banquillo, utiliza la pared como espaldar y sostiene el arpa entre las piernas. Lleva anteojos, los cabellos barren su frente, entre los botones de su camisa, en su cuello y en sus orejas asoman mechones grises. El que toca la guitarra y tiene la voz tan entonada es el huraño, el lacónico, el joven Alejandro que, además de intérprete, es compositor. El que ocupa la silla de fibra y manipula un tambor y unos platillos, el menos artista, el más musculoso de los tres, es Bolas, el ex camionero.
—No me abracen así, no tengan miedo —dijo Lituma—. No estoy haciendo nada, ¿no ven? Sólo buscándola. Qué hay de malo en que quiera mirarla. Suéltenme.
—Ya se iría, primito —dijo el Mono—. Qué te importa. Piensa en otra cosa. Vamos a divertirnos, a festejar tu regreso.
—No estoy haciendo nada —repitió Lituma—. Sólo acordándome. ¿Por qué me abrazan así, inconquistables?
Estaban en el umbral de la pista de baile, bajo la espesa luz que derramaban tres lamparillas envueltas en celofán azul, verde y violeta, frente a una apretada masa de parejas. Grupos borrosos atestaban los rincones, y de ellos venían voces, carcajadas, choques de vasos. Un humo inmóvil, transparente, flotaba entre el techo y las cabezas de los bailarines, y olía a cerveza, humores y tabaco negro. Lituma se balanceaba en el sitio, Josefino lo tenía siempre del brazo pero los León lo habían soltado.
—¿Cuál fue la mesa, Josefino? ¿Aquélla?
—Ésa misma, hermano. Pero ya pasó, ahora comienzas otra vida, olvídate.
—Anda saluda al arpista, primo —dijo el Mono—. Y al Joven y a Bolas que siempre te recuerdan con cariño.
—Pero no la veo —dijo Lituma—. Por qué se me esconde, si no voy a hacerle nada. Sólo mirarla.
—Yo me encargo, Lituma —dijo Josefino—. Palabra que te la traigo. Pero tienes que cumplir; lo pasado, pisado. Anda a saludar al viejo. Yo voy a buscarla.
La orquesta había dejado de tocar, las parejas de la pista eran ahora una compacta masa, inmóvil y siseante. Alguien discutía a gritos junto al bar. Lituma avanzó hacia los músicos, tropezando, don Anselmo del alma, con los brazos abiertos, viejo, arpista, escoltado por los León, ¿ya no se acuerda de mí?
—Si no te ve, primo —dijo José—. Dile quién eres. Adivine, don Anselmo.
—¿Qué cosa? —la Chunga se paró de un salto y la mecedora siguió moviéndose—. ¿El sargento? ¿Tú lo has traído?
—No hubo forma, Chunga —dijo Josefino—. Llegó hoy día y se puso terco, no pudimos atajarlo. Pero ya sabe y le importa un carajo.
Lituma estaba en los brazos de don Anselmo, el joven y Bolas le daban palmadas en la espalda, los tres hablaban a la vez y se los oía desde el bar, excitados, sorprendidos, conmovidos. El Mono se había sentado ante los platillos, los hacía tintinear y José examinaba el arpa.
—O llamo a la policía —dijo la Chunga—. Sácalo ya mismo.
—Está borrachisísimo, Chunga, apenas puede caminar, ¿no lo estás viendo? —dijo Josefino—. Nosotros lo cuidamos. No habrá ningún lío, palabra.
—Ustedes son mi mala suerte —dijo la Chunga—. Tú sobre todo, Josefino. Pero no se va a repetir lo de la vez pasada, te juro que llamo a la policía.
—Ningún lío, Chunguita —dijo Josefino—. Palabra. ¿La Selvática está arriba?
—Dónde va a estar —dijo la Chunga—. Pero si hay lío, puta de tu madre, te juro.