III
—Pones una cara —dijo el sargento—, parece que te sacaran de aquí a la fuerza. ¿Por qué no estás contenta?
—Sí estoy —dijo Bonifacia—. Sólo que siento un poco de pena por las madrecitas.
—No pongas esa maleta tan al canto, Pintado —dijo el sargento—. Y las cajas están mal sujetas, se irán al agua al primer encontrón.
—Acuérdese de nosotros cuando esté en el paraíso, mi sargento —dijo el Chiquito—. Escríbanos, cuéntenos cómo es la vida en la ciudad. Si todavía existen las ciudades.
—Piura es la ciudad más alegre del Perú, señora —dijo el teniente—. Le va a gustar mucho.
—Así será, señor —dijo Bonifacia—. Si es tan alegre, me ha de gustar.
El práctico Pintado había ya instalado todo el equipaje en la lancha y ahora examinaba el motor, arrodillado entre dos latas de gasolina. Corría una brisa suave y las aguas del Nieva, color uva, avanzaban hacia el Marañón alborotadas de olitas, tumbos y breves remolinos. El sargento iba y venía por la lancha, diligente, risueño, verificando los bultos, las amarras y Bonifacia parecía interesada en ese trajín pero, a veces, sus ojos se apartaban de la embarcación y espiaban las colinas: bajo el cielo limpio la misión resplandecía ya entre los árboles, sus calaminas y sus muros reverberaban mansamente en la luz clara de la madrugada. El sendero pedregoso, en cambio, aparecía disimulado por hilachas de bruma que flotaban casi a ras de tierra, indemnes: el bosque desviaba la brisa que las hubiera disgregado.
—¿No es cierto que nos pica el cuerpo por llegar a Piura, chinita? —dijo el sargento.
—Es la verdad —dijo Bonifacia—. Queremos llegar lo más pronto.
—Debe ser lejísimos —dijo Lalita—. Y la vida será tan distinta a la de aquí.
—Dicen que cien veces más grande que Santa María de Nieva —dijo Bonifacia—, con casas como se ven en las revistas de las madres. Hay pocos árboles, dicen, y arena, mucha arena.
—Me da pena que te vayas, pero por ti me alegro —dijo Lalita—. ¿Ya saben las madres?
—Me han dado muchos consejos —dijo Bonifacia—. La madre Angélica ha llorado. Qué viejita se ha puesto, ya no oye lo que se le dice, tuve que gritarle. Apenas camina, Lalita, tiene los ojos como bailando todo el tiempo. Me llevó a la capilla y rezamos juntas. Ya nunca más la veré, seguro.
—Es una vieja mala, perversa —dijo Lalita—. No barriste eso, no lavaste las ollas, y me asusta con el infierno, cada mañana ¿te has arrepentido de tus pecados? Y también me dice cosas terribles de Adrián, que es un bandido, que engañaba a todos.
—Tiene mal genio porque está viejita —dijo Bonifacia—. Se dará cuenta que se va a morir pronto. Pero conmigo es buena. Me quiere y yo también la quiero.
—Algarrobos, burros y tonderos —dijo el teniente—. Y conocerá el mar, señora, no está lejos de Piura. Eso es mejor que bañarse en el río.
—Y, además, dicen que ahí están las mujeres más lindas del Perú, señora —dijo el Pesado.
—Ah, Pesado —dijo el Rubio—. ¿Y qué le importa a la señora que haya mujeres lindas en Piura?
—Le digo para que se cuide de las piuranas —dijo el Pesado—. No vayan a dejarla sin marido.
—Ella sabe que soy serio —dijo el sargento—. Sólo sueño con ver a mis amigos, a mis primos. Para mujeres, con la mía me basta y sobra.
—Ah, cholo cínico —rió el teniente—. Cuídelo mucho, señora, y si se le suelta déle palo.
—Si es posible, me empaqueta una piurana y me la manda, mi sargento —dijo el Pesado.
Bonifacia sonreía a unos y a otros pero, al mismo tiempo, se mordía los labios y, a intervalos regulares, una expresión distinta volvía a su rostro y lo abatía, unos segundos empañaba su mirada y agitaba su boca con un leve temblor, y luego desaparecía y sus ojos sonreían de nuevo. El pueblo despertaba ya, había cristianos reunidos en la tienda de Paredes, la vieja sirvienta de don Fabio barría la terraza de la Gobernación y, bajo las capironas, pasaban aguarunas jóvenes y viejos en dirección al río, con pértigas y arpones. El sol encendía los techos de yarina.
—Sería bueno partir de una vez, sargento —dijo Pintado—. Mejor pasar el pongo ahora, después habrá más viento.
—Óyeme primero y después dices no —dijo Bonifacia—. Al menos, deja que te explique.
—Mejor nunca hagas planes —dijo Lalita—. Después, si no salen es peor. Piensa sólo en lo que está pasando en el momento, Bonifacia.
—Ya le he dicho y él está de acuerdo —dijo Bonifacia—. Me dará un sol cada semana, y yo haré trabajos para la gente, ¿no ves que las madres me enseñaron a coser? ¿Pero no se la robarán? Tiene que pasar por tantas manos, a lo mejor no te llega.
—No quiero que me mandes —dijo Lalita—. Para qué necesito plata.
—Pero ya se me ocurrió la manera —dijo Bonifacia, tocándose la cabeza—. Se la mandaré a las madres, ¿quién se va a atrever a robarles a ellas? Y las madres te la darán a ti.
—A pesar de las ganas que uno tiene de irse, siempre da un poco de tristeza —dijo el sargento—. A mí me ha dado ahorita, muchachos, por primera vez. Uno se encariña con los lugares, aunque valgan poca cosa.
La brisa se había transformado en viento y las copas de los árboles más altos inclinaban sus plumeros, los mecían sobre los árboles pequeños. Allá arriba, la puerta de la residencia se abrió, la silueta oscura de una madre salió apresurada y, mientras cruzaba el patio en dirección a la capilla, el viento hinchaba su hábito, lo encrespaba como una ola. Los Paredes habían salido a la puerta de su cabaña y, acodados en la baranda, miraban el embarcadero, hacían adiós.
—Es humano, mi sargento —dijo el Oscuro—. Tanto tiempo aquí, y, además, casado con una de aquí. Se comprende que le dé un poco de pena. A usted le dará más, señora.
—Gracias por todo, mi teniente —dijo el sargento—. Si puedo servirle de algo en Piura, ya sabe, estoy a sus órdenes para cualquier cosa. ¿Cuándo estará usted en Lima?
—Dentro de un mes, más o menos —dijo el teniente—. Tengo que ir a Iquitos antes, a liquidar este asunto. Que te vaya bien en tu tierra, cholo, de repente te caigo por ahí un día de ésos.
—Guárdate mejor la plata para cuando tengas hijos —dijo Lalita—. Adrián decía al otro mes comenzamos, y en seis meses habrá para un motor nuevo. Y nunca ahorramos ni un centavo. Pero él no gastaba casi nada, todo era para la comida y los hijos.
—Y entonces podrás ir a Iquitos —dijo Bonifacia—. Haz que las madres te guarden la plata que voy a mandarte, hasta que haya bastante para el pasaje. Entonces irás a verlo.
—Paredes me ha dicho que no volveré a verlo —dijo Lalita—. También que me moriré aquí, de sirvienta de las madres. No me mandes nada. Te hará falta allá, en la ciudad se necesita mucha plata.
¿Le permitía, cholo? El sargento asintió, y el teniente abrazó a Bonifacia que pestañeaba mucho y movía la cabeza como aturdida, pero sus labios y sus ojos, aunque húmedos, sonreían aún, tenazmente, señora: ahora les tocaba a ellos. Primero la abrazó el Pesado y el Oscuro, caramba, cuánto se demoraba y él, mi sargento, no piense mal, era un abrazo de amigo, el Rubio, el Chiquito. El práctico Pintado había soltado las amarras y mantenía la lancha junto al embarcadero, curvado sobre la pértiga. El sargento y Bonifacia subieron, se instalaron entre los bultos, Pintado levantó la pértiga y la corriente se apoderó de la embarcación, comenzó a columpiarla, a llevársela sin apuro hacia el Marañón.
—Tienes que ir a verlo —dijo Bonifacia—. Te mandaré aunque no quieras. Y cuando salga, se irán a Piura, yo los ayudaré como ustedes me han ayudado. Allá nadie lo conoce a don Adrián y podrá trabajar en lo que sea.
—Ya cambiarás de cara cuando veas Pinta, chinita —dijo el sargento.
Bonifacia tenía una mano fuera de la lancha, sus dedos tocaban el agua turbia y abrían rectos, efímeros canales que desaparecían en la espumosa confusión que iba sembrando la hélice. A veces, bajo la opaca superficie del río se divisaba un pez breve y veloz. Sobre ellos, el cielo aparecía despejado pero, a lo lejos, en dirección a la cordillera, flotaban nubes gordas que el sol hendía como una cuchilla.
—¿Estás triste sólo por las madres? —dijo el sargento.
—También por Lalita —dijo Bonifacia—. Y pienso todo el tiempo en la madre Angélica. Anoche se me prendió, no quería soltarme y no le salían las palabras de la pena.
—Las monjitas se han portado bien —dijo el sargento—. Cuántos regalos te han hecho.
—¿Alguna vez volveremos? —dijo Bonifacia—. ¿Siquiera una vez, de paseo?
—Quién sabe —dijo el sargento—. Pero está un poco lejos para venir de paseo hasta aquí.
—No llores —dijo Bonifacia—. Te voy a escribir y te voy a contar todo lo que haga.
—Desde que salí de Iquitos no he tenido amigas —dijo Lalita—. Desde que era chica. Allá en la isla, las achuales, las huambisas casi no hablaban cristiano y no nos entendíamos sino en ciertas cosas. Tú has sido mi mejor amiga.
—Y tú también la mía —dijo Bonifacia—. Más que amiga, Lalita. Tú y la madre Angélica son lo que más quiero aquí. Anda, no llores.
—Por qué no volvías, Aquilino —dijo Fushía—. Por qué no volvías, viejo.
—No pude venir más rápido, hombre, cálmate —dijo Aquilino—. El tipo me comía a preguntas, y decía las monjas y que el doctor y no podía convencerlo. Pero lo convencí, Fushía, ya está arreglado.
—¿Las monjas? —dijo Fushía—. ¿También viven monjas ahí?
—Son como enfermeras, cuidan a la gente —dijo Aquilino.
—Llévame a otra parte, Aquilino —dijo Fushía—, no me dejes en San Pablo, no quiero morirme ahí.
—El tipo se quedó con toda la plata, pero me ha prometido un montón de cosas —dijo Aquilino—. Te conseguirá papeles, arreglará todo para que nadie sepa quién eres.
—¿Le diste todo lo que junté estos años? —dijo Fushía—. ¿Para eso tantos sacrificios, tanta lucha? ¿Para que un tipo cualquiera se quede con todo?
—Tuve que ir subiendo a poquitos —dijo Aquilino—. Primero quinientos y nones, después mil y nones, ni quería discutir, decía la cárcel es más cara. También me prometió que te dará mejor comida, mejores remedios. Qué vamos a hacer, Fushía, hubiera sido peor si no acepta.
Llovía a cántaros y el viejo, calado hasta los huesos, maldiciendo contra el tiempo, sacó la lancha del caño a golpes de tangana. Ya cerca del embarcadero, divisó siluetas desnudas en lo alto del barranco. A gritos, ordenó en huambisa que bajaran a ayudarlo y aquéllas desaparecieron detrás de las lupunas que el viento sacudía, y surgieron, rojizas, dando saltitos, resbalando en el barro de la pendiente. Sujetaron la lancha a unas estacas y, chapoteando bajo los goterones que salpicaban en sus espaldas, llevaron en peso a don Aquilino a tierra. El viejo comenzó a desnudarse mientras trepaba el barranco. Al llegar a la cima se había quitado la camisa y, en el poblado, sin responder a los signos amistosos que le hacían niños y mujeres desde las cabañas, se sacó el pantalón. Así, con sólo su sombrero de paja y corto calzoncillo, cruzó el boscaje hacia el claro de los cristianos, y allí algo simiesco y tambaleante se descolgó de una baranda, Pantacha, lo abrazó, estás soñando, y balbuceó torpemente en su oído, atorado de yerbas y ni siquiera puedes hablar, suéltame. Pantacha tenía los ojos atormentados e hilillos de baba chorreaban de sus labios. Muy agitado, hacía gestos señalando las cabañas. El viejo vio en la terraza a la shapra, hosca, inmóvil, el cuello y los brazos ocultos por sartas de collares y brazaletes, la cara muy pintada.
—Se escaparon, don Aquilino —gruñó por fin Pantacha, revolviendo los ojos—. Y el patrón rabiando, encerrado ahí hace meses, no quiere salir.
—¿Está en su cabaña? —dijo el viejo—. Suéltame, tengo que hablar con él.
—Quién eres tú para mandarme —dijo Fushía—. Anda de nuevo, que el tipo te devuelva la plata. Llévame al Santiago, prefiero morirme entre gente que conozco.
—Tenemos que esperar hasta la noche —dijo Aquilino—. Cuando todos se duerman, te llevaré hasta la lancha donde hacen bañar a las visitas y ahí te recogerá el tipo. No sigas así, Fushía, ahora trata de dormir un poco. ¿O quieres comer algo?
—Así como me estás tratando tú, me tratarán ahí —dijo Fushía—. Ni me oyes, decides todo y yo tengo que obedecer. Es mi vida, Aquilino, no la tuya, no quiero, no me abandones en este sitio. Un poco de compasión, viejo, regresemos a la isla.
—Ni queriendo podría hacerte caso —dijo Aquilino—. De surcada hasta el Santiago y escondiéndose serían meses de viaje y ya no hay gasolina, ni plata para comprarla. Te he traído hasta acá por amistad, para que mueras entre cristianos, y no como un pagano. Hazme caso, duérmete un poco.
El cuerpo hinchaba apenas las mantas que lo cubrían hasta la barbilla. El mosquitero sólo protegía media hamaca y reinaba un gran desorden en torno: latas desparramadas, cáscaras, calabazas con sobras de masato, restos de comida. Había una extraña pestilencia y muchas moscas. El viejo tocó en el hombro a Fushía, éste roncó y, entonces, el viejo lo remeció con las dos manos. Los párpados de Fushía se separaron, dos brasas sanguinolentas se posaron fatigadamente en el rostro de Aquilino, se apagaron y encendieron varias veces. Fushía se incorporó algo, sobre los codos.
—Me agarró la lluvia en medio del caño —dijo Aquilino—. Estoy empapado.
Hablaba y escurría la camisa y el pantalón, los retorcía con furia; luego, los colgó en la cuerda del mosquitero. Afuera llovía muy fuerte siempre, una luz turbia bajaba hasta las charcas y el fango ceniza del claro, el viento embestía rugiendo contra los árboles. A veces, un zig zag multicolor aclaraba el cielo y, segundos después, venía el trueno.
—La puta esa se fue con Nieves —dijo Fushía, los ojos cerrados—. Se escaparon juntos ese par de perros, Aquilino.
—¿Y qué te importa que se hayan ido? —dijo Aquilino, secándose el cuerpo con la mano—. Bah, uno está mejor solo que mal acompañado.
—La puta esa no me importa —dijo Fushía—. Pero sí que se haya ido con el práctico. Eso tiene que pagármelo.
Sin abrir los ojos, Fushía volvió el rostro, escupió, hombre, se subió las mantas hasta la boca, mejor miraba dónde escupía, le había pasado raspando.
—¿Cuántos meses que no has venido? —dijo Fushía—. Hace siglos que te estoy esperando.
—¿Tienes mucha carga? —dijo Aquilino—. ¿Cuántas bolas de jebe? ¿Cuántas pieles?
—Estuvimos de malas —dijo Fushía—. Sólo encontramos pueblos vacíos. Esta vez no tengo mercadería.
—Si ya no podías salir de viaje, si las piernas no te respondían ya para andar por el monte —dijo Aquilino—. ¡Morir entre conocidos! ¿Crees que los huambisas iban a seguir contigo? En cualquier momento se largaban.
—Yo podía dar órdenes desde la hamaca —dijo Fushía—. Jum y Pantacha los hubieran llevado donde yo mandara.
—No te hagas el tonto —dijo Aquilino—. A Jum lo odian y no lo mataron hasta ahora por ti. Y el Pantacha está zafado con sus cocimientos, apenas podía hablar cuando lo dejamos. Eso se había acabado, hombre, desengáñate.
—¿Vendiste bien? —dijo Fushía—. ¿Cuánta plata me traes?
—Quinientos soles —dijo Aquilino—. No me tuerzas la cara, lo que llevé no valía más y he tenido que pelear para que me dieran eso. Pero qué ha pasado, es la primera vez que no tienes mercadería.
—La región está quemada —dijo Fushía—. Los perros esos andan prevenidos y se esconden. Iré más lejos, aunque sea a las ciudades me meteré, pero encontraré jebe.
—¿Lalita te robó toda tu plata? —dijo Aquilino—. ¿Te dejaron algo?
—¿Qué plata? —Fushía sujetaba las mantas junto a la boca, se había encogido más—. ¿De qué plata hablas?
—De la que te he ido trayendo, Fushía —dijo el viejo—. De las ganancias de tus robos. Ya sé que la tenías guardada. ¿Cuánto te queda? ¿Cinco mil soles? ¿Diez mil?
—Ni tú, ni tu madre ni nadie me va a quitar lo que es mío —dijo Fushía.
—No me des más pena de la que te tengo —dijo Aquilino—. Y no me mires así, tus ojos no me asustan. Más bien contéstame lo que te pregunto.
—¿Me tendría tanto miedo o con el apuro se olvidaron de robarme la plata? —dijo Fushía—. Lalita sabía dónde la guardaba.
—También puede ser que fuera por pena —dijo Aquilino—. Diría está fregado, se va a quedar solo, al menos le dejaremos la plata para que se consuele un poco.
—Mejor debieron robársela esos perros —dijo Fushía—. Sin plata, el tipo no habría aceptado. Y tú que eres de buen corazón no me hubieras botado en el monte. Me habrías regresado a la isla, viejo.
—Vaya, por fin estás más tranquilo —dijo Aquilino—. ¿Sabes qué voy a hacer? Machucar unos plátanos y hervirlos. Ya desde mañana comerás como los cristianos, será tu despedida de la comida pagana.
El viejo se rió, se tumbó en la hamaca vacía y comenzó a mecerse, impulsándose con un pie.
—Si fuera tu enemigo, no estaría aquí —dijo—. Todavía tengo esos quinientos soles, me hubiera quedado con ellos. Yo estaba seguro que esta vez no tendrías carga.
La lluvia barría la terraza, chasqueaba sordamente en el techo, y el aire caliente que venía de afuera levantaba el mosquitero, lo tenía aleteando como una cigüeña blanca.
—No necesitas taparte tanto —dijo Aquilino—. Ya sé que se te cae el pellejo de las piernas, Fushía.
—¿Te contó lo de los zancudos la puta esa? —murmuró Fushía—. Me rasqué y se me infectaron, pero ya está pasando. Ésos se creen que porque estoy así no iré a buscarlos. Ya veremos quién ríe último, Aquilino.
—No me cambies de tema —dijo Aquilino—. ¿De veras te estás sanando?
—Dame un poquito más, viejo —dijo Fushía—. ¿Queda todavía?
—Tómate el mío, ya no quiero más —dijo Aquilino—. A mí también me gusta. En eso soy como un huambisa, todas las mañanas cuando me despierto me machuco unos plátanos y los hiervo.
—Voy a extrañarla más que a Campo Grande, más que a Iquitos —dijo Fushía—. Me parece que la isla es la única patria que he tenido. Hasta a los huambisas voy a extrañarlos, Aquilino.
—Vas a extrañar a todos, pero no a tu hijo —dijo Aquilino—. Es el único del que no hablas. ¿No te importa nada que se lo llevara Lalita?
—A lo mejor no era mi hijo —dijo Fushía—. A lo mejor la perra esa…
—Calla, calla, ya hace años que te conozco y está difícil que me engañes —dijo Aquilino—. Dime la verdad, ¿se están sanando o están peor que antes?
—No me hables en ese tono —dijo Fushía—. No te permito, mierda.
Su voz, que carecía de convicción, se extinguió en una especie de aullido. Aquilino se levantó de la hamaca, fue hacia él y Fushía se cubrió la cara: era un bultito tímido y amorfo.
—No tengas vergüenza de mí, hombre —susurró el viejo—. Déjame ver.
Fushía no respondió y Aquilino cogió una punta de la manta y la alzó. Fushía no llevaba botas y el viejo estuvo mirando, su mano incrustada como una garra en la manta, la frente roída de arrugas, la boca abierta.
—Lo siento mucho, pero ya es hora, Fushía —dijo Aquilino—. Tenemos que irnos.
—Un ratito más, viejo —gimió Fushía—. Mira, préndeme un cigarro, me lo fumo y me llevas donde el tipo. Sólo diez minutos, Aquilino.
—Pero fúmatelo rápido —dijo el viejo—. El tipo estará esperando ya.
—Mira todo de una vez —gimió Fushía, bajo la manta—. Ni yo me acostumbro, viejo. Mira más arriba.
Las piernas se doblaron y, al estirarse, las mantas cayeron al suelo. Ahora Aquilino podía ver, también, los muslos translúcidos, las ingles, el pubis calvo, el pequeño garfio de carne que había sido el sexo y el vientre: allí la piel estaba intacta. El viejo se inclinó precipitadamente, cogió las mantas, cubrió la hamaca.
—¿Ves, ves? —sollozó Fushía—. ¿Ves que ya ni soy hombre, Aquilino?
—También me prometió que te dará cigarros cuando quieras —dijo Aquilino—. Ya sabes, te dan ganas de fumar y le pides.
—Me gustaría morirme ahora mismo —dijo Fushía—, sin darme cuenta, de repente. Tú me envolverías en una manta y me colgarías de un árbol, como a un huambisa. Sólo que nadie me lloraría cada mañana. ¿De qué te ríes?
—De lo que te haces el que fumas, para que el cigarro dure más y se pase el tiempo —dijo Aquilino—. Pero si de todos modos vamos a ir, qué te hacen dos minutos más o menos, hombre.
—Cómo voy a viajar hasta allá, Aquilino —dijo Fushía—. Está muy lejos.
—Mejor que te mueras ahí que aquí —dijo el viejo—. Ahí te cuidarán y la enfermedad ya no seguirá subiendo. Yo conozco un tipo, con la plata que tienes te aceptará sin pedir papeles ni nada.
—No llegaremos, viejo, me agarrarán en el río.
—Yo te prometo que llegaremos —dijo Aquilino—. Aunque sea viajando sólo de noche, buscando los caños. Pero hay que partir hoy mismo, sin que nos vea el Pantacha ni los paganos. Nadie tiene que saber, es la única forma de que allá estés seguro.
—La policía, los soldados, viejo —dijo Fushía—. ¿No ves que todos me buscan? No puedo salir de acá. Hay mucha gente que quiere vengarse de mí.
—San Pablo es un sitio donde nunca te irán a buscar —dijo el viejo—. Aunque supieran que estás ahí, no irían. Pero nadie sabrá.
—Viejo, viejo —sollozó Fushía—. Tú eres bueno, te ruego, ¿crees en Dios?, por Dios hazlo, Aquilino, trata de comprenderme.
—Claro que te comprendo, Fushía —dijo el viejo levantándose—. Pero hace rato que oscureció, tengo que llevarte de una vez, el tipo se va a cansar de esperarnos.
Es otra vez de noche, la tierra es blanda, los pies se hunden hasta los tobillos y son siempre los mismos lugares: la ribera, el sendero que se adelgaza entre las chacras, un bosquecillo de algarrobos, el arenal. Tú por aquí, Toñita, nunca por allá, no los vayan a ver desde Castilla. La arena cae sin misericordia, cúbrela con la manta, ponle tu sombrero, que baje su cabecita si no quiere que le arda la cara. Los mismos ruidos: el runrún del viento en los algodonales, música de guitarras, cantos, jaleos y, al alba, los profundos mugidos de las reses. Tú ven, Toñita, sentémonos aquí, descansarán un rato y seguirán paseando. Las mismas imágenes: una cúpula negra, estrellas que parpadean, brillan fijas o se apagan, el desierto de pliegues y dunas azules y, a lo lejos, la construcción erecta, solitaria, sus luces lívidas, sombras que salen, sombras que entran y, a veces, en la madrugada, un jinete, unos peones, un rebaño de cabras, la lancha de Carlos Rojas y, en la otra orilla del río, las puertas grises del camal. Háblale del amanecer, tú ¿me oyes, Toñita?, ¿te dormiste?, cómo se divisan los campanarios, los tejados, los balcones, si lloverá y si hay neblina. Pregúntale si tiene frío, si quiere volver, abrígale las piernas con tu saco, que se apoye en tu hombro. Y ahí, de nuevo, el alboroto intempestivo, el extraño galope de esa noche, el sobresalto de su cuerpo. Incorpórate, mira, ¿quiénes corren?, ¿una apuesta?, ¿Chápiro, don Eusebio, los mellizos Temple? Tú escondámonos, agachémonos, no te muevas, no te asustes, son dos caballos y ahí, en la oscuridad, quién, por qué, cómo. Tú pasaron cerca y en caballos chúcaros, qué tales locos, van hasta el río, ahora regresan, no tengas miedo chiquita, y ahí su rostro girando, interrogando, su ansiedad, el temblor de su boca, sus uñas como clavos y su mano por qué, cómo, y su respiración junto a la tuya. Ahora cálmala, tú yo te explico, Toñita, ya se fueron, iban tan rápido, no les vi las caras y ella tenaz, sedienta, averiguando en la negrura, quién, por qué, cómo. Tú no te pongas así, quiénes serían, qué importa, qué sonsita. Una trampa para distraerla: métete bajo la manta, ocúltate, deja que te tape, ahí vienen, son montones, si nos ven nos matan, siente su agitación, su furia, su terror, que se acerque, que te abrace, que se hunda en ti, tú más, Toñita, pégate más y dile ahora que mentira, no viene nadie, dame un beso, te engañé chiquita. Y hoy no le hables, escúchala a tu lado, su silueta es un barco, el arenal un mar, ella navega, tranquilamente sortea médanos y arbustos, no la interrumpas, no pises la sombra que proyecta. Enciende un cigarrillo y fuma, piensa que eres feliz. Charla con ella y bromea, tú estoy fumando, le enseñarás cuando crezca, las niñas no fuman, se atoraría, ríete, que se ría, ruégale, tú no estés siempre tan seria, Toñita, por lo que más quieras. Y ahí, de nuevo, la incertidumbre, ese ácido que roe la vida, tú ya sé, se aburre tanto, las mismas voces, el encierro, pero espérate, falta poco, viajarán a Lima, una casa para los dos solos, no habrá que esconderse, le comprarás todo, verás, Toñita, verás. Siente otra vez esa emoción amarga, tú nunca te enojas, chiquita, que sea distinta, que se enoje alguna vez, que rompa las cosas, llore a gritos y ahí, ausente, idéntica, la expresión de su rostro, el suave latido de sus sienes, sus párpados caídos, el secreto de sus labios. Ahora sólo recuerdos y un poco de melancolía, tú por eso te miman tanto, cómo se han portado, no dijeron nada, te traen dulces, te visten, te peinan, parecen otras, entre ellas se pelean tanto, qué maldades se hacen, contigo tan buenas y tan serviciales. Diles me la he traído, me la he robado, la quieres, va a vivir contigo, tienen que ayudarte y ahí, de nuevo, su excitación, sus protestas, le juramos, prometemos, responderemos a su confianza, sus cuchicheos, su revoloteo, míralas, conmovidas, curiosas, risueñas, siente su desesperación por subir a la torre, por verla y hablarle. Y otra vez ella y tú te quieren todas, ¿porque eres joven?, ¿porque no hablas?, ¿porque les das pena? Y ahí, esa noche: el río fluye oscuramente y en la ciudad no quedan luces, la luna alumbra apenas el desierto, los sembríos son manchas borrosas y ella está lejos y desamparada. Llámala, pregúntale, Toñita ¿me oyes?, ¿qué sientes?, por qué jala así tu mano, si se ha asustado de la arena que cae tan fuerte. Tú ven Toñita, abrígate, ya pasará, ¿crees que nos va a tapar, que nos va a enterrar vivos?, de qué tiemblas, qué sientes, ¿te falta el aire?, ¿quieres volver?, no respires así. Y no te dabas cuenta, tú soy tan bruto, qué terrible no comprender, chiquita, no saber nunca qué te ocurre, no adivinar. Y ahí, de nuevo, tu corazón como un surtidor y las preguntas, su chisporroteo, cómo piensas que soy, cómo las habitantas, y las caras, y la tierra que pisas, de dónde sale lo que oyes, cómo eres tú, qué significan esas voces, ¿piensas que todos son como tú?, ¿que oímos y no respondemos?, ¿que alguien nos da la comida, nos acuesta y nos ayuda a subir la escalera? Toñita, Toñita, ¿qué sientes por mí?, ¿sabes lo que es el amor?, ¿por qué me besas? Haz un esfuerzo ahora, no le contagies tu angustia, baja la voz y suavemente dile no importa, mis sentimientos son tus sentimientos, quieres sufrir cuando ella sufra. Que olvide esos ruidos, tú nunca más, Toñita, me puse nervioso, cuéntale de la ciudad, de la pobre gallinaza que llora sus penas, del piajeno y las canastas, y lo que dice la gente en La Estrella del Norte, tú todos preguntan, Toñita, te buscan, están de duelo, pobrecita, ¿la habrán matado?, ¿un forastero se la robaría?, lo que inventa, sus mentiras, sus murmuraciones. Pregúntale si se acuerda, ¿le gustaría volver a la plaza?, ¿asolearse junto a la glorieta?, si extraña a la gallinaza, tú ¿quisieras verla de nuevo?, ¿nos la llevamos a Lima? Pero ella no puede o no quiere oír, algo la aísla, la atormenta y ahí, siempre, su mano, su temblor, su espanto, tú qué te pasa, ¿te está doliendo?, ¿quieres que te sobe? Dale gusto, toca donde ella te indica, no apoyes mucho, repasa su vientre, acaricia el mismo sitio, diez veces, cien veces, y entretanto ya sé, te duele, la comida, ¿quieres hacer pis?, ayúdala, ¿caquita?, que se acuclille, que no se preocupe, tú serás un toldo, abre la manta, ataja la lluvia sobre su cabeza, que la arena la deje tranquila. Pero es en vano y ahora sus mejillas están húmedas, ha aumentado la alarma de su cuerpo, la crispación de su rostro y saber que está llorando y no adivinar es terrible, Toñita, qué puedes hacer, qué quiere que hagas. Llévala en tus brazos, corre, bésala, tú ya llegamos, ya está sana, y que no llore, que por Dios no llore. Llama a Angélica Mercedes, que la cure, ella es un cólico, patrón, tú ¿un té caliente?, ¿unas ventosas?, ella no es nada grave, no se asuste, tú ¿yerbaluisa?, ¿manzanilla?, y su mano ahí, palpando, calentando, acariciando el mismo sitio, y qué bruto, qué bruto, no te dabas cuenta. Y ahí, las habitantas, su regocijo, sus cuerpos que atestan la torre, sus olores, cremas, talco y vaselina, sus chillidos y brincos, el patrón no se dio cuenta, qué inocente, qué churre. Míralas amontonadas, fíjate, la rodean, le hacen fiestas y le dicen cosas. Deja que la entretengan y baja al salón, abre una botella, túmbate en un sillón, brinda por ti, siente la turbación confusa, alborozada, cierra los ojos y trata de oírlas: lo menos dos, la Mariposa tres, la Luciérnaga cuatro y vaya si será tonto, ¿por qué creía, patrón, que no sangraba?, ¿cuánto que se le paró, patrón?, así sabremos justito. Siente el alcohol, su mitigada efervescencia que afloja las piernas y el remordimiento, cómo se va la inquietud, y tú nunca le llevé la cuenta. Qué te importaba, qué importa que nazca mañana o dentro de ocho meses, la Toñita engordará y después eso la tendrá contenta. Arrodíllate junto a su cama, tú no era nada, celebremos, lo engreirás, le cambiarás pañales, y si es hembrita que se le parezca. Y que ellas vayan donde don Eusebio, mañana mismo, que le compren lo que haga falta y seguramente los empleados se burlarán, ¿quién va a parir?, ¿y de quién?, y si es machito que se llame Anselmo. Anda a la Gallinacera, busca a los carpinteros, que traigan tablas, clavos y martillos, que construyan un cuartito, invéntales cualquier historia. Toñita, Toñita, ten antojos, vómitos, malhumor, sé como las otras, ¿puedes tocarlo?, ¿ya se mueve? Y una última vez pregúntate si fue mejor o peor, si la vida debe ser así, y lo que habría pasado si ella no, si tú y ella, si fue un sueño o si las cosas son siempre distintas a los sueños, y todavía un esfuerzo final y pregúntate si alguna vez te resignaste, y si es porque ella murió o porque eres viejo que estás tan conforme con la idea de morir tú mismo.
—¿Vas a esperarlo, Selvática? —dijo la Chunga—. A lo mejor anda con otra mujer.
—¿Quién es? —dijo el arpista, sus ojos blancos vueltos hacia la escalera—. ¿Sandra?
—No, maestro —dijo el Bolas—. Esa que empezó anteayer.
—Iba a venir a buscarme, señora, pero quizá se olvidó —dijo la Selvática—. Me iré nomás.
—Primero toma desayuno, muchacha —dijo el arpista—. Anda, Chunguita, invítala.
—Sí, claro, tráete una taza —dijo la Chunga—. En la tetera hay leche caliente.
Los músicos desayunaban en una mesa cerca del mostrador, a la luz de la bombilla violeta, la única que permanecía encendida. La Selvática se sentó entre el Bolas y el joven Alejandro: hasta ahora casi no le habían oído la voz, qué calladita era; ¿igual en su pueblo, todas las mujeres? Por las ventanas se divisaba la barriada, a oscuras, y en lo alto tres estrellas débiles ¿las marimachas? No, señora, más bien hablan y hablan, parecían papagayos. El arpista mordisqueaba una rebanada de pan, ¿papagayos?, y ella sí, un animalito que había en su pueblo, y él dejó de masticar, ¿cómo?, muchacha, ¿ella no había nacido en Piura? No, señor, era de muy lejos, de la montaña. No sabía en qué parte nació, pero había vivido siempre en un sitio que se llamaba Santa María de Nieva. Chiquito, señor, sin autos, ni edificios, ni cinemas como en Piura ¿sabía? El arpista siguió masticando, ¿la montaña?, ¿papagayos?, la cabeza alta, sorprendida y, de pronto, se calzó los lentes rápido, muchacha: ya se había olvidado que existía eso. ¿A orillas de qué río estaba Santa María de Nieva?, ¿cerca de Iquitos?, ¿lejos?, la montaña, qué curioso. Idénticas y continuas al salir de la boca del Joven, las argollas de humo crecían, se deformaban, se desvanecían sobre la pista de baile. A él también le hubiera gustado conocer la Amazonía, escuchar la música de los chunchos. No se parecía en nada a la criolla ¿no es cierto? En nada, señor, los de por allá cantaban poco, y sus cantos no eran alegres como la marinera o el vals, más bien tristes, y tan raros. Pero al joven le gustaba la música triste. ¿Y cómo eran las letras de sus canciones? ¿Muy poéticas? ¿Porque ella comprendería su idioma, no? No, ella no hablaba su idioma, y bajó la vista, de los chunchos, tartamudeó, una que otra palabrita apenas, de tanto oírlos ¿se daba cuenta? Pero que no se creyera, allá había blancos también, muchos, y a los chunchos se los ve poco porque paran en el monte.
—¿Y cómo fuiste a caer en manos de ése? —dijo la Chunga—. Qué le has visto al pobre diablo de Josefino.
—Eso qué importa, Chunga —dijo el joven—. Son cosas de amor y el amor no entiende razones. Tampoco acepta preguntas ni da respuestas, como decía un poeta.
—No te asustes —rió la Chunga—. Te preguntaba porque sí, en broma. A mí me resbala la vida de todo el mundo, Selvática.
—¿Qué le pasa, maestro? ¿Por qué se quedó tan pensativo? —dijo el Bolas—. Se le está enfriando la leche.
—A usted también, señorita —dijo el Joven—. Tómesela de una vez. ¿Quiere más pan?
—¿Hasta cuándo vas a tratar de usted a las habitantas? —dijo el Bolas—. Qué gracioso eres, Joven.
—Trato igual a todas las mujeres —dijo el joven—. Habitantas o monjas para mí no hay diferencia, las respeto lo mismo.
—Y entonces por qué las insultas tanto en tus canciones —dijo la Chunga—. Pareces un compositor rosquete.
—No las insulto, les canto las verdades —dijo el joven. Y sonrió, débilmente, lanzando una última argolla, blanca y perfecta.
La Selvática se puso de pie, señora, tenía bastante sueño, ya se iba, y muchas gracias por el desayuno, pero el arpista la agarró de un brazo, muchacha, dando un respingo, que esperara. ¿Iba a casa del inconquistable, ahí por la plaza Merino? Ellos la llevaban, y que Bolas fuera a buscar un taxi, él también tenía sueño. El Bolas se levantó, salió a la calle y una estela de aire fresco vino hasta la mesa al cerrarse la puerta: la barriada seguía en la oscuridad. ¿Se fijaban qué caprichoso era el cielo de Piura? Ayer, a estas horas, el sol estaba alto y quemante, no caía arena y las chozas como lavaditas. Y hoy la noche remolona no se iba, qué fuera si se quedaba ahí para siempre, y el joven apuntó con la mano el cuadradito de cielo retratado en la ventana: él, por su parte, feliz, pero a muchos no les gustaría. La Chunga se tocó la sien: las cosas que lo preocupaban a éste, vaya chiflado. ¿Eran las seis?, la Selvática cruzó las piernas y apoyó los codos en la mesa, en la selva amanecía tempranito, a estas horas todo el mundo andaba levantado y el arpista sí, sí, el cielo se ponía rosado, verde, azul, de todos colores, y la Chunga cómo, y el joven cómo, maestro, ¿él conocía la selva? No, cosas que se le ocurrían y si quedaba leche en la tetera se la tomaría con gusto. La Selvática le sirvió y le echó azúcar, la Chunga miraba al arpista con desconfianza y ahora su expresión era hosca. El Joven encendió otro cigarrillo y, de nuevo, transparentes, efímeros, flotantes, unos aros grises salían de su boca en dirección al cuadradito negro de la ventana, se alcanzaban a medio camino, y a él le ocurría lo contrario que a la gente con lo de la luz, se mezclaban y eran como nubecillas, otros se ponían contentos y optimistas con el sol y la noche los entristecía, y por fin se adelgazaban tanto que se hacían invisibles, y él en cambio de día se sentía amargo y sólo al oscurecer se le levantaba el espíritu. Es que ellos eran nocturnos, joven, como los zorros y las lechuzas: la Chunguita, el Bolas, él y ahora ella también, muchacha, y se oyó un portazo. En el umbral, Bolas sujetaba a Josefino de la cintura, que vieran a quién había encontrado, la Selvática se levantó, hablando solo, en la carretera.
—Qué buena vida te das, Josefino —dijo la Chunga—. Te estás cayendo.
—Buenos días, muchacho —dijo el arpista—. Creíamos que ya no vendrías a buscarla. La íbamos a llevar nosotros.
—Ni le hable, maestro —dijo el joven—. Está en las últimas.
La Selvática y el Bolas lo trajeron hasta la mesa, y Josefino no estaba en las últimas, qué cojudeces, la del estribo era de él, que nadie se mueva, y que la Chunguita se bajara una cervecita. El arpista se ponía de pie, muchacho, le agradecía la intención, pero era tarde y el taxi estaba esperando. Josefino hacía muecas, eufórico, todos se iban a enronchar, chillón, tomando leche, alimento de churres, y la Chunga sí, bueno, hasta luego, que se lo llevaran. Salieron y hacia el Cuartel Grau apuntaba ya una rayita azul horizontal y en la barriada soñolientas siluetas se movían tras la caña brava, se oía el chisporroteo de un brasero y el aire acarreaba olores rancios. Cruzaron el arenal, el arpista cogido de los brazos por el Bolas y el joven, Josefino apoyado en la Selvática y en la carretera entraron todos en un taxi, los músicos al asiento de atrás. Josefino se reía, la Selvática estaba celosa, viejo, le decía por qué tomas tanto, y dónde estuviste, y con quién, quería confesarlo, arpista.
—Bien hecho, muchacha —dijo el arpista—. Los mangaches son lo peor que hay, no te fíes nunca de él.
—¿Qué cosa? —dijo Josefino—. ¿Te las das de vivo? ¿Qué cosa? No la toque, compañero, puede correr sangre, compañero, ¿qué cosa?
—Yo no me meto con nadie —dijo el chofer—. No es mi culpa si el auto es angosto. ¿Acaso la he tocado, señorita? Yo hago mi trabajo y no busco líos.
Josefino se rió con la boca abierta, no entendía las bromas, compañero, a carcajadas, que la tocara si le provocaba, tenía su consentimiento y el chofer se rió también, señor: se la había creído de veras. Josefino se volvió hacia los músicos, era el cumpleaños del Mono, que se vinieran con ellos, lo celebrarían juntos, los León lo quieren tanto, viejo. Pero el maestro estaba cansado y tenía que descansar, Josefino, y el Bolas le dio una palmada. Josefino se resentía, se resentía y bostezó y cerró los ojos. El taxi pasó frente a la catedral y los faroles de la plaza de Armas estaban ya apagados. Las siluetas terrosas de los tamarindos cercaban rígidamente la glorieta circular de techo curvo como el de un paraguas y la Selvática que no fuera así, malo, tanto que se lo había pedido. Verdes, grandes, asustados, sus ojos buscaban los de Josefino y él alargó burlonamente una mano, era malo, se los comía crudos y de un bocado. Tuvo un acceso de risa, el chofer lo observó de reojo: bajaba por la calle Lima, entre La Industria y las rejas de la alcaldía. Ella no querría pero el Mono cumplió ayer cien años, y la estaba esperando, y los León eran sus hermanos y él les daba gusto en todo.
—No molestes a la muchacha, Josefino —dijo el arpista—. Debe estar cansada, déjala tranquila.
—No quiere ir a mi casa, arpista —dijo Josefino—. No quiere ver a los inconquistables. Dice que le da vergüenza, figúrese. Pare, compañero, aquí nos quedamos.
El taxi frenó, la calle Tacna y la plaza Merino estaban a oscuras, pero la avenida Sánchez Cerro brillaba con los faros de una caravana de camiones que iban hacia el Puente Nuevo. Josefino bajó de un salto, la Selvática no se movió, comenzaron a forcejear y el arpista no se peleen, muchacho, amístense, y Josefino que vinieran, y el chofer también, el Mono estaba viejísimo, cumplía mil años. Pero el Bolas dio una orden al chofer y éste partió. Ahora también la avenida estaba a oscuras y los camiones eran unos guiños rojos y rugientes alejándose hacia el río. Josefino se puso a silbar entre dientes, tomó del hombro a la Selvática y ella no ofrecía ahora resistencia alguna y marchaba a su lado muy tranquila. Josefino abrió la puerta, la cerró tras ellos y, doblado en un sillón, la cabeza bajo una lamparilla de pie, estaba el Mono, roncando. Un humillo picante vagabundeaba por la habitación sobre botellas vacías, copas, puchos y restos de comida. Se habían rendido, ¿ésos eran los mangaches?, Josefino daba saltos, ¿los invencibles mangaches?, y una voz incoherente surgió en el cuarto vecino: José se había metido a su cama, lo mataba. El Mono se incorporó sacudiendo la cabeza, quién mierda se había rendido, y sonrió y le brillaron los ojos, pero Dios mío, y aflautó la voz, pero quién estaba aquí, y se levantó, pero cuánto tiempo, y avanzó dando traspiés, pero qué gustazo de verla, primita, apartando las sillas con las manos, las botellas del suelo con los pies, con las ganas que tenía de verla de nuevo, y Josefino ¿cumplo o no cumplo?, ¿su palabra valía o no valía tanto como la de un mangache? Los brazos abiertos, despeinado, una ancha sonrisa en la boca, el Mono avanzaba sinuosamente, tanto tiempo y, además, qué buena moza me he puesto, y por qué se retiraba, primita, tenía que felicitarlo, ¿no sabía que era su cumpleaños?
—Es cierto, cumple un millón de años —dijo Josefino—. Basta de respingos, Selvática, dale un abrazo.
Se dejó caer en un sillón, atrapó una botella y se la llevó a la boca, y bebió, y la cachetada resonó como un pedrusco en el agua, primita mala, Josefino se rió, el Mono se dejó cachetear otra vez, primita mala, y ahora la Selvática iba de un lado a otro, se quebraban copas, el Mono tras ella, resbalando y riendo, y en el cuarto vecino eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, y la voz de José iba y Josefino canturreaba también, enroscado bajo la lamparilla de pie, la botella se le escurría de la mano a poquitos. Ahora la Selvática y el Mono estaban quietos en un rincón, y ella lo cacheteaba siempre, primita mala, ya le dolía de veras, ¿por qué le pegaba?, y se reía, que lo besara más bien, y ella también se reía de las payasadas del Mono, y hasta el invisible José se reía, primita bonita.