I
Bonifacia esperó al sargento al pie de la cabaña. El viento alzaba sus cabellos como una cresta, y también parecían de gallito su actitud satisfecha, la postura de sus piernas plantadas en la arena y su potito firme y saliente. El sargento sonrió, acarició el brazo desnudo de Bonifacia, palabra, lo había emocionado verla desde lejos, y los ojos verdes se dilataron un poco, el sol se reflejaba como una vibración de dardos minúsculos en cada pupila.
—Te has lustrado las botas —dijo Bonifacia—. Tu uniforme parece nuevo.
Una sonrisa complacida redondeó la cara del sargento y casi borró sus ojos:
—Lo lavó la señora Paredes —dijo—. Tenía miedo que lloviera pero qué suerte, ni una nubecita. Parece día piurano.
—Ni cuenta te has dado —dijo Bonifacia—. ¿No te gusta mi vestido? Es nuevo.
—De veras, no me había fijado —dijo el sargento—. Te queda bien, el color amarillo les cae justo a las morenitas.
Era un vestido sin mangas, con escote cuadrado y ruedo amplio. El sargento examinaba a Bonifacia risueño, su mano le acariciaba siempre el brazo y ella permanecía inmóvil, sus ojos en los del sargento. Lalita le había prestado zapatos blancos, se los probó anoche y le hacían doler, pero se los pondría para la iglesia, y el sargento miró los pies de Bonifacia, desnudos, ahogados en la arena: no le gustaba que andara patacala. Aquí no importaba, chinita, pero cuando se fueran, tendría que andar siempre con zapatos.
—Primero tengo que acostumbrarme —dijo Bonifacia—. ¿No ves que en la misión sólo me he puesto sandalias? No son lo mismo, no aprietan.
Lalita apareció en la baranda: qué sabía del teniente, sargento. Una cinta sujetaba sus largos cabellos y en su garganta brillaba un collar de chaquira. Tenía los labios pintados, qué buenamoza estaba la señora, colorete en las mejillas, con ella le gustaría casarse al sargento, y Lalita: ¿no había llegado el teniente?, ¿qué se sabía?
—Ninguna noticia —dijo el sargento—. Sólo que no ha llegado a la guarnición de Borja todavía. Parece que llueve fuerte, se habrán quedado botados a medio camino. Pero por qué les preocupa tanto, ni que el teniente fuera hijo de ustedes.
—Váyase, sargento —dijo Lalita, de mal modo—. Trae mala suerte ver a la novia antes de la misa.
—¿Novia? —estalló la madre Angélica—. Querrás decir concubina, amancebada.
—No, madrecita —insistió Lalita, con voz humilde—. Novia del sargento.
—¿Del sargento? —dijo la superiora—. ¿Desde cuándo? ¿Cómo ha sido eso?
Incrédulas, sorprendidas, las madres se inclinaron hacia Lalita, que había adoptado una actitud reservada, las manos juntas, la cabeza baja. Pero espiaba a las madres por el rabillo del ojo y su media sonrisa era engañosa.
—Si me sale mala, usted y don Adrián serán los culpables —dijo el sargento—. Ustedes me metieron en estas honduras, señora.
Reía con la boca abierta, muy fuerte, y su cuerpo, también regocijado, se estremecía de pies a cabeza. Lalita hacía conjuros con los dedos para espantar la mala suerte y Bonifacia se había alejado unos pasos del sargento.
—Váyase a la iglesia —repitió Lalita—. Se está desgraciando y la está desgraciando a ella por puro gusto. ¿A qué ha venido?
A qué iba a ser, señora, y el sargento estiró las manos hacia Bonifacia, para ver a su chinita, y ella corrió, se había antojado pues, y al igual que Lalita cruzó los dedos y exorcizó al sargento que, cada vez de mejor humor, brujas, brujas, se reía a carcajadas; ah, si vieran los mangaches a este par de brujas. Pero ellas no estaban de acuerdo y el pequeño puño trémulo de la madre Angélica escapó de la manga, batió el aire y desapareció entre los pliegues del hábito: no pondría los pies en esta casa. Estaban en el patio, frente a la residencia y, al fondo, las pupilas correteaban entre los frutales de la huerta. La superiora parecía suavemente abstraída.
—A usted es la que más extraña, madre Angélica —dijo Lalita—. Soy más suertuda que cualquiera dice, tengo muchas madres dice, y la primera su mamita Angélica. Más bien ella creía que usted me ayudaría a rogarle a la superiora, madrecita.
—Es un demonio lleno de tretas y de malas artes —el puño apareció y desapareció—. Pero a mí no me va a engatusar así nomás. Que se vaya con su sargento si quiere, aquí no entrará.
—¿Por qué no vino ella en vez de mandarte a ti? —dijo la superiora.
—Le da vergüenza, madrecita —dijo Lalita—. No sabía si usted la recibiría o la botaría de nuevo. ¿Acaso porque nació pagana no tiene su orgullo? Perdónela, madre, fíjese que va a casarse.
—Iba a buscarlo, sargento —dijo el práctico Nieves—. No sabía que estaba aquí.
Había salido a la terraza y se apoyaba en la baranda, junto a Lalita. Vestía unos pantalones de tocuyo blanco y una camisa de manga larga, sin cuello. Iba sin sombrero, calzaba unos zapatos de suela gruesa.
—Váyanse de una vez —dijo Lalita—. Adrián, llévatelo ahora mismo.
El práctico bajó la escalerilla, las piernas tiesas como garrotes, el sargento hizo un saludo militar a Lalita y a Bonifacia le guiñó un ojo. Partieron hacia la misión, no por la trocha paralela al río, sino entre los árboles de la colina. ¿Cómo se sentía el sargento? ¿Hasta qué hora había durado la despedida anoche, donde Paredes? Hasta las dos, y el Pesado se emborrachó y se había metido al agua vestido, don Adrián, él también se trancó un poco. ¿Se sabía algo del teniente ya? Pero ¿otra vez, don Adrián? No se sabía nada, lo habrían agarrado las lluvias y estaría echando espuma. Suerte que no se habían quedado con él, entonces. Sí, a lo mejor tenía para rato, decían que por el Santiago había un verdadero diluvio. A ver, en confianza, ¿estaba contento de casarse, sargento?, y el sargento sonrió, unos segundos sus ojos se ausentaron y, de pronto, se dio una palmada en el pecho: esa mujer se le había metido aquí, don Adrián, por eso se casaba con ella.
—Se ha portado usted como un buen cristiano —dijo Adrián Nieves—. Aquí sólo se casan las parejas que tienen muchos años, las madres y el padre Vilancio se matan aconsejándolas y ellas nada. En cambio usted se la lleva ahí mismo a la iglesia, sin que esté embarazada siquiera. La muchacha está contenta. Anoche decía he de ser buena mujer.
—En mi tierra dicen que el corazón nunca engaña —dijo el sargento—. Y mi corazón me dice que será buena mujer, don Adrián.
Avanzaban despacio, evitando las charcas, pero las polainas del sargento y el pantalón del práctico se habían llenado ya de salpicaduras. Los árboles de la colina filtraban la luz del sol, le imprimían cierta frescura y la agitaban. A los pies de la misión, Santa María de Nieva yacía quieta y dorada entre los ríos y el bosque. Saltaron un montículo, subieron el sendero pedregoso y allí arriba, en la puerta de la capilla, un grupo de aguarunas se llegó a la orilla de la pendiente para verlos: mujeres de pechos caídos, niños desnudos, hombres de ojos esquivos y profusas cabelleras. Se apartaron para dejarlos pasar y algunos chiquillos alargaron las manos y gruñeron. Antes de entrar a la iglesia, el sargento se sacudió el uniforme con el pañuelo y se acomodó el quepí, Nieves desdobló la basta de su pantalón. La capilla estaba llena, olía a flores y a mecheros de resina, la calva de don Fabio Cuesta relucía como una fruta en la penumbra. Se había puesto corbata y, desde su banca, hizo adiós al sargento que se llevó la mano al quepí. Detrás del gobernador, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio bostezaban, las bocas agrias y los ojos inyectados, y los Paredes y sus hijos ocupaban dos bancas: innumerables chiquillos de pelos húmedos. En el ala opuesta, detrás de una reja donde la penumbra se convertía en oscuridad, una formación de guardapolvos y melenas idénticas: las pupilas. Arrodilladas, inmóviles, sus ojos como una nube de cocuyos curiosos perseguían al sargento que, en puntas de pie, iba estrechando las manos de los asistentes, y el gobernador se tocó la calva, sargento: tenía que quitarse la gorra en la iglesia y estar con la cabeza descubierta, como él. Los guardias sonrieron y el sargento se alisaba los cabellos alborotados por el ímpetu con que se había sacado el quepí. Fue a sentarse en la primera fila, junto al práctico Nieves. ¿Habían arreglado bonito el altar, no? Muy bonito, don Adrián, eran simpáticas las monjitas. Los jarrones de greda roja ardían de flores, y también había orquídeas trenzadas en collares que bajaban desde el crucifijo de madera hasta el suelo; a ambos lados del altar, maceteros de altos helechos se alineaban en filas dobles hasta tocar las paredes, y el suelo de la capilla había sido regado y estaba brillando. De los candeleros encendidos, canutos de humo transparente y oloroso ascendían por el aire oscuro e iban a alimentar la capa densa de vapor que flotaba junto al techo: ya estaban ahí, sargento, la novia y la madrina. Hubo un murmullo, las cabezas giraron hacia la puerta. Empinada en los zapatos blancos de tacón, Bonifacia tenía ahora la misma estatura que Lalita. Un velo negro le ocultaba los cabellos, sus ojos recorrían las bancas, grandes y alarmados, y Lalita cuchicheaba con los Paredes, su vestido floreado imponía a ese sector de la capilla una vivacidad airosa, juvenil. Don Fabio se inclinó hacia Bonifacia, le dijo algo al oído y ella sonrió, pobre: estaba cortada la chinita, don Adrián, qué cara de vergüenza tenía. Después le darían trago y se alegraría, sargento, lo que pasaba es que se moría de miedo de encontrarse con las madres, creía que iban a reñirla, ¿no es cierto que eran bonitos sus ojos, don Adrián? El práctico se llevó un dedo a la boca y el sargento miró al altar y se persignó. Bonifacia y Lalita se sentaron junto a ellos y, un momento después, Bonifacia se arrodilló y se puso a rezar, las manos juntas, los ojos cerrados, los labios moviéndose apenas. Seguía así cuando chirrió la reja e ingresaron las madres a la capilla, adelante la superiora. De dos en dos, iban hacia el altar, se arrodillaban, se persignaban, sin bulla se dirigían a las bancas. Cuando las pupilas comenzaron a cantar, todos se pusieron de pie, y entró el padre Vilancio, sus rojísimas barbas como una pechera sobre el hábito morado. La superiora hizo señas a Lalita indicándole el altar, y Bonifacia, todavía de rodillas, se secaba los ojos con el velo. Luego se levantó y avanzó entre el práctico y el sargento, muy erguida, sin mirar a los lados. Y toda la misa estuvo rígida, la mirada clavada en un punto intermedio entre el altar y los collares de orquídeas, mientras las madres y las pupilas rezaban en alta voz y los demás se arrodillaban, se sentaban y se levantaban. Después el padre Vilancio se acercó a los novios, el sargento se puso en posición de firmes, las rojas barbas estaban a milímetros del rostro de Bonifacia, interrogó al sargento que chocó los tacos y dijo sí con energía, y a Bonifacia, pero la respuesta de ella no se oyó. Ahora el padre Vilancio sonreía cordialmente y alcanzaba su mano al sargento, y a Bonifacia, que la besó. La atmósfera de la capilla pareció aligerarse, las pupilas dejaron de cantar y había diálogos a media voz, sonrisas, movimientos. El práctico Nieves y Lalita abrazaban a los novios y, en la rueda formada en torno a ellos, don Fabio bromeaba, las criaturas reían, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio esperaban uno detrás de otro para felicitar al sargento. Pero la superiora los dispersó, señores, estaban en la capilla, silencio, que salieran al patio, y su voz dominaba a las otras. Lalita y Bonifacia franquearon la reja, luego los invitados, al final las madres, y Lalita sonsa, que la soltara, Bonifacia, las madrecitas habían puesto una mesa con mantel blanco, llena de jugos y de pastelitos, que la soltara que todos querían felicitarla. Las piedras del patio destellaban y, en los muros blancos de la residencia, acribillados por el sol, había sombras como enredaderas. Qué vergüenza les tenía, madrecitas, ni a mirarlas se atrevía, y hábitos, susurros, risas, uniformes revoloteaban alrededor de Lalita. Bonifacia seguía abrazada a ella, la cabeza oculta en el vestido floreado y, entre tanto, el sargento recibía y distribuía abrazos: estaba llorando, madrecitas, qué sonsa. ¿Por qué se ponía así, Bonifacia? Era por ustedes, madres, y la superiora tonta, no llores, ven que te abrace. Bruscamente, Bonifacia soltó a Lalita, se volvió y cayó en los brazos de la superiora. Ahora pasaba de una madre a otra, tenía que rezar siempre, Bonifacia, sí mamita, ser muy cristiana, sí, no olvidarse de ellas, nunca las olvidaría, y Bonifacia las abrazaba muy fuerte, y ellas muy fuerte, y gruesos, involuntarios, invencibles lagrimones corrían por las mejillas de Lalita, borraban el colorete, sí, sí, las querría siempre, y descubrían los estigmas de su piel, había rezado tanto por ellas, granos, manchas, cicatrices. Estas madres no tenían precio, padre Vilancio, todo lo que les habían preparado. Pero, atención, el chocolate se les estaba enfriando y el gobernador tenía hambre. ¿Podían comenzar, madre Griselda? La superiora rescató a Bonifacia de los brazos de la madre Griselda, claro que podían, don Fabio, y la ronda se abrió: dos pupilas abanicaban la mesa atestada de fuentes y de jarras y, entre ellas, había una silueta oscura. ¿Quién le había preparado todo eso, Bonifacia? Tenía que adivinar y Bonifacia lloriqueaba, madre, dime que me has perdonado, tironeaba el hábito de la superiora, que le hiciera ese regalo, madre. Fino, rosado, el índice de la superiora apuntó al cielo: ¿había pedido perdón a Dios? ¿Se había arrepentido? Todos los días, madre, y entonces la había perdonado, pero tenía que adivinar, ¿quién había sido? Bonifacia gimoteaba, quién iba a ser, sus ojos buscaban entre las madres, ¿dónde estaba, dónde se había ido? La silueta oscura apartó a las dos pupilas y avanzó, encorvada, arrastrando los pies, la cara más huraña que nunca: al fin se acordaba de ella esa ingrata, esa malagradecida. Pero ya Bonifacia se había abalanzado y, en sus brazos, la madre Angélica trastabilleaba, el gobernador y los otros habían empezado a comer pastelitos y ella había sido, su mamita, y la madre Angélica nunca había venido a verla, demonio, pero se había soñado con ella, pensado cada día y cada noche en su mamita, y la madre Angélica que probara de ésos, de éstos, que tomara un jugo.
—Ni me dejó entrar a la cocina, don Fabio —decía la madre Griselda—. Esta vez tiene que alabar a la madre Angélica. Ella le preparó todo a su engreída.
—Qué no habré hecho yo por ésta —dijo la madre Angélica—. He sido su niñera, su sirvienta, ahora su cocinera.
Su rostro se empeñaba en seguir enfurruñado y rencoroso, pero se le había quebrado la voz ya, roncaba como una pagana, y, de repente, se le aguaron los ojos, se torció su boca, y rompió en sollozos. Su vieja mano curva palmoteaba torpemente a Bonifacia y las madres y los guardias se pasaban las fuentes, llenaban los vasos, el padre Vilancio y don Fabio reían a carcajadas y uno de los chiquillos de Paredes se había trepado a la mesa, su madre le daba azotes.
—Cómo la quieren, don Adrián —dijo el sargento—. Cómo me la miman.
—¿Pero por qué tanto lloro? —dijo el práctico—. Si en el fondo están tan contentas.
—¿Puedo llevarles algo, mamita? —dijo Bonifacia. Señalaba a las pupilas, formadas en tres hileras ante la residencia. Algunas le sonreían, otras le enviaban adioses tímidos.
—Ellas tienen su colación especial, también —dijo la superiora—. Pero anda a abrazarlas.
—Te han preparado regalos —gruñó la madre Angélica, el rostro deformado por las lágrimas y los pucheros—. También nosotras, yo te he hecho un vestidito.
—Todos los días he de venir a verte —dijo Bonifacia—. Te ayudaré, mamita, yo seguiré sacando las basuras.
Se separó de la madre Angélica y fue hacia las pupilas, que se desbandaron y salieron a su encuentro, en medio de un vocerío. La madre Angélica se abrió paso entre los invitados, y, cuando llegó junto al sargento, su cara estaba menos pálida, hosca de nuevo.
—¿Vas a ser un buen marido? —gruñó, sacudiéndolo del brazo—. Ay de ti si le pegas, ay de ti si te vas con otras mujeres. ¿Te portarás bien con ella?
—Pero cómo no, madrecita —repuso el sargento, confuso—. Si la quiero tanto.
—Ah, ya te despertaste —dijo Aquilino—. Es la primera vez que duermes así desde que salimos. Antes, eras tú el que me estaba mirando cuando yo abría los ojos.
—Me he soñado con Jum —dijo Fushía—. Toda la noche viendo su cara, Aquilino.
—Varias veces te sentí quejarte, y una me pareció que hasta llorabas —dijo Aquilino—. ¿Era por eso?
—Cosa rara, viejo —dijo Fushía—, yo no entraba para nada en el sueño, sólo Jum.
—¿Y qué soñabas con el aguaruna? —dijo Aquilino.
—Que se moría, en la playita esa donde Pantacha se preparaba sus cocimientos —dijo Fushía—. Y alguien se le acercaba y le decía vente conmigo y él no puedo, me estoy muriendo. Así todo el sueño, viejo.
—A lo mejor estaba ocurriendo —dijo Aquilino—. A lo mejor se murió anoche y se despidió de ti.
—Lo habrán matado los huambisas que lo odiaban tanto —dijo Fushía—. Pero espera, no seas así, no te vayas.
—Es por gusto —dijo Lalita, acezando—, me llamas y cada vez es por gusto. Para qué me haces venir si no puedes, Fushía.
—Sí puedo —chilló Fushía—, sólo que tú quieres acabar ahí mismo, no me das tiempo siquiera y te pones furiosa. Sí puedo, puta.
Lalita se ladeó y quedó de espaldas en la hamaca que crujía al balancearse. Una claridad azul entraba a la cabaña por la puerta y las rendijas con los humores cálidos y los murmullos de la noche, pero no llegaba hasta la hamaca; éstos sí.
—Tú crees que me engañas —dijo Lalita—. Crees que soy tonta.
—Tengo preocupaciones en la cabeza —dijo Fushía—, necesito que se me olviden pero tú no me das tiempo. Soy un hombre, no un animal.
—Lo que pasa es que estás enfermo —susurró Lalita.
—Lo que pasa es que me dan asco tus granos —chilló Fushía—, lo que pasa es que te has vuelto vieja. Sólo contigo no puedo, con cualquier otra cuantas veces quiera.
—Las abrazas y las besas pero tampoco les puedes —dijo Lalita, muy despacio—. Las achuales me han contado.
—¿Les hablas de mí, puta? —el cuerpo de Fushía contagiaba a la hamaca un ansioso y continuo temblor—. ¿A las paganas les hablas de mí? ¿Quieres que te mate?
—¿Quieres saber adónde iba cada vez que se desaparecía de la isla? —dijo Aquilino—. A Santa María de Nieva.
—¿A Nieva? ¿Y qué iba a hacer ahí? —dijo Fushía—. ¿Cómo sabes tú que Jum se iba a Santa María de Nieva?
—Supe hace poco —dijo Aquilino—. ¿La última vez que se escapó fue hace unos ocho meses?
—Ya casi no llevo la cuenta del tiempo, viejo —dijo Fushía—. Pero sí, hará unos ocho meses. ¿Te encontraste con Jum y él te contó?
—Ahora que estamos lejos, ya lo puedes saber —dijo Aquilino—. Lalita y Nieves están viviendo ahí. Y al poco tiempo de llegar ellos a Santa María de Nieva se les presentó Jum.
—¿Tú sabías dónde estaban? —jadeó Fushía—. ¿Tú los ayudaste, Aquilino? ¿También tú eres un perro? ¿También tú me traicionaste, viejo?
—Por eso te da vergüenza y te escondes y no te desvistes en mi delante —dijo Lalita y la hamaca dejó de crujir—. ¿Pero acaso no huelo cómo te apestan? Las piernas se te están pudriendo, Fushía, eso es peor que mis granos.
El vaivén de la hamaca era otra vez muy activo y, de nuevo crujían las estacas, largamente, pero no era él quien ahora temblaba, sino Lalita. Fushía se había encogido, y era una forma rígida y como anonadada entre las mantas, una garganta rota tratando de hablar, y en la sombra de su rostro había dos lucecitas vivas y espantadas a la altura de los ojos.
—Tú también me insultas —balbuceó Lalita—. Y si te pasa algo yo tengo la culpa, ahora tú me llamaste y todavía te enojas. A mí también me da cólera y digo cualquier cosa.
—Son los zancudos, puta —gimió Fushía bajito y su brazo desnudo golpeó, sin fuerzas—. Me han picado y se me han infectado.
—Sí, los zancudos y es mentira que te apesten, pronto te vas a curar —sollozó Lalita—. No te pongas así, Fushía, con la cólera no se piensa, se dice cualquier cosa. ¿Te traigo agua?
—¿Se están construyendo una casa? —dijo Fushía—. ¿Se van a quedar para siempre en Santa María de Nieva esos perros?
—A Nieves lo han contratado como práctico los guardias que hay ahí —dijo Aquilino—. Ha venido otro teniente, más joven que ese que se llamaba Cipriano. Y Lalita está esperando un hijo.
—Ojalá se le muera en la barriga, y se muera ella también —dijo Fushía—. Pero dime, viejo, ¿no fue ahí donde lo colgaron? ¿A qué iba Jum a Santa María de Nieva? ¿Quería vengarse?
—Iba por esa historia tan vieja —dijo Aquilino—. A reclamar el jebe que le quitó el señor Reátegui cuando fue a Urakusa con los soldados. No le hicieron caso, y Nieves se dio cuenta que no era la primera vez que iba a reclamar, que todas sus escapadas de la isla eran para eso.
—¿Iba a reclamarles a los guardias mientras trabajaba conmigo? —dijo Fushía—. ¿No se daba cuenta? Pudo fregarnos a todos ese bruto, viejo.
—Más bien di cosa de loco —dijo Aquilino—. Seguir con lo mismo después de tantos años. Se estará muriendo y no se le habrá quitado de la cabeza lo que le pasó. No he conocido ningún pagano tan terco como Jum, Fushía.
—Me picaron cuando me metí a la cocha a sacar la charapa que se murió —gimió Fushía—. Los zancudos, las arañas del agua. Pero las heridas ya se están secando, bruta, ¿no ves que cuando uno se rasca se infectan? Por eso huelen.
—No huelen, no huelen —dijo Lalita—, si era cosa de la cólera, Fushía. Antes tú querías todo el tiempo y yo tenía que inventarme cosas, estoy sangrando, no puedo. ¿Por qué has cambiado, Fushía?
—Te has ablandado, estás vieja, a un hombre sólo lo arrechan las mujeres duras —chilló Fushía y la hamaca comenzó a brincar—, eso no tiene que ver con las picaduras de los zancudos, perra.
—Si ya no hablo de los zancudos —susurró Lalita—, si ya sé que te estás curando. Pero el cuerpo me duele en las noches. ¿Para qué me llamas entonces, si soy como dices? No me hagas sufrir, Fushía, no me hagas venir a tu hamaca si no puedes.
—Sí puedo —chilló él—, cuando quiero puedo, pero contigo no quiero. Sal de aquí, háblame de los zancudos y ahí donde tanto te duele te meto un balazo. Fuera, sal de aquí.
Siguió chillando hasta que ella apartó el mosquitero, se levantó y fue a echarse en la otra hamaca. Entonces, Fushía calló, pero las estacas seguían crujiendo cada cierto tiempo, con violentos sacudones, como atacadas de fiebres, y sólo mucho rato más tarde quedó apaciguada la cabaña, envuelta en las murmuraciones nocturnas del bosque. Tendida de espaldas, los ojos abiertos, Lalita acariciaba con sus manos las cuerdas de chambira de la hamaca. Uno de sus pies escapó del mosquitero y enemigos minúsculos y alados lo atacaron por docenas, vorazmente se posaron en sus uñas y en sus dedos. Hurgaban la piel con sus armas finas, largas y zumbantes. Lalita golpeó el pie contra la estaca y ellos huyeron, atolondrados. Pero unos segundos después habían vuelto.
—Entonces el perro de Jum sabía dónde estaban —dijo Fushía—. Y él tampoco me dijo nada. Todos se habían puesto contra mí, Aquilino, hasta Pantacha sabría a lo mejor.
—Quiere decir que no se ha acostumbrado y que todo lo que hace es para volver a Urakusa —dijo Aquilino—. Debe extrañar mucho su pueblo, debe tenerle cariño. ¿De veras que cuando iba contigo les discurseaba a los paganos?
—Los convencía que me dieran el jebe sin pelea —dijo Fushía—. Echaba chispas y siempre les contaba la historia de los dos cristianos esos. ¿Tú los conociste, viejo? ¿Cuál era su negocio? Nunca he podido saber.
—¿Los que se fueron a vivir a Urakusa? —dijo Aquilino—. Una vez oí al señor Reátegui hablar de eso. Eran extranjeros que venían a levantar a los chunchos, a aconsejarlos que mataran a todos los cristianos de acá. Por hacerles caso es que le vino la mala a Jum.
—Yo no sé si los odiaba o les tenía cariño —dijo Fushía—. A veces decía Bonino y Teófilo como si quisiera matarlos, y otras como si hubieran sido sus amigos.
—Adrián Nieves decía lo mismo —dijo Aquilino—. Que Jum cambiaba de opinión todo el tiempo sobre esos cristianos, y que no se decidía, un día eran buenos y al siguiente malos, diablos malditos.
Lalita cruzó la cabaña de puntillas y salió y afuera el aire estaba cargado de un vapor que humedecía la piel y, al entrar por la boca y las narices, aturdía. Los huambisas habían apagado las fogatas, sus cabañas eran unas bolsas negras, muy espesas, quietas sobre la isla. Un perro vino a frotarse en sus pies. En el cobertizo, junto al corral, las tres achuales dormían bajo una misma manta, sus rostros brillantes de resina. Cuando Lalita llegó frente a la cabaña de Pantacha y espió, su itípak mojada de sudor se pegaba a su cuerpo: una pierna musculosa emergía de las sombras, entre los muslos lisos y sin vello de la shapra. Estuvo observando, la respiración anhelante, la boca entreabierta, una mano en el pecho. Luego, corrió hacia la cabaña vecina y empujó la puerta de bejucos. En el oscuro rincón donde estaba el camastro de Adrián Nieves hubo un ruido. El práctico debía haberse despertado ya, estaría reconociendo su silueta recortada contra la noche en el umbral, los dos ríos de cabellos que encuadraban su cuerpo hasta la cintura. Después crujieron las tablas y un triángulo blanco avanzó hacia ella, buenas noches, un contorno de hombre, ¿qué había pasado?, una voz soñolienta y sorprendida. Lalita no decía nada, sólo jadeaba y esperaba, exhausta, como al final de una larga carrera. Faltaban muchas horas para que trinos y rumores alegres reemplazaran a los graznidos nocturnos y, sobre la isla, revolotearan pájaros, mariposas de colores, y la luz clara del amanecer iluminase los troncos leprosos de las lupunas. Era todavía la hora de las luciérnagas.
—Pero te voy a decir una cosa —dijo Fushía—. Lo que más me duele de todo, Aquilino, lo que más me pesa, es haber tenido tanta mala suerte.
—Tápate, no te muevas —dijo Aquilino—. Viene un barquito, mejor que te escondas.
—Pero rápido, viejo —dijo Fushía—. Aquí no puedo respirar, me ahogo. Pásalo rápido.
Está claro como en el verano, el sol dispara rayos, los ojos lagrimean al mirarlos. Y el corazón siente ese calor, quiere cruzar la calle, pasar bajo los tamarindos, ir a sentarse a su banco. Levántate de una vez, para qué sirve la cama si no viene el sueño, una arenita fina como sus cabellos estará cayendo sobre el Viejo Puente, anda a sentarte a La Estrella del Norte, bájate el sombrero, espérala, ya llegará. No te impacientes así, y jacinto es triste la ciudad vacía, fíjese don Anselmo, ya pasaron los barrenderos y la arena lo ensució todo de nuevo. Mira la esquina del Mercado, ahí llega el burro cargado de canastas, ¿no es ahora cuando la ciudad despierta? Ahí está, liviana, silenciosa, entra en la plaza como resbalando, mira cómo la lleva junto a la glorieta, la sienta, toca sus manos, sus cabellos, y ella dócil, sus rodillas juntas, sus brazos cruzados: ahí está tu recompensa por tanto desvelo. Y ahí se va la gallinaza dando varazos al piajeno, enderézate en la silla, acomódate mejor, sigue mirándola. ¿Viene de frente el amor, la cara al aire, viene disimulado? Y tú es pena, ternura, compasión, gana de hacerle regalos. Déjale la rienda floja y que vaya como quiera, al paso, al trote, al galope, él sabe adónde, es temprano. Y, mientras tanto, haz apuestas: tanto que estará de blanco, tanto de amarillo, tanto con la cinta, veré sus orejas, tanto sin la cinta, los cabellos sueltos, hoy no las veré, tanto con sandalias, tanto que descalza. Y si ganas será jacinto el que ganará, y él por qué hoy tanta propina y ayer la mitad si consumió lo mismo, ¿cómo sabría? No sabe nada, tiene usted cara de sueño, ¿nunca duerme, don Anselmo?, tú es una vieja costumbre, no acostarme sin desayunar, el aire de la madrugada despeja el cerebro, allá todo huele a jarana, humo y alcohol, ahora regreso y comienza para mí la noche. Y él iré a visitarlo pronto, tú claro muchacho, búscame, tomaremos una copa, tienes crédito, ya sabes. Pero ahora que se vaya, que te quedes solo, que nadie ocupe tu mesa, que entre la mañana pronto, que llegue la gente, que una blanca se le acerque, que la haga dar vueltas, que la traiga a La Estrella del Norte y le convide un dulce. Y ahí, de nuevo, la tristeza, la cólera en el corazón, el tiempo no las aplacó. Y entonces llévate el café, jacinto, un trago corto, y después otro, y por fin media botella del seleccionado. Y a mediodía Chápiro, don Eusebio, el doctor Zevallos hay que subirlo al caballo, lo llevará hasta el arenal, las habitantas se encargarán de acostarlo. Préndete de la montura, pues, cabecea entre los médanos, rueda como un fardo al suelo, llega gateando al salón, y ellas que duerma aquí mismo, pesa tanto para subirlo a la torre, traigan una bacinica que está vomitando, bajen un colchón, quítenle las botas. Y ahí, ásperas, amargas, las arcadas, los riachuelos de bilis y de alcohol, la comezón de los párpados, la hediondez, la blandura borracha de los músculos. Sí, viene disimulado, al principio parecía compasión: sólo tendrá dieciséis, la desgracia que le ocurrió, la oscuridad de su vida, el silencio de su vida, su carita. Trata de imaginar: lo que sería, los gritos que daría, el terror que sentiría y cuánto asombro habría en sus ojos. Trata de ver: los cadáveres, los borbotones de sangre, las heridas, los gusanos y entonces doctor Zevallos cuénteme de nuevo, no puede ser, es tan terrible, ¿ya estaría desmayada?, ¿cómo fue que vivió? Trata de adivinar: primero círculos aéreos, negruzcos entre las dunas y las nubes, sombras que se reflejan en la arena, luego bolsas de plumas de la arena, picos curvos, ácidos graznidos y entonces saca tu revólver, mátalo, y ahí hay otro y mátalo, y las habitantas qué le pasa, patrón, por qué tanto odio con los gallinazos, qué le han hecho, y tú bala carajo, túmbalos, perfóralos. Disfrazado de pena, de cariño. Acércate tú también, qué hay de malo, cómprale natillas, melcochas, caramelos. Cierra los ojos y ahí, de nuevo, el remolino de los sueños, tú y ella en el torreón, será como tocar el arpa, une las yemas de tus dedos y siéntela, pero será más suave todavía que la seda y el algodón, será como una música, no abras los ojos aún, sigue tocando sus mejillas, no despiertes. Primero curiosidad, después algo que parecía lástima y, de repente, miedo de preguntar. Ellas hablan, los bandidos de Sechura, los asaltaron y los mataron, la señora estaba calata cuando la encontraron, bruscamente la nombran, dicen pobrecita y ahí ese súbito calor, la lengua que tartamudea, qué me pasa, las habitantas van a maliciar, qué tengo. O, si no, un principal en La Estrella del Norte, la trae, le pide un refresco, asfixia, envidia, tengo que irme, buenos días, el arenal, el portón verde, una botella de cañazo, súbete el arpa a la torre, toca. ¿Afecto, compasión? Ya se estaba quitando los disfraces. Y esa mañana es, como ahora, diáfana. Ella es vieja, no la acepte, a lo mejor enferma, que la examine antes el doctor Zevallos, tú ¿cómo has dicho que te llamas?, tienes que cambiarte el nombre, Antonia no. Y ella como usted mande, patrón, ¿así se llamaba una que usted quería? Y ahí, de nuevo, el rubor, el flujo tibio bajo la piel e, intempestiva, la verdad. La noche es perezosa, insomne, uno solo el espectáculo de la ventana: arriba las estrellas, en el aire el lento diluvio de la arena y, a la izquierda, Piura, muchos luceros en la sombra, las formas blancas de Castilla, el río, el Viejo Puente como un gran lagarto entre las dos orillas. Pero que pase pronto la noche ruidosa, que amanezca, coge el arpa, no bajes por más que te llamen, tócale en la oscuridad, cántale bajito, dulce, muy despacio, ven Toñita, te estoy dando serenata, ¿la oyes? El español no está muerto, ahí asoma, por la esquina de la catedral, su pañuelo azul en el cuello, sus botines como espejos, su chaleco bajo la levita blanca, otra vez el calorcito, las olas que engordan las venas, el activo pulso, la mirada alerta, ¿va hacia la glorita?, sí, ¿se le acerca?, sí, ¿le sonríe?, sí. Y de nuevo ella asoleándose, inmóvil, ignorante, muy tranquila, alrededor lustrabotas y mendigos, don Eusebio ante su banco. Ahora ya sabe, está sintiendo una mano en su barbilla, ¿se ha empinado en el asiento?, sí, ¿él le está hablando?, sí. Inventa que le dice: buenos días, Toñita, linda mañana, el sol calienta sin quemar, lástima que caiga arena, o si vieras la luz que hay, lo azul que está el cielo, tanto como el mar de Palta y ahí, el latido de las sienes, las olas atropellándose, el corazón desbocado, la insolación interior. ¿Vienen juntos?, sí, ¿a la terraza?, sí, ¿la tiene del brazo?, sí, y Jacinto ¿no se siente bien, don Anselmo?, se ha puesto pálido, tú un poco cansado, tráeme otro café y una copita de pisco, ¿derechito hacia tu mesa?, sí, párate, estira la mano, don Eusebio cómo está, él mi querido, esta señorita y yo vamos a hacerle compañía, ¿nos permite? Ahí la tienes ya, junto a ti, mírala sin temor, ése es su rostro, esas pequeñas aves sus cejas y tras sus párpados cerrados reina la penumbra, y tras sus labios cerrados hay también una minúscula morada desierta y oscura, esa su nariz, esos sus pómulos. Mira sus largos brazos tostados y las puntas de cabello claro que ondean sobre sus hombros, y su frente que es tersa y por instantes se frunce. Y don Eusebio a ver, a ver, ¿un cafecito con leche?, pero ya habrás desayunado, más bien un dulce, eso les gusta a los jóvenes, ¿usted no fue goloso?, digamos de membrillo, y un juguito de papaya, a ver, jacinto. Asiente, condesciende, fui goloso, esa delgada columna es su cuello, disimula la ebullición, bosteza, fuma, esas flores de tallo frágil sus manos y las breves sombras que al recibir el sol parecen rubias sus pestañas. Y háblale, sonríele, así que compró por fin la casa de al lado, así que agrandará la tienda y tomará más empleados, interésate y hostígalo, ¿abrirá sucursales en Sullana?, ¿y en Chiclayo?, cuánto te alegras, sé una voz y una mirada, de veras que hace tiempo no va a verme, su expresión es ajena y grave, está concentrada en la bebida, unas gotitas de luz naranja brillan en su boca y mientras tanto el trabajo es así, las obligaciones, la familia, pero dése una escapada, don Eusebio, una cana al aire de vez en cuando, sus dedos se abren, cogen un membrillo, lo alzan, ¿cómo están las habitantas?, extrañándolo, preguntando por usted, cuándo quiere venir y yo lo atenderé, mírala ahora que muerde, fíjate qué voraces y limpios, son sus dientes. Y entonces el piajeno y las canastas, bájate el sombrero, sonríe, conversa siempre, y ahí la gallinaza haciendo venias, son ustedes tan buenos, Toñita da la mano a los señores, yo les agradezco por ella y ahí, de nuevo, la frescura fugaz, cinco contactos suaves en tu mano, algo que entra en el cuerpo y lo sosiega. Qué calma ahora, ¿no es cierto?, qué paz y vea, don Eusebio, ésa es la razón y usted no lo sabía, ni la supo cuando murió. Y él no faltaba más, me da vergüenza, Anselmo, déjeme pagar siquiera una rueda, me hace sentir cómo. Tú nunca, ni un centavo, aquí todo es suyo, ésta es su casa, usted me quitó el miedo, la sentó en mi mesa y las gentes no pusieron mala cara ni les llamó la atención. Y ahí, la exaltación. Ahora sí, atrévete, anda a su banco todas las mañanas, toca sus cabellos, cómprale fruta, llévala a La Estrella del Norte, pasea con ella bajo el sol ardiente, quiérela tanto como en esos días.
—Los burritos —dijo Bonifacia—. Pasan todo el día frente a la casa y no me canso de mirarlos.
—¿No hay piajenos en la montaña, prima? —dijo José—. Yo creía que allá lo que más había era animales.
—Pero no burritos —dijo Bonifacia—. Sólo uno que otro, nunca como acá.
—Ahí llegan —dijo el Mono, desde la ventana—. Los zapatos, prima.
Bonifacia se calzó, velozmente, el izquierdo no entraba, caramba, se puso de pie, fue hacia la puerta, insegura, temerosa sobre los tacones, abrió y Josefino le estiraba la mano, una bocanada de aire hirviente, Lituma, chorros de luz. La habitación se oscureció de nuevo. Lituma se quitaba la guerrera, venía medio muerto, primos, el quepí, que se tomaran una algarrobina. Se desplomó sobre una silla y cerró los ojos. Bonifacia pasó a la habitación contigua y Josefino, tendido en una estera junto a José, ese maldito calor que embrutecía a la gente. Por los postigos se filtraban prismas de luz acribillados de partículas y de insectos, y afuera todo parecía silencioso y deshabitado como si el sol hubiera disuelto a los churres y a los perros callejeros con sus ácidos blancos. El Mono se apartó de la ventana, eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo timbear, sólo culear, eran los inconquistables y ahora iban a chupar, pero ellos sólo cantaron después de la primera copa de algarrobina.
—Estábamos hablando de Piura con la prima —dijo el Mono—. Lo que más le llama la atención son los piajenos.
Y tanta arena y tan pocos árboles —dijo Bonifacia—. En la montaña todo es verde y aquí todo amarillo. Y el calor, también, muy distinto.
—Lo distinto es que Piura es una ciudad con edificios, autos y cinemas —explicó Lituma, bostezando—. Y Santa María de Nieva, un pueblucho con calatos, mosquitos y lluvias que lo pudren todo, comenzando por las gentes.
Dos bestiecillas se agazaparon tras unas mechas de cabellos sueltos y, verdes, hostiles, atisbaron. El pie izquierdo de Bonifacia, medio salido del zapato, forcejeaba por entrar de nuevo.
—Pero en Santa María de Nieva hay dos ríos que tienen agua todo el año, y tantísima —dijo Bonifacia, suavemente, después de un momento—. El Piura muy poquita y sólo en verano.
Los inconquistables lanzaron una carcajada, dos y dos tres, tres y dos cuatro y Bonifacia ya se calentó. Sudoroso, sin abrir los ojos, gordo, Lituma se mecía pausadamente en su silla.
—No te acostumbras a la civilización —suspiró, por fin—. Espérate un tiempito y verás las diferencias. Ni querrás oír hablar de la montaña y te dará vergüenza decir soy selvática.
Cuatro y dos son cinco, cinco y dos son seis y el primo Lituma ya le contestó. El pie había entrado en el zapato, a la mala, aplastando salvajemente el talón.
—Nunca me dará vergüenza —dijo Bonifacia—. A nadie puede darle vergüenza su tierra.
—Todos somos peruanos —dijo el Mono—. ¿Por qué no nos sirves otra algarrobina, prima?
Bonifacia se paró y, muy despacio, fue de uno a otro, llenándoles de nuevo las copas, separando apenas los pies de ese suelo resbaladizo que las humilladas bestiecillas observaban desde lo alto con desconfianza.
—Si hubieras nacido en Piura, no andarías pisando huevos —rió Lituma, abriendo los ojos—. Estarías acostumbrada a los zapatos.
—Ya no le pelee a la prima —dijo el Mono—. Que no te dé la rabieta, Lituma.
Las gotitas doradas de algarrobina caían al suelo enemigo, no a la copa de Josefino y la boca y la nariz de Bonifacia, como sus manos, también se habían puesto a temblar, pero no era pecado, e incluso su voz: Dios la había hecho así.
—Claro que no es pecado, prima, qué va a ser —dijo el Mono—. Tampoco las mangaches se acostumbran a los tacos.
Bonifacia dejó la botella en una repisa, se sentó, las bestiecillas se sosegaron y, de pronto, silenciosos, rebeldes, rapidísimos, ayudándose uno al otro, sus pies se libraron de los zapatos. Se inclinó, sin premura los colocó bajo la silla y ahora Lituma había dejado de mecerse, los inconquistables ya no cantaban y una vivaz, beligerante agitación conmovía a las figurillas verdioscuras que se exhibían con descaro.
—Ésta no me conoce todavía, no sabe con quién se mete —dijo Lituma a los León; y alzó la voz—: Ya no eres una chuncha, sino la mujer del sargento Lituma. ¡Ponte los zapatos!
Bonifacia no respondió, ni se movió cuando Lituma se puso de pie, la cara empapada y colérica, ni esquivó la cachetada que sonó breve, silbante, y los León saltaron y se interpusieron: no era para tanto, primo. Sujetaban a Lituma, que no fuera así, y lo reñían bromeándole, que controlara esa sangre mangache. La humedad había teñido el pecho y la espalda de su camisa caqui que sólo en los brazos y en los hombros seguía siendo clara.
—Tiene que educarse —dijo, meciéndose otra vez, pero más a prisa, al ritmo de su voz—. En Piura no se puede portar como una salvaje. Y, además, quién manda en la casa.
Las bestiecillas espiaban entre los dedos de Bonifacia, casi invisibles, ¿llorosas?, y Josefino se sirvió un poco de algarrobina. Los León se sentaron, no hay amor sin golpes decía la gente, y las cholas chulucanas mi marido más me pega más me quiere, pero quizás en la montaña las mujeres pensaban de otra forma y una dos y tres, que la prima lo perdone, que alce la carita, que sea buenita, una sonrisita. Pero Bonifacia siguió con la cara oculta y Lituma se paró, bostezando.
—Voy a dormir una siestecita —dijo—. Quédense nomás, séquense esa botella, después nos iremos por ahí —miró de soslayo a Bonifacia, moduló virilmente la voz—: Si no hay cariño en la casa, se busca afuera.
Hizo un guiño desganado a los inconquistables y entró al otro cuarto. Se oyó silbar una tonada, chirriaron unos resortes. Ellos siguieron bebiendo, una copa, callados, dos copas, y a la tercera comenzaron los ronquidos: hondos, metódicos. Ahí estaban las bestiecillas de nuevo, secas y crispadas detrás de los pelos.
—Esas guardias de toda la noche le malogran el humor —dijo el Mono—. No le haga caso, prima.
—Qué maneras de tratar a la mujer son ésas —dijo Josefino, buscando los ojos de Bonifacia, pero ella miraba al Mono—. Es un verdadero cachaco.
—¿Usted sí sabe tratarlas, primo, no es cierto? —dijo José, echando una ojeada a la puerta: ronquidos prolongados, graves.
—Claro que sí —Josefino sonreía y rampaba sobre la estera hacia Bonifacia—. Si ella fuera mi mujer, yo nunca le pondría la mano encima. Es decir, para pegarle, nomás para hacerle cariños.
Ahora tímidas, asustadizas, las bestiecillas examinaban las paredes descoloridas, las vigas, las moscas azules zumbando junto a la ventana, los granitos de oro inmersos en los prismas de luz, las nervaduras del entarimado. Josefino se detuvo, su cabeza tocaba los pies descalzos que retrocedieron y los León eres el hombre-lombriz y Josefino la serpiente que tentó a Eva.
—En Santa María de Nieva no hay calles como aquí —dijo Bonifacia—. Son de tierra y llueve tanto, es puro barro. Los tacos se hundirían y las mujeres no podrían caminar.
—Pisando huevos, qué brutalidad tan bruta —dijo Josefino—. Y, además, mentira. Si camina tan bonito, cuántas quisieran caminar como ella.
Las cabezas de los León se movían sincrónicamente hacia la puerta: una iba, otra volvía. Y, una vez más, Bonifacia estaba temblando, gracias por lo que decía, sus manos, su boca, pero ella sabía que era por decir, nomás, y, sobre todo, su voz, no lo pensaba en el fondo. Y los pies retrocedieron. Josefino hundió la cabeza bajo la silla y su voz venía morosa y asfixiada, lo pensaba con todita su alma, palabras lentas, ingrávidas, llenas de miel, y mil cosas más, se las diría si no hubiera gente.
—Por mí no se moleste, inconquistable —dijo el Mono—. Estás en tu casa y aquí sólo hay un par de sordomudos. Si quieres, nos vamos a ver si llueve. Como ustedes digan.
—Vayan, vayan —relamidas, musicales—, déjenme con Bonifacia para consolarla un poco.
José tosió, se puso de pie y, de puntillas, se llegó a la puerta. Regresó risueño, de veras estaba rendido, dormía como una marmota, y las curiosas, movedizas bestiecillas exploraban incansablemente las maderas de la repisa, las patas de las sillas, el filo de la estera, el largo cuerpo yacente.
—A la prima no le gustan los piropos —dijo el Mono—. Se ha puesto colorada, Josefino.
—Todavía no conoces a los píntanos, prima —dijo José—. No pienses nada malo. Así somos, las mujeres nos jalan la lengua.
—Anda, Bonifacia —dijo Josefino—. Mándalos a ver si llueve.
—Le va a contar a Lituma si sigues —dijo el Mono—. Y el primo se va a calentar.
—Que le cuente —pegajosas, tibias—, no me importa. Ustedes ya me conocen, a mí me gusta una mujer y se lo digo, sea quien sea.
—Se te trepó la algarrobina —dijo José—. Habla más bajo.
—Y a mí Bonifacia me gusta —dijo Josefino——. Que lo sepa de una vez.
Las manos de Bonifacia se cerraron sobre sus rodillas y su rostro se elevó: los labios sonreían heroicamente bajo las espantadas bestiecillas.
—¡Cómo corres, primo! —dijo el Mono—. Campeón de los cien metros planos.
—No sigas por ese camino —dijo José—. La estás asustando.
—Si lo oyera se enojaría —balbuceó Bonifacia; miró a Josefino, él le envió un beso volado y ella el techo, la repisa, el suelo—. Si supiera, se enojaría.
—Que se enoje, qué tanto —dijo Josefino—. ¿Quieren saber una cosa, muchachos? Bonifacia no se libra de ser mi mujer un día.
Ahora el suelo, fijamente, y sus labios murmuraron algo. Los León tosían, no quitaban los ojos del cuarto vecino: una pausa, un ronquido, otro más largo, tranquilizador.
—Basta, Josefino —dijo el Mono—. No es piurana, nos conoce apenas.
—No te atolondres, prima —dijo José—. Síguele la cuerda o dale un sopapo.
—No me asusto —susurraba Bonifacia—, sólo que si supiera y, además, si lo oyera…
—Pídele disculpas, Josefino —dijo el Mono—, dile es broma, fíjate cómo la has puesto.
—Era broma, Bonifacia —rió Josefino, rampando hacia atrás—. Te juro. No te pongas así.
—No me pongo así —balbuceaba Bonifacia—. No me pongo así.